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     T¼tulo original: Piknik na obochone
     TraducciÁn: Edith Zilli
     © 1977 By Arkadi y Boris Strugatsky
     © 1978 by EMECE Distribuidora S.A.C.I.
     Alsina 2062 - Buenos Aires - Argentina
     ISBN 145026-78
     EdiciÁn electrÁnica de Sadrac Julio de 2000
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     Es preciso sacar bueno de lo malo,
     Pues es todo cuanto se puede hacer.
     Robert Penn Warren


     De la entrevista realizada por el  enviado especial de radio Harmont al
doctor Valentine Pilman, premio NÁbel de f¼sica 19..

     -  Tengo  entendido,  doctor  Pilman, que su  primer descubrimiento  de
importancia fue lo que ha dado en llamarse el Foco Irradiador de Pilman.
     -  No lo creo.  El Foco Irradiador de Pilman no fue el  primero, ni fue
importante; ni  siquiera fue un descubrimiento.  Por otra parte tampoco  fue
del todo m¼o.
     -  Debe estar  bromeando,  doctor. El Foco  Irradiador de Pilman es  un
concepto corriente hasta para los escolares.
     - Eso no me sorprende. Seg·n  algunas fuentes, el  Foco  Irradiador  de
Pilman fue  descubierto por  un escolar.  Por  desgracia no recuerdo cÁmo se
llamaba.  B·squelo en la  Historia de la VisitaciÁn, de  Stetson; all¼  est°
descrito  con lujo  de  detalles.  Øl sostiene  que el foco  irradiador  fue
descubierto  por  un  escolar, que  fue un  estudiante  universitario  quien
publicÁ las coordenadas, pero que por alguna razÁn desconocida, se le dio mi
nombre.
     -  S¼,  con cualquier  descubrimiento pasan  cosas  sorprendentes.  ¿Le
molestar¼a explicar a nuestros oyentes de qu¸ se trata, doctor?
     - El  Foco  Irradiador  de Pilman es  la  cosa  m°s simple  del  mundo.
Supongamos  que hacemos girar un  globo enorme y disparamos balas contra ¸l.
Los agujeros de esas balas quedar°n marcados en  la  superficie en una suave
curva.  La  base  de  lo  que  para  usted  es mi primer  descubrimiento  de
importancia consiste en el simple hecho de que  las seis Zonas de VisitaciÁn
est°n  dispuestas sobre  la  superficie  del planeta como si alguien hubiera
disparado seis tiros hacia la Tierra con una pistola ubicada  en alg·n punto
de la l¼nea Tierra-Deneb.  Deneb es la estrella Alfa en  la  constelaciÁn de
Cygnus. El  punto espacial del que provienen los disparos, por as¼  decirlo,
se llama Foco Irradiador de Pilman.
     -  Gracias,  doctor ¡CompaÏeros harmonitas!
clara explicaciÁn de  lo que es el Foco Irradiador de  Pilman!  A propÁsito:
anteayer se cumplieron treinta aÏos de la VisitaciÁn. Doctor Pilman, ¿quiere
decir a sus conciudadanos algunas palabras sobre el particular?
     - ¿Hay algo que le  interese en especial?  Recuerde que yo no estaba en
Harmont por entonces.
     - Por  eso  mismo ser° a·n m°s  interesante  saber  qu¸ sintiÁ usted al
enterarse de  que  su  ciudad  natal  era el centro de una invasiÁn de seres
ultracivilizados provenientes del espacio.
     - Para serle sincero,  al principio pens¸ que eran mentiras. Me costaba
creer que pudiera pasar algo as¼ en nuestra pequeÏa Harmont. Habr¼a sido m°s
plausible en Gobi o en Terranova.
     - Pero al fin tuvo que creerlo.
     - Ah s¼, al fin...
     - ¿Y entonces?
     -  De  repente  se me ocurriÁ  que Harmont y las otras  cinco  zonas de
VisitaciÁn... PerdÁn, me  equivoco: por entonces  hab¼a  sÁlo  otras  cuatro
zonas conocidas. Se me ocurriÁ que todas entraban en una leve curva. Calcul¸
las coordenadas y las envi¸ a Naturaleza.
     - ¿Y no se preocupÁ en ning·n momento por la suerte de su ciudad natal?
     - La verdad  es  que  no. Vea, aunque yo hab¼a  llegado a  creer en  la
VisitaciÁn, no  pod¼a  convencerme  de  que hab¼a  algo  de cierto  en  esos
informes  hist¸ricos  sobre  barrios incendiados,  monstruos  que  devoraban
selectivamente sÁlo a los viejos y a los  niÏos, batallas sangrientas  entre
los invasores invulnerables y los tanques reales, tripulados por humanos muy
vulnerables, pero valientes y decididos.
     -  Ten¼a razÁn.  Si  mal  no  recuerdo, nuestros periodistas arruinaron
bastante la informaciÁn. Pero volvamos a la  ciencia. El  descubrimiento del
Foco  Irradiador de Pilman fue el primero, pero no el ·ltimo, probablemente,
de sus aportes al estudio de la VisitaciÁn.
     - El primero y el ·ltimo.
     - Pero  sin duda  usted se mantendr°  muy al tanto de  la investigaciÁn
internacional que se lleva a cabo en las Zonas de VisitaciÁn.
     - S¼. De vez en cuando leo los Informes.
     - ¿Se refiere  a los Informes  del Instituto Internacional  de Culturas
Extraterrestres?
     - S¼.
     -  En su opiniÁn, ¿cu°l  ha  sido el  descubrimiento m°s importante  en
estos ·ltimos treinta aÏos?
     - La VisitaciÁn en s¼.
     - PerdÁn, no comprendo.
     - La VisitaciÁn, en s¼, es el descubrimiento m°s importante, no sÁlo de
los  ·ltimos treinta aÏos, sino de  toda  la  historia  de la Humanidad.  No
importa tanto saber  qui¸nes fueron esos  visitantes. No  importa  saber  de
dÁnde ven¼an, por qu¸ vinieron, por qu¸ se quedaron tan poco tiempo ni dÁnde
est°n desde que se fueron de aqu¼;  lo que importa es que la humanidad ahora
puede estar segura de algo:  no  estamos solos en  el  universo. Temo que el
Instituto de Culturas Extraterrestres jam°s tendr° la buena suerte de  hacer
un descubrimiento m°s fundamental que ¸se.
     - Lo  que usted dice es  fascinante, doctor Pilman, pero en realidad yo
me  refer¼a   a  descubrimientos   y   progresos   de   ¼ndole  t¸cnica.   A
descubrimientos y progresos que nuestros  cient¼ficos  y nuestros ingenieros
pudieran utilizar con provecho. Despu¸s de todo, muchos  cient¼ficos famosos
han  sugerido  que los descubrimientos  hechos  en  las  Zonas de VisitaciÁn
podr¼an cambiar todo el curso de nuestra historia.
     -  Bueno,  yo  no  estoy  de  acuerdo con  esa  opiniÁn.  En  cuanto  a
descubrimientos,   espec¼ficamente   hablando,   no   caen  dentro   de   mi
especialidad.
     - Sin embargo usted, desde hace dos aÏos, es asesor por el Canad° de la
comisiÁn de las Naciones Unidas que estudia los Problemas de la VisitaciÁn.
     -  S¼,  pero no tengo nada  que ver  con  el  estudio de  las  culturas
extraterrestres.  En  la  ComisiÁn,  mis  colegas y  yo  representamos a  la
comunidad  cient¼fica  internacional  cuando  surgen  dilemas  al  poner  en
pr°ctica  las  decisiones  de  las  Naciones  Unidas  con  respecto   a   la
internacionalizaciÁn de las  Zonas. Dicho en otros t¸rminos: nuestra funciÁn
es ver  que todas las maravillas extraterrestres halladas en las Zonas vayan
a manos del Instituto Internacional.
     - ¿Hay alguien m°s que se interese por esos tesoros?
     - S¼.
     -
     - No s¸ qu¸ es eso.
     - As¼ llamamos en Harmont a los ladrones que arriesgan la vida entrando
a la Zona para llevarse todo lo que encuentran al  alcance. Se ha convertido
en una verdadera profesiÁn.
     - Comprendo. Pero no, eso no est° dentro de nuestra jurisdicciÁn.
     - Por supuesto, es cosa de la polic¼a. Pero me gustar¼a saber qu¸ es lo
que cae dentro de su jurisdicciÁn, doctor Pilman.
     - Hay una constante  p¸rdida de materiales provenientes de las Zonas de
VisitaciÁn que  caen  en  manos de personas u organizaciones irresponsables.
Nosotros debemos encargarnos de las consecuencias de esas p¸rdidas.
     - ¿Podr¼a explicarse mejor, doctor?
     - ¿Por qu¸ no hablamos de arte, mejor? ¿No cree que a  los oyentes  les
interesar¼a conocer mi opiniÁn sobre el incomparable Godi MÍller?
     -
cient¼fica. Como cient¼fico,  ¿no le gustar¼a tener un  contacto directo con
los tesoros extraterrestres?
     - ¿CÁmo le dir¸? Supongo que s¼.
     - En ese caso, ¿podemos esperar  que un buen d¼a los harmonitas podamos
ver a nuestro famoso conciudadano en las calles de su ciudad natal?
     - Puede ser.

     1. Redrick Schuhart,  veintitr¸s aÏos, soltero, ayudante de laboratorio
en   la   divisiÁn   Harmont   del  instituto  internacional   de   culturas
extraterrestres.

     La noche  anterior,  ¸l  y  yo  estuvimos  en  el  depÁsito. Ya  estaba
anocheciendo; yo  pod¼a tirar el guardapolvo e ir a  Borscht, a echar  una o
dos gotas de algo fuerte en mi organismo. Pero segu¼a  all¼, sosteniendo  la
pared, con el  trabajo  terminado y un  cigarrillo en la  mano.  Me mor¼a de
ganas  de fumar; hac¼a dos horas que no echaba una pitada. Y ¸l no dejaba de
dar  vueltas con todo aquello. Ya hab¼a llenado, cerrado y  sellado una caja
fuerte y estaba empezando con la  otra; sacaba los vac¼os del transportador,
los  examinaba uno  por uno  desde  todos  lados (y  eran bien pesados,  los
malditos;  como  siete  kilos  cada  uno)   y  despu¸s   volv¼a  a  ponerlos
cuidadosamente en el estante.
     Se hab¼a pasado la vida peleando con esos vac¼os; a mi modo de ver, sin
beneficio alguno, ni para la humanidad ni  para  s¼.  En su lugar  yo habr¼a
mandado todo  al diablo desde hac¼a  rato  para dedicarme a trabajar en otra
cosa ganando lo  mismo. Claro que  si uno  lo piensa  bien, un vac¼o es algo
misterioso, hasta incomprensible, se podr¼a decir. Yo he tenido muchos entre
las manos, pero no dejo de sorprenderme  cada vez que veo uno.  Son sÁlo dos
discos de cobre, del tamaÏo  de un platito  y de medio cent¼metro de grosor,
m°s o  menos, separados por  una distancia de  cuarenta y cinco cent¼metros.
Nada  m°s.  Nada, absolutamente, sÁlo espacio vac¼o. Uno puede pasar la mano
por  el medio y hasta la cabeza, si el asunto lo  deja tan fuera de combate;
no hay m°s  que vac¼o  y vac¼o; aire  puro.  Claro,  tiene que  haber alguna
fuerza  entre los  dos,  seg·n  creo,  porque  no  se  los  puede  juntar ni
separarlos m°s de lo que est°n.
     La verdad, compaÏeros, es dif¼cil describ¼rselos  a  alguien que no los
haya visto.  Son  demasiado  simples; sobre todo cuando uno los mira bien de
cerca y acaba por creer en lo que ve. Es como tratar de describir el vidrio:
uno  termina retorci¸ndose  los  dedos  y diciendo  malas  palabras  por  la
frustraciÁn.  Okey, supongamos que lo han entendido; para  los que no tengan
una copia de los Informes del Instituto, en cualquier n·mero hay un art¼culo
sobre los vac¼os, con fotos y todo.
     Kirill llevaba casi un  aÏo rompi¸ndose los  sesos con  los vac¼os,  yo
hab¼a trabajado con ¸l desde el principio, pero todav¼a no estaba muy seguro
de  lo que quer¼a averiguar: para serles sincero, no me esforzaba  mucho por
descubrirlo. Que primero  lo descubriera  ¸l solo;  despu¸s,  a lo mejor, yo
har¼a  la  prueba.  Por  el  momento  sÁlo entend¼a una cosa:  Kirill quer¼a
averiguar, a  toda  costa, cÁmo funcionaban esos  vac¼os;  los perforaba con
°cidos, los estrujaba  en  la prensa, los  pon¼a a  fundir en el  horno. As¼
comprender¼a todo y  lo  llenar¼an de  v¼tores y  de honores: el mundo de la
ciencia se estremecer¼a de gozo. A mi modo de ver le faltaba mucho para eso.
Todav¼a no hab¼a  llegado a  nada y ya  estaba  agotado. Andaba  como gris y
callado, con ojos de perro enfermo,  hasta lagrimeaba. Si se hubiera tratado
de  otro, yo lo habr¼a emborrachado de lo  lindo y lo habr¼a puesto en manos
de  alguna chica experta para  que lo desenredara.  Y a la maÏana  lo habr¼a
vuelto a  emborrachar y a  mandarlo  con  otra fulana.  En  un semana,
nuevo!: los  ojos brillantes y la cola espesa. Pero con Kirill esos remedios
no serv¼an. Ni siquiera val¼a la pena sugerirlo: no era de esos.
     As¼  que est°bamos en el depÁsito.  Yo  lo  observaba,  viendo  qu¸ mal
andaba, cÁmo se le hab¼an hundido los ojos, y sent¼ m°s l°stima por ¸l de la
que hab¼a sentido por nadie en la vida. Fue entonces cuando decid¼... No, no
es que lo haya decidido, fue como si alguien me abriera la boca y me hiciera
hablar.
     - Oye - dije -, Kirill...
     All¼  estaba,  con  el ·ltimo  vac¼o en la balanza,  como  si estuviera
dispuesto a trepar sobre ¸l.
     - Esc·chame - dije -.
eh?
     - ¿Un vac¼o lleno? - replicÁ, con cara de no entender.
     - S¼, Tu trampa hidromagn¸tica, cÁmo se llama..., el objeto 77 b. Tiene
una especie de cosa azul adentro.
     Vi que empezaba a entender. Me  mirÁ, parpadeÁ, y un destello de razÁn,
como a ¸l le gustaba decir, surgiÁ tras las l°grimas de perro.
     - Un momento - dijo -. ¿Lleno? ¿Como ¸ste, pero lleno?
     - S¼, eso es lo que digo.
     - ¿DÁnde?
     Mi Kirill estaba curado. Ojos brillantes, cola espesa.
     - Vamos a fumar un cigarrillo.
     MetiÁ el vac¼o en la  caja  fuerte,  golpeÁ  la puerta con fuerza y  la
cerrÁ con  tres vueltas  y media de llave; despu¸s volvimos al  laboratorio.
Ernest paga  cuatrocientos  al  contado por  un vac¼o vac¼o;  podr¼a haberle
sacado hasta la ·ltima gota de jugo por uno lleno, grand¼simo hijo  de puta;
pero cr¸ase o no, ni siquiera me pasÁ por la cabeza, porque Kirill volv¼a  a
la vida ante mis ojos. BajÁ los  escalones de a cuatro  por vez, sin dejarme
siquiera terminar  el  cigarrillo. Le cont¸ todo: cÁmo era,  dÁnde  estaba y
cu°l era la mejor  manera de llegar  hasta all¼.  Øl sacÁ un  mapa, buscÁ la
ubicaciÁn del  garaje y me lo  indicÁ con el dedo, Inmediatamente se imaginÁ
que era yo, por supuesto; ¿cÁmo no iba a entender?
     - Qu¸ perro eres - dijo,  sonriendo  -.  Bueno,  vamos  a  buscarlo. Lo
primero que haremos a la maÏana. Pedir¸ los pases y el equipo para las nueve
y saldremos a las diez con las mejores esperanzas. ¿De acuerdo?
     - De acuerdo - dije -. ¿Qui¸n ser° el tercero?
     - ¿Para qu¸ queremos un tercero?
     - Oh, no - exclam¸ -. Øste no es un picnic con seÏoritas. ¿Y si te pasa
algo? Est° en la Zona. Tenemos que obedecer los reglamentos.
     Øl soltÁ una risa breve y se encogiÁ de hombros.
     - Como quieras. Sabes m°s que yo de esto.
     ¡S¼, seguro! Claro  que sÁlo estaba tratando de seguirme la  corriente.
Por lo que a ¸l  concern¼a, el  tercero no har¼a m°s que estorbar. Si ¼bamos
los dos solos todo saldr¼a bien. nadie sospechar¼a nada sobre m¼. Pero hab¼a
un inconveniente: los  del Instituto no entraban  de a dos en la  Zona.  Las
reglas indican que dos  trabajen mientras un  tercero  mira, para que  pueda
hablar cuando le pregunten, m°s tarde.
     - Por mi parte llevar¼a a Austin - dijo Kirill -. Pero a lo  mejor a ti
no te gusta. ¿O te parece bien?
     - No -  dije -. Cualquiera  menos Austin. Puedes  llevar a  Austin otra
vez, ¿eh?
     Austin no es mal tipo; tiene la mezcla exacta de valor y cobard¼a, pero
creo que est° condenado. Era algo que no pod¼a explicar a  Kirill,  pero  lo
sent¼a. El  hombre  cree que conoce  y  entiende la Zona perfectamente. Esto
significa que  pronto  va a  estirar la  pata.  Que  vaya,  pero no conmigo,
gracias.
     - Bueno, est° bien. ¿Qu¸ te parece Tender?
     Tender era su segundo ayudante. Uno  de esos tipos callados. que no  se
meten con nadie.
     - Es un poco viejo - dije -. Y tiene hijos.
     - Eso no importa. Ha ido antes a la Zona.
     - Bueno. Llevemos a Tender.
     Mientras ¸l  se abocaba  al estudio del  mapa, yo  fui  directamente al
Borscht; estaba muerto de hambre y ten¼a la garganta seca.
     A la maÏana llegu¸ al laboratorio como siempre, alrededor de las nueve,
y  mostr¸ el pase. El guardia de  turno era ese polaco larguirucho al que le
romp¼ el alma el aÏo pasado, por propasarse con Guta cuando estaba borracho.
     -
     Lo par¸ en seco, muy cort¸smente.
     -  ¿Qu¸  es eso de  "Red"? Nada de intimidades conmigo, pedazo de sueco
imb¸cil.
     -
     Yo estaba muy nervioso  por la perspectiva de entrar a la Zona y sobrio
como un pescado. Lo levant¸ por la correa del pecho y le dije claramente qu¸
opinaba de ¸l y de qui¸n descend¼a por la rama materna. EscupiÁ en el suelo,
me devolviÁ el pase y dijo, sin m°s amabilidades:
     - Redrick Schuhart, tiene Árdenes de presentarse inmediatamente al jefe
de Seguridad, capit°n Herzog.
     - As¼  me gusta  m°s  - dije -.  Por  ah¼ andamos. Siga  es forz°ndose,
sargento; a·n puede llegar a teniente.
     Pero  mientras  tanto  pensaba qu¸ novedad era aqu¸lla.  ¿Para  qu¸  me
querr¼a el  capit°n Herzog  durante el  horario de trabajo?  Bueno, fui y me
present¸.
     Su oficina estaba en el tercer piso; un lindo despacho, con barrotes en
las  ventanas,  justo  como  una  comisar¼a.  Willy   estaba  sentado  a  su
escritorio, fumando su pipa y escribiendo a  m°quina no s¸ qu¸ jerigonza. Un
sargentito revolv¼a el  interior  del archivo met°lico,  en  el rincÁn;  era
nuevo; yo no lo conoc¼a. En el Instituto hay m°s sargentos que en el cuartel
de polic¼a; son todos tipos robustos y saludables; no tienen que entrar a la
Zona y les importan un bledo las cuestiones mundiales.
     - Hola - dije -. ¿Me llamaba?
     Willy me mirÁ sin verme, se apartÁ de la  m°quina de escribir,  dejÁ un
pesado archivo sobre el escritorio y empezÁ a revisar el contenido.
     - ¿Redrick Schuhart?
     - El mismo - respond¼.
     Por dentro me sub¼a una risa nerviosa  todo era muy  extraÏo. No  pod¼a
evitarlo:
     - ¿Cu°nto hace que est° en el Instituto?
     - Dos aÏos y pico.
     - ¿Tiene familia?
     - Soy solo - respond¼ -. Hu¸rfano.
     En seguida se volviÁ hacia el sargento y ordenÁ, en tono severo:
     -  Sargento Lummer,  vaya a  los archivos  y  traiga la carpeta  n·mero
ciento cincuenta.
     El sargento hizo la venia y desapareciÁ. Mientras tanto  Willy cerrÁ el
archivo con un golpe y preguntÁ, ceÏudo:
     - ¿Ha vuelto a las andadas?
     - ¿Qu¸ andadas?
     - Ya sabe a qu¸ andadas  me  refiero. Aqu¼  hay informaciÁn nueva sobre
usted.
     "Aj°", pens¸.
     - ¿De dÁnde?
     Øl frunciÁ el ceÏo y golpeÁ la pipa contra el cenicero, irritado.
     - Eso no le importa - dijo -. Se  lo  advierto  como si fuera un  viejo
amigo: deje eso, d¸jelo por su propio bien. Si lo atrapan por segunda vez no
va a salir a los seis meses. Y lo expulsar°n del  Instituto definitivamente,
enti¸ndalo.
     - Entiendo - dije -. Eso  lo entiendo. Lo que no entiendo  es qui¸n fue
el malnacido que pasÁ el dato.
     Pero  ya  hab¼a  dejado de mirarme;  segu¼a chupando  la pipa  vac¼a  y
hojeando  las fichas del  archivo.  Con  eso estoy diciendo  que el sargento
Lummer hab¼a vuelto trayendo la carpeta n·mero ciento cincuenta.
     -  Gracias Schuhart  - dijo  el capit°n  Willy Herzog, tambi¸n conocido
como "El chancho" - Eso es todo lo que quer¼a aclarar. Puede irse.
     Volv¼ al vestuario, me puse el  guardapolvo  y me anim¸. No pod¼a dejar
de  pensar  en  qui¸n  habr¼a  pasado  los rumores. Si proven¼an  del  mismo
instituto eran todas mentiras,  por fuerza, porque all¼ nadie  sab¼a nada de
m¼ ni hab¼a  forma de que  lo  supieran.  Si era  un informe  de la polic¼a,
tambi¸n: ¿qu¸  pod¼an  saber,  salvo  mis  viejos pecados?  Tal  vez  hab¼an
atrapado  a  Cuervo.  Ese  hijo  de perra  habr¼a vendido hasta la madre por
salvar  el pellejo. Pero ni siquiera Cuervo sab¼a nada de m¼. Pens¸ y pens¸,
sin llegar  a nada grato. Al  final  entrado por ·ltima vez  en  la Zona, de
noche; ya me hab¼a decidido a mandar todo al diablo. Hac¼a ya tres meses que
hab¼a desprendido de casi todo el bot¼n y el  dinero se me estaba  acabando.
Si no me hab¼an pescado con  la  mercader¼a  en las manos,  menos lo  har¼an
ahora, siendo yo tan escurridizo.
     Pero en ese momento, justo cuando me dirig¼a hacia las escaleras, se me
iluminÁ repentinamente la cabeza,  y tan claramente que volv¼ al  vestuario,
me sent¸ y encend¼  otro cigarrillo. Eso significaba que  no pod¼a ir  a  la
Zona  ese d¼a. Ni  al siguiente, ni dos  d¼as despu¸s. Significaba  que esos
escuerzos me ten¼an otra vez entre ojos, que no me hab¼an olvidado; o, si me
hab¼an  olvidado,  alguien   se   encargaba  de   hacerles  acordar.  Ning·n
merodeador, a menos  que estuviera completamente chiflado, se arrimar¼a a la
Zona, sabiendo que lo vigilaban, ni con un revÁlver a la espalda.  Lo que me
hubiera  convenido en ese momento  habr¼a  sido esconderme en el  rincÁn m°s
oscuro.  ¿Zona? ¿Qu¸  Zona?
qu¸  tienen  que  ninguna  Zona,  ni  molestar  a  un  honrado  ayudante  de
laboratorio?
     Lo pens¸ bien y decid¼, casi con alivio, que ese d¼a no ir¼a a la Zona.
Pero ¿cu°l era la mejor manera de dec¼rselo a Kirill?
     Se lo dije directamente.
     - No voy a la Zona. ¿Qu¸ instrucciones tienes para darme?
     Al principio  me  mirÁ con ojos  de huevo  duro, por  supuesto. Despu¸s
pareciÁ entender. Me agarrÁ por el codo  para llevarme a su pequeÏa oficina,
me hizo  sentar  ante el  escritorio y ¸l  se instalÁ  en el antepecho de la
ventana,  frente a  m¼. Encendimos  los  cigarrillos.  Silencio.  Al fin  me
preguntÁ, como con cautela:
     - ¿PasÁ algo, Red?
     ¿Qu¸ iba a decirle?
     -  No. No pasÁ nada. Ayer perd¼ veinte al pÁker; ese Noonan es muy buen
jugador, el desgraciado.
     - Un momento - interrumpiÁ -. ¿Has cambiado de idea?
     La tensiÁn me hizo soltar un ruido ahogado.
     - No puedo - dije entre dientes -. No puedo, ¿entiendes? Herzog me hizo
llamar a su oficina.
     Se quedÁ  tieso.  Puso  otra vez  aquella  cara pat¸tica, con  ojos  de
caniche enfermo, Se  estremeciÁ, encendiÁ otro cigarrillo con la colilla del
viejo y hablo con suavidad.
     - Puedes confiar en m¼, Red. No le dije una palabra a nadie.
     - Por supuesto, nadie habla de ti.
     - Ni siquiera habl¸ todav¼a con Tender. Hice  extender un pase a nombre
de ¸l, pero ni siquiera le he preguntado si quiere ir.
     No  dije  nada  y segu¼  fumando. Era extraÏo y triste.  Ese  hombre no
entend¼a nada.
     - ¿Qu¸ te dijo Herzog?
     - Nada en especial. Alguien pasÁ el dato, eso es todo.
     Øl  me  echÁ una mirada  extraÏa, se  bajÁ  del antepecho  y  empezÁ  a
pasearse,  mientras yo hac¼a anillos de humo  en silencio. Lo sent¼a por ¸l,
naturalmente, y lamentaba que las cosas no hubieran salido mejor.
la  que hab¼a  encontrado  para  la melancol¼a de Kirill! ¿Y de qui¸n era la
culpa? M¼a; hab¼a ofrecido una galletita a un nene, pero la galletita estaba
escondida en un lugar custodiado por hombres malos... De  pronto ¸l  dejÁ de
pasearse y se acercÁ a m¼. MirÁ de soslayo hacia cualquier parte y murmurÁ:
     - Escucha, Red, ¿cu°nto costar° un vac¼o lleno?
     Al principio  no entend¼; pens¸ que ten¼a esperanzas de comprar alguno.
¿DÁnde lo iba  a conseguir? Tal vez ¸se fuera el ·nico del  mundo; adem°s ¸l
no deb¼a tener tanta  plata como para comprarlo.  ¿De dÁnde pensaba sacarla?
Era un cient¼fico extranjero, ruso,  para colmo. De pronto  comprend¼.  ¿As¼
que el malnacido pensaba que yo lo estaba haciendo por plata?
     "Grand¼simo  tal por cual",  pens¸, "¿por qu¸ me tomas?"  Abr¼ la  boca
para dec¼rselo, pero  la volv¼ a cerrar. Porque en  realidad, ¿por qu¸ iba a
tomarme? Un merodeador es un  merodeador. Cuanta m°s plata,  mejor. Se juega
la  vida  por  plata.  Ten¼a  derecho a pensar que  el d¼a anterior yo hab¼a
tirado la l¼nea y ahora la estaba recogiendo, tratando de subir el precio.
     La idea  me  dejaba  mudo.  Y  ¸l  segu¼a  mir°ndome  intensamente, sin
parpadear. No hab¼a disgusto en sus  ojos, sino una especie de  comprensiÁn,
me parece. Al fin se lo expliqu¸, con calma.
     - De los que entran con pase, nadie ha llegado hasta el garaje todav¼a.
No hay caminos. T·  lo sabes. En cuanto volvamos de la Zona ese Tender le va
a contar a todo el mundo que fuimos directamente al garaje, recogimos lo que
quer¼amos y volvimos en seguida. Como si fu¸ramos al depÁsito. Entonces todo
el mundo  se dar° cuenta  de  que sab¼amos de antemano lo  que busc°bamos  y
dÁnde estaba. Eso quiere  decir que alguien nos lo dijo. Y de nosotros tres,
¿qui¸n puede haber estado all¼? No hace falta decirlo. ¿Comprendes lo que me
espera?
     Termin¸ mi  discursito.  Nos miramos  fijamente  a los ojos,  sin decir
nada. De  pronto ¸l juntÁ  las manos,  con  ruido  se  las  frotÁ y  anunciÁ
cordialmente:
     - Bueno, t·  no podr°s ir, comprendo. No voy a juzgarte, Red. Ir¸ solo.
Tal vez me vaya bien. No ser° la primera vez.
     TendiÁ el mapa sobre el antepecho de la ventana y se apoyÁ en las manos
para inclinarse  sobre ¸l. Toda su cordialidad  pareciÁ evaporarse ante  mis
ojos. Le o¼ musitar:
     - Cuarenta metros, cuarenta y uno,  podr¼a ser, y tres hasta llegar  al
garaje.  No,  no  llevar¸  a Tender. ¿Qu¸ te parece,  Red?  ¿Dejo  a Tender?
Despu¸s de todo tiene dos hijos.
     - No te dejar°n ir solo.
     -  Me  dejar°n  -  murmurÁ  -. Conozco a todos  los sargentos  y a  los
tenientes.
elementos y parecen nuevos. A cinco metros de all¼ hay un envase de gasolina
y est° completamente herrumbrado, pero  los camiones parecen reci¸n  salidos
de la f°brica.
     ApartÁ la vista del mapa y mirÁ por la ventana. Yo tambi¸n lo hice. Los
vidrios de  nuestras ventanas son gruesos  y  emplomados. Y  m°s all°...  la
Zona. All¼ est°, corno si bastara con estirar la mano para tocarla. Desde el
piso trece es como si uno pudiera recogerla en la palma de la mano.
     A  simple vista parece una extensiÁn de tierra como  cualquier otra. El
sol  brilla  sobre  ella  como en  cualquier rincÁn  del  planeta. Dar¼a  la
impresiÁn de que nada ha cambiado mucho en ella; todo est° como hace treinta
aÏos.  Mi padre, que en  paz  descanse, no encontraba nada  fuera  de  lugar
cuando la miraba, salvo que preguntara, tal vez, por qu¸ no hab¼a humo en la
chimenea de la planta. ¿Hab¼a una huelga  o algo as¼? El  metal  amarillo se
amontonaba en forma de conos, los altos  hornos brillaban bajo el sol; hab¼a
rieles,  rieles  y  m°s  rieles, y una locomotora  con  vagonetas  sobre los
rieles. En otras palabras, una ciudad industrial. Pero sin gente, ni viva ni
muerta.  All¼  estaba tambi¸n el  garaje:  un largo  intestino gris  con las
puertas  abiertas de par  en par. Los camiones estaban  estacionados  en  un
sitio pavimentado, junto a ¸l.
     Kirill ten¼a  razÁn con  respecto a  aquellos veh¼culos:  la  cabeza le
funcionaba bien.
dar la vuelta por alrededor. Hay una  grieta en  el  asfalto, si es  que las
zarzas no la han cubierto a·n.
     Cuarenta  metros. ¿Desde  dÁnde contaba?  Oh,  probablemente  desde  el
·ltimo  poste.  Ten¼a razÁn, la  distancia  no era  mayor; esos  cient¼ficos
tragalibros iban progresando. Hab¼an trazado toda la ruta hasta el vaciadero
de basuras, y bien trazada. All¼ estaba la fosa donde  hab¼a ca¼do Zalamero,
a dos metros de. la ruta. Nudillos  hab¼a avisado a  Zalamero: "Mantente tan
lejos de  las fosas como puedas, o no quedar° de ti ni siquiera un resto que
podamos enterrar". Cuando mir¸ en el  agua no hab¼a nada. As¼  son las cosas
de la  Zona: si uno vuelve con bot¼n,  es un milagro;  si vuelve vivo, es un
triunfo; si la patrulla no le acierta ning·n disparo, es un golpe de suerte.
En cuanto a todo lo dem°s, es el destino.
     Al mirar  a Kirill not¸ que me observaba secretamente. Fue la expresiÁn
de su cara la que me hizo cambiar de idea. "Al diablo con todos", pens¸; "al
fin y al cabo, ¿qu¸ me pueden hacer estos esfuerzos?"  No hac¼a falta que me
dijera nada, pero lo hizo.
     -  Ayudante de laboratorio Schuhart - dijo -.  Fuentes  oficiales (y lo
repito:  oficiales)  me han inducido  a  creer  que convendr¼a  realizar una
inspecciÁn del garaje, que podr¼a  ser de gran valor cient¼fico. Sugiero que
lo hagamos. Garantizo una bonificaciÁn.
     Y sonriÁ, luminoso como el sol del verano.
     - ¿Qu¸ fuentes oficiales? - pregunt¸, sonriendo a mi vez como un tonto.
     - Son  confidenciales, pero a  ti puedo revel°rtelas - dijo, frunciendo
el ceÏo -. Digamos que me lo dijo el doctor Douglas.
     - Oh, el doctor Douglas. ¿Qu¸ doctor Douglas?
     - Sam Douglas - respondiÁ ¸l, secamente -. MuriÁ el aÏo pasado.
     Se me erizÁ la  piel. ¿Qui¸n se atreve a hablar de esas cosas antes  de
ponerse en marcha?
mazo y no entienden. Aplast¸ la colilla en el cenicero y dije:
     -  Est°  bien.  ¿DÁnde est°  ese  Tender?  ¿Hasta  cu°ndo  tenemos  que
esperarlo?
     En otras palabras, no  volvimos  a  tocar el  tema. Kirill  telefoneÁ a
Transportes  y pidiÁ una cabina  voladora. Mientras  tanto  yo  estudiaba el
mapa; no era malo; se trataba de un proceso fotogr°fico, una vista a¸rea muy
ampliada.  Se ve¼an hasta los picos  de la  cubierta que estaba junto a  los
portones del garaje. Si los merodeadores pudieran hacerse de un mapa  as¼...
Pero  no  servir¼a de mucho por la noche,  cuando  ni siquiera las estrellas
iluminan y uno no se ve ni los dedos de la mano.
     En ese momento entrÁ Tender. Estaba rojo  y sin aliento;  ten¼a la hija
enferma y hab¼a ido a buscar un m¸dico. Se disculpÁ por haber llegado tarde.
Bueno, le entregamos el regalito: los tres ¼bamos a entrar en la Zona. En el
primer momento hasta dejÁ de jadear y de bufar, de puro miedo.
     - ¿CÁmo que a la Zona? - dijo -. ¿Y por qu¸ yo?
     Sin embargo recuperÁ  la respiraciÁn en  cuanto  le  dijimos que  hab¼a
doble bonificaciÁn y que Red Schuhart ir¼a tambi¸n.
     Al fin bajamos al "boudoir"  y Kirill fue  a  buscar los  pases. Se los
mostramos a otro sargento, que nos entregÁ  trajes  especiales. En  realidad
son cosas muy pr°cticas; si uno los tiÏera de cualquier color, menos el rojo
que  tienen, cualquier  merodeador pagar¼a gustosamente unos  quinientos por
uno  de ellos,  sin  parpadear siquiera.  Yo  jur¸  hace tiempo  que  un d¼a
cualquiera encontrar¼a el modo de hacerme de uno. A primera vista no parecen
nada extraordinario; algo as¼ como un  traje de buceo con un casco en  forma
de burbuja,  provisto de visor. En realidad no es  exactamente  un traje  de
buceo; m°s bien se parece al  de los pilotos de estatorreactores o al de los
astronautas. Era liviano, cÁmodo, sin ninguna costura, y no hac¼a sudar. Con
un trajecito como ¸se uno pod¼a caminar  entre el fuego y  el gas, Dicen que
ni siquiera las balas  lo perforan. Claro que el fuego,  las armas y el  gas
mostaza son todas cosas humanas y terr°queas; en la zona no hay nada de eso.
Y  de cualquier modo,  para decir  la verdad, la gente cae  como  moscas con
traje o sin ¸l. Eso s¼, tal vez sin trajes morir¼an muchos m°s. Esos equipos
ofrecen un  cien  por  ciento  de  protecciÁn contra la pelusa ardiente, por
ejemplo, y contra la col del diablo escupidera... Bueno.
     Nos  pusimos  los  trajes especiales. Yo volqu¸ en  el bolsillo  de  la
cadera las tuercas  y  los tornillos  que  llevaba en  una  bolsa,  y  todos
cruzamos  el  patio  del  Instituto hacia  la entrada de  la  Zona.  As¼  lo
establec¼a la rutina, para  que todos vieran a los h¸roes  de la ciencia que
depositaban  la  vida  en  el  altar de la humanidad, del conocimiento y del
Esp¼ritu Santo, am¸n. Y  sin  duda  alguna,  desde  el piso quince  hasta la
planta baja hab¼a  caras solidarias  que nos  observaban. No nos faltaba m°s
que un agitar de paÏuelos y una orquesta.
     - ¡Arriba! - dije a Tender -. ¡Saca pecho, gordinflÁn!
estar° eternamente agradecida!
     Cuando  se dio vuelta a mirarme  comprend¼  que no estaba de humor para
bromas. Y ten¼a razÁn, no era momento para hacer chistes. Pero cuando uno va
a entrar en la Zona puede llorar  o bromear... y yo nunca llor¸, ni siquiera
de niÏo. Mir¸ a Kirill;  ¸l soportaba bien la tensiÁn, pero mov¼a los labios
corno si estuviera rezando.
     -  ¿Rezas? - pregunt¸ -. Reza, reza. Cuanto m°s se entra en la Zona m°s
cerca se est° del Para¼so.
     - ¿Qu¸?
     -
el Para¼so.
     Con una s·bita sonrisa, me palmeÁ la espalda como  diciendo: "No tengas
miedo, nada pasar° mientras est¸s conmigo, y si pasa... Bueno, sÁlo se muere
una vez", Qu¸ tipo simp°tico es, de veras.
     Mostramos nuestros pases al ·ltimo  de los  sargentos, sÁlo  que en esa
oportunidad, para cambiar,  era  un  teniente. Lo  conozco;  el  padre vende
losetas para tumbas en RexÁpolis, all¼ nos esperaba la cabina  voladora; los
muchachos de Transporte  la hab¼an dejado en  el  pasillo. Tambi¸n esperaban
all¼  todos  los  dem°s: el equipo  de  primeros  auxilios, los  bomberos  y
nuestros valientes guardianes, nuestros temerarios salvadores: un  puÏado de
tontos  sobrealimentados dentro de  un helicÁptero.
visto nunca!
     En cuanto  subimos  a la cabina, Kirill  se  hizo cargo de los  mandos,
diciendo:
     - Okey, Red, t· gu¼as.
     Baj¸ tranquilamente la cremallera del pecho y saqu¸ una petaca; tom¸ un
trago largo antes de volver a  guardarla. Sin eso no puedo. He estado muchas
veces en  la  Zona,  pero  sin eso...  no,  no puedo. Los  dos  me  miraban,
esperando.
     - Bueno  - dije -,  no les ofrezco porque es la primera vez que salimos
juntos  y no s¸ qu¸  efecto les causa. Trabajaremos de  este modo: lo que yo
diga, ustedes lo har°n inmediatamente y sin preguntas. Si alguien comienza a
dar  vueltas  o a hacer  preguntas le tirar¸ con lo primero que encuentre  a
mano. Quiero pedirles  disculpas desde ahora. Por  ejemplo: seÏor Tender, si
te ordeno caminar en cuatro patas levantar°s inmediatamente ese culo gordo y
har°s lo que te digo. Y  si no lo haces, qui¸n sabe si volver°s a  ver a  tu
enfermita. ¿De acuerdo? Pero yo me encargar¸ de que vuelvas a verla.
     -  No  te olvides  de  darme  las  Árdenes -  bufÁ  Tender, enrojecido,
sudoroso,  mordisque°ndose  los  labios  -. Caminar¸  de panza, no en cuatro
patas, si es preciso. No soy novato.
     - En  lo  que  a m¼  respecta los  dos  son novatos  - dije -. Y no  me
olvidar¸ de  dar las Árdenes, no se  preocupen. A propÁsito,  ¿sabe  manejar
cabinas?
     - Sabe - dijo Kirill -. Maneja bien.
     -  Bueno, de acuerdo. Aqu¼  vamos. Buen viaje. Bajen  las viseras. Poca
velocidad, en l¼nea recta a  lo largo de los  postes, altura tres metros. En
el poste veintisiete, alto.
     Kirill elevÁ la cabina  a  tres metros y  avanzamos  a marcha lenta. Me
volv¼ sin que nadie se  diera cuenta para escupir sobre el hombro izquierdo.
Vi que la patrulla de rescate hab¼a trepado  al  helicÁptero;  los  bomberos
estaban en posiciÁn  de firme, por puro  respeto y el teniente de la  puerta
nos hac¼a  la venia,  el imb¸cil; sobre  todo aquello  flameaba el enorme  y
desteÏido  estandarte:  "Bienvenidos, Visitantes"  Tender parec¼a a punto de
responder a  los  saludos, pero  le  di  tal codazo  en  las  costillas  que
inmediatamente descartÁ cualquier ceremonia.
¡Ya te tocar° decir adiÁs!
     Y partimos.
     El  Instituto  estaba  a  nuestra derecha; el  Cuartel  de la Peste,  a
nuestra izquierda. Avanz°bamos de poste  en poste bien  por  el medio  de la
calle. Hab¼an  pasado  siglos desde  la ·ltima vez  que  alguien  caminara o
manejara por esa calle.  El asfalto estaba todo resquebrajado y hab¼a pastos
en  las grietas, pero siquiera se trataba de nuestro pasto, el humano. En la
acera  izquierda crec¼an zarzas  negras; los  l¼mites de la  Zona eran  bien
visibles: los  pastos  negros terminaban en el cordÁn  como  si los hubiesen
podado.  S¼,  aquellos visitantes  eran educados; revolvieron  un  montÁn de
cosas, pero  al  menos se marcaron l¼mites bien establecidos. Ni siquiera la
pelusa  incendiada llegaba a  nuestro sector  de la  Zona, aunque cualquiera
dir¼a que con un viento fuerte pod¼a llegar.
     Las casas en los Cuarteles de la Peste estaban descascaradas y muertas;
las  ventanas, sin embargo, no estaban  rotas, pero s¼ tan  sucias que no se
ve¼a nada. A la noche,  cuando uno  pasaba furtivamente por  ah¼, se ve¼a un
resplandor all¼ dentro, como de alcohol que ardiera con llamas azules. Es la
jalea de  brujas que se filtra por  los sÁtanos. Si uno mira  al descuido se
lleva la impresiÁn de que es un barrio como cualquier otro, de que las casas
son como todas, aunque necesiten alg·n arreglo, pero eso no es nada extraÏo.
Lo ·nico extraÏo es que no hay gente por all¼.
     En aquella  casa de ladrillos, ya que estamos en el tema, viv¼a nuestro
profesor de matem°ticas; le llam°bamos La Coma.  Era aburrido, un fracasado;
la  segunda esposa  lo  abandonÁ justo antes de la VisitaciÁn; la hija ten¼a
cataratas en un ojo  y nosotros nos burl°bamos de ella hasta hacerla llorar,
me acuerdo. Cuando  comenzÁ el p°nico, ¸l  y los otros vecinos corrieron  al
puente  en  ropa  interior, tres  millas,  sin parar. El pasÁ  mucho  tiempo
enfermo con  la peste; perdiÁ toda la piel y las uÏas.  Se  enfermaron  casi
todos los que viv¼an en  ese barrio; por  eso lo  llamamos el  Cuartel de la
Peste. Algunos  murieron; los viejos, en su mayor¼a, y no fueron muchos. Por
mi parte,  creo que no los  matÁ la  peste, sino  el miedo. Era terror¼fico.
Todos los que viv¼an all¼ cayeron enfermos. Y la gente de tres barrios quedÁ
ciega. Ahora esas  Zonas se llaman Primer Cuartel de Ciegos, Segundo Cuartel
de Ciegos, etc¸tera.  No es  que hayan quedado  ciegos por completo, pero s¼
con una  especie de  ceguera  nocturna. A  propÁsito, dicen  que  eso no fue
consecuencia de ninguna explosiÁn, aunque explosiones hubo muchas; dicen que
fue un  ruido fuerte.  Dicen  que de  tan fuerte perdieron inmediatamente la
vista. Los m¸dicos les dijeron que era imposible, que  trataran de recordar,
pero  ellos insist¼an en que  fue un trueno lo que los  cegÁ. Lo raro es que
nadie m°s oyÁ ese trueno.
     S¼,  era como si all¼  no  hubiera  pasado  nada.  Hab¼a un  kiosco  de
vidrios, intacto. Un cochecito de beb¸ en  la entrada de una casa; hasta las
s°banas parec¼an  limpias. Pero las antenas  estropeaban  el  efecto:  todas
estaban cubiertas por una cosa  peluda que parec¼a  algodÁn. Hac¼a rato  que
los tragalibros ven¼an  rompi¸ndose los sesos con ese  asunto  del  algodÁn.
Quer¼an  examinarlo,  ¿entienden?  No hab¼a nada  parecido en otros lugares,
sÁlo en  el  Cuartel de la Peste y sÁlo en las  antenas.  M°s a·n: lo ten¼an
precisamente all¼, bajo  las ventanas.  Al  fin tuvieron  una idea luminosa:
desde  un  helicÁptero  bajaron un  ancla sujeta  por  un  cable de  acero y
engancharon un trozo de algodÁn.  En cuanto  el helicÁptero  tirÁ, se oyÁ un
"psst", y vimos  salir humo de  la antena, del ancla  y del  cable.  Pero el
cable no se limitaba a humear: siseaba ponzoÏosamente, como una serpiente de
cascabel. Bueno,  el piloto no  era ning·n tonto (por algo  hab¼a  llegado a
teniente);  en  seguida se  imaginÁ lo que pasaba,  soltÁ el cable y saliÁ a
toda velocidad. All¼ estaba el cable, colgando casi hasta el suelo, cubierto
de algodÁn.
     As¼ llegamos al final de la calle,  donde deb¼amos girar,  f°cilmente y
sin problema. Kirill me mirÁ: ¿doblaba?  Le indiqu¸ por seÏas que lo hiciera
bien  despacio. Nuestra  cabina  doblÁ,  avanzando lentamente  por sobre los
·ltimos cent¼metros de tierra humana. La acera  se  estaba aproximando  y la
sombra de la  cabina  ca¼a  sobre  las zarzas. Listo.
Sent¼ un escalofr¼o. Siempre siento el mismo escalofr¼o. Y nunca s¸ si es la
Zona  que  me   saluda  a  mis  nervios  de  merodeador  que  se   ponen  en
funcionamiento.  Siempre  digo que cuando vuelva  preguntar¸ a  los otros si
ellos sienten lo mismo, pero siempre me olvido.
     Bueno,  as¼  que  ¼bamos avanzando  silenciosamente sobre  los antiguos
jardines. El  motor canturreaba parejo bajo  nuestros pies,  tranquilo; a ¸l
nada lo preocupaba,  nada pod¼a hacerle mal all¼. Y entonces el viejo Tender
se nos vino abajo.
     Todav¼a no hab¼amos llegado al primer poste cuando comenzÁ a parlotear.
Todos los novatos suelen hablar como si les dieran cuerda cuando llegan a la
Zona. Le castaÏeteaban los dientes, le palpitaba  el  corazÁn, le fallaba la
memoria; se sent¼a avergonzado,  pero de  cualquier modo no pod¼a dominarse.
Creo  que es  como  cuando nos  chorrea la  nariz:  no depende de  nosotros:
chorrea y chorrea.
puntos de vista sobre  los Visitantes  o  hablan de cosas que no tienen nada
que ver con la Zona. Como Tender, que se puso a charlar sobre su nuevo traje
sin  poder  parar.  Cu°nto le hab¼a costado, qu¸  buena  era la tela, y  los
botones nuevos que le hab¼a puesto el sastre...
     - C°llate.
     Me  mirÁ pat¸ticamente, hizo un  puchero  y siguiÁ: cu°nta  seda  hab¼a
hecho falta para el forro.
     Los  jardines  ya  hab¼an terminado;  por debajo  de nosotros estaba el
bald¼o que antes  se usaba como basurero municipal. Sent¼ una  ligera brisa.
Pero no hab¼a viento, nada de viento. De pronto sent¼  un soplo  fuerte; los
pastos sueltos rodaron y me pareciÁ o¼r algo.
     -
     No, no pod¼a callarse. Ya andaba por  los bolsillos. No  me quedaba m°s
remedio.
     -
     Øl  frenÁ inmediatamente. Buenos reflejos;  me  sent¼  orgulloso de ¸l.
Tom¸ a Tender por el hombro, lo hice  girar hacia m¼ y le lanc¸ una trompada
hacia el visor. Se  le estrellÁ la nariz contra el vidrio, pobre tipo; cerr¸
los ojos y quedÁ mudo.
     En cuanto  callÁ volv¼ a o¼rlo: trrr, trrr, trrl,... Kirill me mirÁ con
los dientes apretados y descubiertos. Le hice una seÏa para que se estuviera
quieto. Dios,  por  favor, qu¸date  quieto, no  muevas  un m·sculo.  Pero ¸l
tambi¸n o¼a el ruido y, como todos los novatos, sent¼a la necesidad de hacer
inmediatamente algo, cualquier cosa.
     - ¿Retrocedo? - susurrÁ.
     Sacud¼  desesperadamente  la  cabeza y agit¸  el  puÏo  bajo su visera:
¡silencio! De veras, con los novatos nunca se sabe para  dÁnde mirar:  si al
terreno o a ellos.  Pero en ese momento  me olvid¸ de todo. Sobre la montaÏa
de  viejos desechos, vidrios rotos y harapos, trepaba un estremecimiento, un
temblor, como  si fuera el aire caliente que vibra sobre los techos de lata,
a mediod¼a.  CruzÁ  por  sobre el  mont¼culo  y  avanzÁ,  m°s  y  m°s, hacia
nosotros, justo al lado del poste; quedÁ  suspendido por un momento sobre la
ruta  (¿o  era sÁlo  imaginaciÁn  m¼a?), para deslizarse finalmente hacia el
suelo,  entre  matas  y  cercas   podridas,   hacia  el  cementerio  de  los
automÁviles,
     ¡Malditos  tragalibros! ¿A qui¸n se le ocurre trazar  la  ruta sobre el
vaciadero  de basuras?  Y  yo  tambi¸n,
pensando cuando me entusiasm¸ con ese mapa est·pido?
     - Despacio, adelante - indiqu¸ a Kirill.
     - ¿Qu¸ era eso?
     -  Sabr°  el diablo.  Era algo y  ya no  est°. Gracias a  Dios. Y ahora
c°llate, por favor; ya no eres un ser humano, ¿entiendes?  Eres una m°quina,
mi volante, nada m°s.
     De pronto me di cuenta de que estaba hablando demasiado.
     - Suficiente. Ni una palabra m°s.
     Necesitaba otro trago. D¸jenme que les diga algo: esos trajes  de buceo
eran una tonter¼a. He sobrevivido a muchas cosas  sin ese  maldito equipo  y
sobrevivir¸ a  muchas m°s, pero sin  un buen trago  en el  momento  justo...
¡Bueno, ya basta!
     La brisa parec¼a  haberse calmado.  No  o¼a  nada  amenazador. El ·nico
ruido era el ronroneo tranquilo y soÏoliento del motor. El sol estaba fuerte
y hac¼a  mucho calor. Sobre el garaje pend¼a una neblina. Todo parec¼a andar
bien; los postes pasaban uno tras otro, Tender estaba callado, Kirill estaba
callado.  Los novatos se iban  puliendo. No  se preocupen, compaÏeros, en la
Zona  se puede  respirar tambi¸n, si uno sabe lo que hace. Llegamos al Poste
27; el cartel de metal ten¼a un c¼rculo rojo con el n·mero 27 dentro. Kirill
me mirÁ, yo asent¼ y nuestra cabina se detuvo.
     Ya hab¼an ca¼do  los capullos y era el tiempo  de las cerezas. Ahora lo
importante era mantener una calma  absoluta. No hab¼a apuro. El viento hab¼a
cesado y la visibilidad era  buena.  Todo iba como la  seda. Vi  la  fosa en
donde Zalamero hab¼a estirado la pata;  dentro hab¼a  algo de color, tal vez
sus ropas.  Era una porquer¼a, que en  paz descanse: avaricioso, est·pido  y
sucio. Justo el tipo de gente que se enreda con Cuervo Burbridge, Cuervo los
ve venir desde lejos y les echa mano en seguida. Por lo general,  la Zona no
pregunta qui¸n es bueno y qui¸n  es malo. As¼ que gracias, Zalamero; eres un
idiota  y  nadie  se acuerda de tu verdadero nombre, pero al  menos serviste
para que los vivos supieran por dÁnde no ten¼an que pasar.
     Claro, nuestra mejor salida consist¼a en llegar, al asfalto. El asfalto
es  liso y se puede ver todo lo que hay en ¸l; adem°s esa grieta  la conozco
bien.
corr¼a una  l¼nea recta hacia  el  asfalto. All¼ estaban, muy pagados de s¼,
esperando. No, por all¼  no pasar¼amos. Una de las reglas de todo merodeador
aconseja  mantener cuanto menos treinta metros de espacio libre a la derecha
o a la izquierda.  Pasar¼amos por sobre el mont¼culo izquierdo. Claro que yo
no sab¼a lo que hab¼a del otro lado. Seg·n el mapa, nada, pero ¿qui¸n conf¼a
en los mapas?
     - Escucha, Red  - susurrÁ  Kirill -,  ¿Por qu¸  no saltamos por encima?
Veinte metros hacia arriba, despu¸s  bajamos,  y estaremos junto al  garaje,
¿eh?
     - C°llate, abriboca - dije -, no me molestes.
     Quer¼a subir. ¿Y si algo nos atrapaba a los veinte metros? No quedar¼an
siquiera  nuestros  huesos. O tal  vez apareciera la roncha de mosquitos por
cualquier parte y  no dejar¼a ni un pedacito  h·medo de  nosotros. Ya estaba
hasta  la coronilla de los arriesgados. Øl no puede esperar; saltemos, dice.
Pero yo sab¼a  ya  perfectamente cÁmo llegar hasta el mont¼culo. Despu¸s nos
detendr¼amos  all¼ por un ratito a pensar el movimiento  siguiente.  Tom¸ un
puÏado de las tuercas y tornillos que ten¼a en el bolsillo y se los mostr¸ a
Kirill sobre la palma.
     -  ¿Recuerdas el cuento  de  Hansel  y Gretel que  te enseÏaban  en  la
escuela? Bueno, vamos a hacer lo mismo, pero al rev¸s.
     Arroj¸ la  primera tuerca; no  muy lejos,  a unos diez  metros, como yo
quer¼a. LlegÁ sin problemas.
     - ¿Viste eso?
     - ¿Y qu¸? - preguntÁ ¸l.
     - Nada de "y qu¸". Te pregunt¸ si lo viste.
     - Lo vi.
     -  Ahora lleva la  cabina,  bien despacio, hasta donde est°  la tuerca;
detente a medio metro. ¿Entendido?
     - Entendido. ¿Buscas graviconcentrados?
     - Busco lo que  debo buscar. Espera, arrojar¸ otra. Mira bien dÁnde cae
y no vuelvas a sacarle los ojos de encima.
     La segunda tuerca tambi¸n cayÁ sin inconvenientes junto a la primera.
     - Vamos.
     Hizo  arrancar  la  cabina.  Su  cara  estaba  tranquila  y  despejada.
Comprend¼a bien, por lo visto.  Todos son  iguales, estos  tragalibros; para
ellos lo  m°s importante es encontrar un nombre  para cada cosa. Mientras no
encontrÁ  el nombre  ten¼a un  aspecto  lamentable, era un verdadero idiota.
Pero ahora ten¼a una  etiqueta, graviconcentrados;  entonces entend¼a todo y
la vida era unas pascuas.
     Pasamos sobre la primera tuerca, sobre  la segunda, sobre una  tercera.
Tender suspiraba, cambiaba el  peso del cuerpo de uno  a otro pie, bostezaba
de  puros  nervios; se sent¼a  encerrado, pobre tipo.  Pero  le  har¼a bien.
Bajar¼a como cinco kilos; eso es mejor que cualquier dieta. Cuando arroj¸ la
cuarta tuerca su trayectoria no me gustÁ del todo. No habr¼a podido explicar
qu¸ andaba mal, pero me daba cuenta de que algo fallaba, y  sujet¸ a  Kirill
por la mano.
     - Quieto - dije -. No te muevas ni un cent¼metro.
     Tom¸  otra y la lanc¸ m°s alto y m°s lejos.
mosquitos! La  tuerca volÁ normalmente; parec¼a  caer sin problemas, pero  a
mitad de camino fue como si algo la atrajera hacia un lado, con tanta fuerza
que cuando aterrizÁ quedÁ hundida en la arcilla.
     - ¿Viste eso? - susurr¸.
     - SÁlo en las pel¼culas - observÁ,  estir°ndose tanto para ver que tuve
miedo de que se cayera -. Tira otra, ¿quieres?
     Era triste y divertido. ¡Una!
Arroj¸ otras ocho tuercas y tornillos hasta conocer la forma de esa ronda de
mosquito. Para  ser sincero habr¼a  alcanzado con siete, pero lanc¸ uno m°s,
bien  hacia el medio, para que  ¸l pudiera disfrutar con su concentrado.  Se
estrellÁ  en la  arcilla  como  si fuera  una  pesa de cinco  kilos y  no un
tornillo, dejando un agujero en la arcilla. Kirill gruÏÁ de gusto.
     - Okey - dije -, ya  nos divertimos bastante. Ahora sigamos. Mira bien,
te estoy marcando el camino, as¼ que no lo pierdas de vista.
     As¼  dejamos a un  lado la roncha de mosquitos y llegamos al mont¼culo.
Era tan pequeÏo  que  parec¼a un sorete  de gato. Hasta entonces yo no hab¼a
reparado en ¸l. Quedamos suspendidos  en el  aire por sobre el mont¼culo. El
asfalto estaba a menos de seis metros. La visibilidad era muy buena; se ve¼a
cada  brizna  de pasto,  cada grieta, como en  una  instant°nea. Bueno,  con
arrojar una tuerca podr¼amos seguir.
     No pude arrojar esa tuerca.
     No entend¼a lo que me pasaba, pero no pod¼a decidirme a arrojarla.
     - ¿Qu¸ pasa? - preguntÁ Kirill -. ¿Por qu¸ no seguimos?
     - Espera - dije -. C°llate.
     Hab¼a pensado arrojar  la tuerca  para  que avanz°ramos tranquilamente,
como sobre manteca derretida,  sin mover  siquiera las briznas de  pasto. En
treinta segundos pod¼amos llegar al asfalto.
sudor me chorreaba hasta los ojos. Supe que no pod¼a arrojar la tuerca hacia
all¼. A la izquierda, todas las que quisiera, aunque la ruta era m°s larga y
hab¼a un  montÁn de guijarros poco simp°tico.  Hacia  all¼ s¼, pero no hacia
adelante; por nada del mundo.
     Arroj¸ la tuerca hacia la izquierda. Kirill, sin decir nada, hizo girar
la  cabina y avanzÁ hacia ella. Despu¸s me mirÁ. Debo  haber tenido bastante
mala cara, porque en seguida apartÁ la vista.
     - Est° bien - dije -. Ahorraremos tiempo si damos un rodeo.
     Y lanc¸ la ·ltima tuerca hacia el asfalto.
     A partir de ese momento fue mucho m°s f°cil. Encontr¸ la grieta; estaba
limpia, sin desperdicios y sin cambios de olor. Me  limit¸ a observarla, con
silencioso regocijo.  Nos  levÁ  hasta  las  puertas  del  garaje mejor  que
cualquier poste, cualquier seÏal.
     Orden¸ a Kirill que descendiera hasta un metro veinte; me ech¸ de panza
al suelo y mir¸ hacia las puertas abiertas. Al principio la poderosa luz del
sol  no  me  dejÁ  ver nada.  SÁlo  negrura.  Despu¸s  mis  ojos  se  fueron
acostumbrando.  Vi entonces que nada hab¼a cambiado en  el  garaje  desde la
·ltima vez. El camiÁn  de la basura segu¼a a·n estacionado sobre la fosa, en
perfecto estado, sin  agujeros  ni manchas. Todo estaba en su sitio sobre el
piso  de cemento, tal vez  porque  en  la fosa  no hab¼a  demasiada jalea de
brujas y no hab¼a salpicado hacia afuera desde la ·ltima vez.
     SÁlo  una cosa no me gustaba. En la parte trasera  del garaje, cerca de
las  latas,  se ve¼a  algo plateado. Eso no estaba all¼  antes. Bueno, hab¼a
algo  plateado, y qu¸.
brillo especial; reluc¼a un poquito, suave,  tranquilamente. Me  levant¸, me
cepill¸ la ropa y ech¸ una mirada a mi alrededor. All¼ estaban los camiones,
en  el bald¼o, siempre como nuevos. Hasta parec¼an m°s nuevos  que la ·ltima
vez, Y el camiÁn de  gasolina, pobrecito,  estaba completamente herrumbrado,
listo para caerse  a pedazos. All¼ estaba tambi¸n la cubierta, como ellos lo
ten¼an indicado en el mapa.
     No me  gustaba el aspecto de esa cubierta.  La sombra  no estaba  bien;
ten¼amos  el sol  a  la espalda,  pero la sombra  de la cubierta ven¼a hacia
nosotros. Bueno,  no importaba,  estaba bastante  lejos.  Todo parec¼a bien;
pod¼amos empezar el trabajo.
     Pero  esa cosa plateada que brillaba all° atr°s, ¿qu¸ era? ¿ImaginaciÁn
m¼a, no m°s? Ser¼a lindo sentarse a fumar un cigarrillo y pensarlo bien: por
qu¸ ese resplandor por sobre las  latas,  por qu¸ no estaba entre ellas, por
qu¸ la sombra de la cubierta. Cuervo Burbridge me hab¼a dicho algo sobre las
sombras: que eran  extraÏas, pero no  peligrosas;  algo  pasa aqu¼  con  las
sombras.
     Pero  ¿qu¸ era  ese brillo  plateado? Parec¼a una telaraÏa de  las  que
suele haber en los °rboles de los bosques. ¿Qu¸ clase de araÏa podr¼a  haber
tejido su tela all¼? Nunca hab¼a visto bichos en la Zona.
     Lo peor era que mi  vac¼o estaba precisamente all¼, a dos  pasos de las
latas. Tendr¼a que haberlo robado la ·ltima vez, y entonces ahora no estar¼a
pasando por todos esos problemas. Pero era demasiado pesado. Despu¸s de todo
el degenerado estaba lleno; lo levant¸  sin dificultad, pero eso de llevarlo
sobre  la  espalda, en  cuatro patas, en  la  oscuridad... Si ustedes  nunca
anduvieron con un  vac¼o  a  cuestas,  hagan la prueba: es como llevar  diez
litros de agua sin balde.
     Ya era hora de  ponerse en  marcha. Ten¼a  ganas de  un trago. Me volv¼
hacia Tender.
     - Kirill y yo  vamos a entrar al garaje. Qu¸date aqu¼ y  no toques  los
mandos si yo  no te lo ordeno, pase lo que pase, aunque la tierra estalle en
llamas aqu¼ mismo. Si te acobardas te espero a la salida.
     AsintiÁ seriamente, como quien  dice: "No me voy a acobardar". Ten¼a la
nariz  como  una ciruela;  mi trompada  hab¼a sido  fuerte  de  veras.  Baj¸
cuidadosamente las sogas de emergencia, observ¸ una vez m°s aquel resplandor
plateado, hice seÏas  a  Kirill y comenc¸  a  bajar. Una  vez en el  asfalto
esper¸ a que ¸l descendiera por la otra soga.
     - No te apures - le dije -. No nos corre nadie.
     Nos  detuvimos sobre  el asfalto, con la cabina flotando al  lado y las
cuerdas culebre°ndonos bajo los pies. Tender  asomÁ la cabeza por encima del
riel  y nos mirÁ con  ojos llenos de desesperaciÁn.  Era hora  de ponerse en
marcha.
     - S¼gueme paso a paso, a dos pasos de distancia. No apartes los ojos de
mi espalda y mantente alerta.
     Avanc¸. Me detuve en  el vano de la puerta para mirar  a mi  alrededor.
¡Es much¼simo m°s f°cil trabajar a la luz del d¼a que de noche! Recuerdo que
una vez estuve tendido en ese mismo vano.  Aquello estaba negro como boca de
lobo; la jalea de brujas llameaba desde la fosa en lenguas de color celeste,
como  el  alcohol encendido.  Pero no  iluminaban nada.  Al  contrario, todo
parec¼a m°s oscuro, malditas sean.
     Ya hab¼a acostumbrado  los ojos a aquella luz lÁbrega y pod¼a ver hasta
el polvo  en los rincones m°s  oscuros. En  verdad hab¼a  algo plateado  por
all¼; eran hilos  plateados que iban  desde las  latas hasta  el  techo. S¼,
parec¼an una tela de araÏa; tal vez no fueran m°s que eso, pero era mejor no
acercarse.
     Fue entonces cuando comet¼  mi error. Tendr¼a que haberme detenido, con
Kirill bien  al  lado, esperar a que ¸l tambi¸n  acostumbrara los ojos a  la
penumbra  y  entonces  seÏalarle   la  telaraÏa.  SeÏal°rsela.  Pero  estaba
habituado a trabajar solo. Vi lo que deb¼a ver y me olvid¸ de Kirill.
     Di un paso hacia  el interior y  me  dirig¼ en  l¼nea  recta hacia  las
latas. Me inclin¸ sobre el vac¼o. En ¸l parec¼a no haber  ninguna  telaraÏa.
Levant¸ un extremo y dije a Kirill:
     - Agarra de ah¼ y no lo dejes caer; es pesado.
     Levant¸  la vista  y sent¼  que algo me apretaba la garganta.  No  pude
abrir la boca.  Quer¼a  gritar: "¡Quieto!
vez de cualquier modo no habr¼a  tenido tiempo,  pues todo ocurriÁ demasiado
r°pido. Kirill se acercÁ al vac¼o, de  espaldas a las latas, y apoyÁ toda la
espalda en la telaraÏa plateada. Cerr¸ los ojos;  qued¸ aturdido; no  o¼ m°s
que el  ruido  de  la  telaraÏa  al desgarrarse. Era un sonido coruscante  y
d¸bil.
     As¼ estaba todav¼a, con los ojos cerrados, sin sentir los brazos ni las
piernas, cuando Kirill hablÁ:
     - Bueno, ¿lo llevamos?
     - Vamos.
     Levantamos  el  vac¼o  y  nos dirigimos  hacia  la puerta, caminando de
costado.  Era  terriblemente  pesado,  el  maldito; aun  entre dos resultaba
dif¼cil llevarlo. Salimos  al sol  y nos detuvimos junto a la cabina. Tender
se estirÁ para tomarlo.
     - Bueno - dijo Kirill -. Uno, dos...
     - No - interrump¼ -. Esperemos un segundo. Primero d¸jalo en el suelo.
     Lo dejamos.
     - Date vuelta. Quiero verte la espalda.
     Se volviÁ  sin decir palabra.  Mir¸;  no ten¼a nada all¼. Lo hice girar
para aqu¼  y para all°,  pero no ten¼a nada. Volv¼ los ojos hacia las latas;
all¼ tampoco hab¼a nada.
     - Oye - dije a Kirill, sin sacar  los ojos de las latas -. ¿no viste la
telaraÏa?
     - ¿Qu¸ telaraÏa? ¿DÁnde?
     - Bueno, tuvimos suerte.
     Sin embargo pensaba: "En realidad todav¼a no se puede saber".
     - De acuerdo. Levantemos esto.
     Metimos el vac¼o en  la cabina  y  lo  ubicamos de modo tal  que no  se
moviera. All¼ estaba, el minino, brillante y  limpito; el cobre relumbraba a
la luz  del sol.  Su contenido azul vagaba en lentes no corrientes  de nubes
entre  los dos discos. Comprendimos que no era un vac¼o, sino  algo as¼ como
un recipiente, como una jarra de vidrio, lleno de jarabe azul. Lo observamos
un rato m°s antes de trepar a la cabina e iniciar  el  viaje de regreso  sin
m°s vueltas.
     ¡Qu¸ f°cil era todo para los cient¼ficos! Para empezar trabajaban  a la
luz del  d¼a.  Adem°s,  lo ·nico  bravo era entrar a  la Zona,  porque  para
regresar,  la cabina se conduce sola. En otras palabras, tiene un mecanismo,
un cursÁgrafo, creo que  se llama,  que  lleva  a la cabina  exactamente por
donde vino.
     Mientras flot°bamos  en el aire,  en  el  trayecto de  regreso, repitiÁ
todas  las  maniobras, deteni¸ndose  por un momento para proseguir  en  cada
cambio de direcciÁn. Pasamos sobre cada uno de los tornillos y  las tuercas;
podr¼a haberlos recogido, si se me hubiera dado la gana.
     Mis novatos estaban eufÁricos, por supuesto. Miraban hacia todos lados,
pr°cticamente sin miedo ya. Empezaron a parlotear. Tender agitaba los brazos
y amenazaba con volver apenas terminara de cenar para trazar  la ruta  hasta
el garaje. Kirill me tironeÁ de la manga  y comenzÁ a explicarme el fenÁmeno
de la  graviconcentraciÁn, es  decir, la roncha de mosquito. Bueno, los puse
en l¼nea,  pero no  a  la fuerza.  Les cont¸,  tranquilamente, de todos  los
idiotas que reventaban en el camino de regreso.
     -  Cierren el  pico - les dije -  y mantengan los ojos  abiertos  si no
quieren que les pase lo mismo que al petiso Lyndon.
     Eso dio  resultado. Ni  siquiera preguntaron  qu¸  habla pasado  con el
petiso Lyndon. Avanzamos en silencio. Yo sÁlo pensaba  en una cosa: cÁmo iba
a  sacarle la tapa a la botella. Trataba de imaginarme el primer trago, pero
esa telaraÏa me segu¼a brillando ante los ojos.
     Al  fin  salimos  de  la  Zona  y  nos  enviaron  al  despiojador  (los
cient¼ficos lo llaman  hangar m¸dico) junto  con  la  cabina. Nos baÏaron en
tres   tinas  diferentes  donde  herv¼an  tres  soluciones   alcalinas;  nos
embadurnaron  con  cierta pasta, nos  rociaron  con  no s¸ qu¸  polvo y  nos
volvieron a lavar. Despu¸s nos secaron y dijeron:
     -
     Tender y Kirill llevaban el vac¼o. Eran  tantos los que hab¼an venido a
mirar que no se pod¼a caminar.
frases de  bienvenida, pero ninguno ten¼a el valor  de tender una mano a los
cansados h¸roes. Bueno,  eso  no  era  cosa  m¼a. Ahora  ya nada era  de  mi
incumbencia.
     Me  quit¸  el  traje especial  y  lo tir¸ al  suelo (que  los  malditos
sargentos se encargaran de recogerlo). Fui directamente a las duchas, porque
estaba empapado  en sudor de la cabeza a los pies. Me encerr¸  en uno de los
cub¼culos, busqu¸ mi petaca, desenrosqu¸ la tapa y me prend¼ a ella como una
lamprea.
     Despu¸s me sent¸ en el banco, con las rodillas vac¼as, la cabeza vac¼a,
el alma vac¼a. Tragaba ese l¼quido fuerte como si fuera agua. Viv¼a. La Zona
me  hab¼a  dejado  salir. Me hab¼a dejado  salir,  la  puta. Esa  maldita  y
traicionera puta. Estaba vivo. Los  novatos nunca sab¼an apreciarlo, sÁlo un
merodeador sab¼a lo que era eso. Las  l°grimas me corr¼an  por las mejillas,
no s¸ si por los tragos o por qu¸. Mam¸ de la petaca hasta dejarla seca.  Yo
estaba mojado;  la petaca, seca. Por  supuesto, no alcanzÁ  para ese  ·ltimo
sorbo que necesitaba. Pero eso  se  pod¼a arreglar. Todo  se pod¼a  arreglar
ahora. Vivo.
     Encend¼ un  cigarrillo, y mientras fumaba, all¼ sentado, sent¼ que todo
andaba bien.  Entonces  me  acord¸ de  la  bonificaciÁn. Øsa  era una de las
grandes ventajas que  ten¼amos en  el Instituto; pod¼a ir ya mismo a retirar
el sobre. O tal vez me lo alcanzaran hasta all¼, a las duchas.
     Empec¸  a desvestirme  lentamente. Me  quit¸  el reloj  y  comprob¸ que
hab¼amos  pasado  cinco horas  en  la  Zona.
estremec¼. Cinco horas,  Dios... Realmente, en la  Zona no  pasa el  tiempo.
Pero pens°ndolo bien, ¿qu¸ son cinco horas  para un  merodeador? Un  abrir y
cerrar de  ojos. ¿Y si hablamos de  doce,  de dos d¼as?  Cuando uno no logra
salir en una noche tiene que pasarse todo el d¼a de cara contra el suelo. Ni
siquiera reza; murmura, nom°s, delirando;  no sabe si est° muerto o vivo. Al
llegar la  segunda noche  termina con lo suyo  y se arrima  al puesto de  la
patrulla con el bot¼n. All¼ est°n los  guardias,  con  las ametralladoras. Y
esos  malnacidos, esos  esfuerzos, lo odian  a  uno con toda  el alma.  Pero
arrestar a un merodeador  no  les hace ninguna gracia, porque les aterroriza
la  idea de  que  uno est¸ contaminado. Lo ·nico que quieren  es liquidarlo,
directamente,  y  para  eso  llevan todas las  de ganar:
probar que lo  mataron ilegalmente! As¼ que uno vuelve a enterrar la cara en
el suelo y  reza hasta que llega la aurora y hasta que vuelva a oscurecer. Y
all¼ est° el bot¼n, al lado, y no sabemos si est° all¼, nom°s, o si nos est°
matando lentamente. Tambi¸n  se puede terminar  como Nudillos  Itzak, que se
empantanÁ al  alba entre dos fosas. No pod¼a avanzar ni hacia  la derecha ni
hacia la izquierda. Dispararon contra ¸l durante dos horas, pero no pudieron
acertarle. Durante dos horas ¸l se fingiÁ muerto. Gracias a Dios, al fin  le
creyeron y lo dejaron  en paz.  Yo  lo vi  despu¸s  de eso; ni  siquiera  lo
reconoc¼. Era un hombre destrozado; ni siquiera segu¼a siendo humano.
     Me sequ¸  las l°grimas y abr¼ la canilla; para ducharme por largo rato.
Primero con  agua caliente, despu¸s con fr¼a, despu¸s otra vez con caliente.
Us¸ una barra entera de jabÁn. Al final me aburr¼ y cerr¸ la ducha.  Alguien
estaba golpeando la puerta con ganas. Kirill gritaba.
     - ¡Eh, merodeador! ¡Sal de una vez!
     Plata.  Eso nunca  viene mal.  Abr¼ la  puerta. All¼  estaba  ¸l, medio
desnudo,  en calzoncillos.  Parec¼a  en ¸xtasis; toda  su  melancol¼a  hab¼a
desaparecido.
     - Toma -  dijo, entreg°ndome  el sobre  -. De  parte  de  la  humanidad
agradecida.
     - Me cago en tu humanidad. ¿Cu°nto hay?
     - Teniendo en cuenta tu  coraje  m°s  all° del  deber y como excepciÁn,
¡dos meses de sueldo!
     - S¼, ganando dinero as¼  yo pod¼a  vivir  tranquilamente.  Si  pudiera
cobrar dos meses de sueldo por cada  vac¼o habr¼a mandado al diablo a Ernest
hace mucho tiempo.
     -  Bueno, ¿est°s  contento?  - preguntÁ Kirill. Por  su  parte,  estaba
radiante, feliz; sonre¼a de oreja a oreja.
     - No est° mal. ¿Y t·?
     Øl no respondiÁ.  Se  prendiÁ a mi  cuello, me apretÁ  contra  su pecho
sudoroso y en seguida me apartÁ de un empujÁn. DesapareciÁ en la ducha de al
lado.
     -
calzoncillos, supongo.
     - Nada  de eso. Tender est° rodeado de periodistas. Tendr¼as que verlo.
Se   ha  convertido  en  un  personaje  important¼simo.  Est°  explic°ndoles
autenticadamente...
     - ¿CÁmo es que les est° explicando?
     - Autenticadamente.
     - Est° bien, seÏor. La prÁxima vez vendr¸ con el diccionario, seÏor.
     Y en ese momento sent¼ como un shock el¸ctrico.
     - Espera, Kirill. Ven aqu¼.
     - Estoy desnudo.
     - Vamos, ven. No soy una damisela.
     SaliÁ. Lo  tom¸  por los  hombros y lo puse de espaldas a  m¼. Nada. Ya
pod¼a  haberlo imaginado. Ten¼a la  espalda limpia; las gotitas de  sudor se
estaban secando.
     - ¿Qu¸ tienes con mi espalda?
     Le di una patada en  el traste desnudo, volv¼ a mi cub¼culo  y cerr¸ la
puerta.
ahora las ve¼a aqu¼.
que me  hubiera  gustado era  ganarle a Richard, eso  era  lo que me hubiera
gustado. Ese degenerado sabe jugar a las cartas. No le puedo ganar nunca, ni
aunque vuelva a  barajar las cartas, ni aunque las bendiga por debajo de  la
mesa.
     - Kirill - grit¸ -, ¿ir°s al Borscht esta noche?
     - No se dice "Borscht"; se pronuncia "Borshch". Cu°ntas veces tengo que
repet¼rtelo.
     - Qu¸ importa. Se escribe B-O-R-S-C-H-T. No jorobes con tus costumbres.
¿Vas o no? Me encantar¼a ganarle a Richard.
     - Oh, no s¸, Red.  T·, alma  simple, ni siquiera imaginas lo  que hemos
tra¼do.
     - Y t· s¼, supongo.
     - Bueno, yo  tampoco,  eso es verdad.  Pero  ahora,  por  primera  vez,
sabemos para qu¸ sirven  los vac¼os; si  mi brillante  idea  funciona, voy a
escribir una monograf¼a y te la dedicar¸ personalmente: "A Redrick Schuhart,
honorable merodeador, con mi respeto y mi gratitud".
     - S¼, y me mandar°n a la sombra por dos aÏos.
     - Pero quedar°s en  los anales de la ciencia. Le llamar°n  "la jarra de
Schuhart". ¿Qu¸ te parece cÁmo suena?
     Mientras brome°bamos me vest¼  y puse la petaca  vac¼a en el  bolsillo;
despu¸s cont¸ mi dinero y me retir¸.
     - Buena suerte, alma complicada.
     No respondiÁ. El agua hac¼a much¼simo ruido.
     En el corredor estaba Tender en persona, enrojecido e  inflado  como un
pavo, rodeado  de compaÏeros de trabajo, periodistas y un  par de sargentos,
que  reci¸n acababan  de comer y de  escarbarse  los dientes. Parloteaba sin
parar.
     -  La  tecnolog¼a de que  gozamos - dec¼a  el  muy charlat°n  - permite
contar con una garant¼a casi absoluta de seguridad y de ¸xito.
     En ese momento, al verme, se sofrenÁ un poquito. SonriÁ y me saludÁ con
pequeÏas sacudidas de  mano. "Bueno, ser° mejor que  desaparezcamos", pens¸.
Segu¼ en l¼nea recta hacia la puerta, pero ya me hab¼an pescado.  En seguida
o¼ pasos tras de m¼.
     - ¡SeÏor Schuhart, seÏor Schuhart!
     - No habr° declaraciones.
     Ech¸ a correr, pero no hab¼a forma de escaparse. Ten¼a un  tipo con  un
micrÁfono a la derecha y otro con una c°mara a la izquierda.
     - ¿Hab¼a algo extraÏo en el garaje?
     -  No habr° declaraciones - repet¼, tratando de poner la  nuca hacia la
c°mara -. Es un garaje, nada m°s.
     - Gracias. ¿Qu¸ le parecen las turboplataformas?
     - Maravillosas.
     Empec¸ a correrme hacia el baÏo de caballeros.
     - ¿Qu¸ Piensa de la VisitaciÁn?
     - Pregunte a los  cient¼ficos  - respond¼, desliz°ndome tras la  puerta
del baÏo.
     O¼ que rascaban la puerta y grit¸:
     -  Les recomiendo efusivamente que  pregunten al  seÏor Tender por  qu¸
razones le ha quedado la nariz como una remolacha. Es demasiado modesto para
sacar el tema, pero fue nuestra aventura m°s interesante.
     Salieron a la  disparada  por el  corredor, m°s veloces que caballos de
carrera. Aguard¸  un  minuto. Silencio,  Saqu¸  la  cabeza.  Nadie. Entonces
prosegu¼  tranquilamente mi camino, silbando una melod¼a. Baj¸ el vest¼bulo,
mostr¸ el pase al sargento polaco y vi que me hac¼a la venia. Al parecer, yo
era el h¸roe de la jornada.
     - Descanse, sargento - dije -. Me siento muy complacido.
     ExhibiÁ  tantos dientes  como si  le  hubieran  dicho  el  mejor de los
elogios.
     - Bueno, Red, usted es un h¸roe, sin duda. Estoy orgulloso de conocerlo
- dijo.
     - As¼ que ahora tendr°  algo que contar  a las  chicas cuando vuelva  a
Suecia.
     - ¡Qu¸ le parece!
     Supongo que tiene razÁn, A decir verdad no me gustan los  tipos altos y
de mejillas rosadas.  Las mujeres se enloquecen por ellos, vaya  a saber por
qu¸. La estatura no es lo m°s importante.
     Pensando en estas  cosas iba caminando por las calles, bajo el  sol; no
hab¼a nadie  por ah¼.  De pronto sent¼ ganas de encontrarme con  Guta en ese
mismo instante, en ese mismo lugar. As¼ nom°s, mirarla y tenerla  de la mano
por un rato.  Despu¸s  de  estar  en la  Zona no se  puede hacer otra  cosa:
tenerse  de  las  manos y basta.  Especialmente si uno piensa  en  lo que se
comenta sobre cÁmo salen los hijos de merodeadores.  ¿Pero  a qui¸n le hac¼a
falta estar  con Guta?
una botella de algo fuerte!
     Pas¸ junto a  la  playa de  estacionamiento.  All¼  hab¼a un puesto  de
control,  con dos patrulleros en su mejor estilo: bajos, amarillos,  dotados
de reflectores y  ametralladoras, los  esfuerzos.  Y por supuesto  llenos de
polic¼as con cascos azules. Bloqueaban toda  la calle  y no hab¼a  forma  de
pasar.  Segu¼ caminando con los ojos bajos, porque no me  conven¼a verlos en
ese momento, a la luz  del d¼a. Entre ellos hab¼a  dos o tres personajes que
ten¼a  miedo  de reconocer, pues en cuanto lo hiciera
una  suerte para ellos que Kirill  me hubiera convencido de trabajar para el
Instituto; de lo contrario, por Dios, habr¼a descubierto a esas v¼boras para
liquidarlas definitivamente.
     Me abr¼ paso por entre la multitud, y estaba casi del otro lado  cuando
o¼ que alguien gritaba:
     -
     Bueno,  eso  no ten¼a nada que ver conmigo, as¼ que no me detuve; segu¼
caminando  mientras  buscaba  un  cigarrillo  en  los bolsillos.  Alguien me
alcanzÁ y me tomÁ por la manga. Me sacud¼ aquella mano; volvi¸ndome a medias
hacia el hombre, dije cort¸smente:
     - ¿Qu¸ diablos est° haciendo, seÏor?
     - Un momento, merodeador - dijo ¸l -. Dos preguntas, no m°s.
     Lo mir¸ fijamente.  Era el capit°n Quarterblad,  un viejo amigo. Estaba
deshidratado y medio amarillento.
     -
     -  No trates de zafarte charlando, merodeador  - replicÁ, enojado,  sin
quitarme  los  ojos  de encima -. Ser°  mejor  que  me digas por  qu¸ no  te
detuviste en seguida cuando te llam¸.
     Detr°s de ¸l hab¼a dos  cascos azules con las manos  en las pistoleras.
No se les ve¼an los ojos; sÁlo  las mand¼bulas movi¸ndose  bajo  los cascos.
¿De qu¸ parte del Canad° traen a esos ursos? ¿O los mandan a criar all°? Por
lo general, los patrulleros no me  dan miedo a la luz del d¼a, pero aquellos
escuerzos pod¼an tener la idea de revisarme, cosa que no me gustaba nada.
     -  ¿Me llamaba  a m¼, capit°n? -  exclam¸  -. Me pareciÁ  que llamaba a
alg·n merodeador.
     - ¿Y vas a decirme que t· no lo eres?
     - Cuando  termin¸ el tiempo que me  dieron gracias a usted, capit°n, me
enderec¸. Abandon¸ el merodeo. Gracias a usted abr¼ los ojos, si no  hubiera
sido por usted...
     - ¿Qu¸ estabas haciendo en el °rea de Prezona?
     - ¿CÁmo qu¸ estaba haciendo? Trabajo all¼. Desde hace dos aÏos.
     Para terminar de una vez  con aquella desagradable  conversaciÁn mostr¸
mis papeles al capit°n  Quarterblad. TomÁ mi  libreta y la revisÁ p°gina por
p°gina, olfateando cada uno de los sellos. Cuando me la devolviÁ lo hizo con
gran placer. Ten¼a color en las mejillas y brillo en los ojos.
     - PerdÁname,  Schuhart - dijo -. No lo esperaba de ti. Me alegro de ver
que no echaste  en saco roto mis consejos.
si me  creer°s,  pero  hasta  en  aquel  momento  yo  sab¼a que  terminar¼as
enderez°ndote. No pod¼a creer que un tipo como t·...
     SiguiÁ y siguiÁ, como  si fuera un disco.  Al parecer me  hab¼a  echado
encima otro melancÁlico curado. Lo escuch¸, por supuesto, con los ojos bajos
en seÏal de modestia, entre gestos  de asentimiento, abriendo los brazos con
inocencia; si mal no recuerdo  tambi¸n restregu¸ t¼midamente los pies contra
la acera. Los gorilas que custodiaban al capit°n escucharon un poco, pero en
seguida se aburrieron y  buscaron  un lugar m°s interesante. Mientras tanto,
el capit°n segu¼a pintando gloriosos paisajes de mi futuro: la educaciÁn era
luz;  la ignorancia, oscuridad; el  SeÏor ama  y aprecia a  los trabajadores
honestos, etc¸tera, etc¸tera. Las  mismas idioteces que nos encajaba el cura
en la prisiÁn, todos los domingos. Y yo necesitaba un trago; mi sed no pod¼a
esperar.
     "Bueno,  me dije,  tendr°s  que pasar  tambi¸n  por  esto. No  hay  m°s
remedio, as¼ que ten paciencia, Red, No puede seguir por mucho tiempo; mira,
ya est° perdiendo el aliento. Qu¸ suerte, se detiene" Uno de los patrulleros
empezÁ  a hacer  seÏales.  El  capit°n  mirÁ  hacia  all° con un  suspiro de
fastidio y me tendiÁ la mano.
     -  Bueno,  me alegro de haberte visto, mi  honrado  seÏor Schuhart.  Me
habr¼a  gustado brindar por esta amistad. No puedo tomar whisky porque me lo
prohibiÁ el m¸dico, pero me  habr¼a gustado  tomar una cerveza contigo. Pero
el deber me reclama. Ya nos volveremos a encontrar.
     Dios no lo permita. Pero le  estrech¸  la mano, me  ruboric¸ y  volv¼ a
restregar el  pie, todo como ¸l quer¼a. Al  fin me  dejÁ ir. Sal¼ como  bala
hacia el Borscht.
     A esa hora del d¼a el Borscht est°  siempre vac¼o. Detr°s del mostrador
estaba Ernest, secando vasos y mir°ndolos a trasluz. A propÁsito, es extraÏo
que cuando uno entra los barman est¸n siempre secando vasos como  si de ello
dependiera su salvaciÁn. Øl se pasa el d¼a as¼: levantar un vaso, mirarlo de
reojo,  sostenerlo a la luz,  empaÏarlo  con el aliento  y  frotar. Frota  y
frota, lo vuelve a mirar (esta vez por el fondo) y frota otro rato.
     -
     Me mirÁ a trav¸s  del  vidrio, murmurÁ algo incomprensible y sin  decir
una palabra me sirviÁ cuatro dedos de vodka. Yo trep¸ a un taburete, tom¸ un
trago, hice una  mueca,  sacud¼ la  cabeza y  tom¸ otro trago.  La  heladera
ronroneaba, la  vitrola  autom°tica  tocaba  algo  suave  y  lento y  Ernest
trabajaba con otro vaso.  Todo era paz. Termin¸  mi copa y  la dej¸ sobre el
mostrador. Ernest me sirviÁ en seguida otros cuatro dedos.
     - ¿Mejor? - murmurÁ -. ¿Vas volviendo en ti, merodeador?
     - Sigue frotando, ¿quieres? Sabr°s que un tipo frotÁ hasta que apareciÁ
un genio. TerminÁ forrado en plata.
     - ¿Qui¸n era? - PreguntÁ Ernest, suspicaz.
     - Otro barman de aqu¼. Antes de que vinieras.
     - ¿Y qu¸ pasÁ?
     - Nada. Por qu¸  crees que ocurriÁ  esto de la VisitaciÁn, fue de tanto
que frotÁ. ¿Qui¸nes crees que eran los visitantes?
     - Eres un vago - replicÁ Ernie, aprobando.
     Fue a la cocina y volviÁ con un plato de  salchichas asadas. Me puso el
plato delante, me arrimÁ  el ketchup  y volviÁ a sus vasos. Ernest conoce su
oficio. Tiene el ojo entrenado para reconocer al merodeador que vuelve de la
Zona con bot¼n; sabe tambi¸n qu¸ es lo que un merodeador necesita despu¸s de
estar en la Zona. Este bueno de Ernie. Todo un humanitario.
     Termin¸ las  salchichas,  encend¼  un cigarrillo y  empec¸  a  calcular
cu°nto pod¼a sacar Ernie con nosotros. No s¸ muy bien a cu°nto se vender° el
bot¼n en  Europa,  pero  dicen que un vac¼o puede llegar  casi a los dos mil
quinientos; Ernie no nos da m°s que cuatrocientos. Las  pilas, all°, cuestan
al menos cien, y a nosotros, con  suerte, nos dan veinte. Claro que embarcar
eso para Europa debe salir un ojo de la cara. Untar una mano por aqu¼ y otra
por  all°... y el jefe de estaciÁn  tambi¸n debe estar en la lista de pagos.
Pens°ndolo bien, Ernest no gana tanto; un quince o veinte por ciento, cuanto
m°s. Y si lo pescan son diez aÏos de trabajos forzados.
     En   este  punto   un  tipo   muy  cort¸s  interrumpiÁ  mis  honorables
meditaciones. Yo ni siquiera lo hab¼a  visto entrar. Se anunciÁ bien al lado
m¼o, pidiendo permiso para sentarse.
     - Por favor, no tiene por qu¸.
     Era un tipo  flaquito de nariz afilada, con corbata de moÏo. Su cara me
parec¼a conocida, pero no pod¼a ubicarlo. SubiÁ al lado y dijo a Ernest:
     -
     En seguida se volviÁ hacia m¼.
     - Disculpe  - dijo -, ¿no nos  conocemos? Usted trabaja en el Instituto
Internacional, ¿no?
     - S¼. ¿Y usted?
     SacÁ r°pidamente su tarjeta de presentaciÁn y me la puso enfrente:
     "Aloysius  Maenaught,   Agente   Plenipotenciario   de  la  Oficina  de
EmigraciÁn" Claro que lo conoc¼a. Es  de los que joden  a la gente para  que
salga de  la  ciudad. Si tal  como son las cosas apenas queda la mitad de la
poblaciÁn inicial de Harmont,  qu¸  pretender°  este tipo, limpiar la ciudad
por completo. Apart¸ la tarjeta con la uÏa.
     - No, gracias. No tengo inter¸s. Mi sueÏo es morir en mi ciudad natal.
     - Pero ¿por qu¸? - GritÁ ¸l en seguida -. Perdone mi indiscreciÁn, pero
¿qu¸ lo retiene aqu¼?
     - ¿CÁmo? Lindos recuerdos  de la infancia. El  primer beso en  la plaza
municipal. Mamita  y papito. Mi primera  borrachera, en este  mismo  bar. La
comisar¼a, tan querida para m¼.
     Saqu¸ un paÏuelo muy usado y me sequ¸ los ojos.
     -
     Øl se  echÁ a re¼r, tomÁ un  sorbito del  whisky canadiense y respondiÁ
pensativo.
     - No entiendo  cÁmo piensan ustedes, los harmonitas. En esta ciudad  la
vida es dura.  Hay control  militar,  pocas diversiones. La Zona  est°  a un
paso, como si uno estuviera sentado sobre  un  volc°n.  Podr¼a estallar  una
epidemia en cualquier momento, o algo peor. Comprendo que los viejos quieran
quedarse, pero usted, ¿qu¸ edad tiene  usted? ¿VeintidÁs, veintitr¸s? ¿No se
da cuenta de  que la Oficina es una organizaciÁn de caridad? No ganamos nada
con  esto.  Lo ·nico que  deseamos es que  la gente se vaya de este  agujero
infernal y vuelva a la corriente de la  vida.  Nosotros salimos de  garant¼a
para la  mudanza, le buscamos  trabajo. En  el caso de la gente  joven, como
usted, le pagamos estudios. No, no entiendo,
     - ¿Es decir que nadie quiere irse?
     -  No  tanto como  nadie.  Algunos se  est°n yendo,  sobre todo los que
tienen familia. Pero los jÁvenes y los ancianos... ¿Qu¸ buscan aqu¼? Esto es
un agujero, un pueblo de provincia.
     Entonces le contest¸ como merec¼a.
     -
Nuestra pequeÏa ciudad es un  agujero. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo.
Pero ahora es un agujero hacia el futuro. Vamos a pasar tantas cosas por ese
agujero a  su podrido  mundo que  lo  cambiaremos  por  completo.  Y  cuando
obtengamos  los conocimientos  haremos  ricos a  todos,  y volaremos  a  las
estrellas, y  viajaremos  adonde nos plazca. Esa es la clase  de agujero que
tenemos aqu¼.
     Me interrump¼ en ese punto porque vi que Ernest me  miraba  atÁnito. Me
sent¼ incÁmodo;  por lo com·n no me gusta usar palabras ajenas,  ni siquiera
cuando  estoy de  acuerdo con  ellas. Adem°s todo eso me  sal¼a  medio raro.
Cuando  lo dice Kirill uno  escucha y se olvida de cerrar la  boca. Pero por
m°s que yo dijera lo mismo no me sal¼a igual. Tal vez porque Kirill nunca le
pasaba cosas robadas a Ernest por debajo del mostrador.
     Ernie reaccionÁ velozmente  y  se apresurÁ  a  servirme  seis  dedos de
combustible,  como  para  que  recuperara  la  cordura.  El  narigudo  seÏor
Maenaught volviÁ a sorber su whisky.
     - Claro, por  supuesto. Las pilas  inagotables,  la panacea  azul. Pero
seÏor, ¿de veras cree que todo ser° como usted dice?
     -  Lo que yo creo no es asunto suyo. Hablaba en nombre de la ciudad. En
cuanto a m¼: ¿qu¸ tienen ustedes en Europa que yo no haya visto? Se aburren,
lo s¸ bien. Se rompen el lomo todo el d¼a y miran televisiÁn toda la noche.
     - No es obligatorio que vaya a Europa.
     - Todo es igual, salvo que en la Ant°rtida hace fr¼o.
     Lo  m°s asombroso es  que  yo cre¼a  hasta con la  panza todo lo que le
estaba diciendo. Nuestra Zona, esa puta, esa asesina, me era cien veces  m°s
querida que  todas las Europas y las  Ðfricas. Y todav¼a no estaba borracho.
Por   un  instante  hab¼a   imaginado  cÁmo  tendr¼a  que  volver  a   casa,
arrastr°ndome, con una manga de cretinos como yo; cÁmo  me  empujar¼an  y me
estrujar¼an en el subte, y lo cansado, lo harto que estaba de todo.
     - ¿Y usted? - preguntÁ el hombre a Ernest.
     - Yo tengo mi negocio -  respondiÁ  ¸ste, d°ndose importancia -. No soy
ning·n  pobretÁn. He  invertido  todo  mi dinero en  este negocio. Hasta  el
comandante  de  la  base viene aqu¼ de  vez  en  cuando; un general, ¿qu¸ le
parece? ¿CÁmo me voy a ir?
     El  seÏor  Aloysius Maenaught tratÁ de  ganar  algunos  puntos  citando
muchas cifras. Pero yo no escuchaba. Tom¸ un buen trago, bien largo saqu¸ un
montÁn de  cambio del  bolsillo, me  baj¸  del taburete y  cargu¸ la vitrola
autom°tica.  Hay  una  canciÁn all¼ que se  llama  "No vuelvas  si no  est°s
seguro". Me causa un buen efecto despu¸s de haber estado en la Zona.
     La vitrola aullaba y arrullaba.  Me llev¸  el vaso  a un  rincÁn, donde
esperaba igualar viejos cantos con el bandido de un  solo brazo, y el tiempo
pasÁ  volando,  como  un  p°jaro. Cuando  echaba  el  ·ltimo centavo  en  el
artefacto entraron  Richard  Noonan y  Gutalin,  para  echarse en los brazos
hospitalarios del  bar. Gutalin estaba  mamado; los ojos  se le daban vuelta
para  todos lados  y buscaba  dÁnde poner el puÏo.  Richard Noonan lo  ten¼a
tiernamente por el codo y lo distra¼a con chistes.
un  mono negro y enorme;  las manos le llegan  hasta las  rodillas; Dick, en
cambio, es una cosita regordete y rosada, toda sonrisas.
     - ¡Eh! - gritÁ Dick  -. ¡All° est° Red! ¡Ven con nosotros!
rugiÁ Gutalin -. En esta ciudad hay sÁlo dos  hombres de verdad:
Los dem°s son todos cerdos o hijos de Satan°s. T· tambi¸n sirves al demonio,
Red, pero todav¼a eres humano.
     Me acerqu¸ con mi copa. Gutalin me quitÁ la chaqueta y me hizo sentar a
la mesa.
     -
por los pecados de la humanidad. Lloremos, larga y amargamente.
     - Lloremos - dije -. Bebamos las l°grimas del pecado.
     - Porque el d¼a est° cerca - anunciÁ Gutalin -. Porque el corcel blanco
est°  ensillado y  su jinete ha puesto el pie en el estribo. Y las plegarias
de  los  que se  hayan vendido  a Satan°s  ser°n  en vano. SÁlo los  que han
resistido a ¸l se salvar°n. Ustedes, hijos del hombre,  que fueron seducidos
por el diablo, que juegan con los  juguetes del diablo, que desentierran los
tesoros de Satan°s, a ustedes les digo: ¡Est°n ciegos!
despierten antes de que  sea demasiado  tarde!
diablo!
     Se  interrumpiÁ  como si hubiera  olvidado lo  que  segu¼a.  De  pronto
preguntÁ, en tono distinto.
     -  ¿Puedo tomar un trago aqu¼?  Sabes, Red, me  emborrach¸ de nuevo. Me
acusaron de agitador. Les digo: "Despierten, ciegos, est°n cayendo al abismo
y arrastran a otros tambi¸n".  Pero  ellos  se  r¼en, nada m°s.  Por  eso le
aplast¸ la nariz al dueÏo del negocio. Ahora me van a arrestar. ¿Y por qu¸?
     Dick se acercÁ y puso la botella sobre la mesa.
     - Hoy corre por mi cuenta - dije a Ernest.
     Dick me echÁ una mirada de soslayo.
     - Est° dentro de la ley  - dije -.  Nos estamos tomando el cheque de la
bonificaciÁn.
     - ¿Fuiste a la Zona? - preguntÁ Dick -. ¿Trajiste algo?
     - Un vac¼o lleno. Para el altar de la ciencia. ¿Vas a servir o no?
     - ¡Un vac¼o! - repitiÁ Gutalin, lleno de  pena  -.
por vaya  a saber  qu¸  vac¼o! Has sobrevivido, pero trajiste otro artefacto
del demonio al mundo. ¿CÁmo sabes, Red, cu°nto de pena y de pecado...?
     - Calla,  Gutalin  -  dije severamente -. Bebe y  festeja que  yo  haya
vuelto con vida. Por el ¸xito, amigos m¼os.
     Dio buen  resultado aquel brindis por el ¸xito.  Gutalin se vino  abajo
por completo. Sollozaba, las l°grimas le brotaban como agua  de una canilla.
Lo conozco bien; es nada m°s que una etapa. Solloza y predica que la Zona es
una  tentaciÁn  del  diablo.  Que no  deber¼amos sacar  nada  de all¼  y que
deber¼amos poner  de  nuevo  en  ella  todo  lo que  hemos sacado.  Y seguir
viviendo como si la Zona no existiera. Dejar al diablo las cosas del diablo.
Me  gusta; me refiero a  Gutalin. Siempre me  gustan los tipos raros. Cuando
tiene dinero compra el bot¼n sin regateo, por el precio que los merodeadores
le pidan, y  de noche lo lleva a  la Zona y  lo entierra.  Estaba esperando,
pero pronto parar¼a.
     - ¿Qu¸ es  un vac¼o lleno? - preguntÁ Dick -. S¸ qu¸  son los vac¼os, a
secas, pero es la primera vez que oigo hablar de uno lleno.
     Se lo expliqu¸. Øl asintiÁ y se lamiÁ los labios.
     - S¼, es muy interesante. Una cosa  nueva. ¿Con  qui¸n fuiste,  con  el
ruso?
     - S¼,  con Kirill  y Tender.  Lo conoces, ¿no? Es nuestro  asistente de
laboratorio.
     - Te habr°n vuelto loco.
     -  Nada  de  eso,  se portaron  muy bien. Especialmente Kirill.  Es  un
merodeador nato. Necesita un poco m°s de  experiencia  que le lime el apuro.
Con ¸l ir¼a a la Zona todos los d¼as.
     - ¿Y todas las noches? - preguntÁ, con una mueca de borracho.
     - Term¼nala, ¿quieres? Un chiste es un chiste.
     - Un chiste es un chiste, ya lo s¸, pero me puede meter en un montÁn de
problemas. Te debo uno.
     - ¿Qui¸n tiene uno? - preguntÁ Gutalin, excitado -. ¿Cu°l es?
     Lo sujetamos por los brazos y volvimos a sentarlo en su  silla. Dick le
puso un cigarrillo en la boca y se lo encendiÁ. Al fin lo calmamos. Mientras
tanto iba entrando m°s y m°s gente. El bar estaba lleno; muchas de las mesas
se  hab¼an  ocupado. Ernest llamÁ  a  las muchachas, que empezaron  a servir
bebidas a los  clientes:  cerveza, cÁcteles,  vodka. Not¸  que  hab¼a muchas
caras nuevas  en la ciudad, ·ltimamente; en su mayor¼a, jÁvenes novatos  con
bufandas largas y brillantes que les colgaban hasta el suelo. Se lo mencion¸
a Dick y ¸l asintiÁ.
     - ¿Qu¸ quieres?
     -  Est°n  empezando  un  montÁn de  construcciones. El Instituto  va  a
levantar  tres edificios nuevos.  Adem°s piensan cerrar tras un muro toda la
Zona, desde el cementerio hasta el rancho  viejo. Ya  se acabaron los buenos
tiempos para los merodeadores.
     -  ¿Cu°ndo  fueron buenos los tiempos  para los merodeadores? - observ¸
yo.
     Y pens¸: "Caramba,  ¿qu¸ novedades son  ¸stas?  Parece que ya  no voy a
poder hacer un  poco  de plata extra por ese lado.  Tal vez sea para  mejor.
Menos  tentaciones. Ir¸ a la Zona de d¼a,  como un ciudadano  decente. No se
gana lo mismo,  por supuesto, pero es mucho m°s seguro.  La cabina, el traje
especial y todo  eso, y nada de preocuparse por la patrulla. Puedo vivir del
sueldo  y  emborracharme con  las  bonificaciones". Pero entonces  me  sent¼
verdaderamente  deprimido.  Otra vez a  juntar  centavitos:  Esto  lo  puedo
comprar,  esto no. Tendr¼a  que  ahorrar para comprar a Guta los  trapos m°s
baratos, dejar los bares, limitarme a los cines modestos. El panorama no era
nada prometedor. Los d¼as eran grises,  y tambi¸n las tardes, y tambi¸n  las
noches.
     Y mientras yo pensaba as¼ Dick me chillaba en la oreja:
     -  Anoche,  en el hotel, fui al bar para tomar algo antes de acostarme.
Hab¼a unos tipos  nuevos.  No me  gustÁ nada el aspecto  que ten¼an.  Uno se
acercÁ a m¼ e iniciÁ una  conversaciÁn con muchas vueltas, sugiriendo que me
conoc¼a, que sabe lo que hago, dÁnde trabajo, e insinuando que ¸l me pagar¼a
muy bien por varios servicios.
     - Un pasador de datos - dije.
     Eso no me interesaba  mucho. Estaba harto de  pasadores de datos  y  de
charlas sobre trabajitos.
     - No, compaÏero, no  era  eso. Escucha. Le  segu¼  la  corriente por un
rato, con  mucho cuidado, por supuesto. Tiene inter¸s en ciertos objetos que
hay en  la  Zona. De los importantes; las pilas, las picapicas,  las gotitas
negras  y  esas tonter¼as  no le  atraen  en absoluto.  Se  limitÁ a sugerir
indirectamente lo que quiere.
     - ¿Qu¸ es?
     - Jalea de brujas, por lo  que  entend¼ - respondiÁ Dick, mir°ndome con
expresiÁn extraÏa.
     - Oh,  as¼ que  quiere jalea de brujas, ¿eh? Y  ya que  estamos, ¿no le
gustar¼an algunas l°mparas de la muerte?
     - Eso mismo le pregunt¸ yo.
     - ¿Y?
     - ¿Me creer°s si te digo que tambi¸n quiere?
     - ¿Ah, s¼? -  dije -. Bueno, que vaya  a buscarlas, Es  una pavada. Los
sÁtanos est°n  llenos de  jalea  de brujas. Que  agarre un  balde  y vaya  a
recoger toda la que quiera. Es cosa suya.
     Dick  no  respondiÁ; me mirÁ sin  sonre¼r siquiera. ¿Qu¸ diablos estaba
pensando? ¿No tendr¼a intenciones  de contratarme a m¼? Y  en ese momento se
me ocurriÁ.
     - Un momento - dije -. ¿Qui¸n era ese tipo? Ni siquiera en el Instituto
dejan estudiar la jalea.
     -  Est°  bien -  replicÁ Dick, hablando  con  lentitud y  sin  dejar de
observarme -. Es en la investigaciÁn donde est° el verdadero peligro para la
humanidad. ¿Ahora comprendes qui¸n era ¸se?
     No, no entend¼a nada.
     - ¿Te refieres a los Visitantes?
     Øl riÁ, me palmeÁ la mano y dijo:
     - ¿Por qu¸ no tomas un trago?
     - Por mi parte, de acuerdo.
     Pero me sent¼a enojado. As¼ que los hijos de puta me tienen por idiota,
¿eh?
     - Eh, Gutalin - dije -. ¡Gutalin! ¡Despierta!
     Gutalin  estaba profundamente dormido. Su negra mejilla yac¼a sobre  la
negra mesa; las manos le colgaban hasta el suelo. Dick y yo tomamos una copa
sin su compaϼa.
     - Ahora bien - exclam¸ despu¸s -. No s¸ si soy un alma simple o un alma
complicada, pero  te dir¸ lo que puedes hacer  con ese  tipo. Ya  sabes cÁmo
quiero a la polic¼a, pero lo denunciar¼a.
     - Seguro.  Y entonces la polic¼a te preguntar¼a por qu¸  ese tipo fue a
hablar contigo y no con cualquier otro. ¿Y?
     - No importa  -  repuse, sacudiendo la  cabeza -.  T·, pedazo de idiota
gordinflÁn, hace sÁlo tres aÏos que est°s en esta ciudad y nunca fuiste a la
Zona. No has visto la jalea de brujas m°s que en el cine. Tendr¼as que verla
en la vida real, y ver lo que hace con los seres humanos. Es algo espantoso;
no hay que sacarla de la Zona. Sabes muy bien que los merodeadores son tipos
de  agallas,  que no piden  m°s que plata y m°s plata, pero  ni siquiera  el
finado  Zalamero se habr¼a metido en  un  asunto de  esos. Cuervo  Burbridge
tampoco aceptar¼a. No quiero ni  pensar  qu¸ clase de tipo puede querer  esa
jalea de brujas y para qu¸.
     - Bueno, tienes razÁn - dijo  Dick -. Pero te dir¸:  no me gustar¼a que
cualquier d¼a me encontraran en la cama, habiendo cometido  suicidio. No soy
merodeador, pero si una persona pr°ctica,  y me gusta vivir.  Hace mucho que
lo hago y ya me acostumbr¸.
     - ¡SeÏor Noonan! - gritÁ Ernest desde el mostrador -.
     -
de Env¼os. Se encuentran en cualquier parte. Permiso, Red.
     Se levantÁ para atender el tel¸fono, mientras yo me quedaba con Gutalin
y la botella; puesto que Gutalin  no ayudaba en nada,  ataqu¸ la botella por
mi cuenta. Maldita Zona; es imposible escapar de ella. Vaya uno donde  vaya,
hable con quien hable, siempre la Zona, la Zona. Para Kirill es f°cil hablar
de la paz eterna y de la armon¼a que  vendr° de  la Zona.  Kirill es un buen
tipo, nada tonto (por  el contrario, es inteligente de veras), pero no  sabe
un  bledo  de  la  vida.  Ni  siquiera  imagina  qu¸ clase  de malhechores y
criminales merodean por la Zona. Y ahora alguien quiere meter la mano en esa
jalea  de brujas. Gutalin ser° un borrach¼n y  un chiflado por  la religiÁn,
pero a lo mejor no est° tan desacertado. Tal vez  deber¼amos dejar al diablo
las cosas del diablo y no tocar.
     Uno de aquellos novatos de bufanda brillante ocupÁ la silla de Dick.
     - ¿El seÏor Schuhart?
     - S¼. ¿Qu¸ hay?
     - Me llamo Creonte. Soy de Malta.
     - ¿CÁmo andan las cosas por Malta?
     -  Las cosas  andan muy  bien por  Malta, pero no es de eso  que quer¼a
hablarle. Ernest me dijo que lo viera a usted.
     "Aj°", pens¸. "Ese Ernest es un hijo de puta. No hay una gota de piedad
en ¸l. Aqu¼ est° este muchacho: bronceado, limpio, lindo. Todav¼a no sabe lo
que es afeitarse o besar a  una mujer. Pero a Ernest  no le importa nada. Lo
·nico  que  quiere es mandar m°s gente a la Zona. SÁlo uno de cada tres sale
con bot¼n, pero eso para ¸l es dinero."
     - ¿CÁmo anda el viejo Ernest? - pregunt¸. Øl mirÁ hacia el mostrador.
     - Tiene buen aspecto. Me gustar¼a estar en lugar de ¸l.
     - A m¼ no. ¿Quiere una copa?
     - Gracias, no bebo.
     - ¿Un cigarrillo?
     - Perdone, pero tampoco fumo.
     - Maldito seas. ¿Para qu¸  diablos quieres la  plata,  entonces?  Øl se
ruborizÁ y dejÁ de sonre¼r.
     - Tal vez eso sea  cosa  m¼a  solamente  - dijo  en voz baja -.  ¿No le
parece, seÏor Schuhart?
     - Tienes toda la razÁn del mundo.
     Me serv¼ otros cuatro dedos, Ya  me estaba zumbando la cabeza  y sent¼a
una  agradable  pesadez  en  los  miembros. La Zona  me  hab¼a liberado  por
completo.
     -  En  este  momento estoy  completamente  borracho - aclar¸  -.  Estoy
celebrando,  como puedes ver.  Entr¸ en  la Zona,  sal¼  vivo  y adem°s  con
dinero. Eso no ocurre con  frecuencia; que la gente salga viva, y con dinero
menos todav¼a.  As¼ que preferir¼a  dejar  cualquier asunto  serio  para m°s
tarde.
     Øl se  levantÁ de un salto,  pidiendo disculpas. Entonces  vi que  Dick
hab¼a regresado. Estaba de pie junto a la silla. Por la cara que tra¼a me di
cuenta de que pasaba algo feo.
     - A que tus tanques pierden otra vez el vac¼o.
     - S¼ - dijo -. Otra vez.
     Se  sentÁ, se  sirviÁ un trago y volviÁ a llenar mi vaso. Comprend¼ que
el  problema  no  tenla  ninguna  relaciÁn con mercader¼as en mal estado. En
realidad le importaba un cuerno lo de los env¼os:
     -  Bebamos,  Red - dijo, y sin esperarme bajÁ su vaso de un  trago y se
sirviÁ otro -. ¿Sabes que muriÁ Kirill Panov?
     Estaba tan aturdido que no entend¼ bien. Alguien hab¼a muerto, y qu¸.
     - Bueno, bebamos por el difunto.
     Me mirÁ abriendo  mucho los  ojos.  SÁlo entonces sent¼  como si  se me
hubiera roto un  resorte dentro  del cuerpo. Recuerdo  que me levant¸  y  me
apoy¸ contra la mesa para mirarlo.
     - ¿Kirill?
     Ten¼a la telaraÏa ante los ojos,  la o¼a crujir al romperse. Y a trav¸s
del misterioso ruido  de ese crujir o¼ la voz  de Dick, como  si viniera  de
otra habitaciÁn.
     -  Ataque  al  corazÁn. Lo  encontraron  en  la  ducha,  desnudo. Nadie
entiende   qu¸   le  pasÁ.  Preguntaron   por  ti.  Les  dije   que  estabas
perfectamente.
     - ¿Qu¸ quieren entender? Es la Zona.
     - Si¸ntate. Si¸ntate y toma algo.
     -  La Zona - repet¼, sin poder dejar  de pronunciar  esa  palabra -. La
Zona, la Zona...
     No ve¼a nada  a mi  alrededor,  salvo la telaraÏa. Todo  el  bar estaba
preso  en la  telaraÏa, y  cuando  la  gente  se  mov¼a  la telaraÏa  cruj¼a
suavemente.  El muchacho  malt¸s  estaba de pie  en  el medio, con  cara  de
sorprendido. No comprend¼a una palabra.
     -  Muchachito  -  le  dije  con  suavidad  -,  ¿cu°nto  necesitas?  ¿Te
alcanzar¼a con mil? Toma, aqu¼ tienes.
     Le arroj¸ el dinero a puÏados y empec¸ a gritar:
     -  ¡Ve a decirle a Ernest que  es un hijo de puta,  una porquer¼a!
tengas  miedo,  d¼selo! Porque  adem°s es cobarde. D¼selo, y  despu¸s te vas
directamente  a  la estaciÁn y sacas pasaje para Malta.
ninguna parte! - No s¸  que  otra cosa grit¸. Pero s¼  recuerdo que  termin¸
ante el mostrador, donde Ernest me dio un vaso de soda.
     - Parece que hoy tienes dinero - dijo.
     - S¼, tengo un poco.
     -  ¿Por  qu¸  no  me  haces un pr¸stamo? MaÏana  tengo  que  pagar  los
impuestos.
     En ese momento me  di cuenta de que ten¼a un manojo de  billetes en  la
mano.
     - As¼ que no acepto - dije, mirando el montÁn -. Creonte de Malta es un
joven orgulloso, por lo que  veo.  Bueno,  yo no tengo nada que ver con eso.
Todo est° en manos del destino.
     - ¿Qu¸ te pasa? - dijo mi amigo Ernie -. ¿Tomaste demasiado?
     - No, estoy muy bien - dije -. En perfectas condiciones.
     Listo para las duchas.
     - ¿Por qu¸ no te vas a tu casa? Bebiste demasiado.
     - MuriÁ Kirill - le dije.
     - ¿Qu¸ Kirill? ¿El manco?
     M°s manco ser°s t·, hijo de puta. Ni con mil como t· se podr¼a hacer un
solo hombre como Kirill. Rata, malnacido, degenerado hijo de puta. Compras y
vendes muerte,  eso  es.  Nos  tienes  a todos comprados  con  tu plata. ¿Te
gustar¼a que te hiciera pedazos el local?
     Justo  cuando  retrocedo para  asestarle uno de los buenos  alguien  me
sujetÁ y me  llevÁ a otro  lado.  Yo  no entend¼a  nada ni  quer¼a entender.
Grit¸, luch¸,  lanc¸ puntapi¸s. Cuando recobr¸ el sentido estaba en el baÏo,
todo mojado, con la cara a la miseria. Ni siquiera me reconoc¼ al mirarme en
el espejo. Se me contra¼a la mejilla, cosa que nunca  me hab¼a pasado. Desde
fuera me llegÁ ruido de pelea, platos rotos, gritos de mujeres y los rugidos
de Gutalin, m°s potentes que los de un oso pardo:
     -
simientes del diablo?
     Y el ulular de las sirenas de polic¼a.
     En cuanto las o¼, mi cerebro se aclarÁ  como un  cristal. Record¸ todo,
supe  todo, comprend¼ todo. En el alma no me quedaba m°s que un odio helado.
"¡Muy  bien!,  pens¸,
merodeador, grand¼simo chupasangre!".
     Saqu¸  un picapica del bolsillo chico. Era nuevito, sin usar. Lo apret¸
un par de  veces para ponerlo en funcionamiento, abr¼ la puerta  que daba al
bar y lo dej¸ caer silenciosamente en la escupidera. Despu¸s abr¼ la ventana
y  sal¼ a la calle. Me habr¼a gustado quedarme por all¼ para ver qu¸ pasaba,
pero  ten¼a  que irme  cuanto  antes. Los picapicas me provocan  hemorragias
nasales.
     Mientras  corr¼a por  el patio trasero o¼ que  mi picapica funcionaba a
toda marcha. Primero todos los perros del vecindario comenzaron a aullar y a
ladrar; los perros sienten los picapicas  antes que los  humanos. En seguida
alguno  de los que  estaban en  el bar chillÁ con  tantas  ganas  que se  me
taparon los  o¼dos, aun a esa distancia. No me costÁ imaginar a esa multitud
que se  enloquec¼a all¼ dentro: algunos caer¼an en  una profunda  depresiÁn,
otras  saldr¼an  volando  y  algunos se  dejar¼an  ganar  por el  p°nico. El
picapica es algo terrible. Pasar° mucho tiempo  antes de que Ernest vuelva a
llenar  el  local.  No  le costar°  mucho adivinar  que  fue obra  m¼a,  por
supuesto, pero  me importa un r°bano. Se acabÁ. Red,  el  merodeador, ya  no
existe. Estoy harto. Basta de arriesgar mi vida y enseÏar  a  otros tontos a
arriesgar  la de ellos. Kirill,  compaÏero, viejo amigo, estabas equivocado.
Lo siento, pero estabas equivocado. Es Gutalin quien tiene razÁn. Øse no  es
sitio para seres humanos. La Zona est° maldita.
     Salt¸  por el  cerco y tom¸ rumbo a casa. Me  mord¼a los labios;  ten¼a
ganas de llorar, pero no pod¼a. No ve¼a m°s  que vacuidad, tristeza. Kirill,
compaÏerito, mi ·nico amigo, ¿cÁmo pudo ocurrir esto? ¿CÁmo me las arreglar¸
sin ti? T·  me pintabas  im°genes maravillosas de un mundo nuevo y distinto.
¿Y ahora? Alguien, en la lejana Rusia, llorar° por ti, pero yo  no puedo.  Y
todo fue culpa m¼a. M¼a,  m¼a solamente,  porque soy  un in·til. ¿CÁmo se me
ocurriÁ  meterte en ese garaje sin  dejar  que acostumbraras los  ojos a  la
oscuridad?
     Hab¼a  vivido toda  mi existencia como un lobo, sin preocuparme m°s que
por  m¼ mismo.  Y de pronto hab¼a  decidido  convertirme en  un  benefactor,
hacerle un pequeÏo regalo. ¿Para qu¸ demonios le  mencion¸  ese vac¼o?  Cada
vez que lo pensaba sent¼a un dolor en la garganta, ganas de aullar.  Tal vez
lo hice,  porque la  gente me evitaba por la  calle. Y de  pronto  las cosas
mejoraron: Guta  ven¼a  hacia m¼.  Ven¼a hacia m¼, m¼ preciosa,  mi querida,
caminando con esos piececitos hermosos, con la falda balance°ndose sobre las
rodillas.  En cada puerta hab¼a un par  de  ojos  que la segu¼an, pero  ella
caminaba en l¼nea recta, sin mirar a nadie. Me di cuenta  entonces de que me
estaba buscando.
     - Hola - dije -. Guta, ¿adÁnde vas?
     ApreciÁ con una sola mirada mi cara  aporreada,  mi  chaqueta empapada,
mis manos lastimadas, pero no dijo una palabra.
     - Hola, Red. Iba a verte.
     - Ya lo s¸. Vamos a mi casa.
     Se volviÁ sin decir nada. Tiene una cabeza preciosa y un cuello  largo,
como una yegua joven, orgullosa, pero sumisa ante el amo.
     - No s¸, Red. Tal vez no quieras verme m°s.
     Se me estrujÁ el corazÁn. ¿Y eso? Pero habl¸ tranquilamente:
     - No entiendo adÁnde quieres llegar,  Guta.  Perdona, hoy estoy un poco
borracho y no razono bien. ¿Por qu¸ crees que no voy a querer verte m°s?
     La tom¸ de la mano y los dos echamos a andar  lentamente hacia mi casa.
Todos los que la hab¼an estado mirando se apresuraron a esconderse. Vivo  en
esa calle desde  que nac¼  y todos conocen muy  bien a  Red. Y el que no  me
conoce no tardar° en hacerlo; es algo que se siente.
     - Mam°  quiere  que me haga un  aborto -  dijo, de pronto  -. Y  yo  no
quiero.
     Di varios pasos m°s antes de comprender lo que estaba diciendo.
     -  No quiero abortar.  Quiero tener un hijo tuyo.  Puedes hacer  lo que
quieras, irte al ·ltimo rincÁn del mundo. No te voy a retener.
     La  escuch¸, vi que se iba alterando m°s y m°s, mientras  yo me  sent¼a
cada vez m°s aturdido. Eso no ten¼a pies ni cabeza. En el cerebro me zumbaba
un pensamiento absurdo: un hombre menos, un hombre m°s.
     - Ella me dice que si tengo un hijo de un  merodeador ser° un monstruo,
que eres un vagabundo, que la criatura y yo no  tendremos  familia.  Que hoy
est°s  libre y  maÏana en  la  c°rcel.  Pero todo eso  no me importa,  estoy
dispuesta a cualquier cosa. Puedo arreglarme  sola y criarlo  hasta  que sea
hombre: sola. Lo tendr¸ sola, lo criar¸ sola y lo educar¸ sola. Me las puedo
arreglar sin ti, tambi¸n,  pero no vuelvas a buscarme. No te dejar¸ pasar de
la puerta.
     - Guta, querida m¼a - dije -, espera un minuto...
     No pude seguir hablando. Una  risa nerviosa, idiota,  me crec¼a dentro,
surg¼a ya.
     - Pichoncita m¼a, entonces ¿para qu¸ me buscas?
     Estaba riendo  como un campesino est·pido  mientras ella lloraba contra
mi pecho,
     - ¿Qu¸  ser° de nosotros,  Red? -  preguntÁ entre sus  l°grimas -. ¿Qu¸
ser° de nosotros?

     2. Redrick Schuhart, veintiocho aÏos, casado, sin ocupaciÁn permanente.

     Redrick Schuhart, echado tras  una l°pida, observaba al patrullero  por
entre las  ramas  del fresno, los reflectores del coche se paseaban  por  el
cementerio; de  vez en cuando le daban en los  ojos, haci¸ndole parpadear  y
contener el aliento.
     Hab¼an pasado dos horas,  pero nada cambiaba en la ruta. El  patrullero
segu¼a estacionado en  el mismo lugar, con el motor en marcha, revisando con
sus  tres  reflectores  las  tumbas  en  decadencia,  las  cruces torcidas y
herrumbradas,  los fresnos demasiado crecidos y  sin podar,  y la parte alta
del muro de tres metros de ancho, que terminaba all¼, a la izquierda.
     La patrulla de la costa ten¼a miedo a la Zona. Ni siquiera  bajaban del
coche. Cerca del  cementerio el miedo  era  tan grande que no se  atrev¼an a
disparar. Redrick los  o¼a hablar en voz baja  de tanto  en tanto; a  veces,
alguna colilla volaba desde los vidrios del  coche para  rodar  por la ruta,
resbalando, esparciendo d¸biles chispas rojas. Todo estaba muy h·medo; hab¼a
llovido  poco  antes, y aquel  fr¼o malsano se  le filtraba por el  mameluco
impermeable.
     Redrick soltÁ la rama  con cuidado, volviÁ la cabeza y prestÁ atenciÁn.
Hacia  la  izquierda (en alg·n sitio  no  demasiado  alejado,  pero  tampoco
demasiado cerca) hab¼a otra persona. OyÁ crujir  las hojas una vez m°s, y la
tierra que ced¼a; al fin se oyÁ el golpe seco de algo duro y pesado al caer.
Redrick empezÁ a arrastrarse  hacia atr°s, con mucha prudencia y  sin volver
la cabeza, aferrado  al pasto h·medo. El rayo luminoso le pasÁ  por sobre la
cabeza. Øl permaneciÁ un instante quieto como una estatua, sigui¸ndolo en su
silencioso paseo. Entre las  cruces  le pareciÁ ver  a  un hombre de  negro,
sentado  sin  moverse en  una de  las tumbas.  Estaba apoyado sin  disimular
contra un  obelisco de m°rmol y volv¼a  hacia  Redrick  la cara  blanca, las
cuencas negras y hundidas. No  lo hab¼a visto con claridad, pues apenas  fue
un segundo, pero ten¼a todos los detalles archivados en la imaginaciÁn.
     Se arrastrÁ unos  pasos m°s y buscÁ la petaca que ten¼a en la chaqueta.
La sacÁ; apoyÁ el metal caliente contra la mejilla durante un rato. Despu¸s,
a·n aferrado a  la  petaca, siguiÁ reptando.  DejÁ de escuchar  y mirÁ  a su
alrededor.
     En la pared hab¼a una abertura.  All¼ estaba Burbridge,  con un agujero
de bala  en  el impermeable a rayas  de color gris  plomo. Todav¼a segu¼a de
espaldas, tironeando del cuello  de su tricota con las dos manos y  gimiendo
de dolor. Redrick se  sentÁ  junto a ¸l y desenroscÁ la  tapa de la  petaca.
LevantÁ con cuidado la cabeza a su compaÏero, sintiendo en la palma la calva
caliente,  sudorosa,  pegajosa, y le  llevÁ el  pico  a  los  labios. Estaba
oscuro, pero los d¸biles  rayos  de los  reflectores le permitieron ver  los
ojos dilatados y vidriosos de Burbridge, la  oscura  barba de pocos d¼as que
le cubr¼a las mejillas. Burbridge bebiÁ °vidamente varios tragos; en seguida
tendiÁ una mano nerviosa para palpar el saco donde ten¼a el bot¼n.
     -  Volviste... Red... Buen compaÏero.  No  eres capaz de abandonar a un
viejo para que muera.
     Redrick echÁ la cabeza atr°s y tomÁ un trago largo.
     - Todav¼a est° all¼, como si estuviera clavado a la ruta.
     - No es casualidad. Alguien pasÁ el dato. Nos estaba esperando.
     Hablaba con grandes esfuerzos, en un solo aliento.
     - Puede ser - respondiÁ Redrick -. ¿Quieres otro trago?
     -  No. Por ahora basta.  No me abandones. Si no me abandonas no morir¸.
No tendr°s que arrepentirte. ¿Verdad que no me abandonar°s, Red?
     Redrick  no  respondiÁ. Estaba mirando  hacia  la  carretera, hacia los
destellos de  luz. Desde  all¼ ve¼a  el  obelisco de m°rmol, pero  no  si ¸l
estaba sentado all¼ o no.
     - Oye, Red, no estoy diciendo tonter¼as. No te arrepentir°s. ¿Sabes por
qu¸ vive todav¼a el viejo  Burbridge?  ¿Lo  sabes?  Bob  el  Gorila reventÁ.
FaraÁn  el  Banquero  estirÁ la  pata,  y qu¸  merodeador  era, pero  muriÁ.
Zalamero tambi¸n.  Y  Norman el Cuatro-Ojos,  y Culligan,  y  Pedro el RoÏa.
Todos. Soy el ·nico que sigue vivo. ¿Y por qu¸? ¿Lo sabes?
     -  Siempre  fuiste una  rata - dijo Red, sin  quitar  los  ojos  de  la
carretera -. Un hijo de puta.
     - Una  rata, es cierto. Si no lo eres, no pasas adelante. Pero todos lo
eran. FaraÁn,  Zalamero...  Sin  embargo soy el ·nico  que queda. ¿Sabes por
qu¸?
     - S¼, lo s¸ - dijo Red, para acabar con la charla.
     - Mientes. No lo sabes. ¿Has o¼do hablar de la Bola Dorada?
     - S¼.
     - ¿Crees que se trata de un cuento de hadas?
     - Ser° mejor que calles. Ahorra fuerzas.
     -  Estoy  bien. T· me  sacar°s  de  aqu¼.  Hemos  ido  a la Zona tantas
veces...  ¿Ser¼as  capaz  de  abandonarme?  Te  conoc¼  cuando...  Eras  tan
chiquito... Tu padre...
     Redrick  no  respondiÁ.  Hubiera  dado  cualquier  cosa  por  fumar  un
cigarrillo.  SacÁ uno, rompiÁ  el  tabaco entre las manos  y lo  olfateÁ. No
sirviÁ de nada.
     - Tienes que sacarme de aqu¼. Me quem¸ por causa tuya. Fuiste t· el que
no quiso traer al malt¸s.
     El malt¸s ard¼a  por  ir con ellos. Los hab¼a  tentado toda  la  tarde,
ofreci¸ndoles un buen porcentaje, jurando que conseguir¼a un traje especial.
Burbridge, que estaba sentado  junto a ¸l, segu¼a guiÏando el ojo a Red bajo
su mano curtida: "Llev¸moslo, no nos ir° mal".  Tal vez fue por eso que  Red
se negÁ.
     -  Te pasÁ eso por ambicioso - dijo fr¼amente  Red -, Yo no  tengo nada
que ver. Ser° mejor que te quedes quieto.
     Por un rato Burbridge se limitÁ a gemir. VolviÁ a meterse los dedos por
el cuello de la tricota, echando la cabeza hacia atr°s.
     - Puedes quedarte con todo el bot¼n - jadeÁ -. Pero no me abandones.
     Redrick  mirÁ su reloj. No faltaba mucho para el  alba, y el patrullero
no se  iba.  Los reflectores segu¼an  buscando entre  los arbustos,  y ellos
hab¼an dejado el jeep  camuflado muy cerca de donde estaba el patrullero; lo
encontrar¼an en cualquier momento.
     -  La  Bola Dorada - dijo Burbridge  -. La  hall¸.  Se contaban  tantas
leyendas  sobre  ella.  Yo  mismo  invent¸  unas  cuantas.  Que te  conced¼a
cualquier deseo...
aqu¼. Estar¼a d°ndome la gran vida en Europa, nadando en plata.
     Redrick bajÁ la vista hacia ¸l. Ante aquella luz azulada y parpadeante,
la cara de Burbridge, vuelta hacia arriba, parec¼a la de un muerto, pero sus
ojos vidriosos estaban fijos en Redrick.
     -  Juventud eterna, qu¸  diablos la iba a conseguir. Plata, eso  menos,
qu¸ diablos. Pero consegu¼ salud.  Y buenos hijos. Y estoy vivo. Ni siquiera
imaginas en qu¸ lugares he estado, pero todav¼a estoy vivo.
     Se lamiÁ los labios y prosiguiÁ:
     - SÁlo pido una cosa: seguir vivo. Y tener salud. Y los hijos.
     - ¿Quieres callarte? - dijo Redrick, al fin  -.  Pareces una  mujer. Si
puedo te sacar¸ de aqu¼. Lo siento por tu Dina. Tendr° que hacer la calle.
     - Dina - susurrÁ °speramente el viejo -. Mi pequeÏa. Mi preciosa. Est°n
malcriados, Red. Nunca  les negu¸ nada. Se ver°n perdidos. Arthur, mi Artie.
T· lo conoces, Red. ¿Alguna vez viste un muchacho como ¸l?
     - Ya te lo dije: si puedo te salvar¸.
     - No - replicÁ Burbridge, tercamente  -.  Me  sacar°s de  aqu¼ sea como
sea. La Bola Dorada. ¿Quieres que te diga dÁnde est°?
     - Dale.
     Burbridge gimiÁ y moviÁ el cuerpo.
     - Mis piernas... F¼jate cÁmo est°n.
     Redrick  alargÁ una mano y la  deslizÁ por  la pierna, por debajo de la
rodilla.
     - Los huesos... - gimiÁ el herido -. ¿Todav¼a hay huesos all¼?
     - Hay huesos. Deja de meter bulla.
     - Est°s mintiendo. ¿Para qu¸ mentir? ¿Crees que no lo s¸, que nunca  he
visto nada de esto?
     En realidad no tocaba m°s que la rÁtula. Por debajo, hasta el  tobillo,
la pierna era como un palo de goma. Se pod¼an haber hecho nudos con ella.
     - Las rodillas est°n enteras - dijo Red.
     - Seguro que mientes - dijo tristemente Burbridge.
     - Bueno, est° bien. T· s°came de aqu¼, nada m°s.  Te dar¸ todo. La Bola
Dorada. Te dibujar¸ un mapa. Con todas las trampas. Te contar¸ todo.
     PrometiÁ muchas  otras  cosas, pero  Redrick no le  prestaba  atenciÁn.
Estaba mirando hacia la carretera. Los reflectores hab¼an dejado de recorrer
las matas. Estaban paralizados. Todos converg¼an sobre aquel obelisco. En la
neblina  azul brillante,  Redrick  vio  que  la silueta negra y encorvada se
paseaba por entre  las cruces; parec¼a moverse a  ciegas, directamente hacia
los focos. Redrick lo vio chocar contra una cruz enorme, tambalearse, volver
a caer contra la cruz y finalmente caminar alrededor de  ella para continuar
la  marcha, con los brazos extendidos hacia adelante  y los dedos estirados,
abiertos. De pronto desapareciÁ  como si lo hubiera tragado la tierra; pocos
instantes despu¸s reapareciÁ hacia la derecha, algo  m°s lejos; caminaba con
una  terquedad inhumana  y estrafalaria, como un juguete al  que le hubieran
dado cuerda.
     De pronto  las luces  se  apagaron. ChirriÁ  la transmisiÁn,  rugiÁ  el
motor;  entre las matas aparecieron las luces de seÏales, azules y rojas. El
patrullero saliÁ disparado, acelerando salvajemente  rumbo  a  la ciudad,  y
desapareciÁ tras el muro.
     Redrick tragÁ saliva y bajÁ la cremallera de su mameluco.
     - Se han ido - murmurÁ Burbridge, febril -. Red, v°monos, pronto.
     GirÁ sobre s¼, buscando a tientas su bolsa, y tratÁ de levantarse.
     - Vamos, ¿qu¸ esperas?
     Redrick segu¼a mirando hacia la ruta. Estaba a  oscuras y ya no se ve¼a
nada,  pero ¸l  merodeaba todav¼a por  ah¼,  seguramente, como un  autÁmata,
tropezando, cayendo,  golpe°ndose contra  las  cruces  o enred°ndose  en los
matorrales.
     - Bueno - dijo Red en voz alta -, vamos.
     LevantÁ a Burbridge, que se le  colgÁ del cuello con la mano izquierda.
Redrick, imposibilitado de erguirse, se arrastrÁ en cuatro patas, llev°ndolo
sobre la espalda; as¼ pasÁ por la grieta de la pared, agarr°ndose del  pasto
mojado.
     - Vamos,  vamos - susurrÁ °speramente Burbridge  -. No te preocupes: yo
tengo el bot¼n y no lo soltar¸.
     El sendero le era conocido,  pero el  pasto mojado lo hac¼a resbaloso y
las ramas de los  fresnos  le  azotaban  la cara;  aquel  viejo robusto  era
insoportablemente pesado, como un cad°ver; la bolsa  del bot¼n hac¼a ruido y
se enganchaba en todas partes; adem°s Red ten¼a miedo de encontrarse con ¸l,
que pod¼a estar en cualquier lugar, en medio de aquella oscuridad.
     Cuando salieron  a  la carretera todav¼a  estaba  oscuro,  pero  ya  se
present¼a el  alba. En  los bosquecillos,  del otro  lado de  la  ruta,  los
p°jaros  comenzaban  a piar,  inseguros  y soÏolientos, la penumbra nocturna
estaba  tomando  un tono azul  sobre  las  casas  negras  de  los  suburbios
distantes.  Desde  all¼  ven¼a  una brisa  h·meda  y  fr¼a.  Redrick  dejÁ a
Burbridge en  el recodo de la ruta y cruzÁ el pavimento como una  gran araÏa
negra.  No tardÁ en  hallar  el  jeep;  apartÁ  las  ramas que  cubr¼an  los
paragolpes y  la capota,  y condujo hacia el asfalto sin encender las luces.
All¼ estaba Burbridge, con  la bolsa en  una mano, toc°ndose las piernas con
la otra.
     - ¡Ap·rate! Ap·rate, las rodillas, todav¼a tengo rodillas.
pudiera salvar las rodillas!
     Redrick lo levantÁ y lo arrojÁ por sobre su costado,  hacia  el asiento
trasero.  Burbridge aterrizÁ all¼ con un gruÏido, pero  sin soltar la bolsa.
Redrick recogiÁ el impermeable de rayas grises y lo cubriÁ con ¸l. Burbridge
logrÁ incluso quitarse el saco.
     Red sacÁ  una linterna y revisÁ el recodo en busca de huellas. No hab¼a
muchas.  El  jeep  hab¼a  aplastado  algunos  pastos altos  al  salir  a  la
carretera, pero la hierba se volver¼a a erguir en un par de horas. Hab¼a una
enorme cantidad  de colillas en torno al sitio que ocupara  un rato antes el
patrullero. Al verlas, Redrick recordÁ que ten¼a ganas de fumar. EncendiÁ un
cigarrillo,  aunque m°s  aun  deseaba salir de all¼  lo  antes posible. Pero
todav¼a no podr¼a hacerlo. Era necesario actuar lentamente y a conciencia.
     - ¿Qu¸ pasa?  - gimiÁ Burbridge desde el auto -. Todav¼a no volcaste el
agua y los aparejos de pesca est°n secos.  ¿Qu¸  espera?
bot¼n!
     - ¡C°llate!
     - ¿Qu¸  suburbios? ¿Est°s loco?
puta!
     Redrick dio  una  ·ltima chupada y guardÁ  la  colilla en  la  caja  de
fÁsforos.
     - No seas idiota, Cuervo. No  podemos pasar directamente por la ciudad.
Hay tres calles bloqueadas. Nos detendr°n por lo menos una vez.
     - ¿Y qu¸?
     - En cuanto te vean los pies se acabÁ la juerga.
     - ¿Qu¸ hay con  mis  pies? Estuvimos  pescando. Me lastim¸ las piernas,
eso es todo.
     - ¿Y si te las palpan?
     - Que las palpen. Gritar¸ tanto que no volver°n a palpar, una pierna en
su vida.
     Pero Redrick ya estaba decidido.  LevantÁ el asiento del conductor, con
la linterna encendida; abriÁ un compartimiento secreto y dijo:
     - A ver, dame eso.
     El tanque de nafta  que ten¼an  bajo el asiento era falso. Redrick tomÁ
la bolsa y la puso dentro, prestando atenciÁn a los tintineos que se o¼an en
ella.
     - No quiero correr ning·n riesgo - murmurÁ -. No tengo derecho.
     VolviÁ  a  poner  la  tapa, la  cubriÁ con basuras  y trapos  y  colocÁ
nuevamente el asiento. Burbridge gem¼a, gruϼa, le  suplicaba que se apurara
y le promet¼a la Bola Dorada. Agit°ndose en el asiento,  miraba ansiosamente
los rayos  de  luz,  cada vez m°s intensos.  Redrick no le  prestÁ atenciÁn;
abriÁ la bolsa pl°stica llena de agua, que conten¼a un pez, y volcÁ el  agua
sobre  los  aparejos  de pesca;  en  cuanto al agitado  pez, lo  echÁ  en el
canasto. Despu¸s doblÁ  la bolsa de  pl°stico y se la guardÁ en el bolsillo.
Ya  estaba todo en orden: dos pescadores  que volv¼an de una  salida no  muy
provechosa. Se instalÁ al volante y puso el motor en marcha.
     No encendiÁ las luces hasta no llegar a la curva. Hacia la izquierda se
extend¼a aquel muro de  tres metros  de ancho,  bordeando  la Zona; hacia la
derecha,  de  vez  en  cuando,  alguna cabaÏa abandonada,  con  las ventanas
claveteadas y la pintura saltada. Redrick ve¼a bien en la oscuridad; adem°s,
de  cualquier modo, ya  no estaba tan oscuro, y por otra parte  ¸l sab¼a que
vendr¼a.  As¼  que  cuando  vio  aquella silueta encorvada delante del auto,
caminando a paso r¼tmico, ni siquiera aminorÁ la marcha. Se encorvÁ sobre el
volante.  Øl caminaba por el medio de la ruta; como todos los de su especie,
se dirig¼a hacia la ciudad. Redrick lo dejÁ a la izquierda y acelerÁ.
     -
¿viste eso?
     - S¼.
     - ¡Dios!
     Y de pronto Burbridge empezÁ a rezar en voz alta.
     -
     La curva  ten¼a que estar  all¼,  muy cerca. Redrick aminorÁ la marcha,
buscando entre  la  hilera  de casas decadentes  y entre  los  cercos de  la
derecha. La vieja cabaÏa del transformador, la p¸rtiga con los soportes,  el
puente  podrido sobre la  alcantarilla. Redrick  hizo girar  el volante.  El
coche virÁ con una sacudida.
     - ¿AdÁnde vas? -  gimiÁ Burbridge -.
hijo de puta!
     Redrick se volviÁ por un  segundo y le asestÁ  una bofetada  en la cara
barbuda. Burbridge, con un balbuceo, optÁ  por guardar silencio. El coche se
sacud¼a mucho; las ruedas resbalaban en el barro fresco dejado por la lluvia
de esa noche.
     Redrick encendiÁ las luces; los rayos blancos y bamboleantes iluminaron
viejos senderos invadidos por la lluvia, grandes charcos,  cercos podridos e
inclinados. Burbridge lloraba, sollozaba, sorb¼a.  Ya no  promet¼a nada m°s.
Se quejaba  y  amenazaba, pero  en voz muy baja  y  nada  clara;  Redrick no
comprend¼a m°s que unas pocas palabras sueltas. Algo sobre piernas, rodillas
y su querido Artie. Al fin callÁ.
     La aldea se extend¼a a lo largo del  borde occidental  de la ciudad. En
otros tiempos hab¼a all¼ casas  de verano, jardines, huertas y las mansiones
de verano pertenecientes a los fundadores de la ciudad y a los directores de
la planta. Terrenos verdes y agradables, con pequeÏos lagos y limpias playas
de arena, bosquecillos de abedules y estanques llenos de carpas. El hedor  y
la contaminaciÁn de la planta nunca llegaban  a ese verde claro... y tampoco
el agua corriente ni el sistema cloacal de la ciudad. Pero ahora estaba todo
abandonado.  SÁlo una de las  casas ante las cuales pasaron estaba habitada;
en la ventana se ve¼a una luz amarilla a trav¸s de las cortinas corridas, en
la soga hab¼a ropa mojada  por  la  lluvia y  un perro  enorme  se precipitÁ
furiosamente contra  el veh¼culo,  para perseguirlo  a trav¸s  del barro que
lanzaban las ruedas.
     Redrick  condujo  con  cuidado por un viejo puente desvencijado. Cuando
tuvo a la vista  la entrada a la Autopista del Oeste detuvo el coche y apagÁ
el motor. Despu¸s se bajÁ  para caminar hasta la ruta sin mirar a Burbridge,
con  las  manos metidas  en  los bolsillos  h·medos del mameluco.  Ya estaba
claro. Todo, a su alrededor, segu¼a h·medo, silencioso y soÏoliento. ObservÁ
la  ruta  por  entre  los  arbustos del costado.  Desde  ese  punto  se ve¼a
claramente el puesto de polic¼a:  una pequeÏa casa rodante con tres ventanas
iluminadas.  El patrullero  estaba  estacionado junto a ella, vac¼o. Redrick
siguiÁ observando por un rato. No se ve¼a actividad en el puesto de polic¼a;
los vigilantes quiz°s hab¼an sentido fr¼o y cansancio durante la noche y  se
estaban calentando en la casa rodante, soÏando sobre los cigarrillos que les
colgaban del labio inferior. "Qu¸ esfuerzos" dijo Redrick, suavemente. BuscÁ
la  manopla  de bronce que  ten¼a en el bolsillo y deslizÁ los  dedos en los
anillos, apretando el metal fr¼o en el puÏo; acurrucado a·n  para protegerse
del  aire helado, con  las  manos  en los  bolsillos,  retrocediÁ. El  jeep,
ligeramente desviado hacia un lado, hab¼a quedado entre los arbustos; era un
sitio  silencioso  y  oculto. Tal vez nadie  hab¼a estado  por  all¼  en los
·ltimos diez aÏos.
     Cuando Redrick llegÁ  hasta  el veh¼culo,  Burbridge se  incorporÁ para
mirarlo, boquiabierto. Parec¼a m°s viejo.  a·n, arrugado, calvo, sin afeitar
y  con los dientes carcomidos. Se  miraron  mutuamente en  silencio; al cabo
Burbridge dijo claramente:
     - El  mapa... todas las trampas, todas... La hallar°s:  no  tendr°s por
qu¸ arrepentirte.
     Redrick  lo escuchÁ sin moverse. Al fin aflojÁ  los dedos y dejÁ que la
manopla de bronce cayera en su bolsillo.
     - Bueno. Te limitar°s a quedarte all¼ acostado,  como si estuvieras sin
conocimiento. ¿Entendido? Gime y no dejes que te toquen.
     Se instalÁ tras el volante y puso el jeep en marcha.
     Todo  saliÁ  bien. Nadie  saliÁ de  la casa  rodante  para  detenerlos;
pasaron  lentamente,  obedeciendo  todas  las  indicaciones  de  tr°nsito  y
haciendo las seÏales debidas. Despu¸s Redrick acelerÁ y puso rumbo al centro
por  la parte sur. Eran las seis de la maÏana. Las calles estaban vac¼as; el
pavimento, mojado y brillante, negro; los sem°foros parpadeaban solitarios e
in·tiles  en las intersecciones. Pasaron  junto a la  panader¼a, de ventanas
altas y bien iluminadas; Redrick se sintiÁ envuelto en una ola de olor a pan
reci¸n horneado, c°lido, incre¼blemente delicioso.
     - Estoy muerto de hambre - dijo Redrick, mientras estiraba los m·sculos
entumecidos, - apretando las manos contra el volante.
     - ¿Qu¸? - preguntÁ Burbridge, asustado.
     -  Dije   que  estoy  muerto  de  hambre.  ¿AdÁnde  vamos?  ¿A  casa  o
directamente al Matasanos?
     - Al  Matasanos,  y pronto -  vociferÁ  Burbridge,  inclin°ndose  hacia
adelante  y  lanzando su  aliento  caliente  contra  el cuello de Redrick -.
Derecho a la casa de ¸l.
m°s r°pido o no? Pareces una tortuga.
     Impotente,  enojado,  se  lanzÁ en  una serie  de  insultos,  jadeos  y
protestas, para acabar con un  ataque de tos. Redrick no contestÁ;  no ten¼a
tiempo  ni fuerzas  para  tranquilizar a Cuervo, pues  iba a toda velocidad.
Quer¼a terminar lo  antes posible y dormir  por lo menos una hora  antes  de
acudir a la cita en el Metropole. VirÁ en la calle  17, siguiÁ dos cuadras y
estacionÁ frente a una casa particular de dos plantas, de color gris.
     Fue  el mismo  Matasanos quien abriÁ la puerta. Acababa de levantarse e
iba  camino al baÏo, vestido con una lujosa bata  de flecos dorados; llevaba
en un vaso los dientes postizos; ten¼a el pelo despeinado y grandes c¼rculos
oscuros bajo los ojos.
     -
     - Ponte los dientes y vamos.
     - Aj°.
     Le seÏalÁ la sala de espera con un gesto de la cabeza y saliÁ corriendo
hacia el baÏo, chancleteando con sus pantuflas persas. Desde all¼ preguntÁ:
     - ¿Qui¸n fue?
     - Burbridge.
     - ¿Qu¸ tiene?
     - Las... piernas.
     Redrick oyÁ  correr el agua; hubo  resoplidos,  chapoteos; algo cayÁ  y
rodÁ por el piso de mosaicos del baÏo.  Se dejÁ caer en un sillÁn, exhausto,
y encendiÁ  un  cigarrillo. La  sala de espera  parec¼a  muy  agradable.  El
Matasanos no  escatimaba  en  gastos;  era  un  cirujano  muy  competente  y
promocionado,  con  mucha influencia en los c¼rculos m¸dicos,  tanto  de  la
ciudad  como del  Estado.  Si se habla mezclado con los merodeadores, no era
por el dinero, naturalmente, sino por los diversos tipos de objetos  robados
en  la   Zona  que  utilizaba   en  sus   investigaciones.   Obten¼a  nuevos
conocimientos en el  estudio  de  los  merodeadores accidentales  y  de  las
diversas enfermedades, mutilaciones y traumas del cuerpo humano desconocidos
hasta entonces. Adem°s ganaba gloria  y fama como  ·nico m¸dico del  planeta
especializado en  afecciones no humanas. Por otra parte no le hac¼a asco  al
dinero, y en grandes cantidades menos todav¼a.
     - ¿Qu¸ es lo que  le pasa en las piernas, espec¼ficamente? -  preguntÁ,
saliendo  del bajo  con un  toallÁn al  cuello, con una esquina del  cual se
secaba cuidadosamente los sensibles dedos.
     - CayÁ en la jalea.
     El Matasanos soltÁ un silbido.
     - Bueno, se acabÁ Burbridge. Qu¸ pena; era un merodeador famoso.
     - No importa - observÁ Redrick, recost°ndose en  el  sillÁn -, le har°s
piernas artificiales y con ellas podr° volver a la Zona.
     - De acuerdo.
     El Matasanos puso cara de profesional dedicado a lo suyo y agregÁ:
     - Un momento, voy a vestirme.
     Mientras se vest¼a hizo un llamado, probablemente a su cl¼nica para que
prepararan todo a fin  de operar. Entre tanto, Redrick segu¼a inmÁvil en  la
silla, fumando.  SÁlo se moviÁ una vez, para sacar su petaca. BebiÁ pequeÏos
sorbos,  porque sÁlo quedaba un poquito en el fondo.  TratÁ de no pensar  en
nada, de esperar, simplemente.
     Despu¸s fueron hasta el coche; Redrick ocupÁ el asiento del conductor y
el Matasanos se sentÁ junto a ¸l. Inmediatamente se inclinÁ hacia el asiento
trasero para  palpar  las piernas de Burbridge.  Øste, sumiso  e intimidado,
murmurÁ pat¸ticamente, prometiendo cubrirlo  de oro, hablando una y otra vez
de su difunta esposa y de sus  hijos, rog°ndole  que le salvara por lo menos
las rodillas.
     Cuando llegaron a la cl¼nica el Matasanos estallÁ en maldiciones al ver
que no hab¼a enfermeros esper°ndolos a la entrada; saltÁ del coche  antes de
que  ¸ste se  detuviera  y  corriÁ hacia el interior. Redrick encendiÁ  otro
cigarrillo. Burbridge hablÁ s·bitamente, con claridad y  calma, en  completa
calma, al fin, seg·n parec¼a:
     - Quisiste matarme. No lo olvidar¸.
     - Pero no te mat¸ - replicÁ Redrick.
     - No, no me mataste.
     Hubo una pausa. Al cabo Burbridge agregÁ:
     - Eso tambi¸n lo recordar¸.
     -  Aj°.  Claro,  t·  no  habr¼as  tratado de  matarme  -  observÁ  Red,
volvi¸ndose para  mirarlo -. Me habr¼as abandonado all¼, sin m°s. Me habr¼as
dejado en la Zona. Me habr¼as tirado al agua, como a Cuatro-Ojos.
     El viejo mov¼a nerviosamente los labios. Al fin dijo, sombr¼o:
     - Cuatro-Ojos se matÁ solo. Yo no tuve nada que ver con eso.
     - Hijo de puta -  repuso Redrick tranquilamente, d°ndole  la espalda -.
Grand¼simo hijo de puta.
     Los enfermeros, soÏolientos  y arrugados, corrieron  hacia la  entrada,
desplegando  la  camilla por  el trayecto. Redrick se  desperezÁ y  bostezÁ,
mientras ellos extra¼an trabajosamente a Burbridge del asiento  trasero y lo
tend¼an en la camilla.
     El  viejo  se  mantuvo inmÁvil,  con las  manos  unidas sobre el pecho,
mirando al cielo  con  resignaciÁn.  Sus enormes pies, cruelmente carcomidos
por la jalea, estaban vueltos hacia afuera de un modo extraÏo. Era el ·ltimo
de  los  viejos   merodeadores   que  hab¼an   comenzado  a  buscar  tesoros
inmediatamente  despu¸s  de la VisitaciÁn,  cuando  la  Zona  no se  llamaba
todav¼a Zona,  cuando  no  hab¼a  institutos,  ni muros,  ni fuerzas de  las
Naciones  Unidas, cuando la ciudad  estaba  petrificada por  el terror  y el
mundo disfrutaba secretamente de las mentiras inventadas por los periÁdicos.
En  aquella ¸poca Redrick  ten¼a sÁlo diez aÏos; Burbridge era a·n fuerte  y
°gil;  le  gustaba  beber cuando pagaba otro,  alborotar,  arrinconar a  las
muchachas desprevenidas. No se interesaba en absoluto por sus propios hijos;
aun entonces  era un  lindo hijo de puta; cuando estaba borracho castigaba a
su mujer, con repugnante placer, ruidosamente, para que todos lo supieran. Y
siguiÁ peg°ndole hasta que ella muriÁ.
     Redrick  dio la vuelta con el coche  y  volÁ hacia su casa, sin prestar
atenciÁn  a los sem°foros,  virando en  las  esquinas en  °ngulos cerrados y
alertando  con la  bocina  a  los pocos peatones  que  encontraba. EstacionÁ
frente  al garaje. Al  salir vio que el encargado se  acercaba a ¸l desde el
parquecito; el  tipo  estaba  medio indispuesto como de costumbre, y su cara
fruncida, sus  ojos  hinchados, expresaban un profundo disgusto, como  si no
caminara sobre el suelo, sino sobre esti¸rcol l¼quido.
     - Buenos d¼as - dijo cort¸smente Redrick.
     El encargado  se detuvo a medio metro de ¸l,  apuntando el pulgar hacia
atr°s por sobre el hombro.
     - ¿Eso es obra suya? - PreguntÁ.
     Sin duda eran las primeras palabras que pronunciaba en el d¼a.
     - ¿De qu¸ me habla?
     - De las hamacas. ¿Fue usted el que las colgÁ?
     - S¼.
     - ¿Para qu¸?
     Redrick, sin responder,  fue a abrir la puerta del garaje. El encargado
lo siguiÁ.
     - Le pregunt¸ por qu¸ colgÁ esas hamacas. ¿Qui¸n se lo pidiÁ?
     -  Mi  hija  - respondiÁ ¸l,  tranquilamente, mientras hacia correr  la
puerta hacia atr°s.
     - No le estoy preguntando por su hija - exclamÁ el otro, alzando la voz
-. Øsa  es otra cuestiÁn.  Le pregunto  qui¸n le dio  permiso. Qui¸n le dejÁ
adueÏarse del parque.
     Redrick se volviÁ hacia  ¸l y le mirÁ  fijamente el puente de la nariz,
p°lido  y surcado de venas  ramificadas. El encargado  dio un  paso  atr°s y
dijo, m°s aplacado:
     -  Adem°s no ha pintado la terraza,  Cu°ntas veces  tengo  que  decirle
que...
     - No me moleste. No pienso mudarme.
     VolviÁ a  subir al jeep y puso el motor en marcha. Al  tomar el volante
vio que ten¼a los nudillos  muy blancos. Entonces se asomÁ por la ventanilla
y dijo, ya sin poder dominarse:
     - Pero si me obligan a mudarme ser° mejor que rece, miserable.
     MetiÁ el coche en el garaje, encendiÁ la luz y cerrÁ la puerta. Despu¸s
sacÁ el  bot¼n del tanque falso, acomodÁ el  veh¼culo,  puso la  bolsa en un
viejo  cesto de mimbre,  puso arriba de  todo  el aparejo de pesca,  todav¼a
h·medo y  cubierto  de pasto  y  hojas,  y finalmente agregÁ  el pescado que
Burbridge  hab¼a comprado por  la  noche en un  negocio  de  los  suburbios.
Finalmente  volviÁ a  revisar  el  auto.  Por  pura  costumbre. Una  colilla
aplastada se hab¼a pegado al paragolpes trasero,  hacia la  derecha. Redrick
la  quitÁ; era  de  cigarrillos suecos.  Despu¸s  de  pensarlo un momento la
guardÁ en la caja de fÁsforos. Ya ten¼a tres colillas all¼.
     No  encontrÁ  a nadie al subir las escaleras. Se detuvo ante su puerta,
pero ¸sta se abriÁ de par en par sin darle tiempo a sacar las llaves.  EntrÁ
de costado,  sujetando  el pesado cesto  bajo el  brazo, y se sumergiÁ en la
calidez, en  los olores  familiares del  hogar. Guta le  echÁ los brazos  al
cuello  y se  quedÁ inmÁvil,  con la  cara apoyada contra su pecho.  Redrick
sintiÁ  que el corazÁn  de  su  mujer palpitaba locamente, aun a trav¸s  del
mameluco y de la camisa gruesa. No la apresurÁ; esperÁ, pacientemente, a que
ella  se calmara, aunque  por primera vez se daba cuenta de lo  cansado  que
estaba.
     - Bueno - dijo ella al rato, con voz baja y ronca.
     Lo soltÁ y fue a la cocina, encendiendo al pasar la luz de la entrada.
     - En un minuto te preparar¸ el caf¸ - dijo desde adentro.
     - Traje un poco de pescado - replicÁ ¸l, fingiendo  un  tono liviano  y
alegre -. ¿Por qu¸ no lo fr¼es? Estoy muerto de hambre.
     Ella  volviÁ, con  la cara oculta tras  el pelo suelto. Redrick dejÁ el
canasto en el suelo, la ayudÁ a sacar la red con el pescado y llevarla hasta
la cocina, para echar el pescado en la pileta.
     - Ve  a lavarte - dijo  Guta -.  Cuando  termines el  pescado ya estar°
listo.
     - ¿CÁmo est° Monita? - pregunta ¸l, quit°ndose las botas.
     -  Se pasÁ  la tarde parloteando. Apenas consegu¼ acostarla. No deja de
preguntar dÁnde est° pap°, dÁnde est° pap°. No puede vivir sin su pap°.
     Se  mov¼a  con  celeridad  y gracia por la cocina, fuerte y silenciosa.
Herv¼a el agua en la cacerola, sobre el fuego, y las escamas volaban bajo el
cuchillo; la  manteca chirriaba  ya  en la  cacerola grande; el aire  estaba
impregnado con el regocijante aroma del caf¸ reci¸n preparado.
     Redrick caminÁ  descalzo hasta  el vest¼bulo y recogiÁ el  canasto para
llevarlo a la despensa.  Despu¸s  mirÁ  hacia  el dormitorio.  Monita dorm¼a
pac¼ficamente, con  la s°bana arrugada colgando  hasta el suelo y el camisÁn
enroscado. Era tibia y suave como  un animalito que respiraba profundamente.
Redrick no pudo  resistir la tentaciÁn de acariciarle la espalda cubierta de
c°lido  pelaje dorado;  por mil¸sima  vez se maravillÁ  ante el espesor y la
suavidad de  aquella piel.  Habr¼a querido  levantarla,  pero ten¼a miedo de
despertarla; adem°s  estaba asquerosamente sucio,  empapado  de  muerte,  de
Zona. VolviÁ a la cocina y se sentÁ a la mesa.
     - S¼rveme una taza de caf¸. Me lavar¸ despu¸s.
     Sobre  la mesa  estaba  la  correspondencia de la tarde: "La Gaceta  de
Harmont", "Deportes", "Playboy" (de revistas hab¼a una verdadera pila), y el
grueso volumen de tapas grises: los "Informes del Instituto Internacional de
Culturas  Extraterrestres",  n·mero  56.  Redrick tomÁ  la  jarrita  de caf¸
humeante que le  tend¼a Guta y tomÁ  los Informes.  Marcas  y s¼mbolos,  una
especie de cianotipos  y  fotograf¼as  de  objetos  conocidos, tomadas desde
°ngulos raros. Otro art¼culo pÁstumo de Kirill: "Una inesperada propiedad de
la Trampa Magn¸tica Tipo 77B". El apellido Panov estaba recuadrado en negro;
debajo, en  letras  muy  pequeÏas,  dec¼a:  Doctor  Kirill  A. Panov,  URSS,
tr°gicamente  fallecido durante  un  experimento, en abril de  19..  Redrick
arrojÁ el diario a un lado, sorbiÁ un poco de caf¸,  quem°ndose  la  boca, y
preguntÁ:
     - ¿Vino alguien?
     Hubo una ligera pausa. Guta estaba de pie ante la cocina.
     - Estuvo Gutalin - respondiÁ finalmente -. Vino borracho como una cuba;
lo despert¸ un poco.
     - ¿Y Monita?
     - No quer¼a dejarlo ir, por supuesto. EmpezÁ a gritar. Pero le dije que
el t¼o Gutalin no se sent¼a  muy bien, entonces me  dijo: "Gutalin est° otra
vez todo roto".
     Redrick se echÁ a re¼r y tomÁ otro sorbo. Despu¸s preguntÁ otra cosa.
     - ¿Y los vecinos?
     Guta volviÁ a vacilar antes de responder.
     - Como siempre - dijo.
     - Bueno, no me cuentes.
     -
mujer de abajo  me  golpeÁ la puerta, anoche. Tenia  los ojos  desorbitados;
tartamudeaba del enojo, qu¸ por  que serruchamos en  el baÏo en medio  de la
noche.
     - Esa vieja  puta peligrosa  -  dijo Redrick, entre dientes -. Oye, ¿no
ser¼a  mejor que nos mud°ramos? ¿Que compr°ramos una casa en el campo, donde
no haya nadie, alguna cabaÏa vieja, abandonada?
     - ¿Y Monita?
     - Dios m¼o,  ¿no crees que  nosotros  dos  nos bastar¼amos para hacerla
feliz?
     Guta meneÁ la cabeza.
     - A ella le encantan los chicos. Y los chicos la adoran. No es culpa de
ellos que...
     - No, no es culpa de ellos.
     - No vale la  pena hablar de eso. Alguien te llamÁ. No dejÁ mensaje. Le
dije que hab¼as salido a pescar. - Redrick dejÁ la jarrita y se levantÁ.
     - Okey. Me voy a baÏar. Tengo un montÁn de cosas que hacer.
     Se encerrÁ en el baÏo, arrojÁ las ropas al balde y colocÁ en el estante
las  manoplas de bronce,  el  resto  de las tuercas  y  los tornillos y  los
cigarrillos.  PasÁ largo rato girando bajo el agua hirviente, frot°ndose  el
cuerpo con una esponja °spera  hasta  que le  quedÁ rojo brillante.  Despu¸s
cerrÁ la ducha y  se sentÁ en el  borde de la baÏera, fumando. Las  caÏer¼as
borboteaban; Guta hac¼a ruido de  platos en la cocina. En seguida se  sintiÁ
olor a pescado frito. Guta llamÁ a la puerta; le tra¼a ropa interior limpia.
     - Ap·rate - indicÁ -. El pescado se est° enfriando.
     Ya  hab¼a vuelto a su  estado  normal... y  a sus modales autoritarios.
Redrick  riÁ entre  dientes mientras se vest¼a,  es decir, mientras se pon¼a
los calzoncillos y la camiseta para ir a la mesa.
     - Ahora puedo comer - dijo,  sent°ndose a la  mesa.  - ¿Pusiste la ropa
interior en el balde?
     - Aj° - respondiÁ ¸l, con la boca llena -. Qu¸ pescado rico.
     - ¿Le pusiste agua?
     - Nooo,  lo  siento, seÏor; no lo har¸ m°s, seÏor. ¿Quieres  sentarte y
quedarte quieta?
     La tomÁ por la mano y  tratÁ  de atraerla hasta sus rodillas, pero ella
se apartÁ y tomÁ asiento frente a ¸l.
     - Est°s descuidando a  tu  marido -  observÁ ¸l,  otra  vez con la boca
llena - ¿Te sientes demasiado remilgada?
     - Lindo  marido tengo en  este  momento. Eres una  bolsa  vac¼a, no  un
marido. Primero hay que llenarte.
     - ¿Y si pudiera? - preguntÁ Redrick -. A veces pasan milagros, ¿sabes?
     - Nunca he visto milagros como ese. ¿Quieres una copa?
     Redrick, indeciso, jugueteÁ con el tenedor.
     - No, gracias.
     En seguida mirÁ el reloj y se levantÁ.
     - Me voy. Prep°rame  el  traje bueno. Tengo que estar bien presentable.
Camisa y corbata.
     Fue a  la despensa,  disfrutando la sensaciÁn del  piso fresco bajo los
pies descalzos y limpios, y cerrÁ la puerta; en seguida empezÁ a poner sobre
la  mesa el bot¼n que hab¼a tra¼do. Dos vac¼os. Una caja de alfileres. Nueve
pilas.  Tres brazaletes. Una especie de  argolla  parecida a los brazaletes,
pero m°s liviana  y dos cent¼metros m°s  ancha,  de  metal blanco. Diecis¸is
gotitas   negras  en  envase  de  polietileno.  Dos  esponjas   maravillosas
conservadas, del tamaÏo  de un puÏo. Tres  picapicas. Una jarra  de  arcilla
carbonatada. Todav¼a quedaba en la bolsa un recipiente de  porcelana gruesa,
cuidadosamente envuelto en fibra de vidrio, pero Redrick no lo  tocÁ. SiguiÁ
fumando mientras examinaba las riquezas esparcidas sobre la mesa.
     Despu¸s abriÁ un cajÁn y sacÁ una hoja de papel, un cabo de l°piz y una
calculadora. CorriÁ el cigarrillo hasta la comisura de los labios y escribiÁ
n·mero tras n·mero, bizqueando a causa del humo, hasta formar tres columnas.
SumÁ las dos primeras; las cifras eran impresionantes. DejÁ la colilla en un
cenicero y abriÁ cuidadosamente la  caja,  para esparcir los alfileres en la
hoja  de papel. Østos,  bajo la luz el¸ctrica,  eran ligeramente azulados, a
veces salpicados con  otros colores:  amarillo, verde y rojo. TomÁ uno  y lo
apretÁ cuidadosamente  entre el pulgar y el  ¼ndice, con prudencia, para  no
pincharse. ApagÁ la luz y aguardÁ un momento, mientras  se acostumbraba a la
oscuridad. Pero el alfiler permaneciÁ en silencio. Lo dejÁ y tomÁ otro, para
apretarlo tambi¸n. Nada. ApretÁ. un poco m°s, arriesg°ndose al  pinchazo,  y
el  alfiler hablÁ:  d¸biles relampagueos rojos corrieron por ¸l; s·bitamente
fueron reemplazados por pulsaciones verdes m°s lentas. Redrick disfrutÁ  por
un  rato de ese extraÏo juego de luces. Los Informes dec¼an que tal vez esas
luces significaran algo, quiz° muy importante. Lo dejÁ aparte y tomÁ otro.
     As¼ probÁ  setenta y tres  alfileres, de  los cuales doce  hablaban. El
resto guardaba silencio. En  realidad tambi¸n ¸sos pod¼an hablar, pero hacia
falta  una  m°quina  especial,  del tamaÏo  de  una  mesa; con los  dedos no
bastaba. Redrick encendiÁ la luz y agregÁ dos n·meros m°s a su lista. Y sÁlo
entonces decidiÁ hacerlo.
     MetiÁ las  dos manos  en la bolsa y,  conteniendo  el aliento,  sacÁ un
paquete suave  que dejÁ  sobre la  mesa. Lo contemplÁ largo rato, frot°ndose
pensativamente la barbilla con el dorso de la mano. Al fin recogiÁ el l°piz,
jugueteÁ con  ¸l entre los  dedos torpes,  enfundados en  goma,  y volviÁ  a
dejarlos. TomÁ otro cigarrillo y lo fumÁ  hasta el final sin quitar los ojos
del paquete.
     -
el paquete en la bolsa con gesto decidido -. Ya est°. Basta.
     JuntÁ r°pidamente  todos los alfileres para guardarlos  en  la  caja  y
volviÁ a levantarse.  Era  hora de salir. Con media hora de sueÏo tal vez se
le despejara la mente, pero  por otra parte era tal vez  mucho mejor  llegar
all° temprano y ver cÁmo estaba la situaciÁn. Se quitÁ los guantes, colgÁ el
delantal y saliÁ de la despensa sin apagar la luz.
     Su traje ya estaba listo, extendido sobre  la cama.  Redrick se vistiÁ.
Mientras se anudaba la corbata frente al espejo el suelo crujiÁ tras ¸l; oyÁ
una respiraciÁn pesada e hizo un gesto para no echarse a re¼r.
     -
     Algo le agarrÁ la pierna.
     -
Monita, riendo  y chillando, trepÁ inmediatamente sobre ¸l.  Lo pisoteÁ,  le
tirÁ del pelo y lo anegÁ con un interminable chorro de  noticias. Willy,  el
hijo  del  vecino,  le hab¼a arrancado una  pierna a  su muÏequita. Hab¼a un
gatito nuevo en el tercer piso, todo blanco  y de ojos colorados; tal vez no
hab¼a hecho caso a la mam° y se hab¼a metido en la Zona. Hab¼a cenado gachas
de  avena  y jalea. T¼o  Gutalin  estaba otra vez todo roto y enfermo; hasta
lloraba. ¿Y por qu¸ no se ahogan los peces que viven en el agua? ¿Por qu¸ no
hab¼a dormido mam° en toda la noche? ¿Por qu¸ tenemos cinco dedos y sÁlo dos
manos y nada m°s  que una nariz?  Redrick abrazÁ  cautelosamente  a  aquella
criatura  c°lida que trepaba por ¸l;  mirÁ  aquellos ojos enormes y oscuros,
sin  parte  blanca, y  frotÁ  la  mejilla  contra la otra mejilla regordete,
cubierta de sedoso pelaje dorado.
     - Monita. Mi Monita. Mi dulce y pequeÏa Monita, t·.
     El tel¸fono sonÁ junto a su o¼do. LevantÁ el tubo.
     - Escucho.
     Silencio.
     - ¡Hola!
     No hubo  respuesta.  Se  oyÁ  un  chasquido  y  despu¸s  tonos cortos y
repetidos. Redrick  se  levantÁ,  dejÁ  a Monita en  el suelo  y se  puso la
chaqueta y los pantalones, sin prestarle  m°s  atenciÁn. Monita charlaba sin
cesar, pero ¸l se limitÁ a sonre¼r  mec°nicamente, con  gesto  distra¼do. Al
fin ella anunciÁ que pap° se hab¼a tragado la lengua y lo dejÁ en paz.
     Redrick volviÁ a la despensa,  puso en un portafolios todo lo que hab¼a
sobre la  mesa y fue  al baÏo  a buscar sus manoplas de  bronce; volviÁ a la
despensa, tomÁ el portafolios  en una mano y el cesto  con la  bolsa  en  la
otra; saliÁ, cerrÁ con llave y llamÁ a Guta.
     - Me voy.
     - ¿Cu°ndo vuelves? - preguntÁ Guta, saliendo de la cocina.
     Se hab¼a arreglado el pelo y  estaba maquillada. Tambi¸n hab¼a cambiado
la bata por un vestido de entrecasa, el favorito de Red: uno de escote bajo,
de color azul brillante.
     - Te llamar¸ - respondiÁ ¸l, observ°ndola.
     Se le acercÁ y la besÁ en el escote.
     - Ser° mejor que te vayas - dijo ella, suavemente.
     - ¿Y yo? ¿Un beso? - gimiÁ Monita, meti¸ndose entre los dos.
     Øl tuvo que inclinarse m°s a·n. Guta lo miraba fijamente.
     - Tonter¼as - dijo Red -. No te preocupes. Te llamar¸.
     En el rellano, un  piso m°s  abajo, vio que un gordo en pijama  a rayas
luchaba  con  la  cerradura  de  su  puerta.  De  las  profundidades  de  su
departamento llegaba un olor c°lido y agrio. Redrick se detuvo.
     - Buen d¼a.
     El gordo lo mirÁ cautelosamente por sobre el hombro rollizo, murmurando
algo.
     -  Anoche vino  su esposa  -  dijo  Redrick  -. No s¸ qu¸ dijo  de  que
serruch°bamos. Debe haber un malentendido.
     - ¿Y a m¼ qu¸? - dijo el del pijama.
     - Anoche mi  esposa estaba lavando  la ropa  - prosiguiÁ Red  -. Si los
molestamos, le pido disculpas.
     - Yo no dije nada. Haga lo que quiera.
     - Bueno, me alegro.
     Redrick saliÁ, fue al garaje, puso el canasto con la bolsa en el rincÁn
y  lo cubriÁ con un asiento  viejo. Despu¸s observÁ su  obra  y  saliÁ a  la
calle.
     No  tuvo que caminar mucho: dos cuadras hasta la plaza,  cruzar despu¸s
el  parque  y  caminar  otra cuadra  hasta el  Boulevard Central. Frente  al
Metropole,  como  de costumbre, hab¼a una brillante  hilera  de  coches  con
brillo de lava  y  cromados. Los  porteros,  de uniformes  morados, entraban
maletas  al hotel; hab¼a tambi¸n gente de aspecto extranjero, en grupos de a
dos o  tres, fumando y conversando  sobre  los  escalones de m°rmol. Redrick
decidiÁ no entrar todav¼a. Se puso cÁmodo bajo  el toldo del pequeÏo  bar de
enfrente; pidiÁ caf¸  y encendiÁ un cigarrillo.  A  medio metro de  su  mesa
hab¼a dos  agentes secretos de la  fuerza de polic¼a internacional; com¼an a
toda prisa salchichas asadas al  estilo Harmont y beb¼an cerveza en  grandes
vasos de vidrio. Del  otro lado,  a  unos tres  metros, un sargento  sombr¼o
devoraba papas fritas, con  el  tenedor apretado en el puÏo; hab¼a dejado el
casco  azul  junto  a  la  silla, invertido, y  la pistolera  colgada en  el
respaldo del asiento. No hab¼a m°s clientes que ¸sos. La camarera, una mujer
de  cierta  edad  a quien  Redrick no conoc¼a, bostezaba  tras el mostrador,
cubri¸ndose delicadamente la boca pintada. Eran las nueve menos veinte.
     Redrick  vio  que  Richard  Noonan sal¼a  del  hotel  masticando algo y
acomod°ndose  el sombrero suave. Bajaba en¸rgicamente los escalones, rosado,
bajito y regordete, siempre afortunado, bien vestido, reci¸n baÏado y seguro
de que el d¼a  no  le  acarrear¼a disgustos.  Se  despidiÁ de alguien con un
adem°n, se echÁ  el impermeable sobre el hombro  izquierdo y avanzÁ hacia su
Peugeot. El Peugeot de Dick tambi¸n era regordete, bajito,  reci¸n lavado  y
seguro, al parecer, de que el d¼a no le acarrear¼a disgustos.
     Redrick se cubriÁ a cara  con la mano para observar a Noonan, que subiÁ
apresuradamente, se acomodÁ en el asiento delantero y pas¸ algo al de atr°s;
en  seguida  lo  vio  inclinarse  para  recoger  algo y  ajustar  el  espejo
retrovisor. El Peugeot  expeliÁ una nube  de humo azul, tocÁ la bocina  para
alertar a un africano  que vest¼a su  traje t¼pico y bajÁ garbosamente hacia
la calle.  Al parecer iba hacia el Instituto, para lo cual tendr¼a que virar
alrededor de la fuente y pasar  por el  caf¸.  Ya  era  demasiado tarde para
marcharse, de modo  que Redrick se cubriÁ completamente la cara y se inclinÁ
sobre la taza.  No sirviÁ de nada.  El Peugeot hizo sonar la  bocina  en  su
mismo o¼do, chirriaron los frenos y la voz alegre de Noonan llamÁ:
     - ¡Eh, Schuhart!
     Redrick lanzÁ un juramento en voz baja y levantÁ los ojos. Noonan ven¼a
hacia ¸l con la mano extendida, sonriente.
     - ¿Qu¸ est°s haciendo aqu¼ a estas horas de la madrugada?  - le dijo al
acercarse.
     Y agregÁ, volvi¸ndose a la camarera:
     - Gracias,  seÏora, no voy a  pedir nada. Hace mil  aÏos que no te veo,
hombre. ¿DÁnde estabas? ¿En qu¸ andas?
     -  En  nada  especial  -  respondiÁ  Redrick,  a desgano  -. Cosas  sin
importancia.
     Noonan se instalÁ en la silla opuesta, apartÁ hacia un lado el vaso con
las  servilletas y hacia otro  el  plato  de s°ndwiches,  y se lanzÁ  en  su
ch°chara.
     -  Te veo  un  poco p°lido. ¿No duermes  bien?  Te dir¸ que ·ltimamente
estoy  muy ocupado con  estos nuevos equipos autom°ticos, pero  no  dejo  de
dormir lo necesario, eso s¼ que no. Los autom°ticos se pueden ir al cuerno.
     De pronto echÁ una mirada a su alrededor y agregÁ:
     - Perdona, a lo mejor esperas a alguien. ¿Te interrumpo? ¿Molesto?
     - No,  no - dijo mansamente Redrick -. Ten¼a un poco de tiempo libre  y
se me ocurriÁ tomar un caf¸, eso es todo.
     - Bueno, no voy a demorarte mucho -  dijo Dick, mirando la hora -. Oye,
Red,  ¿por qu¸ no dejas esas  cosas sin importancia y  vuelves al Instituto?
Sabes que  te aceptar¼an cuando quisieras. ¿Quieres trabajar con otro  ruso?
Hay uno nuevo.
     Red meneÁ la cabeza.
     - No, no ha nacido quien se parezca a Kirill. Adem°s no  tengo nada que
hacer en tu Instituto. Ahora es  todo autom°tico; tienen robots que van a la
Zona  y son esos robots  los  que  cobran  todas  las bonificaciones, a  los
ayudantes de laboratorio les pagan chauchas y palitos.  No me  alcanzar¼a ni
para cigarrillos.
     - Todo eso se puede arreglar.
     - No quiero que nadie me arregle nada, me las he compuesto solo toda la
vida y pienso seguir as¼.
     - Te has vuelto muy orgulloso - observÁ Noonan, con tono de acusaciÁn.
     - No, nada de eso, pero no me gusta contar los centavitos.
     -  Creo  que tienes razÁn - dijo el otro distra¼do. MirÁ el portafolios
de Redrick, que estaba en la silla de  al lado, y frotÁ la plaquita de plata
con letras cir¼licas impresas.
     -  Tienes razÁn  - reconociÁ -, hace faltar tener plata para  no  estar
preocup°ndose siempre por ella. ¿Øste es regalo de Kirill?
     - Lo recib¼ en herencia. ¿CÁmo es que ya no te veo por el Borscht?
     - Eres t· el  que  no va - contraatacÁ Noonan  -. Yo almuerzo all¼ casi
todos los d¼as.  En  el  Metropole  cobran un  ojo de la cara por una simple
hamburguesa.
     De pronto agregÁ:
     - Oye, ¿cÁmo andas de dinero?
     - ¿Quieres un pr¸stamo?
     - No, precisamente lo contrario.
     - ¿Quieres prestarme dinero?
     - Tengo trabajo.
     - ¡Oh, Dios! - exclamÁ Redrick -.
     - ¿Qui¸n m°s? - preguntÁ Noonan.
     - Hay montones de... contratistas.
     Noonan, como si al fin hubiera comprendido, se echÁ a re¼r.
     - No, no se trata de tu especialidad.
     - ¿De qu¸, entonces?
     Noonan volviÁ a mirar el reloj.
     - Hagamos una cosa - dijo, levant°ndose -. Ven a almorzar al Borscht, a
eso de las dos, y hablaremos.
     - Tal vez no haya terminado a esa hora.
     - Entonces esta tarde, a eso de las seis. ¿De acuerdo?
     - Veremos - dijo Redrick, mirando la hora a su vez.
     Eran las nueve menos cinco. Noonan lo saludÁ con  la mano y volviÁ a su
Peugeot. Redrick lo siguiÁ con la vista, llamÁ a la camarera, pagÁ la cuenta
y comprÁ un atado de Lucky  Strike;  despu¸s se dirigiÁ lentamente hacia  el
hotel, con su portafolios.
     El sol ya  quemaba;  la  calle  se hab¼a  puesto r°pidamente sofocante.
SintiÁ una  sensaciÁn de quemadura  bajo  los p°rpados. ParpadeÁ con fuerza;
era una l°stima no haber dormido una hora antes de atender aquel asunto.
     Y en ese momento ocurriÁ.
     Nunca  hab¼a  experimentado algo  as¼  fuera de la Zona.  Y  en la Zona
misma,  sÁlo dos  o  tres  veces. Ten¼a la  impresiÁn  de estar en  un mundo
distinto. Un millÁn de  olores se  precipitÁ bruscamente sobre  ¸l: °speros,
dulces,  met°licos,  suaves, peligrosos,  rudos como adoquines,  delicados y
complejos como  mecanismos de relojer¼a, enormes como casas y diminutos como
part¼culas  de  polvo.  El  aire  se  tornÁ duro,  echÁ  filos,  esquinas  y
superficie,  mientras  el  espacio  se llenaba  de enormes  globos  r¼gidos,
pir°mides  resbalosas,  gigantescos cristales  espinosos.  Y  ¸l  tenla  que
avanzar a trav¸s de todo aquello, abri¸ndose camino en sueÏos,  como por  un
negocio de  compraventa  lleno  de  muebles viejos  y  feos.  DurÁ  sÁlo  un
instante.
     AbriÁ los ojos y todo hab¼a desaparecido. No era un mundo distinto: era
este  mismo mundo que le  mostraba una  faz  desconocida.  Esa  faz  le  era
revelada por  un segundo  antes de desaparecer,  sin que tuviera tiempo para
comprenderla.
     Se oyÁ  un bocinazo col¸rico;  Redrick caminÁ m°s y  m°s  r°pido, hasta
echar a correr en  direcciÁn al muro del Metropole. El corazÁn le  palpitaba
enloquecido. DejÁ el portafolios en la  acera y abriÁ, impaciente, el  atado
de  cigarrillos. EncendiÁ  uno, aspirÁ  profundamente  y  descansÁ,  como si
acabara de librar una pelea. Un polic¼a se detuvo junto a ¸l, preguntando:
     - ¿Necesita ayuda, don?
     - N... no - logrÁ pronunciar  Redrick, y tosiÁ -. Es que  hace un calor
sofocante.
     - ¿Puedo llevarlo a alguna parte?
     Redrick recogiÁ el portafolios.
     - Todo est° bien, muy bien, amigo. Gracias.
     Se dirigiÁ r°pidamente hacia la entrada, subiÁ los peldaÏos y  entrÁ al
vest¼bulo;  era fresco, oscuro  y  resonante. Le  habr¼a gustado sentarse un
rato en una de esas  voluminosas sillas de cuero  hasta recobrar el aliento,
pero ya era tarde. Se  permitiÁ acabar el cigarrillo mientras observaba a la
multitud  con los ojos entornados. Ah¼ estaba Huesos, hojeando irritado  las
revistas del puesto. Redrick  arrojÁ la colilla al cenicero  y  se acercÁ al
ascensor.
     No logrÁ cerrar la  puerta a tiempo; subieron otros amonton°ndose en el
interior:  un hombre gordo que respiraba como si  fuera asm°tico; una seÏora
muy perfumada  con  un  muchachito  gruÏÁn que com¼a chocolate;  una anciana
corpulenta,  de barbilla mal  afeitada. Redrick quedÁ apretado en un rincÁn.
CerrÁ los  ojos, tratando  de olvidar al niÏo, su cara era fresca y  limpia,
sin un  solo vello. Y tratÁ tambi¸n de olvidar  a  la  madre,  que chorreaba
saliva con chocolate por la barbilla;  cuyo seno huesudo estaba  embellecido
por  un  collar  hecho  de grandes gotitas negras engarzadas en plata.  Y el
abultado,  esclerÁtica  blanco de los ojos  del gordo, y  las  desagradables
verrugas de  la  cara  hinchada de la  vieja. El  gordo tratÁ de encender un
cigarrillo, pero la vieja iniciÁ un  ataque contra ¸l  que  siguiÁ hasta  el
piso quinto,  donde se bajÁ.  En  cuanto  ella hubo desaparecido,  el  gordo
encendiÁ un cigarrillo con cara de quien defiende sus derechos civiles, pero
echÁ a  toser y a  sacudiese en cuanto  aspirÁ el humo, estirando los labios
como un camello y clavando el codo en las costillas de Redrick.
     Øste se bajÁ en  el  octavo y recorriÁ el pasillo, de gruesa  alfombra,
coquetamente  iluminado  por l°mparas  ocultas. Ol¼a a tabaco  caro, perfume
franc¸s,  suave cuero legitimo de  billeteras  abultadas, damiselas  caras y
cigarreras de oro macizo. Hed¼a a todo eso, al hongo asqueroso que crec¼a en
la  Zona, beb¼a en  la Zona,  com¼a,  explotaba  y  engordaba en la Zona sin
importarle un bledo de nada, especialmente de lo que pasar¼a despu¸s, cuando
estuviera harto  y lleno de poder, cuando todo lo que en un tiempo estuvo en
la Zona hubiera ido a  parar afuera.  Redrick  abriÁ  la puerta del  874 sin
llamar.
     Ronco, sentado en una mesa junto  a  la ventana, estaba llevando a cabo
cierto rito  con un  cigarro. A·n  segu¼a  en pijama; el  pelo ralo, todav¼a
h·medo, estaba cuidadosamente peinado. La cara, enfermiza y mofletuda, habla
sido bien afeitada.
     - Aj° - dijo, sin levantar la vista -. La puntualidad es la cortes¼a de
los reyes.
     TerminÁ  de despuntar el cigarro, lo  tomÁ con ambas manos y se lo pasÁ
por debajo de la nariz.
     - ¿DÁnde est° el bueno de Burbridge? -  preguntÁ, levantando al fin  la
vista.
     Ten¼a ojos claros, azules, angelicales.
     Redrick  dejÁ el portafolios  sobre  el  sof°,  se  sentÁ  y  sacÁ  sus
cigarrillos.
     - Burbridge no vendr°.
     - El bueno  de Burbridge -  repitiÁ Ronco, tomando el cigarro entre dos
dedos para  llev°rselo  cuidadosamente  a  la  boca  -. Los nervios le est°n
jugando feo.
     Segu¼a  mirando a Redrick  con  aquellos ojos  de  color  celeste,  sin
parpadear. Nunca parpadeaba. La puerta se abriÁ ligeramente y entrÁ Huesos.
     - ¿Con qui¸n hablabas? - preguntÁ desde el vano.
     - Ah, hola -  dijo  Redrick, alegremente, sacudiendo las  cenizas en el
suelo.
     Huesos hundiÁ  las manos en los bolsillos y se aproximÁ  un  poco  m°s,
marcando grandes pasos con sus enormes pies, de largos dedos de p°jaro.
     - Te lo hemos dicho cien veces -  reprochÁ a Redrick, deteni¸ndose ante
¸l -: nada de contactos antes de una reuniÁn. ¿Y qu¸ haces?
     - Digo hola. ¿Y t·?
     Ronco riÁ. Huesos estaba irritable.
     - Hola, hola, hola.
     ApartÁ la mirada incriminatoria de Redrick y se dejÁ caer en el sof°, a
su lado.
     - No puedes comportarte as¼ - prosiguiÁ -. ¿Me entiendes?
     - En ese caso encontr¸monos en otro lugar, donde yo no conozca a nadie.
     - El muchacho tiene razÁn  -  intervino Ronco -. El  error  es nuestro.
¿Qui¸n era ese hombre?
     -  Richard  Noonan.  Representa  a  algunas compaϼas  proveedoras  del
Instituto. Vive aqu¼, en el hotel.
     - Ya ves: es muy sencillo - dijo Ronco a Huesos.
     TomÁ un encendedor colosal, con la forma  de la Estatua de la Libertad,
lo mirÁ dubitativamente y volviÁ a ponerlo en la mesa.
     - ¿DÁnde est° Burbridge? - preguntÁ Ronco en tono amistoso.
     - Burbridge sonÁ.
     Los dos hombres intercambiaron una r°pida mirada.
     - Que en paz descanse - dijo Ronco, tenso -. ¿O lo arrestaron?
     Redrick no respondiÁ de inmediato; primero aspirÁ larga y lentamente el
humo de su cigarrillo; despu¸s arrojÁ la colilla al suelo.
     - No se preocupen, no hay peligro. Est° en el hospital.
     -
     Se levantÁ de un salto y fue hacia la ventana.
     - ¿En qu¸ hospital? - preguntÁ.
     - No te preocupes, todo est° en orden. Vamos al grano.
     Tengo sueÏo.
     -  ¿En  qu¸  hospital,  concretamente?  -  volviÁ a  preguntar  Huesos,
irritado.
     - Ya te lo he dicho  -  replicÁ  Redrick, levantando su portafolios  -.
¿Hacemos negocio o no hacemos negocio?
     - Lo hacemos, lo hacemos, hijo - dijo Ronco, animosamente.
     BajÁ de un brinco, sorprendentemente °gil,  barriÁ todas las revistas y
los periÁdicos  que habla en la  mesa  ratona  y  se  sentÁ frente  a  ella,
apoyando las manos rosadas y velludas en las rodillas.
     - Muestra lo que traes.
     Redrick abriÁ el portafolios, sacÁ la lista de precios y la puso  sobre
la mesa,  ante Ronco. Øste le echÁ  una mirada y la apartÁ de un papirotazo.
Huesos, de pie tras ¸l, empezÁ a leerla por sobre su hombro.
     - Øsa es la cuenta - explicÁ Redrick.
     - Ya veo. Quiero ver la mercader¼a - dijo Ronco.
     - La plata.
     -  ¿Qu¸ es  esto de argolla? - preguntÁ Huesos, suspicaz,  seÏalando un
art¼culo de la lista por sobre el hombro de Ronco.
     Redrick  no  respondiÁ.  Sosten¼a  el  portafolios  abierto  sobre  las
rodillas, con la mirada fija en aquellos  ojos azules y angelicales. Al  fin
Ronco riÁ entre dientes.
     - Por qu¸ ser° que te quiero tanto, hijo m¼o - murmurÁ -. Despu¸s dicen
que el amor a primera vista no existe.
     SuspirÁ dram°ticamente y agregÁ:
     - Phil, compaÏero, ¿cÁmo dicen los de aqu¼? Saca el rollo y p°sale unos
cuantos billetes... Y dame un fÁsforo. Ya ves.
     Y agitÁ el cigarro ante ¸l.
     Phil, el Huesos,  murmurÁ algo en voz baja, le arrojÁ  una cajetilla de
fÁsforos y pasÁ al cuarto contiguo, separado por una cortina. Redrick lo oyÁ
hablar con alguien, con voz irritada y confusa; dec¼a algo de moscas y bocas
cerradas. Ronco, encendido finalmente  su  cigarro, segu¼a mirando a Redrick
con una sonrisa helada en  los labios delgados y p°lidos. El merodeador, con
la  barbilla  apoyada en el portafolios, trataba de sostenerle la mirada sin
parpadear, aunque le ard¼an  los p°rpados y le lagrimeaban  los ojos. Huesos
volviÁ  con  tres  fajos;  los  arrojÁ sobr¸ la mesa  y se  sentÁ, ofendido.
Redrick alargÁ perezosamente la mano hacia el dinero,  pero Ronco le indicÁ,
con un gesto, que esperara;  arrancÁ las fajas  de los billetes y las guardÁ
en el bolsillo del pijama.
     -  Veamos ahora. Redrick  tomÁ el dinero  y se lo  metiÁ en el bolsillo
interior de la chaqueta sin contarlo. En seguida presentÁ su mercader¼a.
     Lo  hizo  lentamente,  dejando  que  los  dos  examinaran  el  bot¼n  y
verificaran cada art¼culo con la lista. La  habitaciÁn estaba silenciosa  no
se  o¼a m°s que la pesada  respiraciÁn de Ronco y un  repiqueteo proveniente
del cuarto  contiguo, como  el  de una cuchara que  golpeara la  pared de un
vaso.
     Cuando  Redrick  cerrÁ  el  portafolios, haciendo chasquear  el cierre,
Ronco levantÁ los ojos.
     - ¿Y lo m°s importante?
     - No es posible.
     MeditÁ un instante y agregÁ:
     - Por ahora.
     -  Me gusta ese "por ahora" - dijo Ronco, suavemente -.  ¿Qu¸ dices t·,
Phil?
     - Nos est°s echando tierra a los ojos, Schuhart - dijo Huesos, suspicaz
-. Por qu¸ tanto misterio, es lo que quiero saber.
     - Eso  es  inevitable:  negocios  secretos  - respondiÁ  Redrick  -. La
nuestra es una profesiÁn arriesgada.
     - Bueno, bueno - exclamÁ Ronco -. ¿DÁnde est° la c°mara?
     -
le sub¼a el color a la cara -. Lo siento, la olvid¸.
     - ¿All°? - preguntÁ Ronco, haciendo un vago adem°n con el cigarro.
     - No recuerdo. Probablemente all°.
     Redrick cerrÁ los ojos y se recostÁ en el sof°. En seguida agregÁ:
     - No. La olvid¸ por completo,
     - Qu¸ desgracia - dijo Ronco -. ¿Pero al menos viste eso?
     - No, ni siquiera - respondiÁ Redrick, tristemente -. Øse es el asunto.
No  llegamos hasta  los altos hornos. Burbridge cayÁ en la  jalea y tuve que
volver atr°s en seguida. Puedes estar seguro de que me habr¼a acordado si la
hubiera visto.
     -
     ExtendiÁ  el  ¼ndice   derecho.  La  argolla  de  metal  blanco  giraba
velozmente en torno a ¸l. Huesos la miraba con ojos desorbitados.
     -
clavarla en Ronco.
     - ¿CÁmo que no para? - preguntÁ ¸ste cautelosamente, apart°ndose.
     - Me la puse  en el dedo y le  di  impulso, porque si nom°s, y lleva un
minuto girando sin parar.
     Huesos se levantÁ de un salto, con el  dedo extendido hacia adelante, y
se precipitÁ  detr°s de la  cortina. La  argolla  plateada giraba f°cilmente
frente a ¸l, como un trompo.
     - ¿Qu¸ diablos has tra¼do? - preguntÁ Ronco.
     -
     Ronco  lo  mirÁ  fijamente.  Despu¸s se levantÁ y pasÁ tambi¸n del otro
lado de la cortina. Inmediatamente se oyÁ  un parloteo.  Redrick tomÁ una de
las revistas ca¼das y la hojeÁ. Estaba llena de mujeres impresionantes, pero
en ese momento le daban asco. RecorriÁ la habitaciÁn con la mirada, buscando
algo  para  beber.  Despu¸s sacÁ el fajo  del bolsillo interior y contÁ  los
billetes. Todo estaba en orden, pero para no quedarse dormido contÁ el otro.
Justo cuando lo estaba guardando otra vez volviÁ Ronco.
     -  Tienes  suerte,  hijo -  anunciÁ,  sent°ndose una  vez m°s frente  a
Redrick -. ¿Sabes lo que es el movimiento perpetuo?
     - No, nunca estudi¸ eso.
     - Ni falta te hace  - replicÁ Ronco, mientras sacaba otro  fajo -.  Ah¼
tienes  el precio  de  este primer  ejemplar. Por cada uno que me traigas te
dar¸ dos  fajos como  ¸se. ¿Entiendes, hijo? Dos por cada uno.  Pero con una
condiciÁn: que nadie sepa de esto, salvo t· y yo. ¿De acuerdo?
     Redrick se guardÁ silenciosamente el dinero en el bolsillo.
     - Me voy - dijo, levant°ndose - ¿Cu°ndo y dÁnde la prÁxima vez?
     Ronco tambi¸n se levantÁ.
     - Te llamaremos.  Espera nuestra  llamada todos los  viernes  entre las
nueve y las nueve y media de la maÏana. Te dar°n saludos de Phil y de Hugh y
concertar°n una cita contigo.
     Redrick  asintiÁ y se encaminÁ hacia  la puerta. Ronco lo  siguiÁ y  le
puso una mano en el hombro.
     -  Quiero  que  me  entiendas  - agregÁ  -. Todo esto est°  muy  lindo,
encantador y lo que quieras,  y la argolla es una maravilla, pero sobre todo
necesitamos dos cosas:  las fotos y el envase  lleno. Devu¸lvenos la c°mara,
pero  con  la pel¼cula expuesta, y el  envase, pero  no  vac¼o: lleno. Y  no
necesitar°s volver a la Zona nunca m°s.
     Redrick  se  sacÁ del hombro  aquella mano,  abriÁ  la puerta y  saliÁ.
CaminÁ sin volverse por  el corredor  alfombrado, consciente  de que aquella
mirada  angelical segu¼a fija  en su  nuca. Ni siquiera esperÁ el  ascensor:
bajÁ por la escalera desde el octavo piso.
     Al salir del Metropole  llamÁ un taxi y fue  hasta la  otra punta de la
ciudad.  El  conductor era nuevo; Redrick no  lo  conoc¼a; era un fulano  de
nariz ganchuda, lleno de granos,
     Uno de los cientos que  aflu¼an a Harmont en los ·ltimos aÏos, buscando
aventuras  excitantes, riquezas  desconocidas, fama  internacional  o alguna
religiÁn especial. Ven¼an a montones y acababan como conductores, obreros de
construcciÁn  o delincuentes; arruinados,  sedientos, torturados  por  vagos
deseos,  profundamente desilusionados y seguros de haber sido  engaÏados una
vez m°s.  La mitad de ellos,  despu¸s de un mes o  dos, volv¼an a su patria,
maldiciendo, para extender la  desilusiÁn a todos los pa¼ses del mundo. Unos
pocos, muy  pocos, se convert¼an  en merodeadores  y  perec¼an  r°pidamente,
antes de aprender las triquiÏuelas del oficio. Algunos consegu¼an trabajo en
el  Instituto,  pero sÁlo  los m°s instruidos  e  inteligentes, que al menos
pod¼an  trabajar  como  ayudantes  de  laboratorio.  En  cuanto  al   resto,
malgastaban  las  noches  en  los  bares,  armaban  trifulcas  por  pequeÏas
diferencias de opiniÁn, por  mujeres o simplemente porque estaban borrachos,
enloqueciendo a la polic¼a del municipio, al ej¸rcito y a los guardianes.
     El conductor  granujiento apestaba  a alcohol a m°s de un  kilÁmetro  y
ten¼a los ojos m°s  colorados que un conejo, pero estaba muy excitado. ContÁ
a Redrick que esa maÏana, en  su  cuadra, hab¼a aparecido un fiambre  reci¸n
llegado del cementerio.
     - VolviÁ  a su casa, pero la  casa  estaba cerrada  desde  hacia aÏos y
todos se hab¼an  mudado: la viuda, que ya es una seÏora anciana, la hija con
el marido y los nietos. Los vecinos dijeron que el  tipo hab¼a  muerto  hace
como treinta aÏos, es decir, antes de  la  VisitaciÁn. Y all¼ est°. Caminaba
alrededor de la casa, olfateaba y rascaba... Al final se sentÁ en el cerco a
esperar.  Vino gente de todo  el  vecindario;  lo miraban y lo miraban, pero
ten¼an miedo de acercarse, claro. Al final no s¸ qui¸n  tuvo una  gran idea:
hicieron saltar la puerta de la casa para que pudiera  entrar. ¿Y  qu¸  cree
que hizo? Se  levantÁ, entrÁ y cerrÁ la  puerta. A mi se me hac¼a tarde para
el trabajo, as¼ que  no  s¸ cÁmo terminaron  las cosas, pero  cuando me  fui
estaban por llamar al Instituto para que alguien viniera a llev°rselo.
     - Pare - dijo Redrick -. Es aqu¼ mismo.
     HurgÁ en los bolsillos,  pero no ten¼a dinero menudo y tuvo que cambiar
uno de los billetes nuevos. Despu¸s  se detuvo ante la puerta y esperÁ a que
el taxi se alejara.
     La  casita  de Cuervo  no estaba  tan  mal: dos plantas, una galer¼a de
vidrios con una mesa de billar, un jard¼n bien cuidado, un invernadero y una
glorieta blanca  bajo los manzanos, todo eso rodeado por una cerca de hierro
forjado, pintada de verde p°lido.  Redrick apretÁ varias veces el timbre; el
portÁn  se abriÁ  de par en par con  un crujido.  AvanzÁ  lentamente por  el
sendero  sombreado,  a cuya vera  crec¼an rosales.  Cobayo  apareciÁ  en  el
porche; era  un negro encorvado que  temblaba  siempre  con el deseo  de ser
·til.   Se  volviÁ,  impaciente;  bajÁ  una  pierna  insegura  en  busca  de
equilibrio, recuperÁ la  estabilidad y  arrastrÁ el  otro pie  en  busca del
compaÏero.  El  brazo  derecho  se le agitaba convulsivamente en direcciÁn a
Redrick, como si dijera: "Estoy yendo, estoy yendo, un minuto".
     -
     Redrick volviÁ  la  cabeza; hombros  desnudos  y  tostados,  boca roja,
brillante, una mano  que  lo saludaba entre el verdor, junto al techo blanco
de la glorieta. Hizo a Cobayo un adem°n con la cabeza y abandonÁ el sendero;
pasÁ por  entre los rosales  para  dirigirse hacia  la glorieta, cruzando el
c¸sped verde  y suave. Hab¼a una gran estera roja  extendida sobre el prado;
all¼ estaba Dina Burbridge, regiamente sentada,  con un vaso en la mano y un
min·sculo traje de baÏo en el cuerpo. Sobre la estera hab¼a tambi¸n un libro
de tapas  brillantes; un  baldecillo  de  hielo, por cuyo  borde asomaba  el
cuello esbelto de una botella, descansaba en la sombra cercana.
     -
vaso -. ¿DÁnde est° el viejo?
     Redrick se  detuvo junto a ella con el portafolios  a  la  espalda. SI,
Cuervo hab¼a logrado imaginar unos hijos  maravillosos al expresar su deseo,
all° en la Zona. Østa era  toda seda y sat¸n, de firmes  curvas,  impecable,
sin una  sola  arruguita indispensable: sesenta  kilos de carne acaramelado,
ojos de esmeralda  con fulgor propio, boca grande y h·meda, dientes blancos,
parejos,  y pelo  negro  como  ala  de  cuervo,  que  brillaba  en  el  sol,
descuidadamente  ca¼do  sobre un  hombro. El  sol, acarici°ndola, se volcaba
sobre  ella,  desde  los hombros hasta el vientre,  hasta la cadera, dejando
profundas sombras entre sus pechos casi desnudos. Redrick, de pie a su lado,
la mirÁ abiertamente. Ella lo mirÁ a su vez y riÁ, comprendiendo; despu¸s se
llevÁ el vaso a los labios y tomÁ varios sorbos.
     - ¿Quieres? - preguntÁ, pas°ndose la lengua por los labios.
     EsperÁ el  tiempo justo para  que ¸l captara la  doble intenciÁn  y  le
tendiÁ el vaso. Øl buscÁ a su  alrededor  hasta encontrar  una reposera a la
sombra; all¼ se sentÁ y tendiÁ las piernas.
     - Burbridge est° en el hospital - dijo -. Le van a amputar las piernas.
     Ella lo mirÁ  con un  solo ojo, sin dejar  de sonre¼r.  El  otro  quedÁ
cubierto por  la  espesa cabellera  que le  ca¼a  sobre  el hombro.  Pero su
sonrisa se hab¼a petrificado; era una mueca de az·car sobre la cara tostada.
Despu¸s hizo girar el vaso, escuchando el tintineo de los cubitos.
     - ¿Las dos?
     - Las dos. Tal vez por debajo de la rodilla, tal vez por encima.
     Ella dejÁ el vaso y se apartÁ el pelo hacia atr°s. Ya no sonre¼a.
     - Qu¸ pena - dijo -. Y eso significa que t·...
     SÁlo a Dina  Burbridge  habr¼a  podido contarle  en detalle  cÁmo hab¼a
pasado todo. Hasta habr¼a podido contarle que se hab¼a acercado a ¸l con las
manoplas  listas y que Burbridge le hab¼a rogado,  no por ¸l,  sino  por sus
hijos, por ella y por Artie,  prometi¸ndole  la Bola  Dorada. Pero no se  lo
contÁ.
     SacÁ  un fajo  de dinero  del bolsillo superior  y lo  arrojÁ sobre  la
estera roja, bien junto a las piernas largas de la muchacha.
     Los  billetes  se  abrieron  en un arco  iris.  Dina  recogiÁ  algunos,
distra¼damente, y los examinÁ como si no los conociera; sin embargo no ten¼a
mucho inter¸s.
     - Østas son las ·ltimas ganancias, entonces - dijo.
     Redrick se estirÁ desde la reposera para tomar la botella del baldecito
y  mirÁ la  etiqueta.  El  agua  goteaba desde el vidrio  oscuro;  tuvo  que
apartarla para  que no le goteara en los pantalones. No le gustaba el whisky
caro, pero  en un  momento  como ¸se  pod¼a hacer el sacrificio de  tomar un
trago.
     Iba a llevarse la botella a la  boca cuando  lo interrumpiÁ un balbuceo
de protesta a sus espaldas. All¼  estaba Cobayo, arrastrando penosamente los
pies  por  el  prado,  sujetando  con las dos manos un vaso lleno de l¼quido
claro. El esfuerzo le estaba haciendo sudar la cabeza lanuda y le sacaba los
ojos de las Árbitas. Al ver que Redrick lo miraba tendiÁ el vaso en un gesto
desesperado, mugiÁ y aullÁ, abriendo in·tilmente la boca desdentada.
     -  Espero, espero  - dijo  Redrick, y volviÁ  a dejar  la botella en el
balde.
     Cobayo  llegÁ al fin, entregÁ el vaso a Redrick y le palmeÁ t¼midamente
el hombro con una mano artr¼tica.
     -  Gracias, Dixon - dijo Redrick,  seriamente -. Es precisamente lo que
necesitaba en este momento. Como de costumbre est°s en todo.
     Y  mientras Cobayo sacud¼a la cabeza, azorado y feliz, y se golpeaba la
cadera con el brazo sano, ¸l  levantÁ el  vaso, lo saludÁ con un gesto de la
cabeza y tragÁ la mitad de una sola vez. En seguida se volviÁ a Dina.
     - ¿Quieres? - preguntÁ, refiri¸ndose al vaso.
     Ella  no  respondiÁ,  Estaba doblando un billete por la mitad; lo doblÁ
otra vez, y otra m°s.
     - Term¼nala - dijo ¸l -. No quedar°s en la calle. Tu viejo...
     Ella lo interrumpiÁ:
     - As¼  que lo  sacaste  a la rastra - dijo, sin  preguntar  como  quien
establece un hecho -. Lo sacaste, idiota,  cruzando  toda la Zona. Sacaste a
ese hijo  de  puta  llev°ndolo sobre la espalda,  barro,  pelirrojo cretino,
Echaste a perder una oportunidad como ¸sa.
     Øl  la  mirÁ, olvidado del  vaso. Dina se levantÁ para  acercarse a ¸l,
pisando el  dinero esparcido. Se detuvo ante ¸l con los puÏos clavados en la
suave curva  de las  caderas,  ocult°ndole  todo  el  mundo  con  ese cuerpo
maravilloso, que ol¼a a perfume y a sudor dulce.
     - El viejo tiene en el puÏo a todos los idiotas como t·. Te va  a pisar
los huesos. Ya ver°s, caminar°  sobre  tu  cr°neo  con  sus  muletas.
enseÏar° qu¸ es el amor fraternal y la piedad!
     A esa altura la chica ya estaba hablando a gritos.
     - Te prometiÁ la  Bola Dorada, ¿no es cierto? El mapa, las trampas, ¿no
es  cierto?  ¡Idiota!
mapa  te  da. Que  Dios  tenga  piedad del  alma  de Redrick Schuhart,  este
pelirrojo est·pido.
     Redrick se levantÁ sin  apuro y le dio una fuerte  bofetada. Ella cerrÁ
el pico, se dejÁ caer en el pasto y hundiÁ la cara entre las manos.
     - Qu¸ tonto... Red - murmurÁ -. Dejar pasar una oportunidad como ¸sa.
     Redrick la mirÁ sin  hablar mientras terminaba el vodka. ArrojÁ el vaso
a  Cobayo sin mirarlo siquiera. No  hab¼a nada que  decir.  Qu¸ lindos hijos
hab¼a evocado Burbridge en la Zona. Amantes y respetuosos.
     SaliÁ a la calle y llamÁ un taxi. IndicÁ al conductor que lo llevara al
Borscht. Ten¼a que terminar con  sus asuntos, aunque se mor¼a de sueÏo. Todo
le daba vueltas; al final se  quedÁ dormido  en el  taxi, con todo el cuerpo
doblado   sobre  el  portafolios;   despertÁ   sÁlo   cuando  el  conductor,
sacudi¸ndolo, le dijo:
     - Ya llegamos, seÏor.
     - ¿AdÁnde  llegamos? - preguntÁ, mirando a su alrededor -. Al Banco, le
dije.
     - Nada de eso, compaÏero. Al Borscht, me dijo. Øste es el Borscht.
     - Okey - gruÏÁ Redrick -. Debo haber soÏado.
     PagÁ y descendiÁ del coche; apenas pod¼a  mover las piernas pesadas, El
asfalto humeaba en  el  sol; hacia much¼simo calor. Redrick se dio cuenta de
que  estaba empapado, que ten¼a mal gusto en  la boca  y que le lloraban los
ojos. MirÁ a su alrededor  antes de entrar. La  calle  estaba desierta, como
era  habitual  a esa hora del d¼a.  Los negocios  no hab¼an abierto a·n y el
Borscht  deb¼a estar cerrado tambi¸n,  pero Ernest  ya estaba en  su puesto,
secando vasos  y  echando miradas sucias al  tr¼o que  chupaba cerveza en la
mesa del rincÁn. Todav¼a  no hab¼an retirado las sillas de las  otras mesas.
Un peÁn desconocido,  vestido con chaqueta blanca, limpiaba  los pisos; otro
luchaba detr°s  de  Ernest  con un cajÁn  de cerveza.  Redrick  se acercÁ al
mostrador, dejÁ all¼ su portafolios y dijo hola. Ernest  murmurÁ algo que no
era exactamente una bienvenida.
     - Dame otra cerveza - dijo Redrick, con un bostezo convulsivo.
     Ernest plantÁ una jarrita vac¼a en el mostrador, sacÁ una botella de la
heladera,  la abriÁ y la suspendiÁ sobre  la  jarra. Redrick, cubri¸ndose la
boca, mirÁ fijamente la mano del barman. Temblaba. La botella golpeÁ  varias
veces al borde  de la jarrita. Redrick le mirÁ entonces la cara. Ten¼a bajos
los p°rpados pesados, torcida  la boca gordinflona y las mejillas ca¼das. El
peÁn  pasÁ el trapo  precisamente  bajo los  pies de Redrick; los del rincÁn
discut¼an  en voz alta  sobre las carreras; el  otro peÁn retrocediÁ con los
cajones,  tropezando con Ernest en forma tan ruda que ¸ste se  tambaleÁ.  El
hombre murmurÁ una disculpa.
     - ¿Lo trajiste? - preguntÁ Ernest, con voz ahogada.
     - ¿Que si traje qu¸?
     Redrick  mirÁ por  sobre  el  hombro.  Uno  de  los  tipos  se  levantÁ
perezosamente  y  fue hasta la  puerta.  All¼ se  detuvo  para  encender  un
cigarrillo.
     - Ven, hablemos - dijo Ernest.
     El peÁn que pasaba el trapo tambi¸n estaba en ese momento entre Redrick
y  la salida. Era un negro  grandote,  del tipo de  Gutalin, pero doblemente
corpulento.
     - Vamos - dijo Redrick, recogiendo el portafolios.
     Ya no  tenla sueÏo, ni en  un ojo ni en el  otro.  PasÁ  por detr°s del
mostrador, esquivando al peÁn que llevaba los cajones de cerveza; al parecer
el hombre se hab¼a  pellizcado el dedo,  pues se chupaba  la yema, mirando a
Redrick. Era un tipo grandote, de nariz quebrada y orejas de repollo. Ernest
pasÁ  a  la  trastienda  y Redrick fue tras ¸l, porque los tres fulanos  del
rincÁn  ya  estaban  bloqueando la puerta  y el  peÁn  de limpieza se  hab¼a
detenido junto a las cortinas que daban al depÁsito.
     Ya  en la  trastienda, Ernest dio  un paso a un lado  y se sentÁ en una
silla, junto  a  la  pared.  Ante  la  mesa  estaba  el capit°n  Quarterblad
amarillento  y furioso.  A la  izquierda,  qui¸n  sabe  de dÁnde apareciÁ un
enorme soldado de  las Naciones Unidas, con el casco sobre los ojos,  que lo
cacheÁ r°pidamente con sus grandes manos. Se detuvo en el bolsillo derecho y
sacÁ las manoplas de bronce. En  seguida  empujÁ a Redrick  en  direcciÁn al
capit°n. El pelirrojo  se acercÁ  a la mesa y  puso el portafolios frente al
capit°n Quarterblad.
     - Chupasangre - dijo a Ernest.
     Øste  levantÁ  las  cejas y encogiÁ  un solo  hombro. Todo estaba  a la
vista: los dos peones, junto a la puerta, sonre¼an muy satisfechos. No hab¼a
otra salida y la ventana ten¼a barrotes por fuera.
     El capit°n Quarterblad, con la cara contraria por el disgusto, revolv¼a
el portafolios con las dos manos, sacando  el  bot¼n  para ponerlo sobre. la
mesa: dos pequeÏos vac¼os; nueve  pilas; gotitas negras de diversos tamaÏos,
diecis¸is  piezas en una bolsa  de  polietileno; dos esponjas  perfectamente
conservadas y un pote de arcilla carbonatada.
     - ¿Tienes algo en los  bolsillos? - preguntÁ el capit°n,  suavemente -.
Vac¼alos.
     - V¼boras - murmurÁ Redrick -, canallas.
     SacÁ  un fajo  d¸ billetes y lo  arrojÁ sobre  la mesa; all¼  quedaron,
esparcidos.
     -
     -
fajo -. Ah¼ tienen. Ojal° se les atraganto.
     - Muy interesante - dijo el capit°n, con calma -. Ahora recÁgelo.
     -
-. Que lo recojan sus esclavos. Por m¼ puede recogerlo usted mismo.
     -  Recoge  ese dinero, merodeador - repitiÁ el  capit°n Quarterblad sin
alzar la voz, apoyando el puÏo sobre la mesa para inclinarse hacia Redrick.
     Se  miraron mutuamente  por  algunos segundos. Al  fin  el  merodeador,
murmurando maldiciones, se agachÁ para  recoger desganadamente los billetes.
Los  peones se burlaban a  sus espaldas y el soldado de  las Naciones Unidas
resoplÁ con alegr¼a.
     -
     Mientras  se  arrastraba  de rodillas  por  el  suelo,  recogiendo  los
billetes  uno por uno, se iba acercando m°s y m°s al anillo de oscuro bronce
que descansaba  pac¼ficamente  en  el polvoriento piso de parquet. Se volviÁ
para lograr un mejor acceso, sin dejar de gritar obscenidades, todas las que
sab¼a y  algunas otras que inventaba en ese momento. Cuando llegÁ el momento
adecuado cerrÁ el  pico, tensÁ; agarrÁ el anillo y tirÁ de ¸l con todas  sus
fuerzas; antes de que la trampa  abierta hubiera llegado al  suelo  se hab¼a
lanzado ya, de cabeza, hacia la prisiÁn fr¼a y gris de la bodega.
     CayÁ sobre las manos, dio un  salto  mortal y se levantÁ  de  un salto.
EchÁ  a  correr  encorvado,  sin  ver  nada, confiado en su memoria  y en su
suerte,  por  el angosto  pasillo abierto  entre  los  cajones de  botellas,
volte°ndolos a su paso; los oyÁ caer y estrellarse tras ¸l. ResbalÁ. SubiÁ a
la carrera algunos escalones invisibles y  lanzÁ todo  el peso  de su cuerpo
contra la puerta, de goznes herrumbrados. As¼ saliÁ al garaje de Ernest.
     Estaba estremecido  y jadeante; ante los  ojos le bailaban  manchas  de
sangre y el corazÁn le palpitaba con fuerza, con sacudidas que le llegaban a
la  garganta. Pero no  se detuvo ni por un instante. CorriÁ hasta  el rincÁn
m°s  alejado y all¼, despellej°ndose  las manos, revolviÁ  en  la montaÏa de
basura que ocultaba el sitio donde la pared estaba sin tablas. Se deslizÁ de
panza por ese agujero. Se le desgarrÁ la chaqueta, pero pronto  estuvo en el
angosto  patio.  All¼ se  agachÁ entre  las latas  de basura,  se  quitÁ  la
chaqueta y la  corbata, se revisÁ apresuradamente, se cepillÁ los pantalones
y, finalmente, se irguiÁ y corriÁ hacia el patio.
     Se  zambullÁ  en  un t·nel  bajo  y  maloliente  que  llevaba al  fondo
siguiente.  All¼ prestÁ atenciÁn, esperando  o¼r las  sirenas de la polic¼a,
pero  no fue as¼;  corriÁ  a  mayor  velocidad,  asustando a los chicos  que
jugaban, esquivando la ropa tendida a secar,  arrastr°ndose por los agujeros
de  los cercos  podridos.  Ten¼a  que salir de ese vecindario de  inmediato,
antes de que el capit°n Quarterblad lo hiciera rodear. Conoc¼a bien la zona,
pues hab¼a jugado en todos aquellos patios y sÁtanos, en aquellos tendederos
abandonados y en las carboneras. Ten¼a all¼ muchos conocidos y hasta algunos
amigos;  en otras circunstancias  no  le habr¼a  costado  ocultarse  en  ese
barrio, incluso por una semana. Pero no  era para eso que hab¼a escapado tan
audazmente,  bajo  las  mismas  narices  del capit°n Quarterblad,  aÏadiendo
f°cilmente doce meses a su sentencia.
     Tuvo mucha suerte.  En la calle  Siete alg·n tipo de hermandad avanzaba
ruidosamente  por la calzada, en  manifestaciÁn;  eran unos  doscientos, tan
desarrapados y  mugrientos  como  ¸l. Algunos ten¼an peor  aspecto,  como si
hubieran pasado toda la tarde arrastr°ndose por los agujeros de los cercos y
ech°ndose latas de basura encima; tal vez hab¼an pasado la noche alborotando
en  alguna carbonera. Redrick saliÁ de  un portal, agachado,  para mezclarse
entre la multitud; la atravesÁ a fuerza de empujones y tirones; pisoteÁ pies
ajenos, recibiÁ  alg·n  puÏetazo ocasional y lo devolviÁ, y finalmente saliÁ
al otro lado de la calle, para ocultarse en otro portal.
     Fue  precisamente   entonces   cuando  se  oyÁ  el  gemido  familiar  y
desagradable  de  los  coches  patrulleros;  la  manifestaciÁn   se  detuvo,
ruidosamente, pleg°ndose  como  un acordeÁn. Pero  Redrick ya estaba en otro
vecindario y el capit°n Quarterblad no ten¼a modo de saber en cu°l.
     Se  acercÁ a su propio garaje  desde el costado del negocio de radio  y
electrÁnica;  tuvo  que esperar  en tanto los obreros cargaban un camiÁn con
televisores. Se puso cÁmodo entre las magulladas matas de lilas de las casas
vecinas,  donde  no  hab¼a ventanas,  para  recobrar  el aliento y fumar  un
cigarrillo.  FumÁ  °vidamente, agachado contra la °spera  pared  a prueba de
incendios,  toc°ndose  de  tanto  en  tanto la mejilla  para  calmar  el tic
nervioso.  PensÁ, pensÁ, pensÁ. Cuando el camiÁn y los obreros se alejaron a
bocinazos por la calle se echÁ a re¼r, diciendo suavemente:
     - Gracias, muchachos; demoraron a este tonto... y lo hicieron pensar.
     Entonces  empezÁ  a  caminar con  rapidez, pero  sin  demasiada  prisa,
inteligente y premeditadamente, tal como cuando trabajaba en la Zona.
     EntrÁ al garaje por el pasillo oculto; levantÁ silenciosamente el viejo
asiento, sacÁ el  rollo de papel que hab¼a  en la bolsa guardada  dentro del
canasto, con  mucho  cuidado,  y se lo deslizÁ dentro  de la camisa. Despu¸s
tornÁ de una percha una chaqueta de cuero,  vieja  y gastada; encontrÁ en el
rincÁn una  gorra grasienta y se la  encasquetÁ hasta los ojos. Las hendijas
de la  puerta  dejaban  pasar finos rayos  de  luz  que  iluminaban el polvo
danzar¼n  del sombr¼o garaje. Afuera, los  chicos  jugaban  y chillaban.  Al
marcharse oyÁ la voz de su hija; acercÁ un ojo a la m°s ancha de las ranuras
y contemplÁ a Monita, que corr¼a entre las hamacas agitando dos globos, tres
ancianas,  sentadas en un banco cercano  con  el tejido sobre el regazo,  la
observaban con labios fruncidos;  las viejas cerdas  estar¼an intercambiando
sucias opiniones.  Los chicos se portaban  bien; jugaban  con  ella  como si
fuera  una  m°s.  Val¼a  la  pena  el soborno empleado: les  hab¼a hecho  un
tobog°n, una casa de muÏecas, las hamacas... y el banco en donde estaban las
viejas.  "Bueno",  se dijo. Se apartÁ de la grieta, volviÁ a inspeccionar el
garaje y entrÁ arrastr°ndose al agujero.
     En  la  parte  sudoeste  de  la  ciudad,  cerca  del  surtidor de nafta
abandonado  al final  de la  calle Miner, hab¼a una cabina  telefÁnica. SÁlo
Dios  sabe qui¸n la usaba por entonces, pues  todas las  casas de  alrededor
estaban  cerradas  con tablas;  m°s  all°  se ve¼a  tan  sÁlo  aquel  bald¼o
interminable  que fuera el  basurero de la ciudad.  Redrick se  sentÁ  a  la
sombra  de  aquella cabina y metiÁ la mano  en una  hendija  que  hab¼a all¼
debajo. PalpÁ  un papel encerado, polvoriento, y la culata del arma envuelta
en  ¸l; tambi¸n  estaba la  caja de  plomo con  balas  y  la  bolsa  con los
brazaletes y la billetera vieja, con documentos falsos. Su escondrijo estaba
en orden. Se quitÁ la chaqueta y la gorra; palpÁ dentro de su  camisa.  All¼
permaneciÁ  por  un minuto,  o  m°s,  sopesando  en  la  mano  el envase  de
porcelana, la muerte invencible e inevitable que conten¼a. Y el tic nervioso
recomenzÁ.
     -  Schuhart - murmurÁ,  sin o¼r su propia  voz -,  ¿qu¸ est°s haciendo,
gusano, basura? Con esto pueden matarnos a todos.
     Se sostuvo la mejilla contorsionada, pero no sirviÁ para calmarla.
     -  Hijos  de perra  -  dijo,  pensando en los obreros que cargaban  los
aparatos de televisiÁn -. Se me pusieron en el camino. Yo habr¼a tirado esto
otra vez a la Zona, esa puta, y todo estarla terminado.
     MirÁ a su alrededor, con tristeza. El aire caliente  reverberaba  sobre
el cemento agrietado; las ventanas claveteadas lo contemplaban sombr¼amente;
por el bald¼o rodaban briznas secas. Estaba solo.
     - Bueno - dijo, decidido - Que cada uno se ocupe de si; sÁlo Dios cuida
de todos. A m¼ me ha llegado el turno.
     R°pidamente,  para no cambiar de idea,  puso el envase  en  la gorra  y
envolviÁ   la  gorra  en  la  chaqueta  de   cuero.  Despu¸s  se  arrodillÁ,
recost°ndose  contra la  cabina, que  se  moviÁ.  Aquel  paquete  voluminoso
entraba  bien  en el  fondo del pozo que hab¼a debajo  y a·n  quedaba lugar.
VolviÁ a poner la cabina en su sitio, la  sacudiÁ para ver si estaba firme y
finalmente se levantÁ, limpi°ndose las manos.
     - Listo. Todo arreglado.
     EntrÁ a la cabina caldeada, depositÁ una moneda y marcÁ un numero.
     - Guta - dijo -. Por favor, no te preocupes. Me atraparon otra vez.
     OyÁ el suspiro estremecido y se apresurÁ a agregar:
     -  Es un delito  menor,  seis a ocho  meses con derecho a  visitas. Nos
arreglaremos. Y no te faltar° dinero. Ellos te enviar°n.
     Guta segu¼a en silencio.
     -  MaÏana por  la maÏana  te  llamar°n al  puesto de  comando. All¼ nos
veremos. Trae a Monita.
     - ¿Habr° alguna inspecciÁn? - preguntÁ ella.
     - Que  la  hagan. En la casa no hay nada.  No te preocupes y  mant¸n el
°nimo en alto. Ya sabes: los ojos brillantes y el rabo erguido.  Te  casaste
con un merodeador, as¼ que no te quejes. MaÏana nos vemos. Y recuerda, yo no
he llamado. Un beso en la naricita.
     ColgÁ abruptamente y permaneciÁ algunos segundos  con los ojos cerrados
y los dientes tan apretados que  le tintinearon los  o¼dos. Despu¸s depositÁ
otra moneda y volviÁ a marcar un n·mero.
     - Escucho - dijo Ronco.
     - Habla Schuhart. Escucha bien y no me interrumpas.
     - ¿Schuhart? ¿Qu¸ Schuhart? - preguntÁ Ronco, con naturalidad.
     -  Te dije  que  no me interrumpas. Me atraparon  y escap¸, pero  voy a
entregarme. Me dar°n  entre dos y medio y tres aÏos. Mi esposa queda  sin un
centavo.  T·  te  encargar°s de  ella.  Que  no le  falta  nada, ¿entendido?
¿Entendido, dije?
     - Sigue - dijo Ronco.
     -  Cerca del sitio donde nos encontramos la primera  vez hay una cabina
telefÁnica.  Es la ·nica, no  hay  forma de  confundirse.  La porcelana est°
debajo de ella. Si  la quieres, tÁmala; si no, no. Pero quiero que cuiden de
mi  esposa. Todav¼a  nos quedan muchos  aÏos de  jugar juntos. Si al  volver
descubro que me jugaron sucio... te aconsejo que no lo hagas. ¿Comprendiste?
     - Comprend¼  todo  -  dijo  Ronco  -. Gracias. Y  despu¸s de  una pausa
agregÁ: - ¿Quieres un abogado?
     - No -  dijo  Redrick -.  Todo a mi  esposa, hasta  el ·ltimo  centavo.
Saludos.
     ColgÁ  y  mirÁ a su  alrededor. Despu¸s, con las manos  hundidas en los
bolsillos del pantalÁn, subiÁ lentamente por la calle  Miner entre las casas
vac¼as y claveteadas.

     3. Richard H.  Noonan,  cincuenta y un  aÏos, supervisor de compras  de
equipos electrÁnicos en la divisiÁn  Harmont del instituto  internacional de
culturas extraterrestres.

     Richard H. Noonan  estaba  sentado  ante el escritorio  de  su estudio,
garabateando sobre un bloc de tamaÏo legal. Sonre¼a tambi¸n, simp°ticamente,
asintiendo con la cabeza calva, sin escuchar a  su visitante.  No  hac¼a m°s
que aguardar una llamada telefÁnica mientras su visitante, el doctor Pilman,
lo  sermoneaba  perezosamente.  O imaginaba  que  lo  estaba sermoneando.  O
trataba de convencerse a s¼ mismo de que lo estaba sermoneando.
     - Tendremos  en cuenta todo eso - dijo finalmente Noonan, cruzando otro
grupo de cinco rayitas y cerrando el bloc -. Realmente es muy extraÏo.
     La  esbelta mano de  Valentine sacudiÁ limpiamente  las  cenizas  de su
cigarrillo en el cenicero.
     -  ¿Y  qu¸ es,  exactamente,  lo que  tendr°n en cuenta? - preguntÁ con
mucha cortes¼a.
     -  Bueno... todo lo  que usted acaba de decir  -  respondiÁ alegremente
Noonan, recost°ndose en su sillÁn -. Hasta la ·ltima palabra.
     - ¿Y qu¸ es lo que dije?
     - Eso no importa. Lo que haya dicho lo tendremos en cuenta.
     Valentine (el  doctor  Valentine Pilman,  ganador  de un  Premio NÁbel)
estaba  sentado frente  a  ¸l, en un mullido sillÁn. Era  menudo, delicado y
limpio. No ten¼a una sola mancha en su chaqueta de ante ni una arruga en los
pantalones. Camisa de un blanco cegador, corbata  de color liso,  muy seria,
zapatos relucientes. Una sonrisa maliciosa en los labios delgados y p°lidos;
enormes anteojos oscuros. La frente ancha y baja, coronada por un corte casi
al rape.
     -  En mi opiniÁn, a usted  se le paga un  sueldo fant°stico para nada -
dijo -. Y adem°s, tambi¸n en mi opiniÁn, usted es un saboteador, Dick.
     -
     -  En  realidad -  agregÁ Valentine -, hace mucho tiempo  que lo  vengo
observando. Creo que usted no hace nada.
     -
es eso de que no  hago nada? ¿Acaso he dejado  de  hacerle  entregar un solo
pedido de repuestos?
     - No  s¸  -  respondiÁ  Valentine, volviendo a  sacudir  las cenizas -.
Recibimos equipos buenos y equipos malos. El bueno llega con m°s frecuencia,
pero no s¸ qu¸ tiene usted que ver con eso.
     - Bueno, si no fuera  por m¼, los materiales buenos  ser¼an  mucho  m°s
escasos. Adem°s,  ustedes  los  cient¼ficos  se  la pasan  rompiendo  buenos
equipos  y  pidiendo  repuestos.  ¿Y  qui¸n  les  cubre  las  espaldas?  Por
ejemplo...
     En ese momento sonÁ el  tel¸fono. Noonan  se  interrumpiÁ para tomar el
receptor.
     - ¿SeÏor Noonan? - preguntÁ la secretaria -. Otra vez el seÏor Lemchen.
     - Comun¼queme.
     Valentine  se levantÁ, se  llevÁ  dos dedos  a la frente  en  seÏal  de
despedida y saliÁ del despacho. Menudo, erguido y proporcionado.
     - ¿SeÏor Noonan? - dijo en el tubo la voz conocida y pesada.
     - S¼, escucho.
     - No es f°cil comunicarse con usted en el trabajo, seÏor Noonan.
     - Acaba de llegar un nuevo embarque.
     - S¼, ya lo s¸, seÏor Noonan.  Estoy aqu¼ por poco tiempo. Quisiera que
discuti¸ramos  personalmente  unas cuantas cosas. Me refiero  a los  ·ltimos
contratos con Mitsubishi Denshi. El aspecto legal.
     - A sus Árdenes.
     - En  ese caso,  si  no  tiene inconvenientes, ¿por  qu¸  no  pasa  por
nuestras oficinas dentro de media hora? ¿Le parece bien?
     - Perfecto. Dentro de media hora.
     Richard Noonan colgÁ y  se levantÁ frot°ndose las manos  regordetas. Se
paseÁ por la oficina y hasta empezÁ a cantar alguna cancioncita pop, pero se
interrumpiÁ  en una nota  especialmente  agria, ri¸ndose jovialmente  de  s¼
mismo. TomÁ su sombrero, se echÁ el impermeable al  hombro y saliÁ a la zona
de recepciÁn.
     - Voy a ver a algunos clientes, linda - dijo a la secretaria -. Qu¸date
aqu¼ y c·breme la espalda, como dicen; cuando vuelva te traer¸ un regalo.
     Ella  pareciÁ transformarse.  Noonan le arrojÁ un  beso  y saliÁ a  los
corredores del  instituto.  Aqu¼ y  all°  tuvo que enfrentarse  con  algunos
intentos  de  detenerlo, pero  logrÁ  zafarse  de  todas  las conversaciones
bromeando, pidiendo a los interesados  que le  cubrieran  las espaldas o que
tuvieran paciencia.  y  finalmente  emergiÁ,  ileso y sin compromisos,  para
agitar el pase cerrado bajo las narices del sargento de guardia.
     Sobre la ciudad pend¼an nubes bajas y pesadas.  El d¼a  era bochornoso;
las primeras gotas vacilantes empezaban  ya a esparcirse  por la acera  como
pequeÏas  estrellas negras.  Noonan se echÁ el  saco  sobre  la cabeza y los
hombros y corriÁ junto  a la larga fila de coches hasta su Peugeot; se metiÁ
de cabeza y arrojÁ la chaqueta al asiento trasero. SacÁ del bolsillo el palo
negro y  redondo del as¼-as¼, lo puso en la instalaciÁn del tablero y empujÁ
con  el  pulgar  para meterlo  hasta la  empuÏadura. Se  meneÁ un poco  para
acomodarse mejor  tras el volante  y  pisÁ  el acelerador. El  Peugeot saliÁ
silenciosamente al medio de la  calle;  un  segundo despu¸s corr¼a  hacia la
salida de la Pre-Zona.
     La lluvia se precipitÁ  de repente, como si alguien hubiera volcado  un
balde en el cielo. La  ruta se tornÁ resbaladiza; el coche  derrapaba en las
esquinas. Noonan puso los limpiaparabrisas a funcionar y aminorÁ  la marcha.
"As¼ que recibieron el informe", pensÁ. Ahora estar°n elogi°ndome. Bueno, me
lo  merezco; me gusta  que me elogien. Especialmente  el  seÏor  Lemehen  en
persona. A pesar de si mismo. ExtraÏo, ¿verdad? ¿Por  qu¸ nos gusta  que nos
elogien?  Eso  no  da dinero.  ¿Gloria? ¿Qu¸  clase de gloria  tenemos?  "Es
famoso: ya  lo  conocen  tres personas"  Bueno,  digamos cuatro, contando  a
Bayliss.
el elogio mismo, como a los chicos les gusta el helado. Y es tan est·pido...
¿CÁmo puedo  ser mejor  a  mis  propios ojos? ¿Como si no me  conociera? Ese
gordo  bueno de Richard  H. Noonan,  a propÁsito, ¿qu¸ quer¼a  decir esa H.?
¡Qu¸  s¸ yo! Y no tengo a quien  preguntarle;  no  es cosa de preguntarlo al
seÏor Lemehen. ¡Ah,  ya recuerdo!
est° diluviando.
     VirÁ hacia la calle Central y de pronto se  dio cuenta de  lo mucho que
hab¼a crecido la ciudad en los ·ltimos aÏos. Enormes rascacielos. All° est°n
construyendo  otro.   ¿Qu¸  ser°?  Oh,  el  Complejo  Luna:  el  mejor  jazz
internacional, un  espect°culo  de variedades y  varias cosas m°s. Todo para
nuestras  gloriosas tropas y nuestros valientes  turistas, especialmente los
m°s ancianos, y para los nobles caballeros de la ciencia. Y los suburbios se
est°n vaciando.
     S¼, me gustar¼a saber dÁnde va  a terminar todo esto. Bueno, hace  diez
aÏos  estaba seguro de saberlo: barreras policiales  impenetrables, zonas de
seguridad  de treinta  kilÁmetros,  cient¼ficos  y soldados, y nada m°s. Una
horrible lastimadura  en la cara  del planeta, perfectamente bloqueada. Y no
era yo el  ·nico que pensaba  as¼.
ahora uno ni siquiera se acuerda cÁmo fue que la f¸rrea resoluciÁn universal
se fundiÁ en un tembloroso charco de jalea. "Por una parte no se puede dejar
de reconocerlo, y  por otra no se puede estar  en desacuerdo." Creo que todo
empezÁ cuando  los merodeadores  trajeron los  as¼-as¼ de  la Zona. PequeÏas
pilas.  S¼, creo que fue  entonces. Sobre todo cuando  se  descubriÁ que las
pilas se multiplicaban. La herida ya no pareciÁ tal; antes bien, una caja de
tesoros,  la  tentaciÁn  del  demonio,  la  caja de  Pandora  o  el  diablo.
Descubrieron  el  modo  de  darles  uso.  Llevaban  veinte  aÏos  bufando  y
rezongando, malgastando  billones, sin haber podido organizar  el robo. Cada
uno  ten¼a su negocito, mientras los  cient¼ficos arrugaban significativa  y
portentosamente  el  ceÏo; por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y
por otra  no se puede  estar en desacuerdo.  Puesto  que tal y cual  objeto,
fotografiado con  rayos  X  en  un °ngulo  de  18 grados,  emite  electrones
cuasitermales en  un °ngulo de 22  grados...
cualquier modo morir¸ sin ver el final.
     El  coche pasaba  frente a  la  casa que  Cuervo  Burbridge ten¼a en el
centro. Debido a la intensa  lluvia estaban todas las luces encendidas. Dick
pudo ver varias  parejas que bailaban en las habitaciones del  segundo piso,
que correspond¼an  a la hermosa Dina. O bien hab¼an comenzado muy temprano o
todav¼a la segu¼an con ganas desde la noche anterior. Era la nueva ola en la
ciudad:  dar fiestas  que  duraban  varios  d¼as.  Sin duda  estamos criando
muchachos fuertes, llenos de resistencia y  tesoneros en  la b·squeda de sus
deseos.
     Noonan detuvo el  coche frente a  un edificio feo, cuyo discreto cartel
dec¼a: "Oficinas legales de Korsh,  Korsh y  Simak". SacÁ el as¼-as¼ y se lo
guardÁ  en el bolsillo; volviÁ a ponerse el impermeable,  tomÁ el sombrero y
corriÁ  hacia  la  entrada.  PasÁ corriendo  junto al  portero,  que  estaba
sepultado en un periÁdico, y subiÁ las escaleras  cubiertas por una alfombra
gastada.  Sus zapatos repiquetearon por el largo corredor  del segundo piso;
aquel lugar exhalaba un olor que habla renunciado a identificar mucho tiempo
antes.  Finalmente abriÁ  la  ·ltima  puerta  del  pasillo y entrÁ. Ante  el
escritorio  no  estaba  la   secretaria,  sino  un  joven  desconocido,  muy
bronceado, en mangas de camisa,  que escarbaba las tripas de alg·n artefacto
electrÁnico instalado sobre el escritorio, en vez de la m°quina de escribir.
     Richard Noonan colgÁ su sombrero y  su chaqueta,  alisÁ con ambas manos
el  poco  pelo que le  restaba  y  mirÁ  interrogativamente  al joven.  Øste
asintiÁ. Noonan abriÁ entonces la puerta de la  oficina. El seÏor Lemehen se
levantÁ pesadamente del gran sillÁn  de cuero instalado frente a la ventana,
cubierta por  cortinajes. Su  angulosa cara  de  general estaba arrugada, ya
fuera  en una sonrisa  de  bienvenida o  en  un gesto de disgusto por el mal
tiempo; quiz°s fuera tambi¸n un estornudo contenido.
     - Ah, ya llegÁ, pase, pÁngase cÁmodo.
     Noonan buscÁ  alg·n lugar para  ponerse  cÁmodo, pero sÁlo encontrÁ una
silla dura, de respaldo recto, arrinconada  detr°s del  escritorio. PrefiriÁ
sentarse en el  borde del escritorio. Su  °nimo jovial  se estaba evaporando
por alg·n  motivo, aunque ¸l mismo no sab¼a cu°l. De pronto se dio cuenta de
que ese d¼a no habr¼a  elogios. Todo lo contrario. "El d¼a de la ira", pensÁ
filosÁficamente, endureci¸ndose para enfrentar lo peor.
     - Fume si quiere - dijo el  seÏor Lemchen, volviendo a descender  hasta
su sillÁn.
     - No, gracias, no fumo.
     El  seÏor Lemehen  asintiÁ,  como  si  aquello  confirmara  sus  peores
sospechas;  juntÁ las puntas de los dedos formando una torre y las contemplÁ
por un rato. Al fin dijo:
     - Creo  que no vamos  a discutir los asuntos  legales de la  Mitsubishi
Denshi Company.
     Eso era un chiste. Richard Noonan sonriÁ de inmediato.
     -
     Estaba endemoniadamente incÁmodo  all¼ sentado;  adem°s los  pies no le
llegaban al suelo.
     - Siento decirle, Richard, que su informe ha causado una impresiÁn  muy
favorable all° arriba.
     - Hum - murmurÁ Noonan, mientras pensaba: "Aqu¼ viene"
     - Estaban por recomendarlo para una  condecoraciÁn - prosiguiÁ el seÏor
Lemehen -.  Sin  embargo los convenc¼  de que esperaran un poco. Y yo  ten¼a
razÁn.
     AbandonÁ con esfuerzo la contemplaciÁn de sus diez dedos y levantÁ  los
ojos hacia Noonan.
     - Usted se preguntar° por qu¸ me comport¸ con tanta cautela.
     - Probablemente ten¼a sus motivos - dijo Noonan, inexpresivamente.
     -  En efecto. ¿Cu°les son los  resultados de  su  informe, Richard?  La
banda del Metropole  est° liquidada; gracias a sus esfuerzos. La banda de la
Flor Verde fue apresada con las manos en la masa; brillante trabajo, tambi¸n
suyo,  Quasimodo,  los  M·sicos  Vagabundos  y  todas  las otras  bandas, no
recuerdo cÁmo se llaman, se desmembraron porque sab¼an que el baile se hab¼a
terminado y que cualquier  d¼a los iban a atrapar.  Todo esto  es cierto; lo
hemos verificado por otras  fuentes. El campo  de batalla est° despejado. La
victoria  es  suya,  Richard. El enemigo se  retirÁ en desbandada, sufriendo
grandes p¸rdidas. ¿Es correcto lo que digo?
     - En todo caso - dijo Noonan, cauteloso -, en los ·ltimos tres meses ha
cesado la p¸rdida  de materiales de la Zona  a  trav¸s de Harmont. Al menos,
seg·n las informaciones que tengo.
     - El enemigo se ha retirado, ¿verdad?
     - Bueno, si prefiere esa met°fora, s¼.
     -
dudas. Al  apresurarse a presentar un informe de victoria, Richard, usted ha
demostrado falta de madurez. Por eso suger¼ que esperaran antes de darle una
recompensa.
     "Vete al  diablo, t· y tus recompensas", pensÁ  Noonan,  balanceando el
pie y observando ceÏudo el zapato brillante, "
telaraÏas del  desv°n!  No  me  falta m°s que escuchar  tus conferencias. S¸
perfectamente con qui¸n  trato sin necesidad de que me lo digas. No vengas a
hablarme del  enemigo. Dime,  simplemente cu°ndo, dÁnde y cÁmo me equivoqu¸,
qu¸ han robado esos hijos  de puta, dÁnde y cÁmo fallaron la forma de pasar.
Y sin  tantas pavadas, que no soy un novato; tengo m°s de medio siglo encima
y  no  estoy  aqu¼  sentado para  o¼rte  hablar  de Árdenes  y  decoraciones
est·pidas."
     - ¿Qu¸  sabe usted de  la Bola Dorada?  - preguntÁ s·bitamente el seÏor
Lemehen.
     "Dios, qu¸  tiene que ver  la Bola Dorada con todo esto". pensÁ Noonan,
irritado. "Por qu¸ no te ir°s al diablo con tus enfoques indirectos."
     -  La  Bola Dorada  es una leyenda  - informÁ,  en  tono aburrido -. Un
artefacto m¼tico  localizado en  la Zona, con la forma de una pelota de oro,
que concede deseos a los hombres.
     - ¿Cualquier deseo?
     - Seg·n  la  versiÁn  canÁnica de  la  leyenda,  cualquier  deseo.  Sin
embargo, hay versiones distintas.
     - De acuerdo. ¿Qu¸ sabe de las l°mparas de la muerte?
     -   Hace  ocho  aÏos,  un  merodeador  llamado  Stefan   Norman,  alias
Cuatro-ojos, trajo  de la Zona un aparato que, hasta donde  se puede juzgar,
era alg·n  tipo de emisor de rayos  fatales  para los organismos terr¼colas.
Este  Cuatro-ojos ofreciÁ  el  aparato al Instituto, pero no se  pusieron de
acuerdo  en cuanto al  precio. Cuatro-ojos volviÁ a entrar a la Zona y jam°s
regresÁ. Se  ignora el paradero actual del aparato.  La  gente del Instituto
sigue tir°ndose de los pelos por  ese  asunto. Hugh (el del Metropole, usted
lo conoce) ofrece por ¸l cualquier suma que se pueda escribir en un cheque.
     - ¿Es todo? - preguntÁ el seÏor Lemehen.
     - Es todo.
     Noonan paseaba descaradamente la vista por la habitaciÁn. Era aburrida;
no hab¼a nada para mirar.
     - Muy bien. ¿Y qu¸ sabe de los ojos de la langosta?
     - ¿Qu¸ clase de ojos?
     -  Ojos de  langosta.  Langp°tas, ¿entiende? Øsas  que tienen pinzas  -
explicÁ Lemchen, moviendo los dedos como si fueran tenazas.
     - Nunca los o¼ nombrar - respondiÁ Noonan, frunciendo el ceÏo.
     - ¿Y de las servilletas castaÏeteantes?
     Noonan se bajÁ  del  escritorio para erguirse  frente a Lemehen con las
manos en los bolsillos.
     - No s¸ nada de ellas. ¿Y usted?
     - Yo tampoco, por desgracia; ni sobre las servilletas castaÏeteantes ni
sobre los ojos de langosta. Pero existen.
     - ¿En mi Zona?
     - Si¸ntese, si¸ntese - indicÁ el  seÏor  Lemehen,  agitando la  mano -,
Reci¸n empezamos la charla. Si¸ntese.
     Noonan dio  la  vuelta  al escritorio y  se sentÁ en  la silla  dura de
respaldo recto.
     "¿AdÁnde  quiere  ir  a parar?", pensÁ, febrilmente. "¿Qu¸ es  todo ese
material  nuevo? Tal vez lo  encontraron en  otras Zonas y trata  de hacerme
pasar por tonto, el muy cerdo. Nunca  me tuvo  aprecio; este viejo zorro; no
se puede olvidar de aquella copia."
     - Prosigamos  con nuestro  pequeÏo examen  - anunciÁ  Lemchen, mientras
apartaba  una  esquina  del cortinaje  para  mirar  por la  ventana  -. Est°
diluviando. Me gusta.
     SoltÁ  la  cortina, volviÁ a sentarse en el  sillÁn y preguntÁ, mirando
hacia el cielo raso:
     - ¿CÁmo anda el viejo Burbridge?
     - ¿Burbridge? Cuervo Burbridge est° bajo vigilancia. Est° inv°lido y en
muy buena  posiciÁn. No tiene vinculaciones con  la Zona. Es dueÏo de cuatro
bares  y de una  escuela de baile. Organiza  picnics para  los oficiales del
cuartel y para los turistas. Dina, la hija, lleva una vida disoluta. Arthur,
el hijo, acaba de graduarse en la escuela de leyes.
     El seÏor Lemehen asintiÁ, satisfecho.
     - ¿Y qu¸ hace Creonte, el malt¸s?
     -  Es uno de los pocos  merodeadores que siguen activos. Anduvo con  la
banda de  Quasimodo;  ahora  vende su bot¼n al Instituto  utiliz°ndome  como
intermediario.  Le  doy  rienda  libre:  tarde o  temprano alguien  lo  har°
desaparecer. ×ltimamente bebe mucho; creo que no va a durar.
     - ¿Contactos con Burbridge?
     - Anda detr°s de Dina. Sin resultados.
     - Muy bien - dijo el seÏor Lemehen -. ¿Qu¸ sabe de Red Schuhart?
     - SaliÁ de la c°rcel  el mes pasado. No  tiene dificultades econÁmicas.
TratÁ de emigrar, pero tiene...
     Noonan hizo una pausa. Al fin completÁ:
     - Bueno, tiene problemas de familia. No le queda tiempo para la Zona.
     - ¿Eso es todo?
     - Es todo.
     - No parece mucho. ¿Qu¸ pasa con Suertudo Carter?
     - Hace muchos aÏos que dejÁ el merodeo.  Vende coches usados y tiene un
taller para  adaptar automÁviles al as¼-as¼. Cuatro hijos; la mujer muriÁ el
aÏo pasado. Tiene suegra.
     Lemehen asintiÁ.
     - Bueno, ¿a qui¸n he olvidado de los viejos? - preguntÁ amablemente.
     - A Jonathan  Miles, m°s conocido como Cacto. Est° en el hospital; va a
morir de c°ncer. Y olvidÁ a Gutalin.
     - Ah, s¼, s¼, ¿qu¸ se sabe de Gutalin?
     - Sigue en  lo mismo. Tiene una banda de tres hombres. Van a la  Zona y
pasan  all¼ varios  d¼as  en  cada  oportunidad,  destrozando  todo  lo  que
encuentran. Su antigua organizaciÁn, los Ðngeles Luchadores, se disolviÁ.
     - ¿Por qu¸?
     - Bueno,  usted recordar° que sol¼an comprar bot¼n; Gutalin  lo llevaba
nuevamente  a la Zona: las  cosas del demonio deb¼an estar con  el  demonio.
Ahora no tienen nada que comprar; adem°s el nuevo director del Instituto los
ha hecho perseguir por la polic¼a.
     - Comprendo - dijo el seÏor Lemehen -. ¿Y qu¸ hay de los jÁvenes?
     -  Bueno,  los  jÁvenes van y  vienen. Hay cinco o seis con un  poco de
experiencia,  pero ·ltimamente no tienen qui¸n reduzca el bot¼n, de modo que
est°n perdidos. Los estoy adiestrando poco a poco. Creo que los merodeos han
cesado casi por completo en mi Zona, jefe. Los antiguos est°n retirados, los
jÁvenes no  saben qu¸ hacer y el prestigio de la profesiÁn se  va perdiendo.
La tecnolog¼a ha ganado terreno. Ahora hay merodeadores robÁticos.
     - S¼, si, eso he o¼do decir. Pero las m°quinas necesitan mucha energ¼a.
¿O me equivoco?
     - Es cuestiÁn de tiempo, no mas. Pronto valdr° la pena.
     - ¿Cu°ndo?
     - En cinco o seis aÏos.
     El seÏor Lemehen volviÁ a asentir.
     - A propÁsito,  tal  vez  usted no sabe que  el  enemigo  ha empezado a
emplear los merodeadores autom°ticos.
     - ¿En mi Zona? - preguntÁ Noonan, poni¸ndose en guardia.
     - Tambi¸n en la suya. Tienen la base en RexÁpolis; desde all¼ trasladan
el equipo en helicÁptero,  por sobre las montaÏas, hasta el CaÏÁn Serpiente,
hasta el Lago Negro y al pie de las colinas de Monte Rocoso.
     - Pero  ese es el per¼metro  de la  Zona - dijo Noonan, suspicaz -. Esa
°rea est° vac¼a. ¿Qu¸ pueden encontrar all¼?
     - Muy poco, muy poco, pero algo  encuentran. De cualquier modo  era una
informaciÁn,  nada m°s; eso no le concierne.  Recapitulemos. En  Harmont  no
quedan  ya,  pr°cticamente, merodeadores profesionales.  Los que a·n  siguen
aqu¼ ya  no  tienen relaciÁn  con  la Zona.  Los jÁvenes  est°n  perdidos  y
cercados.
     - El enemigo est° diseminado y se ha retirado a  alg·n rincÁn a lamerse
las  heridas.  No  hay  bot¼n,  y  cuando lo  hay  no  se encuentra a  qui¸n
vend¸rselo. Los robos de materiales  en la Zona de Harmont cesaron hace tres
meses. ¿Correcto?
     Noonan  guardÁ  silencio. "Ahora,  pensÁ. Ahora  me la  va a dar.  Pero
¿dÁnde  estuvo  el  error?  Ha de  haber sido uno  realmente grande.
habla, viejo del diablo!
     -  No he  o¼do su respuesta -  observÁ Lemehen, poniendo  la  mano como
pantalla tras su oreja arrugada y velluda.
     -  Bueno,  jefe - dijo Noonan, sombr¼o -. Basta  ya. Me tiene  frito  y
hervido, ahora pÁngame en el plato.
     El seÏor Lemehen carraspeo vagamente.
     -  No tiene  nada  que decir en su  defensa  -  comentÁ, con inesperada
amargura -. Se queda ah¼, con las orejas bajas ante  la autoridad.  ¿CÁmo le
parece que me sent¼a anteayer?
     Se interrumpiÁ para levantarse y se acercÁ a la caja fuerte.
     -  Para abreviar: en los dos  ·ltimos meses, seg·n nuestra informaciÁn,
el  enemigo  ha recibido  m°s  de  seis  mil  art¼culos  provenientes de las
diversas Zonas.
     Se detuvo ante la  caja  fuerte, palmeÁ  su flanco pintado  y se volviÁ
°speramente hacia Noonan.
     - ¡No se consuele  con ilusiones! - gritÁ -.
Burbridge! ¡Las del Malt¸s!
siquiera se  dignÁ mencionar!
entrena usted a sus  jÁvenes?
encima ese asunto de  los  ojos de langosta, los  cascabeles  de perra,  las
servilletas repiqueteantes, sean lo que sean!
     VolviÁ a interrumpirse, se instalÁ nuevamente en el sillÁn,  formÁ otra
torre con los dedos y preguntÁ cort¸smente:
     - ¿Qu¸ piensa usted de todo esto, Richard?
     Noonan se secÁ la frente con el paÏuelo.
     - No s¸  nada de todo esto - respondiÁ sinceramente  -. perdone,  jefe,
estoy un poco... D¸jeme  recobrar  el aliento,
ya no tiene  nada que ver  con la Zona.
picnics y cÁcteles a la orilla  de los lagos  y gana  much¼simo con eso.
necesita  m°s dinero! Perdone,  creo  que estoy diciendo  tonter¼as, pero le
aseguro que no lo he perdido de vista desde que saliÁ del hospital.
     - Bueno, no quiero demorarlo m°s -  dijo el seÏor Lemchen -. Le concedo
una semana. A ver si me  trae alguna idea sobre cÁmo llega el material de la
Zona a manos de Burbridge... y los otros. AdiÁs.
     Noonan se levantÁ, saludÁ al perfil de Lemehen y saliÁ a la  recepciÁn,
a·n  enjug°ndose el  cuello sudoroso. El  joven bronceado  estaba  fumando y
contemplaba pensativamente las entraÏas del mutilado aparato electrÁnico. Su
mirada, al posarse brevemente en Noonan, pareciÁ tan vac¼a como si estuviera
mirando hacia dentro.
     Richard  Noonan se  encasquetÁ  el  sombrero, agarrÁ  su impermeable  y
saliÁ. Nunca le hab¼a pasado algo as¼. Sus  pensamientos, confusos, parec¼an
enmaraÏarse. Debo... ¡Ben J. Halevy el NarigÁn!
Es sÁlo un pequeÏo novato, un mocoso. No, aqu¼ pasa algo raro.  Ese rengo de
porquer¼a,  Cuervo,  esta vez me  agarrÁ. Me  pescÁ en  pelotas. ¿CÁmo  pudo
ocurrir? Justo como  aquella vez, en  Singapur;  la cara sobre la mesa y  de
golpe aplastado contra la pared...
     SubiÁ al auto. Por un momento buscÁ en el tablero la llave de contacto,
olvidado  de  todo.  La  lluvia le  goteaba  desde  el  sombrero  sobre  los
pantalones. Se lo quitÁ y lo arrojÁ al asiento posterior sin mirar. El  agua
corr¼a a chorros por  el parabrisas; Richard Noonan tuvo la impresiÁn de que
eso  le  imped¼a comprender  cu°l  era el prÁximo  paso a  dar. Se dio  unos
coscorrones y se sintiÁ mejor. Inmediatamente  recordÁ que no hab¼a llave ni
pod¼a haberla, porque ¸l ten¼a el  as¼-as¼ en el bolsillo.  La  pila eterna;
hab¼a que sacarla del bolsillo, maldiciÁn, y  meterla en la instalaciÁn. As¼
podr¼a a menos  conducir el coche hasta alguna parte... alguna  parte, lejos
de ese  edificio donde  estaba el viejo hijo de  puta, probablemente mirando
desde una ventana.
     En  el momento en que tend¼a la mano hacia el as¼-as¼ quedÁ inmÁvil por
un  instante. Ya s¸  por  qui¸n  empezar. Empezar¸ con ¸l.
empezar con ¸l! Nadie habr° empezado nunca con nadie como yo con ¸l. Y  ser°
un placer.
     EncendiÁ los limpiaparabrisas y bajÁ por la avenida, sin ver casi  nada
frente a ¸l, pero calm°ndose lentamente. Muy bien. Que sea como en Singapur.
Despu¸s de todo all° las cosas terminaron bien.
contra la mesa de una sola vez! Pudo ser peor, pudo haber sido otra parte de
mi  cuerpo, o  algo con clavos en vez de una mesa. Bueno, sigamos  la pista.
¿DÁnde est° mi pequeÏo negocio? No veo un pito. Ah, all¼ est°.
     No  estaba dentro  del  horario comercial, pero el Cinco Minutos estaba
tan iluminado como el Metropole. Richard Noonan, sacudi¸ndose  como un perro
que  saliera del agua,  entrÁ a aquella clara habitaciÁn, que ol¼a a tabaco,
perfume y champaÏa rancio. El viejo Benny, a·n  sin uniforme, estaba sentado
ante el mostrador, comiendo algo con el tenedor en el puÏo. Madame lo miraba
comer, con los  enormes  pechos apoyados  en el  mostrador entre  los  vasos
vac¼os.  A·n no  hab¼an limpiado la  suciedad de la  noche  anterior. Cuando
Noonan entrÁ, Madame volviÁ hacia ¸l su cara ancha y espesamente maquillada;
su primera expresiÁn de enojo se disolviÁ en una sonrisa profesional.
     -  ¡Hola! - dijo, con su voz profunda -.
¿ExtraÏaba a las chicas?
     Benny siguiÁ comiendo; era m°s sordo que una tapia.
     -
a m¼ a una mujer de veras?
     Benny, finalmente, notÁ su presencia y  contorsionÁ  en una sonrisa  de
bienvenida aquella cara horrible, cubierta de cicatrices azules y purp·reas.
     -
     Noonan sonriÁ como respuesta y agitÁ la mano. No  le gustaba hablar con
Benny; hab¼a que gritar constantemente.
     - ¿DÁnde est° mi gerente, compaÏeros? - preguntÁ.
     -  En  su cuarto -  respondiÁ  Madame  -. Tiene  que  pagar  maÏana los
impuestos.
     -
En seguida vuelvo.
     Caminando silenciosamente sobre la  gruesa alfombra sint¸tica, cruzÁ el
salÁn y las  puertas encortinadas de los  cub¼culos;  junto a cada una hab¼a
una flor pintada en la pared. EntrÁ en el  silencioso pasillo sin  salida  y
abriÁ sin golpear la puerta tapizada en cuero.
     Mosul  Kitty estaba sentado al  escritorio, examinando en el espejo una
dolorosa lastimadura que ten¼a  en la nariz. Le importaba un bledo tener que
pagar los  impuestos  al  d¼a  siguiente. En  el  escritorio,  completamente
despejado, no hab¼a m°s que una jarra con ungÍento de mercurio y un vaso con
cierto liquido claro.  Mosul Kitty alzÁ hacia Noonan los ojos irritados y se
levantÁ de un salto, dejando caer el  espejo.  Noonan, sin decir palabra, se
sentÁ en el sillÁn, frente a ¸l, y lo observÁ en silencio, oy¸ndole murmurar
algo sobre la maldita lluvia y su reumatismo. Despu¸s dijo:
     - Por qu¸ no cierras la puerta, amigo.
     Mosul corriÁ hasta la puerta cacheteando el  piso  con los pies planos;
hizo  girar la llave y volviÁ al escritorio. InclinÁ sobre Noonan la  cabeza
peluda, fija en su boca la mirada leal. Noonan segu¼a mir°ndolo con los ojos
medio cerrados; recordÁ entonces, por alguna razÁn, que el  verdadero nombre
de  Mosul Kitty era  Rafael.  Aquel hombre era famoso por sus grandes  puÏos
huesudos, purp·reos  y desnudos entre el grueso  vello  que  le  cubr¼a  los
brazos  como  una  manga. Se  habla puesto el apodo  de Kitty porque  estaba
convencido de  que era el nombre  tradicional de los grandes reyes mongoles.
Rafael. Bueno, Rafaelito, comencemos.
     - ¿CÁmo andan las cosas? - preguntÁ gentilmente.
     - Todo en orden, jefe - replicÁ velozmente Rafael Mosul.
     - ¿Arreglaste el problema con la comisar¼a?
     - CostÁ ciento cincuenta. Todo el mundo est° contento.
     - Saldr° de tu bolsillo. Fue  culpa tuya, amigo. Ten¼as  que encargarte
de eso.
     Mosul puso cara pat¸tica y extendiÁ las manos en seÏal de sumisiÁn.
     - Hay que cambiar el parquet del salÁn - dijo Noonan.
     - Lo haremos.
     Noonan hizo una pausa, arrugando los labios.
     - ¿Bot¼n? - preguntÁ, bajando la voz.
     - Hay un poco - respondiÁ Mosul, tambi¸n en voz baja.
     - Veamos.
     Mosul corriÁ a  la caja  fuerte, sacÁ  un paquete y  lo  abriÁ sobre el
escritorio, frente a Noonan. Øste  revolviÁ con un dedo el montÁn de gotitas
negras; recogiÁ un brazalete y lo  examinÁ por todos lados a antes de volver
a ponerlo all¼.
     - ¿Nada m°s?
     - No traen - explicÁ Mosul, culpable.
     - As¼ que no traen - repitiÁ Noonan.
     ApuntÁ con  cuidado y clavÁ la punta del pie, con toda su fuerza, en la
espinilla  de Mosul.  Este, gruÏendo,  se  agachÁ  para agarrarse  el  lugar
dolorido, pero inmediatamente  volviÁ  a  erguirse,  en  posiciÁn de  firme.
Noonan  saltÁ, aferrÁ  a Mosul por  el  cuello y se acercÁ soltando patadas,
haciendo girar  los  ojos, susurrando  obscenidades.  Mosul gem¼a y  gruϼa,
echando la cabeza hacia atr°s como un caballo  asustado; retrocediÁ  de  ese
modo hasta caer en el sof°.
     - As¼ que trabajas para los dos bandos, ¿eh?  Grand¼simo hijo de puta -
siseÁ Noonan, bien frente a sus ojos aterrorizados -. Cuervo  Burbridge est°
nadando en botÁn y t· me traes cuentitas envueltas en papel.
     Le  dio  una  bofetada  en  pleno  rostro,  tratando  de  golpearle  la
magulladura de la nariz.
     - Te har¸ meter en la c°rcel.  Tendr°s  que dormir  sobre  esti¸rcol  y
comer pan duro.
     Otro golpe a la nariz lastimada.
     -  ¿De dÁnde saca Burbridge el bot¼n? ¿Por qu¸ se lo llevan a ¸l y no a
ti?  ¿Qui¸n lo  trae?  ¿CÁmo  es  posible que yo no  sepa nada? ¿Para  qui¸n
trabajas, cerdo asqueroso?
     Mosul abriÁ y cerrÁ la boca, mudo. Noonan lo dejÁ ir, volviÁ a la silla
y puso los pies sobre el escritorio.
     - ¿Y? - preguntÁ.
     Mosul sorbiÁ la sangre que le chorreaba de la nariz y dijo:
     - De veras, patrÁn, ¿qu¸ pasa? ¿Qu¸ bot¼n puede  tener Cuervo? No tiene
nada. Nadie tiene.
     -
los pies.
     -  No,  no, patrÁn,  de veras  - fue la apresurada  respuesta  -.  ¿Yo,
discutir con usted?
     - Voy a deshacerme de ti -  amenazÁ  Noonan -. No sabes trabajar. ¿Para
qu¸  diablos  te quiero, grand¼simo  tal  por cual?  Tipos como t·  hay  por
docenas. Lo que necesito es un hombre de verdad, que sepa moverse.
     - Espere, patrÁn - replicÁ Mosul razonablemente, unt°ndose toda la cara
con sangre -. ¿Por qu¸ me ataca as¼, tan de pronto? Hablemos un poco.
     Se tocÁ la nariz cautelosamente y agregÁ:
     -  Usted dice que Burbridge tiene bot¼n a montones. No s¸, pero alguien
le ha estado mintiendo. En estos d¼as  nadie  tiene bot¼n. Despu¸s de  todo,
ahora sÁlo los novatos entran a  la Zona  y  son los ·nicos que  salen.  No,
patrÁn, alguien le ha mentido.
     Noonan lo observaba disimuladamente. Al parecer  Mosul, en verdad, nada
sab¼a. De cualquier modo no le habr¼a convenido, mentir; Cuervo Burbridge no
pagaba muy bien.
     - Esos picnics, ¿dejan ganancias?
     - ¿Los  picnics? No creo. No es  como para nadar en plata.  Pero  ya no
queda nada que d¸ ganancias en esta ciudad.
     - ¿DÁnde se hacen esos picnics?
     - ¿DÁnde? Bueno, en  diferentes lugares. Junto a la MontaÏa  Blanca, en
las Fuentes Termalc°, en el lago Arcoiris...
     - ¿Qui¸nes son los clientes?
     - ¿Los clientes? - Mosul olfateÁ, parpadeÁ y hablÁ en tono confidencial
-. Si  piensa dedicarse  usted  tambi¸n  a ese  negocio, patrÁn,  no  se  lo
aconsejo. No podr° competir mucho contra Cuervo.
     - ¿Por qu¸?
     -  Los clientes  de  Cuervo  son  los  cascos  azules,  para empezar  -
respondiÁ el grandote,  contando  los argumentos  con los dedos -.  Despu¸s,
oficiales del  puesto de comando.  Despu¸s, los turistas  del Metropole,  el
Lirio Blanco y el Plaza. Adem°s hace mucha propaganda. Hasta los de aqu¼ van
con ¸l. De veras, patrÁn, no vale la pena mezclarse en este negocio. Tampoco
nos paga mucho por las chicas, usted ya sabe.
     - ¿As¼ que los de aqu¼ tambi¸n van con ¸l?
     - La gente joven, en su mayor¼a.
     - Bueno, ¿qu¸ pasa en esos picnics?
     - ¿Qu¸ pasa?  Vamos en Ámnibus, ¿entiende? Y cuando  llegamos todo est°
listo: mesas, carpas, m·sica...  Y todos la disfrutan. Los oficiales  suelen
ir con las muchachas.  Los turistas van a  mirar la  Zona; si es  en Fuentes
Termales  la  Zona  est°  a  un tiro  de  piedra,  del  otro  lado del CaÏÁn
Sulfuroso.  Cuervo ha desparramado unos cuantos  huesos de caballo por ah¼ y
se los muestra con binoculares.
     - ¿Y los de aqu¼?
     - ¿Los de aqu¼? Bueno, eso no les interesa, por supuesto.. Se divierten
de otro modo.
     - ¿Y Burbridge?
     - ¿Burbridge? Burbridge... es como cualquier otro.
     - ¿Y t·?
     -  ¿Yo?  Yo soy  como cualquier  otro. Vigilo  que  nadie lastime a las
chicas y... bueno, como cualquier otro, m°s o menos.
     - ¿Y cu°nto dura todo eso?
     - Depende. A veces tres d¼as, a veces una semana entera.
     -  ¿Y cu°nto cuesta ese viaje de placer? - preguntÁ Noonan, ya pensando
en algo completamente distinto.
     Mosul  respondiÁ, pero  ¸l  no le  prestÁ atenciÁn. Ah¼  est° la  cosa,
pensaba;  varios  d¼as, varias noches; en esas  condiciones  es  simplemente
imposible  vigilar a  Burbridge,  por mucho que se quiera.  Pero  segu¼a sin
entender. Burbridge no  ten¼a piernas, y all¼ estaba el  barranco. No, hab¼a
algo m°s.
     - Entre los de aqu¼, ¿qui¸nes son los clientes habituales?
     - ¿Entre los de aqu¼? Ya se lo dije, los jÁvenes, en su mayor parte. Ya
sabe, Halevy,  Rajba, el  Pollo  Tsapfa,  ese  muchacho,  Zmyg...  El Malt¸s
tambi¸n va con frecuencia. Un lindo grupito. Le dicen la escuela  dominical.
¿Vamos a  la escuela  dominical?, dicen. Se dedican a las seÏoras grandes  y
hacen bastante dinero. Algunas fulanas viejas que vienen de Europa...
     - La escuela dominical... - repitiÁ Noonan.
     Se le hab¼a ocurrido un pensamiento extraÏo. Escuela. Se levantÁ.
     -  Muy bien  -  dijo -.  Al  diablo  con  los picnics. Eso  no es  para
nosotros. Pero enti¸ndeme bien: Cuervo tiene bot¼n y ese negocio es nuestro,
amigo.  Busca,  Mosul,  busca  o te echar¸ a los perros.  DÁnde lo consigue,
qui¸n se lo da. Desc·brelo y daremos un veinte por ciento m°s. ¿Entiendes?
     - Entiendo, patrÁn.
     Mosul  tambi¸n  estaba de  pie, en posiciÁn de firme,  con  la  lealtad
pintada en el rostro manchado de sangre.
     - ¡Mu¸vete!
     Ya en el  bar tomÁ r°pidamente su  aperitivo, charlÁ un rato con Madame
sobre la  decadencia  moral, sugiriÁ que  planeaba  agrandar  el negocio  y,
bajando la voz para lograr  m°s ¸nfasis, le pidiÁ consejo sobre lo que pod¼a
hacer con Benny; el pobre estaba  viejo, sordo y lento  de reacciones; ya no
se mov¼a como antes.
     Ya eran las seis y ten¼a hambre. Un pensamiento le daba  vueltas en  el
cerebro, salido de la nada, pero capaz de explicar muchas cosas. En realidad
ya se hab¼an aclarado muchas; estaba desapareciendo el aura m¼tica que tanto
lo irradiaba y lo fastidiaba en ese asunto. SÁlo quedaba en ¸l la desilusiÁn
de no  haber calculado antes esa posibilidad. Pero lo m°s importante era eso
que segu¼a flotando en su cabeza sin darle paz.
     Se  despidiÁ de Madame, estrechÁ la mano a Benny y fue directamente  al
Borscht.
     El problema es que no  nos damos cuenta de cÁmo se van los aÏos, pensÁ.
Al diablo con los aÏos; no nos damos cuenta de que todo cambia.  Sabemos que
todo cambia, nos enseÏan desde  chicos que todo cambia y  vemos  cambiar las
cosas con  nuestros propios ojos, muchas veces; sin embargo somos totalmente
incapaces de reconocer el momento en que el cambio se produce, o lo buscamos
donde no est°. Ahora hay nuevos merodeadores, creados por la cibern¸tica. El
antiguo merodeador era un tipo sucio y sombr¼o, que se arrastraba cent¼metro
a cent¼metro por la  Zona, de panza, con tozudez de mula, juntando su bot¼n.
El nuevo merodeador es un pisaverde  de corbata fina,  un  ingeniero que  se
sienta a  dos  kilÁmetros de la  Zona con un cigarrillo en la boca y un buen
vaso al lado, sin  nada que  hacer, salvo vigilar unas  pocas  pantallas. Un
caballero a sueldo. Muy lÁgico. Tan  lÁgico que a nadie  se  le ocurren  las
otras posibilidades. Pero hay otras posibilidades: la escuela dominical, por
ejemplo.
     Y de pronto, desde  la nada, surgiÁ una oleada  de desesperaciÁn que lo
tragÁ por completo. Todo  era  in·til, sin  sentido. Dios  m¼o,  pensÁ,
podremos hacer nada!
trabajemos mal, ni porque ellos sean m°s inteligentes, sino porque as! es el
mundo; y as¼ est° el  hombre en  el  mundo.  Si nunca hubi¸ramos  tenido una
VisitaciÁn habr¼a sido otra cosa. Los cerdos siempre encuentran el barro.
     El  Borscht estaba encendido y de ¸l brotaba un olor delicioso. Tambi¸n
el Borscht hab¼a cambiado; ya no hab¼a baile ni diversiones; Gutalin  no iba
m°s,  lo hab¼an hecho  a un  lado.  Y si Redrick Schuhart hubiera asomado la
nariz, probablemente se habr¼a marchado haciendo una mueca. Ernest segu¼a en
la jaula; era la  vieja, su mujer, la que finalmente hab¼a vuelto a poner en
marcha el local,  con una clientela sÁlida y  estable.  Todo el personal del
instituto almorzaba all¼, incluyendo a los funcionarios m°s importantes. Los
reservados eran  bonitos;  la comida,  buena;  los precios,  razonables;  la
cerveza, burbujeante. Una buena taberna a la usanza antigua.
     Noonan  descubriÁ  a Valentine  Pilman  en  uno de  los reservados.  El
laureado cient¼fico tomaba caf¸ y le¼a una revista doblada en dos. Noonan se
acercÁ, preguntando:
     - ¿Puedo sentarme con usted?
     Valentine volviÁ hacia ¸l sus anteojos oscuros.
     - Ah, s¼, por favor.
     - Un segundo. Primero voy a lavarme.
     Acababa de recordar lo de  la  nariz de  Mosul.  All¼ lo conoc¼an bien.
Cuando volviÁ al reservado de Valentine,  le esperaba un plato de  embutidos
humeantes y una jarra de cerveza, ni fr¼a ni caliente, como a ¸l le gustaba.
Valentine dejÁ la revista y tomÁ un sorbo de caf¸.
     - Esc·cheme, Valentine - dijo Noonan, cortando la carne -. ¿CÁmo piensa
que terminar° todo esto?
     - ¿Qu¸ cosa?
     -   La   VisitaciÁn.   Las  Zonas,  los  merodeadores,   los  complejos
militar-industriales... todo. ¿CÁmo puede terminar?
     Valentine lo mirÁ por largo rato con sus lentes negras impenetrables.
     - ¿Para qui¸n? Especifique.
     - Bueno, digamos que para nuestro sector del planeta.
     - Eso  depende de la suerte que tengamos. Ahora sabemos que en  nuestro
sector del  planeta la  VisitaciÁn no dejÁ efectos posteriores, en  su mayor
parte.  Eso no descarta, por supuesto, la posibilidad de que al sacar  todas
esas  castaÏas del fuego  saquemos  algo que  arruine  la  vida, no sÁlo  la
nuestra sino la  de todo el  planeta. Eso ser¼a  mala suerte. Pero  admitir°
usted que esa amenaza pende siempre sobre la humanidad.
     RiÁ entre dientes y prosiguiÁ:
     -  Le  dir¸:  hace tiempo  he  perdido  el h°bito  de  hablar  sobre la
humanidad en general. La humanidad,  como un  todo, es un sistema  demasiado
fijo; no hay modo de cambiarlo.
     - ¿Le parece? Puede ser, qui¸n sabe.
     - Sea sincero, Richard - dijo Valentine, obviamente  entretenido -. ¿En
qu¸ ha cambiado su vida con la VisitaciÁn? Usted  es un hombre de  negocios.
Ahora  sabe que hay  al menos otra criatura  racional en el universo, adem°s
del hombre.
     - ¿Qu¸ puedo decirle?
     Noonan hablaba  en murmullos. Lamentaba haber iniciado la conversaciÁn;
no hab¼a nada de qu¸ hablar.
     - ¿Qu¸ ha cambiado  para  m¼? -  prosiguiÁ -. Bueno,  desde hace varios
aÏos  me siento intranquilo, inseguro. Bien.  Ellos vinieron y se fueron  en
seguida.  ¿Qu¸ pasar¼a si volvieran  y decidieran quedarse? Como  hombre  de
negocios debo tomar esta cuestiÁn en serio: qui¸nes son, cÁmo vinieron y qu¸
necesitan. En  el nivel  m°s b°sico, tengo  que  pensar en  cÁmo  cambiar mi
producciÁn.  Debo  estar  preparado.  ¿Y  si  yo  resultara  ser  totalmente
superfluo en el sistema de ellos?
     Noonan se iba animando.
     - ¿Y si todos somos superfluos? - continuÁ - Escuche, Valentine, ya que
estamos hablando de esto, ¿hay respuesta para estas preguntas? ¿Qui¸nes son,
qu¸ quieren, y si regresar°n?
     - Hay respuestas - dijo Valentine, sonriendo -. Montones de respuestas.
Puede elegir.
     - Y usted, ¿qu¸ piensa?
     - A decir verdad nunca me permit¼ el lujo  de pensar seriamente en eso.
Para m¼  la VisitaciÁn es, fundamentalmente, un acontecimiento ·nico que nos
permite saltar varios  escalones  en el  proceso del conocimiento.  Como  un
viaje al futuro de  la tecnolog¼a. Como si un  generador  cu°ntico  fuera  a
parar al laboratorio de Isaac Newton.
     - Newton no habr¼a entendido nada.
     - Se equivoca. Newton era muy perspicaz.
     - ¿De  veras?  Bueno,  de cualquier modo,  qui¸n habla de  Newton. ¿Qu¸
piensa de la VisitaciÁn? Puede contestar en broma.
     - De acuerdo, le dir¸. Pero debo advertirle  que su  pregunta, Richard,
cae bajo  el rÁtulo de la xenolog¼a. Xenolog¼a: mezcla artificial de ciencia
ficciÁn  y lÁgica formal. Se basa en  la  premisa falsa de que la psicolog¼a
humana es aplicable a los seres inteligentes extraterrestres.
     - ¿Falsa por qu¸? - preguntÁ Noonan.
     -  Porque los  biÁlogos ya  se han roto el  seso tratando de aplicar la
psicolog¼a humana a los animales. Y eran animales terr°queos.
     - PerdÁneme, pero este asunto es muy distinto. Estamos hablando  de  la
psicolog¼a de seres racionales.
     - Si, y todo estar¼a muy bien si supi¸ramos al menos qu¸ es la razÁn.
     - ¿No lo sabemos? - preguntÁ Noonan, sorprendido.
     -  Cr¸ase o no, no lo sabemos. Por lo  com·n se emplea  una  definiciÁn
trivial: la  razÁn es  la parte  de  la  actividad  humana que diferencia al
hombre de  los animales. Es como un intento de distinguir al amo del  perro,
que  comprende  todo pero no  puede  hablar.  En  realidad, esta  definiciÁn
trivial da origen a otra  m°s ingeniosa, basada en la  amarga observaciÁn de
las  actividades  humanas  ya  mencionadas.  Por  ejemplo:  la  razÁn  es la
capacidad que permite a una criatura viva llevar a cabo actos irracionales o
antinaturales.
     -  Si,  eso  se refiere  a nosotros, a  m¼ y  a los que son  como yo  -
concordÁ Noonan, amargamente.
     - Por desgracia.  O qu¸ le parece esta  definiciÁn hipot¸tica: la razÁn
es una  especie de  instinto complejo que a·n no se ha formado del todo. Eso
implica que la conducta instintiva es siempre natural y que persigue un fin.
Dentro de  un millÁn de  aÏos nuestro instinto habr° madurado y dejaremos de
cometer los errores que  probablemente  debemos  a la  razÁn. Y entonces, si
algo cambiara en el universo,  todo  -; nos  extinguir¼amos..., precisamente
porque habr¼amos olvidado  cÁmo  cometer errores,  es  decir,  cÁmo intentar
varios enfoques que no han  sido estipulados por un programa  inflexible  de
alternativas permitidas
     - Usted se las arregla para que suene despectivo.
     - De acuerdo, probemos con otra definiciÁn, una muy noble y sublime. La
razÁn es la capacidad de utilizar las  fuerzas  del medio  sin destruir  ese
medio.
     Noonan hizo una mueca y sacudiÁ la cabeza.
     - No, eso no se refiere a nosotros. ¿Qu¸. le parece ¸sta?  El hombre, a
diferencia del animal, es una  criatura dotada de una indefinible  necesidad
de conocimiento. Lo le¼ en alguna parte.
     - Yo tambi¸n.  Pero el problema consiste en que el hombre com·n (ese en
que usted  piensa al hablar de "nosotros" y  "los otros") supera  con  mucha
facilidad  esa  necesidad de  conocimiento. Ni  siquiera creo  que  haya tal
necesidad. La  hay, s¼, pero de comprender,  y  para  eso no  hace falta  el
conocimiento.  La  hipÁtesis  de  Dios,  por  ejemplo,  nos  proporciona una
oportunidad  incomparablemente  absoluta  de comprenderlo todo  sin  conocer
nada. Da al hombre un sistema muy simplificado del mundo y explica todos sus
fenÁmenos  sobre la  base de ese sistema.  Esa clase de enfoques no requiere
conocimiento  de ninguna  especie.  SÁlo  unas pocas fÁrmulas  aprendidas de
memoria, m°s lo que la gente llama intuiciÁn y lo que llama sentido com·n.
     - Un momento - dijo Noonan.
     TerminÁ su  cerveza y depositÁ  ruidosamente la  jarra sobre  la  mesa.
Despu¸s contestÁ:
     - No se salga  del tema. Volvamos  al tema de nuestra  conversaciÁn. El
hombre se  encuentra con una  criatura extraterrestre. ¿CÁmo descubren ambos
que los dos son criaturas racionales?
     - No tengo la menor idea  - dijo Valentine, con gran placer -.  Todo lo
que  he le¼do sobre ese tema cae en  un c¼rculo  vicioso. Si son  capaces de
establecer contacto, son  racionales.  Y  viceversa;  si son  racionales son
capaces de establecer contacto. Y en general: si una criatura extraterrestre
tiene el honor de dominar una psicolog¼a humana, es racional. Una cosa as¼.
     -  ¿Ah, s¼?
cosa en su casillero!
     -  Los monos  tambi¸n  pueden  poner  cosas  en  casilleros  -  replicÁ
Valentine.
     - No, espere  - exclamÁ Noonan, sinti¸ndose defraudado por alg·n motivo
-. Si no saben cosas tan simples como ¸sa... Bueno, al diablo  con la razÁn.
Por  lo  visto  es  un  verdadero  pantano.  Okey,  pero  ¿qu¸ pasa  con  la
VisitaciÁn? ¿Qu¸ piensa usted de la VisitaciÁn?
     - Ser° un placer. Imagine un picnic.
     Noonan se estremeciÁ.
     - ¿Qu¸ dijo?
     - Un picnic. Imagine un bosque, una pradera. Un coche sale de la ruta y
se  de ¸l baja  un grupo  de  gente joven,  con botellas, cestos  de comida,
radios  a  transistores y  m°quinas  fotogr°ficas.  Encienden  fuego,  arman
carpas, ponen m·sica. Por la maÏana se marchan. Los animales,  los p°jaros y
los insectos que  los han  estado  observando  horrorizados durante la larga
noche vuelven a salir de sus escondrijos. ¿Y con qu¸  se encuentran? Nafta y
aceite  derramados  en  el  pasto.  V°lvulas  y filtros usados,  estropajos,
bombitas  quemadas  y  alguna llave inglesa  que alguien  olvidÁ. Manchas de
aceite en el estanque.  Y tambi¸n,  por supuesto,  las basuras de costumbre:
corazones  de manzana,  envolturas de  caramelos,  restos chamuscados  de la
hoguera, latas, botellas,  un paÏuelo,  una navaja,  periÁdicos destrozados,
monedas, flores marchitas recogidas en otra pradera.
     - Ya entiendo; un picnic junto al camino.
     -  Precisamente.  Un  picnic junto a alg·n camino del  cosmos.  Y usted
pregunta si van a volver.
     - D¸jeme fumar un  cigarrillo.
imaginado todo muy distinto.
     - Est° en su derecho.
     - Eso significa que ni siquiera repararon en nosotros.
     - ¿Por qu¸?
     - Bueno al menos que no nos prestaron atenciÁn.
     - En su lugar, yo no me preocupar¼a por eso, ¿sabe?
     Noonan aspirÁ el humo, tosiÁ y arrojÁ el cigarrillo.
     -  No me preocupo  -  dijo, terco -.  No puede ser  as¼.
todos ustedes, los cient¼ficos! ¿De dÁnde sacan  tanto disgusto con respecto
al hombre? ¿Por qu¸ tratan siempre de poner a la humanidad por el suelo?
     - Un momento - dijo Valentine -. Escuche: - y citÁ:
     - "¿Me Pregunta usted en qu¸  consiste la  grandeza del hombre? ¿En que
recrea la naturaleza? ¿En que domina las fuerzas cÁsmicas? ¿En que conquistÁ
el planeta en  poco tiempo y abriÁ una ventana  al universo?
pesar  de  todo   eso,   ha  sobrevivido   y  tiene  intenciones  de  seguir
sobreviviendo en el futuro".
     Hubo un silencio. Noonan pensaba.
     -  No se deprima - le dijo Valentine, con  amabilidad -, Eso del picnic
es  una  teor¼a   m¼a,  nada  m°s.  Ni  siquiera  una  teor¼a:  imaginaciÁn,
simplemente. Los  xenÁlogos  serios  est°n trabajando en versiones mucho m°s
consistentes y halagadoras para la vanidad humana. Por  ejemplo, que todav¼a
no se produjo la VisitaciÁn,  sino que est° por venir. Una cultura altamente
racional arrojÁ envases con  artefactos de  su civilizaciÁn hacia la Tierra.
Esperan que  estudiemos  esos  artefactos, que  demos  un  gigantesco  salto
tecnolÁgico  y  que enviemos una seÏal  de respuesta, indicando  que estamos
listos para el contacto. ¿Le gusta ¸sa?
     -  Es mucho mejor. Veo que, despu¸s  de todo, entre los cient¼ficos hay
gente decente.
     - Aqu¼ tiene otra. La VisitaciÁn ha tenido lugar, pero no ha terminado,
ni  por  asomo.  Estamos  en contacto  incluso  mientras hablamos, aunque no
tenemos conciencia de ello. Los  visitantes viven en la  Zona y nos observan
cuidadosamente,  mientras  nos  preparan  para las  crueles  maravillas  del
futuro.
     -
hay en las ruinas de la f°brica. A propÁsito, su picnic no explica eso.
     - ¿CÁmo que no? Alguna  de las niÏas pudo olvidar su osito a  cuerda en
la pradera.
     - ¡Vamos! ¡Lindo osito!
parece si tomamos una cerveza? ¡Rosalie!
Es  muy  agradable charlar con usted, ¿sabe?  Me despeja el cerebro, como si
echara sal Inglesa  en el cr°neo. Uno trabaja y trabaja, y acaba por olvidar
para qu¸, y lo que pasa, y cÁmo disfrutar de la vida.
     Vino la cerveza. Noonan tomÁ un sorbo, mirando a Valentine por sobre la
corona de espuma. Øste examinaba su jarrita con cara de disgusto.
     - ¿No le gusta?
     - Generalmente no bebo - respondiÁ Valentine, no muy seguro.
     - ¿En serio?
     -
cerveza -. Ya que estamos, p¼dame un coÏac.
     -
     LlegÁ el coÏac.
     - Pero,  en verdad, ustedes no deber¼an seguir as¼ -  dijo Noonan -. No
hablo de su picnic, que ya es demasiado; pero aunque aceptemos la versiÁn de
que esto  es un preludio al contacto, sigue sin gustarme.  Comprendo eso  de
los brazaletes y los vac¼os,  pero ¿qu¸ sentido tienen  la jalea  de brujas,
las ronchas de mosquitos y esa horrible pelusa?
     - PerdÁn - dijo Valentine, tomando  una rodaja de limÁn -. No comprendo
esa terminolog¼a. ¿Qu¸ roncha?
     Noonan se echÁ a re¼r.
     -  Son t¸rminos  populares, el argot de los merodeadores, lo que se usa
en  el  comercio.  Las  ronchas de  mosquitos son  las zonas de  gravitaciÁn
acentuada.
     - Ah, los  graviconcentrados. Gravedad dirigida. Eso es  algo de lo que
me  gustar¼a  hablar durante un par de horas, pero usted no comprenderla una
palabra.
     - ¿Por qu¸ no? Soy ingeniero, ¿sabe?
     - Porque yo mismo no entiendo. Tengo sistemas de ecuaciones, pero no la
forma de interpretarlas. Y la jalea de brujas, ¿es el gas coloidal?
     - Exactamente.  ¿OyÁ  hablar  de  esa cat°strofe  en  los  laboratorios
Currigan?
     - Algo me dijeron.
     -  Esos idiotas pusieron  un  envase de porcelana  con esa jalea en  un
cuarto especial, completamente aislados. Es decir, ellos creyeron que estaba
aislado.  Y cuando abrieron  el  envase,  mediante manipuladores,  la  jalea
atravesÁ  el  metal y el  pl°stico y  pasÁ afuera, como agua por un colador.
Todo lo  que tocÁ se convirtiÁ  tambi¸n en jalea. Murieron  treinta y  cinco
personas, hubo m°s de cien heridos que quedaron lisiados y todo  el edificio
quedÁ destruido.  ¿Conoc¼a las instalaciones?
ha filtrado hasta el sÁtano y los pisos  inferiores. Lindo  preludio para un
contacto.
     Valentine hizo una mueca.
     - SI, estaba enterado de todo eso. Pero  estaremos de acuerdo, Richard,
en que los visitantes no tuvieron nada que ver con eso. No pod¼an conocer la
existencia de nuestros complejos de industria militar.
     - Debieron saberlo - insistiÁ Noonan,
     - Tal  vez ellos responder¼an  que esos complejos hace tiempo  debieron
haber desaparecido.
     -  Seguro.  Y ellos mismos  debieron  encargarse de eso, ya que son tan
poderosos.
     - ¿Sugiere  usted  una interferencia en los asuntos internos de la raza
humana?
     -
Dej¸moslo  as¼. Propongo  que volvamos al  principio de  nuestra  discusiÁn.
¿CÁmo  terminar°  todo  esto? Usted,  por  ejemplo;  es  cient¼fico.  ¿Tiene
esperanzas de que obtengamos algo fundamental de la Zona, algo que altere la
ciencia, la tecnolog¼a, nuestro modo de vida?
     Valentine se encogiÁ de hombros.
     -  Se  equivoca  de puerta,  Richard. No me gusta fantasear  porque s¼.
Cuando el tema  es  serio  prefiero  volverme  a  un  saludable  y  prudente
escepticismo. Bas°ndonos  en lo que ya hemos recibido hay un amplio espectro
de posibilidades; no puedo decir nada concreto.
     -  Muy bien,  probemos  otro  enfoque.  Seg·n  su opiniÁn:  ¿qu¸  hemos
recibido hasta ahora?
     - Le  parecer° divertido, pero es  muy poco. Hemos desenterrado  muchos
milagros; en unos  pocos casos descubrimos cÁmo emplear esos  pocos milagros
en  provecho  propio. Un  mono oprime un  botÁn  rojo y obtiene  una banana;
oprime uno blanco y obtiene una naranja; pero no sabe cÁmo obtener bananas y
naranjas sin los botones.  Tampoco  entiende qu¸ relaciÁn tienen los botones
con la  fruta.  F¼jese en los as¼-as¼, por ejemplo.  Descubrimos el  modo de
emplearlos. Hasta llegamos a descubrir las circunstancias bajo las cuales se
multiplican, por un proceso similar a  la divisiÁn  celular. Pero todav¼a no
hemos  podido hacer un solo as¼-as¼. Ni siquiera sabemos cÁmo funcionan, y a
juzgar  por las  evidencias  actuales pasar° mucho tiempo antes  de  que  lo
sepamos,
     "Lo dir¸ de otro modo. Hay objetos a los cuales hemos hallado utilidad.
Los empleamos, pero casi con seguridad no les damos el uso que les daban los
visitantes.  Estoy  seguro  de que en la gran mayor¼a de  los  casos estamos
martillando clavos con microscopios. Pero al menos damos  utilidad a algunas
cosas: los as¼-as¼ y los brazaletes,  con los  que estimularnos los procesos
vitales. Y  varios  tipos de masas  cuasi biolÁgicas, que han  provocado una
revoluciÁn  en  la  medicina.  Hemos recibido nuevos tranquilizantes  nuevos
tipos de  fertilizantes minerales, que son una  novedad en  la  agricultura.
Pero  para qu¸ hacer una lista. Usted lo sabe mejor que  yo; veo  que usa un
brazalete. Digamos que este grupo de objetos es ben¸fico. Se puede decir que
han  beneficiado a la humanidad en cierto grado, aunque no  debemos  olvidar
que, en nuestro mundo euclidiano, cada palo tiene dos extremos.
     - ¿Aplicaciones indeseables?
     - Exactamente. Por ejemplo, el  uso  de los  as¼-as¼  en  la  industria
b¸lica.  Pero no es de  eso de lo que estoy hablando. Ya se  ha estudiado  y
explicado,  m°s  o  menos,  el  efecto de  los  objetos  ben¸ficos.  Nuestra
tecnolog¼a   avanza.  Dentro  de  cincuenta  aÏos,  o  m°s,  sabremos   cÁmo
fabricarlos por nuestra  cuenta y podremos roer  huesos a gusto. Pero con el
otro grupo de objetos  las cosas son m°s  complicadas,  porque no  les hemos
hallado  aplicaciÁn;  sus  cualidades,  en el marco  de  nuestros  conceptos
presentes, nos son definitivamente incomprensibles.  Las trampas magn¸ticas,
por  ejemplo.  Sabemos que son trampas magn¸ticas; Panov  lo probÁ con mucha
inteligencia, Pero no  conocemos la fuente  de ese poderoso campo magn¸tico,
ni  qu¸  causa  su  superestabilidad. En  lo  que a  ellos  se  refiere,  no
entendemos   nada.  SÁlo  podemos  tejer  fant°sticas   teor¼as  acerca   de
propiedades del  espacio que hasta ahora  no hablamos sospechado. O el K-23.
¿CÁmo lo llaman? Esas lindas cuentas negras que se usan en joyer¼a.
     - Gotitas negras.
     -  Eso  es, las gotitas negras. El  nombre es adecuado. Bueno, usted ya
conoce  sus  propiedades.  Si  uno proyecta  un  rayo  de luz en una de esas
cuentas, la transmisiÁn de la luz  se  demora, y esa demora depende del peso
de la cuenta  y de varios par°metros m°s. Y  la  unidad de  luz que  sale es
siempre menor que la entrada. ¿Qu¸  es esto?  ¿Por qu¸  se  produce? Hay una
descabellada  teor¼a,  seg·n  la  cual  las  gotitas  negras son gigantescas
expansiones de espacio con propiedades distintas a las del nuestro, y que se
han comprimido bajo la influencia de nuestro espacio.
     Valentine suspirÁ profundamente y concluyÁ:
     -  En pocas  palabras, los  objetos  de  este segundo grupo  no  tienen
aplicaciÁn alguna para la vida humana actual, aunque desde un punto de vista
puramente cient¼fico son de una importancia fundamental. Son  respuestas que
nos han ca¼do del cielo antes de que  pudi¸ramos plantearnos las  preguntas.
Tal  vez  Sir Isaac  no  habr¼a podido desentraÏar los L°ser,  pero al menos
habr¼a comprendido que  son posibles y eso habr¼a tenido una gran influencia
en su criterio cient¼fico. No quiero  entrar en detalles, pero la existencia
de objetos tales como las trampas magn¸ticas, el K-23 y el anillo  blanco ha
invalidado   muchas  de  nuestras  teor¼as  recientes,  para  aportar  ideas
completamente nuevas. Y todav¼a hay un tercer grupo.
     - S¼ - dijo Noonan -, la jalea de brujas y otras mercader¼as.
     - No,  no. Esos pueden entrar en la  primera o en la segunda categor¼a.
Hablo de  objetos de los que no sabemos nada o tenemos sÁlo conocimientos de
o¼das.  Esas cosas que  los merodeadores  nos sacaron bajo nuestras narices,
para venderlas Dios sabe a qui¸n, o para esconderlas. Cosas de las que nadie
habla.  Cosas que  se han convertido en leyendas, o casi,  La M°quina de los
deseos, Dick el Vagabundo y los fantasmas alegres.
     -
menos lo imagino, pero...
     Valentine se echÁ a re¼r.
     -  Ya  ve  que tambi¸n nosotros  tenemos nuestro vocabulario comercial.
Dick el Vagabundo... es el hipot¸tico osito a cuerda que hace estragos en la
vieja  planta. Y  el fantasma alegre es cierta peligrosa  turbulencia que se
produce en algunos sectores de la Zona.
     - Primera vez que los oigo nombrar.
     - ¿Comprende, Richard? Hace veinte aÏos que escarbamos en la Zona, pero
todav¼a no sabemos ni la  mil¸sima  parte de lo que contiene.  Y  si vamos a
hablar de  los efectos de la Zona sobre el hombre... A propÁsito, al parecer
vamos a  tener que agregar otra categor¼a, un cuarto  grupo. No de  objetos,
sino de efectos. Este grupo ha sido vergonzosamente descuidado aunque, en lo
que  a m¼  ataÏe, hay hechos de sobra para investigar. A  veces,  Richard, a
veces se me ponen los pelos de punta cuando pienso en esos hechos.
     - Los zombies - propuso Noonan.
     - ¿Qu¸? Oh,  no, eso es meramente  enigm°tico.  CÁmo le dir¸... Es algo
que  al  menos podemos imaginar.  Me  refiero cosas  que  comienzan  a pasar
s·bitamente, sin motivos; fenÁmenos ni f¼sicos ni biolÁgicos.
     - Ah, se refiere a los emigrantes.
     -  Exactamente. La estad¼stica es una ciencia muy  precisa,  como usted
sabe, aunque se maneja con sucesos de azar. Adem°s es  una ciencia elocuente
y bella.
     Valentine  parec¼a  estar achispado. Hablaba m°s alto, se  le subido el
color  a  las  mejillas y  las  cejas  asomaban  por encima de  sus anteojos
ahumados, convirti¸ndole la frente en una tabla de lavar.
     - Me gustan los abstemios - dijo Noonan.
     -
decirle? Es muy extraÏo.
     AlzÁ la copa, bebiÁ la mitad de un solo trago y prosiguiÁ.
     -  No  sabemos qu¸  pasÁ con los pobres Harmonitas en el momento de  la
VisitaciÁn,  pero  ahora  uno de ellos decide emigrar, el m°s t¼pico de  los
hombres  comunes.  Un peluquero,  hijo y  nieto de  peluqueros.  Se  muda  a
Detroit,  digamos.  Abre una  peluquer¼a. Y  entonces  empieza el baile.  El
noventa  por  ciento  de  sus  clientes  muere  en el curso  de  un  aÏo: en
accidentes de tr°nsito, cay¸ndose por cualquier ventana, v¼ctimas de mafioso
o asaltantes, ahog°ndose en aguas  playas, etc¸tera, etc¸tera.  En Detroit y
sus suburbios  se produce  una  cantidad de desastres naturales:  de  pronto
aparecen  en la  zona  tifones y tornados que no se han  visto desde  el mil
ochocientos y pico. Toda esa clase de cosas. Y  tales cataclismos ocurren en
cualquier ciudad en que se  establece un  emigrante venido de cualquiera  de
las  Zonas. El n·mero  de cat°strofes es directamente proporcional al n·mero
de emigrantes que  se  hayan  instalado  en la ciudad. Adem°s hay que  hacer
notar  que  esa reacciÁn se produce sÁlo ante la presencia de emigrantes que
viv¼an aqu¼ en el momento de la VisitaciÁn. Quienes nacieron despu¸s de ella
no  influyen sobre  las estad¼sticas de accidentes y  desastres. Usted lleva
diez  aÏos viviendo aqu¼,  pero se mudÁ  despu¸s de la VisitaciÁn; no habr¼a
problemas en reubicarlo, aunque fuera en el Vaticano. ¿CÁmo se explica esto?
¿Qu¸ debemos descartar, las estad¼sticas o el sentido com·n?
     Valentine tomÁ  su vaso y terminÁ la bebida de un trago. Richard Noonan
se rascÁ la cabeza.
     - Humm, s¼.  Ya hab¼a o¼do hablar de  eso, claro, pero... este... pens¸
que eran... exageraciones, por decirlo suavemente. Realmente, desde el punto
de vista de nuestra ciencia, altamente desarrollada...
     - O,  por ejemplo,  el efecto de  mutaciones que  provoca  la Zona - le
interrumpiÁ Valentine.
     Se quitÁ los anteojos y mirÁ a Noonan con ojos oscuros y miopes.
     - Cualquiera que  pase determinada cantidad de tiempo dentro de la Zona
sufre cambios, fenot¼picos y genot¼picos. Ya sabe  usted  qu¸ clase de hijos
pueden  tener los merodeadores, y sabe tambi¸n qu¸ les pasa a  ellos mismos.
¿Por qu¸? ¿DÁnde  est° el factor de mutaciÁn?  En la Zona no hay  radiaciÁn.
Aunque el aire y el suelo tienen all¼  una estructura qu¼mica particular, no
presentan   ning·n   peligro   de  mutaciÁn.   ¿Qu¸   debo   hacer  en  esas
circunstancias? ¿Creer en brujer¼as, en el mal de ojo?
     -  Estoy  de acuerdo.  Pero, francamente, me preocupan  mucho  m°s  los
cad°veres revividos que  sus  estad¼sticas.  Especialmente  porque  nunca he
visto las estad¼sticas, pero a los zombies s¼... y los he olido.
     Valentine descartÁ aquella afirmaciÁn con un gesto de la mano.
     - Zombies, bah. Tendr¼a que  darle vergÍenza, Richard. Despu¸s de todo,
usted es hombre instruido. En primer lugar, no son cad°veres. Son moldeados,
reconstrucciones  sobre el esqueleto,  maniqu¼es. Y le aseguro que, desde el
punto de vista de  los principios fundamentales, sus  moldeados  no  son m°s
sorprendentes que las pilas eternas. Lo que ocurre es que los as¼-as¼ violan
la primera ley de la termodin°mica y los moldeados violan  la segunda. Todos
somos  hombres de las cavernas, en un sentido o en otro. No podemos imaginar
nada m°s Espantoso que un fantasma. Pero la violaciÁn a la ley de casualidad
es mucho m°s espantosa que  toda una estampida de fantasmas. Y que todos los
monstruos, de Rubinstein. ¿O era...?
     - Frankenstein.
     -  Ah, s¼,  Frankenstein. La seÏora Shalley. La esposa del poeta.  O la
hija,
     De pronto se echÁ a re¼r, y agregÁ:
     - Nuestros moldeados poseen una extraÏa propiedad: posibilidad de  vida
autÁnoma. Por ejemplo, si usted les corta  una  parte del  cuerpo, esa parte
sigue  viviendo. Por  su cuenta.  Sin necesidad  de  nutrirla con soluciones
fisiolÁgicas. Hace poco  trajeron uno de esos  al Instituto. Me lo contÁ  un
ayudante de laboratorio de Boyd.
     Valentine soltÁ una estruendoso carcajada.
     - ¿No es hora de que nos vayamos, Valentine? - preguntÁ Noonan, echando
una ojeada a su reloj -. Tengo algunos asuntos importantes que atender.
     - Vamos.
     Valentine  intentÁ  meter la cara  en  los  anteojos;  al  fin tuvo que
tomarlos con las dos manos para pon¸rselos sobre la cara.
     - ¿Tiene coche? - preguntÁ.
     - SI; lo llevo.
     Pagaron la cuenta y se dirigieron hacia la puerta.  Valentine no dejaba
de hacer  venias burlonas  a algunos empleados de laboratorio que observaban
con curiosidad  a aquel f¼sico  de fama internacional. Ya en la puerta se le
cayeron  los anteojos por  saludar al sonriente portero;  los  tres lanzaron
sendos manotazos para atajarlos.
     -  MaÏana tengo  que hacer un experimento.  Es  muy  interesante, sabe,
murmurÁ Valentine mientras sub¼a al automÁvil.
     PasÁ a describir el experimento. Noonan lo llevÁ hacia  el  complejo de
ciencias.
     Ellos tambi¸n tienen  miedo,  pensaba al volver  al coche. Tambi¸n  los
tragalibros est°n asustados, Y  as¼  debe ser.  Ellos tendr¼an que estar m°s
asustados que todos  nosotros untos,  la gente com·n. Nosotros no entendemos
nada; ellos, en cambio, entienden lo mucho que no entienden. Miran dentro de
un pozo sin fondo y saben que inevitablemente deben  descender a  ¸l. Se les
estruja el  corazÁn,  pero  tienen  que bajar,  y lo importante  es: ¿podr°n
volver a subir?  Mientras tanto  nosotros, los meros mortales,  apartamos la
vista, por decirlo as¼. Bueno, tal vez as¼ debe ser. Que todo siga su curso,
que nosotros seguiremos el nuestro.  Øl ten¼a razÁn: el  acto m°s heroico de
la humanidad ha  sido sobrevivir y querer seguir sobreviviendo. Pero aun as¼
¸l mandar¼a a los  visitantes al demonio, si pudiera. Por qu¸ no hicieron el
picnic  en  otra parte. En la Luna, o en Marte. In·tiles  sin corazÁn,  como
todo el resto, aunque en verdad sepan comprimir el espacio. As¼ que hicieron
un picnic. Un picnic.
     ¿Cu°l es la mejor  manera de tratar  con mis organizadores de picnics?,
pensÁ, mientras conduc¼a lentamente  por las calles mojadas y llenas de luz.
¿Cu°l es el modo m°s inteligente? Seguir la ley del menor esfuerzo,  como en
mec°nica.  ¿Para qu¸ diablos sirve  ese est·pido  diploma de ingeniero si ni
siquiera puedo hallar la forma de atrapar a ese rengo hijo de puta?
     EstacionÁ el coche frente a la casa donde viv¼a Redrick  Schuhart  y se
quedÁ sentado, planeando el modo de abrir la conversaciÁn. Despu¸s retirÁ el
as¼-as¼  y  bajÁ  del  auto.  Reci¸n  entonces  notÁ  que  la  casa  parec¼a
deshabitada. Casi todas las ventanas estaban a oscuras; no hab¼a nadie en el
parque y hasta las luces  exteriores estaban apagadas. Eso le recordÁ lo que
estaba  a punto  de ver, haciendo que  se  estremeciera. Hasta  pensÁ en  la
posibilidad de telefonear a Schuhart y hablar con ¸l en el coche o  en alg·n
bar tranquilo, pero rechazÁ la idea por muchos motivos.  Adem°s, se dijo, no
es cosa  de comportarse como todos esos personajes que huyen como  las ratas
del barco que se hunde.
     EntrÁ  por  la  puerta  principal  y  subiÁ  lentamente  las  escaleras
polvorientas. Todo  estaba silencioso;  muchas de las puertas  instaladas en
los rellanos estaban entornadas o completamente abiertas;  los departamentos
ol¼an a tierra y a humedad. Se detuvo ante la puerta de Redrick, se alisÁ el
pelo,  aspirÁ profundamente  y  tocÁ el  timbre. Por un rato  no hubo  ruido
alguno del otro lado;  al cabo crujiÁ el piso, girÁ la cerradura y la puerta
se abriÁ silenciosamente. Noonan no hab¼a o¼do los pasos.
     En  el vano apareciÁ  Monita, la hija de  Schuhart.  Una luz  brillante
emerg¼a del vest¼bulo, y al principio Noonan sÁlo pudo ver la silueta oscura
de la niÏa. NotÁ  lo mucho que hab¼a crecido en los ·ltimos  meses, pero  en
seguida ella dio un paso atr°s, hacia el vest¼bulo, con  lo cual la  cara le
quedÁ a la vista. Noonan sintiÁ la garganta seca por un segundo.
     - Hola,  Mar¼a - dijo, tratando de ser tan gentil como fuera posible -.
¿CÁmo est°s, Monita?
     Ella  no  respondiÁ.  RetrocediÁ   silenciosamente  hacia  el   living,
mir°ndolo  por  debajo  de  las  cejas,  como si  no lo reconociera. A decir
verdad, tampoco ¸l pod¼a reconocerla. Es la Zona, pensÁ. MaldiciÁn.
     - ¿Qui¸n es? - preguntÁ Guta, asom°ndose desde la cocina -.
es Dick! ¿DÁnde te hab¼as metido? ¿Sabes?
     CorriÁ hacia ¸l sec°ndose las manos con el repasador que le colgaba del
hombro.  Todav¼a era hermosa, en¸rgica, fuerte, pero  se la notaba fatigada;
la cara  le hab¼a adelgazado y tenla los ojos... ¿afiebrados, tal vez? Øl le
dio un beso en la mejilla y le entregÁ el sombrero y el impermeable.
     - Disculpa, disculpa, pero no ten¼a tiempo para venir. ¿Est° aqu¼?
     -  Est° -  replicÁ Guta -. Est° con  alguien, pero supongo  que  se ir°
pronto, porque hace rato que vino. Vamos, pasa, Dick.
     Øl  dio  varios pasos  por el vest¼bulo y se  detuvo  en  la puerta del
living. Ante  la  mesa  habla  un  hombre  sentado.  Un  moldeado.  InmÁvil,
ligeramente inclinado. La  luz  rosada de la l°mpara le ca¼a  sobre  la cara
ancha y oscura,  iluminando la boca hundida y sin dientes, los ojos quietos,
sin  brillo. Noonan percibiÁ  inmediatamente  el olor.  Sab¼a  que  era sÁlo
imaginaciÁn, que el olor  duraba sÁlo  unos  pocos d¼as antes de desaparecer
por completo, pero Richard Noonan lo percibiÁ con la memoria: el olor f¸tido
y denso de la tierra removida.
     - Podemos ir a la cocina - se apresurÁ a decir Guta -. Estoy preparando
la comida. As¼ podremos charlar.
     -
que me gusta tomar un trago antes, de cenar, ¿verdad?
     Pasaron a la cocina. Guta abriÁ  la heladera mientras Noonan se sentaba
a  la mesa y miraba a su alrededor. Como  de costumbre, todo estaba limpio y
brillante; en  las hornallas hab¼a cacerolas humeantes. La cocina era nueva,
semiautom°tica; eso quer¼a decir que en la casa hab¼a dinero.
     - Bueno, dime cÁmo est° - preguntÁ.
     - Igual. PerdiÁ peso en la c°rcel, pero ya lo estoy engordando.
     - ¿Sigue pelirrojo?
     -
     - ¿Y de pocas pulgas?
     -
un Bloody Mary. La capa transparente de vodka ruso parec¼a flotar en la capa
de jugo de tomate. - ¿Demasiado?
     - No, est° justo.
     Noonan bajÁ  el  contenido del vaso.  Era el  primer  trago  fuerte que
tomaba en todo el d¼a.
     - Ahora me siento mejor - dijo.
     - Y t·, ¿andas bien? - preguntÁ Guta  -. ¿Por qu¸  pasaste tanto tiempo
sin venir?
     - Esos malditos negocios.  Todas las semanas quer¼a llegarme hasta aqu¼
o por lo menos llamar por  tel¸fono,  pero primero tuve  que ir a RexÁpolis;
despu¸s hubo  mucho  trabajo,  y  finalmente me  dijeron que  Redrick  hab¼a
vuelto; pens¸ que ser¼a mejor dejarlos solos por unos d¼as. Realmente, estoy
enloquecido, Guta, A veces me  pregunto  para qu¸ diablos corro tanto.  Para
hacer  dinero,  pero para  qu¸ quiero  dinero si  no  hago  m°s  que  correr
haci¸ndolo.
     Guta tapÁ  las  ollas con gran estruendo, sacÁ un  atado de cigarrillos
del  estante  y  se sentÁ  a  la  mesa, frente a Noonan, con los ojos bajos.
Noonan buscÁ su encendedor y le dio fuego. Y una vez m°s, por segunda vez en
su vida,  vio que a Guta  le temblaban  las manos;  como aquella vez, cuando
acababan de  sentenciar a Redrick y Noonan fue a llevarle alg·n dinero. Ella
tuvo muchos problemas  al principio; no dispon¼a de un centavo, ni  ten¼a en
el vecindario quien le prestara. De pronto empezÁ a disponer de dinero, y en
grandes sumas, a  juzgar por las evidencias; Noonan  ten¼a una idea bastante
aproximada con respecto al origen, pero siguiÁ visit°ndola. Llevaba dulces y
juguetes a Monita,  pasaba tardes enteras  tomando caf¸  con Guta, planeando
una vida nueva y  feliz para Redrick. Despu¸s de  haberla escuchado iba a la
casa de  los  vecinos  y trataba  de hacerlos  entrar en  razÁn;  explicaba,
sobornaba o, ya acabada su paciencia,  irrump¼a en amenazas: "Saben que  Red
va a volver y los va a hacer pedazos". Pero no serv¼a de nada.
     - ¿CÁmo est° tu novia? - preguntÁ Guta.
     - ¿Qu¸ novia?
     - La que vino contigo aquella vez, esa rubia.
     -
     -  Tendr¼as que  casarte,  Dick. ¿No quieres  que  te presente a alguna
muchacha?
     Noonan iba a darle la respuesta de costumbre: "Bueno, estoy esperando a
que Monita termine de crecer". Pero no pudo. No iba a salirle nunca m°s.
     - Lo que necesito no  es una esposa, sino una  secretaria - protestÁ -.
¿Por  qu¸ no abandonas a  ese  infernal  pelirrojo  y  vienes  a hacerme  de
secretaria? Eras una maravilla. El viejo Harris todav¼a se acuerda de ti.
     - No lo dudo. Me quedaba la mano amoratada de tanto pegarle.
     - ¡No me digas! - exclamÁ Noonan, fingiendo sorpresa -.
     -
enterara.
     Monita entrÁ  silenciosamente y se demorÁ junto a la  puerta. MirÁ  las
cacerolas, mirÁ a Richard  y finalmente se arrimÁ a su madre para recostarse
contra ella, con la cara vuelta hacia otro lado.
     - ¿Qu¸ tal, Monita? - dijo Richard, animoso -. ¿Quieres chocolate?
     SacÁ del bolsillo superior una  barra de chocolate envuelta en pl°stico
y  la tendiÁ a la niÏa. Ella no se moviÁ. Guta tomÁ la barra y la dejÁ sobre
la mesa. Ten¼a los labios p°lidos.
     - Bueno, Guta,  ¿sabe  que  he decidido  mudarme? ProsiguiÁ ¸l, siempre
animoso -, Estoy cansado de vivir en hoteles; y tan lejos del Instituto.
     - Comprende cada vez menos - dijo Guta suavemente casi nada, ya.
     Øl se interrumpiÁ,  levantÁ  el  vaso con  ambas  manos y lo hizo girar
distra¼damente.
     - No has preguntado cÁmo nos va - continuÁ ella -. Y tienes razÁn. Pero
eres un viejo amigo, Dick,  y no tenemos secretos para ti. De cualquier modo
no hay forma de guardar ese secreto.
     - ¿La han llevado a un m¸dico? - preguntÁ ¸l, sin levantar la vista.
     - S¼. No pueden hacer nada. Uno de ellos dijo...
     Guta se  interrumpiÁ. Tambi¸n  ¸l  guardÁ  silencio. No hab¼a nada  que
decir y tampoco quer¼a pensar en  eso.  De  pronto  se  le ocurriÁ una  idea
horrible: era una invasiÁn. No se trataba de un picnic junto al camino ni de
un  preludio al Contacto,  sino de una invasiÁn. Como no pueden cambiarnos a
nosotros, pensÁ, se meten en el cuerpo de nuestros hijos y los transforman a
su imagen y semejanza. SintiÁ un escalofr¼o, pero entonces recordÁ que hab¼a
le¼do algo  por el  estilo en  un  libro barato de cubierta chillona,  y  se
sintiÁ mejor. Uno es capaz de imaginar cualquier  cosa. Y la vida real no es
nunca como uno imagina.
     - Uno de ellos dijo que ya no es humana.
     - Tonter¼as - replicÁ Noonan con  voz hueca -. Tendr¼an que  ver  a  un
buen especialista. ¿Por qu¸ no  van a ver a James Cutterfield? Si quieren yo
puedo hablarle y combinar una cita.
     - ¿Te refieres  al Matasanos? - PreguntÁ ella, riendo  nerviosamente -.
Gracias, no te molestes. Øl fue quien dijo eso. Creo que es el destino.
     Cuando Noonan se atreviÁ a  levantar  la  vista,  Monita se hab¼a ido y
Guta  permanec¼a inmÁvil, con  la boca entreabierta y los ojos vac¼os; en la
punta de su  cigarrillo habla un largo cilindro de ceniza. Øl empujÁ el vaso
hacia ella.
     - Prep°rame otro, por favor, y uno para ti, Bebamos un poco.
     CayÁ la ceniza. Guta buscÁ el cenicero para dejar la colilla; acabÁ por
arrojarla en el tacho de la basura.
     -  Por qu¸, eso es  lo que no  puedo  entender,  en la ciudad hay mucha
gente m°s mala que nosotros.
     Noonan  creyÁ que  estaba por llorar, pero  no fue  as¼.  Ella abriÁ la
heladera, sacÁ el vodka y el jugo y tomÁ otro vaso del armario.
     -  No pierdas la  esperanza. Todo se arregla en esta  vida. Y  yo tengo
conexiones muy importantes, Guta, cr¸eme. Har¸ todo lo que pueda.
     Lo dec¼a sinceramente; incluso estaba repasando mentalmente la lista de
los conocidos que  ten¼a en diversas ciudades; le parec¼a haber  o¼do hablar
de  casos  similares  que hab¼an terminado  bien. SÁlo  hac¼a falta recordar
dÁnde  era  y de qu¸  m¸dico  se trataba.  Pero  entonces  recordÁ  al seÏor
Lemehen, y recordÁ  tambi¸n por qu¸ se hab¼a hecho amigo de Guta, y no quiso
pensar m°s en todo eso. BorrÁ  todos sus pensamientos  sobre  conexiones, se
acomod¸ en la silla y se relajÁ para esperar su copa.
     Hubo  un  ruido  de pasos que  se arrastraban  y  un  golpe sordo en el
vest¼bulo. Despu¸s, la voz m°s que repulsiva de Cuervo Burbridge.
     -
Yo que t· no los dejar¼a solos.
     Y la voz de Red:
     - Ten cuidado con tu pierna  ortop¸dica, Cuervo. Y cierra la boca. All¼
tienes la puerta, no te olvides de irte. Tengo que cenar.
     -
     - Ya hemos hecho todos los chistes del mundo. Basta. Ahora vete.
     ChasqueÁ  la cerradura  y las voces se oyeron  m°s apagadas. Al parecer
hab¼an  salido al  vest¼bulo.  Burbridge dijo  algo en  voz  baja y  Redrick
replicÁ:
     -
     M°s gruÏidos de Burbridge y la °spera respuesta de Red:
     -
     Un portazo  y pasos en el vest¼bulo, r°pidos y firmes. Redrick Schuhart
apareciÁ en la puerta de la  cocina. Noonan se levantÁ para saludarlo con un
c°lido apretÁn de manos.
     -  Estaba  seguro  de  que  eras  t· -  dijo Redrick, mientras sus ojos
verdosos inspeccionaban sin demora a  Noonan -.
Sigues sin ocuparte de eso,  ¿eh?  Veo que te das la gran vida. Guta, vieja,
prepara uno para m¼ tambi¸n. Tengo que alcanzarlos.
     - Todav¼a no hemos comenzado. ¿Qui¸n se te puede adelantar?
     Redrick riÁ °speramente y palmeÁ a su amigo en el hombro.
     -
haciendo aqu¼, en la cocina? Guta, trae la cena.
     AbriÁ la heladera y volviÁ con una botella de etiqueta brillante.
     -
nuestro viejo amigo Richard Noonan, que no  abandona a sus compaÏeros cuando
lo necesitan. Aunque nunca  sirviÁ de nada.  Es una l°stima que  Gutalin  no
est¸ aqu¼.
     - ¿Por qu¸ no lo llamas? - sugiriÁ Noonan.
     Redrick meneÁ la roja cabeza.
     - Las l¼neas de  tel¸fono  todav¼a no llegan adonde ¸l est° esta noche.
Vamos.
     Fue al living y plantÁ la botella sobre la mesa.
     -  ¡Vamos a  celebrar, pap°! -  dijo al  anciano inmÁvil  -.
Richard Noonan,  nuestro buen amigo! Dick, te  presento a mi pap°,  Schuhart
padre.
     Richard Noonan, con  la mente reducida a una bola  impenetrable, sonriÁ
de oreja a oreja, agitÁ la mano y dijo, mirando al moldeado:
     - Encantado de conocerlo, seÏor Schuhart. ¿CÁmo le va?
     En seguida  se  dirigiÁ  a Schuhart  hijo, que maniobraba  por  el bar,
diciendo:
     - Sabes,  creo que ya nos conocemos, Red. Nos vimos  una vez,  pero muy
brevemente, claro.
     - Si¸ntate - le dijo Redrick, seÏalando la silla opuesta al viejo -. Si
quieres hablarle, hazlo en voz alta. No oye nada.
     SacÁ vasos, abriÁ r°pidamente la botella y se volviÁ hacia Noonan.
     -  Sirve  t·. Para pap° un poquito apenas;  c·brele el fondo. Noonan se
tomÁ  su tiempo para servir.  El viejo segu¼a en  la misma posiciÁn, mirando
fijamente la pared. Tampoco reaccionÁ cuando Noonan le arrimÁ el  vaso. Øste
ya se  habla adaptado  a la nueva situaciÁn. Era  como  un juego, terrible y
pat¸tico. Red era quien lo  jugaba y ¸l lo  siguiÁ,  como  hab¼a seguido  el
juego  a  tanta  gente  durante toda su  vida; juegos terribles,  pat¸ticos,
vergonzosos  y  en algunos casos, mucho  m°s peligrosos  que  aqu¸l. Redrick
levantÁ el vaso y dijo:
     - Bueno, ¿empezamos?
     Noonan asintiÁ con total naturalidad. Ambos bebieron. El pelirrojo, con
los  ojos brillantes, siguiÁ hablando en  aquel  tono excitado y ligeramente
artificioso.
     - ¡As¼  es, hermano! La c°rcel puede olvidarse de  mi.
bueno es estar otra vez en casa! Tengo plata  y he elegido un pequeÏo chalet
para m¼, nuevo, con jard¼n... Tan lindo como el de Cuervo. Sabr°s que quer¼a
emigrar; lo  hab¼a  decidido cuando estaba en la c°rcel. Qu¸ estaba haciendo
en este pueblucho de  mala muerte, pensaba; que se venga abajo, por m¼. Pero
cuando volv¼ me esperaba una  sorpresa:
que en los ·ltimos dos aÏos nos ha atacado la peste?
     Hablaba y hablaba.  Noonan se limitaba a  asentir, sorb¼a su  whisky  e
intercalaba alguna exclamaciÁn  de  simpat¼a o  cualquier pregunta retÁrica.
Despu¸s  empezÁ  a  preguntarle  sobre  su chalet:  de qu¸ clase  era, dÁnde
estaba, cu°nto costaba. Y discutieron. Noonan insist¼a en que era caro y  en
que no estaba bien ubicado. SacÁ la libreta  de direcciones, la hojeÁ  y  le
dio  direcciones  de  chalets  abandonados  que se  vend¼an  por chauchas  y
palitos. Y las reparaciones le saldr¼an casi gratuitas, pues pod¼a solicitar
el  permiso  de   emigraciÁn  para  que   se  lo  negaran  y  le  dieran  la
indemnizaciÁn. Con eso pagar¼a los arreglos.
     - Veo que t· tambi¸n est°s en el asunto de la no emigraciÁn.
     - Estoy un poco en todo - replicÁ Noonan, guiÏado el ojo.
     - Lo s¸, lo s¸, nos hemos enterado de tus asuntos.
     El amigo dilatÁ los ojos en adem°n de sorpresa y se llevÁ un dedo a los
labios, seÏalando hacia la cocina con la cabeza.
     - No te preocupes, todo el mundo lo sabe - dijo Redrick -. El dinero no
tiene nombre, eso  ya lo aprend¼.  ¡Pero poner a Mosul de gerente!
caigo de la risa cuando me enter¸! Es como meter un elefante en un bazar. Es
un caso perdido, ya lo sabes. Lo conocemos desde chicos.
     Se quedÁ callado,  mirando al viejo.  Un  estremecimiento le  cruzÁ  la
cara. Noonan  notÁ,  sorprendido,  la expresiÁn  de ternura,  de aut¸ntico y
sincero amor en  aquella m°scara encallecida. Mientras  lo observaba recordÁ
lo que hab¼a pasado  cuando los empleados del laboratorio  Boyd fueron  a la
casa  en  busca del  moldeado.  Eran  dos  ayudantes  de  laboratorio, ambos
jÁvenes,  atl¸ticos  y  todo,  y un m¸dico  del hospital  municipal con  dos
enfermeros forzudos  y corpulentos, de ¸sos a  quienes se encarga llevar las
camillas pesadas y  dominar a los pacientes hist¸ricos. Uno de los ayudantes
dijo m°s tarde que  "ese pelirrojo",  al principio, parec¼a no comprender de
qu¸ se trataba,  ya que  los  dejÁ entrar  al departamento para  revisar  al
padre. Tal  vez  habr¼a  permitido que  se  lo  llevaran, porque  al parecer
Redrick cre¼a que  lo iban a hospitalizar en observaciÁn. Pero  esos idiotas
de los  enfermeros (que hasta  entonces no  hab¼an hecho  sino mirar a Guta,
quien lavaba las ventanas de la cocina) agarraron al viejo como si  fuera un
tronco y lo dejaron caer al suelo. Redrick enloqueciÁ. Entonces el  bobo del
m¸dico  tuvo la mala idea de explicar  de qu¸ se trataba. Redrick lo escuchÁ
por uno o dos minutos; s·bitamente explotÁ sin previo aviso, corno una bomba
de hidrÁgeno. El ayudante que contÁ el caso no recordaba cÁmo  fue a parar a
la calle. Aquel diablo rojo los bajÁ  a los cinco  por la  escalera, sin que
ninguno  pusiera  nada de  su  parte. Salieron del  vest¼bulo como balas  de
caÏÁn.  Dos quedaron inconscientes en la calle, mientras Redrick persegu¼a a
los otros  tres  a lo largo de  cuatro cuadras. Despu¸s, al  volver,  rompiÁ
todas las ventanillas del  coche del Instituto; el  conductor hab¼a salido a
la carrera al ver lo que estaba pasando.
     - Aprend¼ a preparar  un cÁctel  nuevo - dec¼a Redrick, mientras serv¼a
m°s whisky -. Se llama "Jalea de Brujas". Despu¸s de comer te preparar¸ uno.
No  es algo que se pueda tomar con el estÁmago  vac¼o, hermano; es peligroso
para la salud.  Basta  un trago para que se te adormezcan las  piernas y los
brazos. Digas lo que digas, Dick, esta noche pienso  tratarte como a un rey.
Recordaremos los viejos  tiempos, el Borscht.  El viejo Ernie todav¼a est° a
la sombra, ¿sab¼as?
     BebiÁ, se enjugÁ  la boca con  el dorso  de la mano y preguntÁ en  tono
indiferente:
     - ¿Qu¸ hay de nuevo en el Instituto? ¿Todav¼a no han dominado la  jalea
de brujas? Me he quedado un poco atr°s con la ciencia.
     Noonan  comprendiÁ por  qu¸  sacaba  el  tema  y  alzÁ  las  manos  con
desesperaciÁn.
     - ¿Est°s  bromeando?  ¿Sabes  lo que pasÁ con esa jalea?  ¿No has  o¼do
hablar  de   los   Laboratorios   Currigan?  Hay  cierto  pequeÏo  proveedor
particular... Y consiguieron un poco de jalea.
     Le hablÁ de la cat°strofe.  Le contÁ el  misterioso  hecho de que jam°s
hubieran podido  atar cabos; no  se sab¼a de dÁnde la  hab¼a  conseguido  el
laboratorio. Redrick escuchaba con cara de distra¼do, haciendo  chasquear la
lengua y meneando la cabeza. Despu¸s  sacudiÁ decididamente la botella sobre
los vasos.
     - Es lo que se merecen, esos chupasangres. Ojal° se les atraganto.
     Bebieron.   Redrick   contemplÁ   a  su  padre  y  la   cara  volviÁ  a
estremec¸rsele.
     -
a  Noonan:  - Se est° rompiendo  toda para  atenderte.  Quiere  preparar  tu
ensalada  favorita,  con langosta.  Hab¼a  comprado un  poco por  las  dudas
vinieras.
     - Bueno. CÁmo andan las cosas Instituto, en general? ¿Descubrieron algo
nuevo? Dicen que han puesto  robots a trabajar con todo en la Zona, pero que
no consiguen mucho con ellos.
     Noonan  se  dedicÁ  al tema  del Instituto; mientras  hablaba  apareciÁ
Monita silenciosamente y se instalÁ ante la mesa, junto al anciano.  All¼ se
quedÁ, con  las  zarpas peludas  sobre  la  mesa.  Despu¸s,  como  cualquier
criatura, se recostÁ contra el  moldeado y apoyÁ  la cabeza sobre su hombro.
Noonan  siguiÁ  charlando,  pero  pensaba,  sin  poder  apartar la  vista de
aquellos dos  espantos originados en la Zona:  Dios m¼o,  ¿qu¸ m°s? ¿Qu¸ m°s
tienen que  hacernos para que comprendamos? ¿No basta  con esto?. Pero sab¼a
que no bastaba. Sab¼a que millones y millones de  personas no sab¼an nada ni
quer¼an saberlo, y aunque  lo descubrieran no har¼an m°s que decir "
"
DecidiÁ bruscamente  que era hora de marcharse. Al diablo con Burbridge,  al
diablo con Lemehen y al diablo con aquella maldita familia.
     - ¿Por  qu¸ los miras tanto? - preguntÁ Redrick suavemente -. No tengas
miedo, ¸l no le har° daÏo. Dicen incluso que generan buena salud.
     - S¼, lo s¸ - dijo Noonan.
     Y vaciÁ su  copa. En ese  momento  entrÁ  Guta, ordenÁ  a  Redrick  que
pusiera la  mesa y dejÁ sobre ella una gran  fuente de plata con la ensalada
favorita de Noonan.
     - Bueno, amigos - anunciÁ Redrick -, ahora nos daremos un fest¼n.

     4. Redrick Schuhart, treinta y un aÏos.

     El valle  se hab¼a refrescado durante la noche; al amanecer hac¼a fr¼o.
Caminaban a  lo  largo del terrapl¸n, pisando  los durmientes podridos entre
las  v¼as  herrumbradas.  Redrick  contemplaba las gotas de  niebla que,  al
condensarse, brillaban sobre la  chaqueta  de cuero de Arthur Burbridge.  El
muchacho caminaba °gilmente, con alegr¼a, como si  nada supiera de la  noche
agotadora, de la  tensiÁn nerviosa que todav¼a  le hac¼a doler las venas del
cuerpo, ni de las dos horas terribles  que  hab¼an pasado en la  cima de  la
colina,  apretados  espalda  contra  espalda  para   darse  calor,  mientras
esperaban, en torturante somnolencia, que pasara el flujo de materia verde y
desapareciera en la garganta.
     La niebla se  espesaba a ambos lados  del terrapl¸n.  De vez  en cuando
trepaba hasta los rieles  con pesados pies grises; en esos lugares hab¼a que
caminar hundidos hasta la rodilla entre vapores  arremolinados. El aire ol¼a
a herrumbre; el basural, a la  derecha del terrapl¸n, a putrefacciÁn y moho.
La neblina lo ocultaba todo, pero Redrick sab¼a que  estaban en una planicie
ondulada,  con c·mulos de desperdicios,  y que  hab¼a montaÏas ocultas en la
penumbra, m°s all°. Tambi¸n sab¼a que  al salir el sol, cuando  la niebla se
asentara en  roc¼o, ver¼a hacia  la  izquierda el helicÁptero ca¼do  y hacia
adelante,  los  vagones-plataformas para el  transporte  de metal  en bruto.
Entonces comenzar¼a el verdadero trabajo.
     Redrick deslizÁ una mano bajo la mochila y la levantÁ un poco, para que
el borde del  tanque de helio no se  le  clavara en la columna. "Es  pesada,
pensÁ;  ¿cÁmo  voy a  arrastrarme con ella? Un  kilÁmetro y medio en  cuatro
patas. Bueno, merodeador, a qu¸ protestar ahora. Ya sab¼as en qu¸ te estabas
metiendo. Hay quinientos mil al final del camino. Vale  la pena aguantar  un
esfuerzo. Quinientos  mil, no est° nada mal.  Que  me  maten  si  la doy por
menos. O  si le doy a  Cuervo m°s  de  treinta. ¿Y  el novato? El novato  no
recibe nada. Si el viejo dijo por lo menos media verdad, el novato no recibe
nada."
     VolviÁ a mirar la espalda de Arthur y vio, entrecerrando los  ojos, que
el muchacho franqueaba dos durmientes a cada paso; era de  espaldas anchas y
cadera  angosta.  El  pelo  renegrido,   como  el  de  la  hermana,  saltaba
r¼tmicamente.  "Øl se lo buscÁ", pensÁ Redrick, ceÏudo. Øl  mismo. ¿Por  qu¸
insistiÁ tanto en venir? ¿Con tanta desesperaciÁn? Temblaba, ten¼a los  ojos
llenos de l°grimas. "
llevarme, pero ninguno sirve. Mi padre...
Redrick se obligÁ  a descartar  ese  recuerdo, que le repugnaba; tal vez por
eso empezÁ a pensar en la hermana de Arthur. Parec¼a incre¼ble que esa mujer
tan hermosa pudiera ser hechura pl°stica, un  maniqu¼. Era como los  botones
que  ten¼a  su  madre   en  la   blusa,   cuando   era   chico;   ambarinos,
semitransparentes y  dorados;  le daban ganas de  met¸rselos en la boca para
chuparlos,  y en  cada  oportunidad  sufr¼a  una  terrible  desilusiÁn, pero
siempre la olvidaba. No, no la olvidaba, sino que se negaba a aceptar lo que
su memoria le dec¼a.
     Volviendo a  Arthur,  pensÁ: Tal vez fue el padre  el que me  lo enviÁ;
mira  lo que  lleva en el bolsillo trasero. No,  no creo.  Cuervo me conoce.
Cuervo sabe que no  bromeo y conoce  mi manera de actuar dentro de la  Zona.
No, todo esto es una estupidez. Øste no  es el primero que  me suplica lleno
de l°grimas;  otros  han  llegado  a echarse  de  rodillas. En  cuanto a ese
artefacto, todos  traen revÁlveres la primera vez que  entran a la Zona.  La
primera y la ·ltima. ¿Ser° realmente la ·ltima? Para ti,  muchachito, lo es.
As¼ son las cosas, Cuervo: la ·ltima para ¸l.  S¼, si hubieras sabido lo que
pensaba hacer tu muchachito lo hubieras hecho pur¸ con las muletas.
     De  pronto sintiÁ que hab¼a algo hacia  adelante; no muy lejos,  a unos
treinta o cuarenta metros.
     - Alto - dijo a Arthur.
     El muchacho, obediente, quedÁ hecho una estatua. Ten¼a buenos reflejos;
se hab¼a detenido con un pie  en el aire,  y lo  bajÁ lenta, cuidadosamente.
Redrick  se  detuvo junto  a ¸l. All¼ la  huella  descend¼a  visiblemente  y
desaparec¼a por completo  en  la neblina.  Y en la neblina  habla algo. Algo
grande e inmÁvil. Inocuo. Redrick olfateÁ el aire con cautela. S¼, inocuo.
     - Adelante - dijo en voz baja.
     AguardÁ a  que Arthur diera el primer paso y lo siguiÁ.  Por el rabillo
del  ojo pod¼a observar su  cara: el perfil cincelado,  la piel  clara de la
mejilla y la l¼nea decidida de los labios bajo el bigote fino.
     La niebla los cubr¼a hasta la cintura. Un momento despu¸s les llegÁ  al
cuello.  A los  pocos  minutos pudieron  ver  el gran  bulto  de los vagones
erguidos hacia adelante.
     -  All¼ est°n - dijo Redrick, quit°ndose la mochila  -. Si¸ntate  all¼,
donde est°s. Pausa para un cigarrillo.
     Arthur le ayudÁ a bajar la mochila y se sentÁ junto a ¸l, en los rieles
herrumbrados. Redrick desabotonÁ uno de los  bolsillos y  sacÁ un paquete de
sandwiches  y  un  termo  con  caf¸.  Mientras  el  muchacho  acomodaba  los
sandwiches  sobre  la  mochila,  ¸l sacÁ su petaca, la  abriÁ  y tomÁ varios
tragos lentos con los ojos cerrados.
     - ¿Quieres? -  ofreciÁ, limpiando el cuello de la petaca  -. Para darte
coraje.
     Arthur, herido, sacudiÁ la cabeza.
     - Para darme  coraje no  necesito eso, seÏor Schuhart. Preferir¼a caf¸,
s¼ puedo. Aqu¼ hay una humedad espantosa, ¿no es cierto?
     - Hay humedad.
     ApartÁ la petaca y escogiÁ un sandwich.
     - Cuando se levante la  niebla  - dijo, masticando - ver°s  que estamos
rodeados de pantanos. En los viejos tiempos los mosquitos eran terribles.
     CerrÁ  el  pico y se sirviÁ un poco de caf¸. Estaba  caliente, fuerte y
dulce; era mejor que el alcohol. Ten¼a olor a hogar. A Guta. Y  no solamente
a Guta, sino a Guta en  salto de cama,  reci¸n levantada, con las arrugas de
la almohada todav¼a marcadas en la mejilla.
     ¿Por qu¸ me meto  en estas cosas?, pens¸. Quinientos mil. ¿Para qu¸ los
necesito? ¿Para comprar  un  bar,  o algo por el estilo? Uno  necesita plata
para no pensar en la plata, ¸sa  es la verdad. Dick ten¼a razÁn. Tengo casa,
tengo  terreno,  en  Harmont no  me faltar¼a trabajo. Cuervo me  atrapÁ,  me
sedujo como a un inocente.
     -  SeÏor Schuhart - dijo  s·bitamente  Arthur,  apartando  la vista  -,
¿usted cree que eso concede los deseos, de veras?
     -
con la taza cerca de la boca -. ¿CÁmo sabes qu¸ es lo que vamos a buscar?
     Arthur sonriÁ,  azorado;  antes de responder  se peinÁ  con los  dedos,
tir°ndose del pelo.
     -
sobre la pista. Para empezar, pap° se la pasaba hablando  de la Bola Dorada,
pero  ·ltimamente no la menciona.  En cambio ha estado  hablando de usted. Y
conozco muy bien a pap° como para creer  que ustedes  son amigos. Adem°s, en
los ·ltimos tiempos ha estado muy extraÏo.
     Arthur echÁ a re¼r y sacudiÁ la cabeza, como si recordara algo.
     - Y en tercer lugar - agregÁ -, lo adivin¸ cuando probÁ con usted aquel
pequeÏo dirigible, en el bald¼o.
     Dio una palmada sobre la mochila que conten¼a el globo, bien enrollado,
y prosiguiÁ:
     -  Los segu¼.  Cuando  vi que levantaban  aquella bolsa de piedras y la
conduc¼an por sobre el suelo  me di cuenta de todo. Por  lo que  s¸, la Bola
dorada es el ·nico objeto pesado que queda en la Zona.
     MordiÁ el sandwich y concluyÁ soÏador, con la boca llena:
     - Lo que no entiendo es cÁmo piensan engancharla; ha de ser bien lisa.
     Redrick lo  observÁ por sobre el borde de su taza,  pensando en lo poco
que  se parec¼an padre e hijo. No ten¼an  nada, absolutamente nada en com·n;
ni la cara,  ni la voz, ni  el alma. La  voz de Cuervo  era °spera, quejosa,
furtiva; pero cuando hablaba de ese tema  lo hac¼a con un entusiasmo tal que
era imposible ignorarlo.
     - Red - le hab¼a  dicho  entonces, inclin°ndose sobre la mesa  -,  sÁlo
quedamos nosotros dos, y dos piernas para los dos, que son las tuyas. ¿Qui¸n
otro  puede  ir?
corresponde? ¿Quieres que la encuentren esos tragalibros con sus maquinitas?
¿Eh? Yo la encontr¸, ¡yo! ¿Cu°ntos de los nuestros cayeron all°?
encontr¸! Quer¼a guardarla para m¼; no se la dar¼a  a nadie, pero ya ves que
ahora no puedo... No queda nadie m°s que t·. Llev¸ a montones de muchachitos
all°, toda  una  escuela. Eso es  lo que abr¼: una  escuela para enseÏarles.
Pero no pueden, ¿te das cuenta? No s¸ si les faltan agallas o qu¸. Bueno, si
no me crees no me importa. Quieres la  plata. La tendr°s. Me dar°s lo que te
parezca; s¸ que no  me vas a trampear. Y tal vez consiga piernas nuevas. Las
piernas, ¿entiendes? La Zona me las quitÁ; quiz° me las devuelva.
     - ¿Qu¸? - preguntÁ Redrick, saliendo de su ensueÏo.
     - Le preguntaba si le molesta que fume, seÏor Schuhart.
     - No, por supuesto. Fuma. Yo tambi¸n voy a fumar uno.
     TragÁ de golpe  el  resto  del  caf¸ y  sacÁ un cigarrillo. Mientras lo
encend¼a contemplÁ la niebla, que  se iba  levantando. Est° chiflado, pensÁ.
Le falta un tornillo. Quiere piernas nuevas, el hijo de puta.
     Pero  toda  aquella charla  hab¼a  dejado un residuo, aunque no  estaba
seguro de que clase. Y  no se evaporaba con  el tiempo; por el contrario, se
iba acumulando. Y si bien no comprend¼a de qu¸ se trataba, aquello le estaba
preocupando. Era como si Cuervo le hubiese contagiado algo no una enfermedad
desagradable, sino,  por el  contrario... ¿Su  fuerza, tal  vez? No, no  era
fuerza. ¿Qu¸, entonces? Bueno, se dijo, mir¸moslo desde este punto de vista;
supongamos que yo no  hubiera  llegado hasta aqu¼. Estaba  listo para  Irme,
hasta hab¼a empacado, pero pasÁ algo; digamos que me arrestaron, ¿Ser¼a malo
eso? Por supuesto. ¿Por qu¸? ¿Por la p¸rdida de plata? No, no tiene nada que
ver con la  plata. ¿Porque ese tesoro caer¼a en las manos de Ronco y Huesos?
Por all¼ estamos m°s cerca. Eso me doler¼a. Pero qu¸ me importa, si al final
son ellos los que se quedan con todo.
     -
los huesos. SeÏor Schuhart, ¿me dar¼a un trago ahora?
     Redrick le alcanzÁ la petaca en silencio, mientras pensaba:  No  acept¸
en seguida. Veinte  veces le dije  a Cuervo que se mandara mudar, pero a las
veintiuna acept¸. No pod¼a resistir m°s. Nuestra ·ltima conversaciÁn resultÁ
breve  y  comercial.  "Hola, Red. Traje  el  mapa. ¿No  querr¼as echarle  un
vistazo,  a  pesar  de  todo?".  Y  lo  mir¸  a  los  ojos,  que  eran  como
lastimaduras;  amarillos,  con  motas negras; y  le dije: "D¸jamelo". Listo.
Recuerdo que en ese momento yo estaba borracho; llevaba una semana bebiendo;
y me sent¼a realmente deprimido. Ah, al  diablo. ¿Qu¸ importa? Fui.  Por eso
estoy ac°. ¿Para qu¸ me hago mala sangre? ¿Tengo miedo, acaso?
     Se estremeciÁ. Desde la neblina le llegaba un sonido largo y triste. Se
levantÁ de un salto y Arthur hizo otro tanto.  Pero  todo  estaba nuevamente
silencioso; el  ·nico ruido era el de la  grava  que ca¼a  por la pendiente,
bajo los pies.
     - Ha de ser el metal que se est° asentando - murmurÁ Arthur, vacilante,
como si apenas  pudiera pronunciar las palabras -.  Estos vagones tienen una
verdadera historia; hace mucho tiempo que est°n aqu¼.
     Redrick mirÁ hacia  adelante sin ver nada. Entonces recordÁ. Hab¼a sido
por la  noche;  lo despertÁ el mismo ruido, largo y triste, deteni¸ndole  el
corazÁn como  en un  sueÏo. Pero no hab¼a  sido  un sueÏo.  Era  Monita  que
gritaba desde su cama, junto a la ventana. Tambi¸n Guta despertÁ y se aferrÁ
a la mano de Redrick. El sintiÁ su hombro sudoroso bajo el suyo. Se quedaron
inmÁviles, escuchando; cuando Monita dejÁ de  llorar  y volviÁ a dormirse ¸l
aguardÁ todav¼a un rato. Despu¸s se  levantÁ  y fue a la cocina,  para bajar
°vidamente media botella de coÏac. Fue aquella noche cuando empezÁ a beber.
     - Es el metal - dijo Arthur -. Ya se sabe, se asienta con el tiempo. La
humedad, la erosiÁn, todo eso.
     Redrick observÁ su cara p°lida y volviÁ a sentarse. El cigarrillo se le
hab¼a evaporado entre los dedos; encendiÁ  otro.  Arthur se demorÁ  un  poco
m°s, mirando ansiosamente a su alrededor; al cabo se sentÁ tambi¸n.
     -  Dicen que en la Zona hay vida. Gente. No  visitantes, sino gente. Al
parecer la VisitaciÁn los  atrapÁ  aqu¼  y mutaron..., se aclimataron  a las
nuevas condiciones. ¿Sabe algo de eso, seÏor Schuhart?
     - S¼. Pero no es aqu¼. En las montaÏas del noroeste. Algunos pastores.
     Eso es lo que me contagiÁ, pensÁ Redrick. Su locura. Por eso he venido.
Eso es lo que busco.
     Lo invadiÁ  un sentimiento  extraÏo, completamente nuevo. Sab¼a que  en
realidad  no  era nuevo, que  lo llevaba escondido  en s¼ desde hac¼a  mucho
tiempo, pero sÁlo  ahora  cobraba conciencia de ¸l;  todo se  ubicaba en  su
sitio.  Y  todo aquello  que hasta  entonces pareciera  tonter¼a, delirantes
divagaciones de un  viejo loco, se convert¼a en su  ·nica esperanza,  en  el
·nico significado de su vida. Porque al fin comprend¼a;  sÁlo eso le quedaba
en el mundo, sÁlo para eso viv¼a  desde hac¼a meses: por la  esperanza de un
milagro.  Por  tonto  que  fuera segu¼a haciendo a  un  lado  la  esperanza,
pisote°ndola, burl°ndose de ella, tratando de eliminarla,  porque as¼ estaba
habituado a vivir. Desde la infancia no hab¼a confiado sino en s¼ mismo.
     Y desde la infancia, la  seguridad en s¼ mismo se med¼a por la cantidad
de  dinero  que  pod¼a arrebatar,  asir  o  arrancar  a  mordiscos del  caos
indiferente que lo rodeaba. Siempre hab¼a sido as¼, y as¼ habr¼a continuado,
si no hubiera ca¼do  al pozo del que ninguna suma de dinero pod¼a sacarlo, y
en  el cual resultaba  completamente  in·til confiar  en  s¼.  Y  ahora  esa
esperanza..., que ya no era una  esperanza, sino la fe en un milagro...,  lo
llenaba hasta los bordes; se sorprendiÁ  de haber podido  vivir tanto tiempo
en aquella sombra impenetrable y sin salida. RiÁ  y dio a Arthur una palmada
en el hombro.
     - Bueno, merodeador, parece que saldremos de ¸sta, ¿eh?
     Arthur lo mirÁ sorprendido y sonriÁ, vacilante. Redrick arrugÁ el papel
encerado  de los sandwiches,  lo arrojÁ bajo el vagÁn de metal y se recostÁ,
apoyando el codo en la mochila.
     - Bueno -  dijo  -.  Supongamos que  en verdad la  Bola Dorada...  ¿Qu¸
pedir¼as?
     - ¿Entonces usted lo cree? - se apresurÁ a preguntar el muchacho.
     - No importa lo que yo crea o no. Cont¸stame.
     Le interesaba  sinceramente lo que  podr¼a pedir un muchacho tan joven,
apenas  salido  de  la  escuela.  Se  divirtiÁ  vi¸ndolo  arrugar  el  ceÏo,
tironearse del bigote, mirarlo, apartar la vista.
     - Bueno, las piernas de pap°, por supuesto.  Y que todo  anduviera bien
en casa.
     - Eso es mentira - dijo Redrick, con simpat¼a -. No te olvides de esto,
hermanito:  la  Bola Dorada sÁlo puede  concederte los  deseos m°s ¼ntimos y
profundos, aquellos que si no se te conceden significan el fin de tu vida.
     Arthur Burbridge se  ruborizÁ, mir¸ a Redrick  una  vez m°s y enrojeciÁ
m°s todav¼a. Los ojos se le llenaron de l°grimas. Redrick sonriÁ.
     - Comprendo - dijo,  casi con suavidad -. De acuerdo, no es asunto m¼o.
Gu°rdate los secretos.
     De pronto se acordÁ del revÁlver y se dijo que hab¼a llegado el momento
de atender ciertas cosas que necesitaban atenciÁn.
     -  ¿Qu¸  es  eso  que  llevas  en  el  bolsillo  trasero?  -  preguntÁ,
indiferente.
     - Un revÁlver.
     - ¿Para qu¸ lo quieres?
     -
     - Nada de eso - respondiÁ Redrick con  firmeza, incorpor°ndose. D°melo.
Aqu¼ en la Zona no hay nadie a quien matar. D°melo.
     Arthur  quiso  decir  algo,  pero guardÁ  silencio;  tomÁ  el Colt  del
ej¸rcito y se lo tendiÁ a Redrick teni¸ndolo por el caÏo. Redrick recibiÁ el
revÁlver, tom°ndolo por la culata caliente y firme; lo hizo girar en el aire
y volviÁ a atraparlo.
     - ¿Tienes un paÏuelo o algo as!? Quiero envolverlo.
     TomÁ el paÏuelo  de  Arthur,  que estaba muy limpio  y  ol¼a a colonia,
envolviÁ con ¸l la pistola y la dejÁ sobre el durmiente.
     - Por ahora la dejaremos aqu¼. Si Dios quiere, volveremos a buscarla. A
lo  mejor  tenemos  que  tiroteamos con la  patrulla,  pero  tirotearse  con
ellos...
     Arthur meneÁ decididamente la cabeza.
     - No  era para eso que la quer¼a  - dijo, con  tristeza -. Hay sÁlo una
bala. Era por si ten¼a alg·n accidente como el de pap°.
     - ¿Ah, si?  - Redrick lo  mirÁ fijamente -.  Bueno, no te preocupes por
eso. Si te pasa algo as¼  yo  te  sacar¸ a la rastra. Te lo  prometo.
est° aclarando!
     La neblina desaparece  ante ellos. El terrapl¸n estaba ya completamente
despejado, y  a  la  distancia los  vapores  se esparc¼an,  descubriendo  al
abrirse los picos redondeados y °speros de las colinas.  Aqu¼ y  all°, entre
las ondulaciones, se ve¼a la superficie manchada  de los pantanos, cubiertos
por la  espesura  de  los  sauces dispersos;  m°s all°  de las  colinas,  el
horizonte se llenaba con las explosiones amarillas y brillantes de los picos
altos; el cielo, por sobre ellos, era azul y impido. Arthur mirÁ hacia atr°s
soltÁ una exclamaciÁn de asombro.
     Redrick tambi¸n volviÁ la  cabeza. Hacia el Este, las montaÏas parec¼an
negras; sobre  ellas refulg¼a iridiscente, el habitual borrÁn de  color,  la
aurora verde de la Zona.
     Redrick se levantÁ y se sentÁ en el terrapl¸n,  tras el vagÁn de metal,
para  contemplar aquel manchÁn verde que se convert¼a r°pidamente en rosado.
El borde anaranjado del sol  asomÁ sobre el risco; las colinas tendieron sus
sombras purp·reas. Todo adquiriÁ un claro y agudo relieve, permiti¸ndole ver
cada detalle  con  tanta nitidez como si lo tuviera  en la palma de la mano.
Hacia el frente, a doscientos metros de distancia, estaba el helicÁptero. Al
parecer hab¼a ca¼do en medio de  una roncha de mosquito;  su fuselaje estaba
convertido  en  un  panqueque met°lico.  La cola  permanec¼a intacta, aunque
ligeramente doblada, y sobresal¼a en el claro como un  gancho negro. Tambi¸n
el estabilizador estaba entero; chirriaba claramente al girar  a impulsos de
la  brisa. La  roncha debiÁ  ser  muy  poderosa, pues  ni  siquiera se habla
producido incendio; la insignia de la Real Fuerza A¸rea a·n era bien visible
en  el metal abollado. Redrick hac¼a aÏos que no ve¼a ninguna; hab¼a llegado
a olvidarlas.
     VolviÁ hasta el sitio donde hab¼a dejado su mochila en busca del mapa y
lo  extendiÁ en el mont¼culo de metal caliente que  conten¼a el vagÁn. Desde
all¼ no se vela la cantera; estaba bloqueada por la colina,  la que ten¼a un
°rbol quemado en la ladera.  Ten¼a que rodear la colina por la derecha, a lo
largo de la depresiÁn  que se  abr¼a entre ella  y la colina siguiente,  que
tambi¸n estaba a  la  vista, completamente  desnuda, cubierta su  ladera por
rocas pardas.
     Todos  los puntos de referencia corresponden, pero Redrick no sintiÁ la
menor  satisfacciÁn.  Su instinto, desarrollado  en muchos aÏos de merodeos,
rechazaba la  mera  idea,  irracional y  nada  natural,  de pasar entre  dos
elevaciones prÁximas.
     "Bueno", pensÁ,  "ya veremos cuando lleguemos all¼". Para llegar  hasta
aquella depresiÁn deb¼an pasar por el pantano, por la planicie abierta, cosa
que desde all¼ parec¼a poco peligrosa. Pero al mirar desde m°s cerca Redrick
reparÁ en una mancha de  color  gris oscuro  entre las dos colinas secas. La
buscÁ en el mapa. Estaba marcada con una  X junto a la cual dec¼a, en letras
torpes: L°tigo. La l¼nea de puntos rojos pasaba a la derecha de la X.
     El  nombre  le resultaba familiar, pero no lograba recordar  qui¸n  era
L°tigo, cÁmo era ni qu¸ hacia. Por alguna razÁn lo asociaba con el salÁn del
Borscht,  lleno  de humo,  con  grandes  manazas  rojizas que levantaban los
vasos,   carcajadas  estruendosas   y  bocas  abiertas,  mostrando   dientes
amarillentos: una fant°stica horda de titanes y gigantes  reunidos junto  al
abrevadero. Era su primera visita al Borscht, uno de los recuerdos m°s vivos
de su  infancia. ¿Qu¸  habla llevado yo aquella  vez?  Un  vac¼o, creo.  Fui
directamente desde  la Zona, mojado, hambriento,  enloquecido, con una bolsa
al hombro; entr¸ al bar pisando fuerte y plant¸ la bolsa sobre el mostrador;
ech¸  una mirada a  mi  alrededor, escuchando  los  chistes  que se  hac¼an,
mientras esperaba a que Ernest (joven entonces, siempre con corbata de lazo)
contara la debida cantidad de papeles verdes.  No, un  momento, en esa ¸poca
no eran  papeles verdes, sino  aquellos billetes reales, cuadrados, con  una
damisela medio  desnuda, de gorra y corona  de laureles.  Esper¸,  guard¸ el
dinero,  e  inesperadamente, sin que  yo  mismo imaginara  hacerlo,  tom¸ un
pesado  jarro  que estaba  sobre el mostrador y  lo estrell¸ contra  la cara
riente  del que estaba m°s cerca.  Tal vez ¸se era L°tigo,  se dijo Redrick,
con una sonrisa satisfecha.
     -  ¿No hay problemas en pasar entre las dos  colinas, seÏor Schuhart? -
preguntÁ  Arthur en voz baja,  junto a  su o¼do,  mientras miraba tambi¸n el
mapa.
     - Ya veremos cuando lleguemos all¼.
     Redrick siguiÁ estudiando el diagrama. Hab¼a otras dos X, una en cuesta
de  la colina  del °rbol y  otra sobre las  rocas. Caniche y Cuatro-Ojos. La
ruta marcada pasaba por debajo de ellos. LevantÁ la vista hacia Arthur.
     -  Ya  veremos -  repitiÁ,  doblando el  mapa  para  guard°rselo en  el
bolsillo -, Ponme la mochila en la espalda. Seguiremos como hasta ahora.
     Se inclinÁ bajo el peso de la mochila, tratando de acomodar las correas
de modo m°s cÁmodo.
     - Ve delante - indicÁ -, as¼ podr¸ tenerte a la vista  en todo momento.
No mires hacia atr°s y estate atento. Mis Árdenes son sagradas. Y no olvides
que tendremos que arrastrarnos  un buen  trecho.
tenerle miedo a  la tierra! Si  yo te  ordeno te tiras de cara  al barro sin
decir ni m·. AbotÁnate la chaqueta. ¿Est°s listo?
     - Listo.
     Arthur estaba muy nervioso; el  rosado de sus mejillas se habla borrado
por completo.
     - Primero iremos por aqu¼ - dijo Redrick, seÏalando en¸rgicamente hacia
la colina m°s cercana, a cien pasos de las rocas - ¿Entendiste bien? Vamos.
     Arthur dejÁ escapar un suspiro, subiÁ a los rieles y comenzÁ a bajar el
terrapl¸n. El pedregullo ca¼a silenciosamente a su paso.
     - Tranquilo, tranquilo - dijo Redrick - No hay apuro.
     EchÁ a andar tras ¸l, sin prisa, ajustando autom°ticamente los m·sculos
de sus piernas al peso de la voluminosa mochila; mientras tanto no dejaba de
observar a Arthur por el rabillo del ojo. Est°  asustado, pensÁ. Tal vez  lo
siente. Si tiene los sentidos del padre, as¼ ha de ser. Si supieras cÁmo son
las cosas, Cuervo. Si supieras, Cuervo,  que  esta vez segu¼ tu consejo.  "A
ese lugar, Red, no se puede  ir solo.  Te  guste o no  te guste  tendr°s que
llevar  a alguien.  Puedo  darte  alguno de  los m¼os,  alguno que no me sea
imprescindible." T· me convenciste.  Es la primera vez en la vida que acepto
algo  as¼. Bueno, tal  vez salga bien, despu¸s de todo; tal vez funcione, de
alg·n  modo.  Despu¸s  de  todo, yo no soy Cuervo Burbridge;  tal vez se  me
ocurra alguna idea.
     -
     El muchacho se detuvo,  hundido  hasta el tobillo en agua  herrumbrosa.
Cuando  Redrick  llegÁ hasta  all¼  el pantano  lo hab¼a tragado  hasta  las
rodillas.
     - ¿Ves  esa roca? - preguntÁ Redrick  -. All¼, bajo la colina. Ve hacia
all°.
     Arthur reanudÁ la marcha. Redrick lo dejÁ adelantarse diez pasos  antes
de seguirlo.  El barro  chapoteaba bajo los  pies. Era un pantano muerto: ni
insectos, ni ranas; hasta los sauces  estaban secos y podridos. Redrick mirÁ
a  su  alrededor, pero por el  momento todo parec¼a  en orden.  La colina se
acercaba  lentamente, cubriendo el sol, que  a·n estaba bajo en el cielo; al
fin  acabÁ por cubrir todo el cielo hacia  el  Este. Al llegar a  la roca el
pelirrojo volviÁ a mirar hacia el terrapl¸n. El sol lo iluminaba con fuerza.
Sobre ¸l  hab¼a  un convoy de diez vagones de metal. Algunos de  los vagones
hablan descarrilado, cayendo  de costado;  el  terrapl¸n, por  sobre  ellos,
estaba  cubierto por montones rojos y herrumbrados del  metal en bruto.  M°s
all°,  hacia el Norte, donde estaba la cantera, el aire temblaba y  ondulaba
sobre  la  huella, estallando en  diminutos  arco  iris que desaparec¼an  de
inmediato. Redrick  observÁ aquella reverberaciÁn, escupiÁ en  el suelo y se
volviÁ.
     - Vamos - dijo, y Arthur volviÁ hacia ¸l la cara tensa -. ¿Ves aquellos
harapos, all°?
     - S¼ - dijo Arthur.
     - Bueno,  era un  tipo  que  se llamaba L°tigo.  Hace mucho  tiempo. No
escuchÁ a los mayores; all¼ quedÁ, para  indicar  el camino a los m°s vivos.
Ahora mira hacia la derecha de L°tigo. ¿Ves? ¿Ves la mancha? All°, donde los
sauces son m°s espesos. Øsa es la direcciÁn que tomaremos.
     Avanzaron  en direcciÁn  paralela  al terrapl¸n. Cada paso los met¼a en
aguas m°s playas; pronto pisaron tierra  seca y esponjosa. Seg·n el mapa a·n
estaban  en pantanos sÁlidos. El mapa es  viejo, pensÁ Redrick;  hace  mucho
tiempo que Burbridge no viene  por aqu¼ y el mapa  ha envejecido. Eso no  me
gusta. Claro que  es  m°s f°cil caminar sobre  tierra  seca, pero yo  habr¼a
preferido que siguiera el pantano. Pero mira cÁmo marcha Arthur. Camina como
si estuviera paseando por Central Avenue.
     Arthur parec¼a haber recuperado el °nimo y andaba a toda velocidad, con
una mano  en el bolsillo  y balanceando la otra  con toda  soltura.  Redrick
revolviÁ en su bolsillo y sacÁ un tornillo que pesar¼a  unos treinta gramos.
ApuntÁ y tirÁ.
     El tornillo golpeÁ a Arthur en la nuca; ¸ste soltÁ un grito ahogado, se
tomÁ la  cabeza,  se doblÁ  en  dos y cayÁ  sobre el  pasto seco. Redrick se
acercÁ a ¸l.
     - As¼ suceden  aqu¼  las cosas,  Artie - pontificÁ  -. Esto  no  es una
avenida ni un paseo, ¿sabes?
     Arthur se levantÁ lentamente; estaba muy p°lido.
     - ¿Todo bien? - PreguntÁ Redrick.
     El muchacho tragÁ saliva y asintiÁ.
     -  Me alegro.  La prÁxima  vez te  la  dar¸ en la trompa.  Si es que te
encuentro vivo.
     El  muchacho habr¼a sido buen merodeador, despu¸s  de todo.  Tal vez le
habr¼an llamado Artie "el Lindo". En  otros tiempos ten¼amos un Lindo, Dixon
de apellido; ahora le dicen Cobayo: el ·nico ser humano que  cayÁ en la pica
carne  y saliÁ  vivo.  El idiota  sigue creyendo que fue Burbridge  quien lo
sacÁ.
Burbridge hizo fue sacarlo de la Zona, eso es cierto. Burbridge fue capaz de
hacer algo as¼,  tan heroico.
sus trampas y los muchachos le hab¼an dicho: "Si vas a volver solo, mejor no
vuelvas". Fue entonces cuando empezaron a llamarle Cuervo;  antes  le dec¼an
Triunfador.
     En ese momento Redrick sintiÁ una corriente de aire apenas  perceptible
en la mejilla izquierda. En seguida, sin siquiera pensarlo, gritÁ:
     -
     TendiÁ la  mano  hacia  la izquierda. La corriente  era m°s  fuerte. En
alg·n punto, entre  ellos y el terrapl¸n, hab¼a una roncha de mosquitos; tal
vez se extend¼a a  lo largo del mismo terrapl¸n;  por alguna razÁn se hab¼an
tumbado  los  vagones.  Arthur hab¼a quedado inmÁvil,  como plantado  en  el
suelo; ni siquiera hab¼a vuelto la cabeza.
     - A la derecha. Vamos.
     S¼, hubiera podido ser un buen merodeador. Qu¸ diablos, ¿ahora le voy a
tener  l°stima?
sintiÁ  l°stima por m¼? Creo que  s¼;  Kirill  me ten¼a l°stima. Dick Noonan
tambi¸n me la tiene. Claro que quiz° lo que siente es inter¸s por Guta y  no
l°stima por m¼,  pero una cosa no quita la otra. Lo que pasa es que yo nunca
puedo sentir l°stima. Mis alternativas son siempre "o esto o lo otro".
     Acababa de comprender, finalmente, cu°l era su alternativa al presente:
o  ese muchacho  o  su Monita. En realidad, la  alternativa no  exist¼a, eso
estaba claro.  Una voz interior le dec¼a: "
posibles!". La acallÁ, espantado.
     Pasaron cerca del montÁn  de harapos grises. Nada  quedaba de L°tigo. A
cierta  distancia, sobre  el pasto seco, hab¼a una vara larga, completamente
herrumbrada: un  dragaminas. En aquellos  d¼as  muchos  merodeadores, usaban
dragaminas, comprados muy en secreto a los proveedores de armas, y depend¼an
de ellos como  del  mismo Dios. Pero dos  de ellos murieron en  el  curso de
pocos d¼as, a consecuencia de explosiones subterr°neas. Y  eso  acabÁ con el
asunto. ¿Qui¸n  habr¼a sido ese L°tigo? ¿Habr¼a venido con Cuervo o  por  su
propia cuenta? ¿Por qu¸ iban todos a esa cantera? ¿Por  qu¸ no sab¼a ¸l nada
sobre ese lugar? MaldiciÁn, pensÁ; hace calor. Y eso que es muy temprano; no
quiero imaginar lo que va a ser m°s tarde.
     Arthur,  que  iba cinco pasos  m°s  adelante, se  secÁ  el sudor  de la
frente. Redrick entrecerrÁ los ojos para mirar el sol; estaba a·n bajo. Y de
pronto  notÁ que el pasto seco no  cruj¼a  bajo los pies, sino que chirriaba
como corcho  quemado;  adem°s ya  no  era  r¼gido y  fr°gil,  sino tierno  y
grumoso; ca¼a  bajo  las  suelas como  hojuelas  de holl¼n. Vio  tambi¸n las
claras huellas de Arthur y se arrojÁ al suelo, gritando:
     -
     CayÁ de cara contra  el pasto, que se hizo polvo bajo  su mejilla. Hizo
rechinar los dientes, furioso  por su mala suerte. All¼ permaneciÁ, tratando
de no moverse, todav¼a  con la  esperanza  de  que pasara por encima, aunque
sab¼a  bien  que  estaban atrapados.  El  calor  aumentaba;  lo  aplastÁ, le
envolviÁ el cuerpo como si fuera una s°bana empapada en  agua hirviendo. Con
el sudor chorre°ndole hasta los ojos, recordÁ tard¼amente advertir a Arthur:
     - ¡No te muevas!
     Y se dedicÁ a aguantar tambi¸n,
     Pudo  haber¼o  soportado;   todo  habr¼a  pasado  tranquilamente,   sin
problemas,  sin m°s que mucho sudor, pero Arthur no pudo  resistirlo. O bien
no oyÁ el  grito de Redrick o el miedo le hizo perder la  cabeza; o  tal vez
sus quemaduras eran m°s intensas que las de Redrick. El  caso  es que perdiÁ
el dominio de  s¼ y echÁ  a  correr, con un  grito  salvaje, hacia  donde su
instinto le indicaba:  hacia  atr°s. Precisamente  donde  no deb¼a.  Redrick
logrÁ levantarse y tomarlo del tobillo con ambas manos. Arthur cayÁ al suelo
con todo su peso, levantando una nube de cenizas; soltÁ un chillido extraÏo,
pateÁ a Redrick en la cara con el otro pie y se debatiÁ corno enloquecido.
     Redrick, con  el  cerebro  cargado  por  el  dolor,  se arrastrÁ  hasta
aplastarlo con el cuerpo,  tocando con  la mejilla  quemada  la chaqueta  de
cuero,  tratando  de  apretarlo  contra  el  suelo;  mientras tanto  pateaba
desesperadamente,  con pies y rodillas,  las  piernas y  la  retaguardia del
muchacho. O¼a apenas los gemidos ahogados bajo su cuerpo, sus propios gritos
°speros "
ca¼an toneladas enteras  de carbÁn encendido; ten¼a las ropas en  llamas, el
cuero  de  sus  zapatos y de  su chaqueta se  ampollaba y cruj¼a.  La cabeza
aplastada contra la ceniza gris, el pecho bregando por  mantenerse contra el
suelo, el cr°neo de aquel maldito muchacho. No  pod¼a  soportarlo m°s. GritÁ
con toda la fuerza de sus pulmones.
     No supo cu°ndo terminÁ todo. SÁlo supo que pod¼a respirar otra vez, que
el  aire hab¼a  vuelto a ser aire  y no vapor ardiente.  ComprendiÁ que  era
necesario  apresurarse a salir de  all¼, de aquel calor demon¼aco, antes  de
que se estrellara  nuevamente contra ellos. DejÁ  a  Arthur,  que  se  hab¼a
quedado perfectamente inmÁvil. Lo tomÁ de las piernas con un brazo y usÁ  el
otro para  avanzar a  la rastra, sin quitar  los  ojos de  la l¼nea donde el
pasto volv¼a  a crecer. Estaba seco, muerto,  espinoso, pero era aut¸ntico y
daba la impresiÁn de ser la mejor fuente de vida en el mundo entero.
     Las  cenizas le cruj¼an entre los  dientes, el rostro quemado  desped¼a
calor y  el sudor le  ca¼a directamente  en los ojos, tal  vez porque  ya no
ten¼a  cejas ni pestaÏas.  Arthur, estirado hacia atr°s, parec¼a engancharse
la  chaqueta en todos los sitios  posibles. A Redrick le  ard¼an  las  manos
chamuscadas y la mochila  no dejaba de golpearle el cuello ardido. El dolor,
la  falta de aire, le hicieron pensar que  estaba demasiado quemado,  que no
llegar¼a. El temor le obligÁ a redoblar el impulso  de codos y rodillas. Hay
que llegar,  un poquito m°s; vamos,  Red, vamos,  puedes.  As¼,  un  poquito
m°s...
     All¼ se quedÁ por largo rato, con las manos y la cara en el agua fr¼a y
herrumbrosa,  regode°ndose con  la frescura  maloliente  y  podrida.  Habr¼a
podido quedarse toda la vida, pero se obligÁ a levantarse sobre las rodillas
para  dejar la mochila y  arrastrarse hasta Arthur, que permanec¼a inmÁvil a
unos diez metros del pantano. Lo puso de espaldas.
     Bueno, hab¼a  sido  un lindo muchacho.  Ahora estaba convertido en  una
m°scara  de  color gris  oscuro, hecha de  sangre  cocida y cenizas. Redrick
contemplÁ con  cansado  inter¸s  los  surcos y  los senderos abiertos  en la
m°scara por piedras y palos. En seguida se  levantÁ, tomÁ al muchacho por lo
sobacos y lo arrastrÁ hasta el agua.
     Arthur respiraba  pesadamente, gimiendo  de tanto en tanto.  Redrick lo
arrojÁ de  cara en  el  charco m°s  profundo  y se  dejÁ  caer  junto a  ¸l,
reviviendo el  placer  de aquella  caricia  g¸lida  y  mojada.  El  muchacho
gorgoteÁ,  se  apoyÁ  sobre las manos  y  alzÁ  la  cabeza.  Ten¼a los  ojos
desorbitados y  no entend¼a nada, pero aspiraba °vidamente el aire, tosiendo
y escupiendo. Finalmente recobrÁ el sentido y buscÁ a Redrick con la vista.
     -
sucia -. ¿Qu¸ era eso, seÏor Schuhart?
     - Era la muerte - murmurÁ Redrick.
     TosiÁ. Se palpÁ el rostro. Le dol¼a. Ten¼a la nariz hinchada,  pero las
pestaÏas y  las cejas  (cosa  extraÏa)  estaban en  su lugar. Tambi¸n segu¼a
intacta la piel de las manos, aunque enrojecidas.
     Arthur tambi¸n estaba toc°ndose ansiosamente la cara. Una vez lavada la
horrible  m°scara,  y tambi¸n  contra lo  que  cab¼a esperar,  resultÁ estar
perfectamente. Ten¼a unos cuantos araÏazos y un chichÁn en la frente, adem°s
del labio inferior partido, pero mirando bien no era nada.
     -  Nunca  o¼ hablar de nada parecido -  observÁ Arthur,  mirando  hacia
atr°s.
     Redrick hizo  lo  mismo.  Habla muchas  huellas sobre  el pasto gris  y
ceniciento;  le sorprendiÁ notar  lo corto  que  habla sido  aquel  trayecto
horrible, interminable, mientras se arrastraba para salvarse,  junto  con su
compaÏero, de la fatalidad. Hab¼a sÁlo veinte o treinta metros de uno a otro
borde, pero ¸l, cegado por el miedo, hab¼a avanzado en loco zigzag, como una
cucaracha sobre una cacerola caliente; gracias a Dios  lo hab¼a hecho en  la
direcciÁn correcta. De lo contrario habr¼a llegado a la  roncha de  mosquito
de la izquierda; tambi¸n  pudo dar la vuelta completa. No, no  tanto;  ¸l no
era novato. Y de no haber sido  por ese tonto nada habr¼a pasado; cuanto m°s
tendr¼a unas cuantas ampollas en los pies.
     Arthur  se  estaba  lavando y  gem¼a  al tocarse  los puntos doloridos.
Redrick se levantÁ tambi¸n; con una  mueca de  dolor, sintiÁ el roce de  las
ropas  sobre la piel  quemada, en tanto  caminaba hasta  un sitio seco  para
examinar la mochila. La  pobre las hab¼a pasado mal; las hebillas superiores
estaban fundidas; las  ampollas del  botiqu¼n  de primeros  auxilios  hab¼an
estallado y hab¼a una mancha h·meda que ol¼a a antis¸ptico. Redrick abriÁ la
bolsa y empezÁ a  recoger astillas de vidrio  y pl°stico. En ese momento oyÁ
la voz de Arthur.
     - ¡Gracias, seÏor Schuhart!
     Redrick no respondiÁ.
     - Fue culpa m¼a. O¼ que me ordenaba quedarme all¼, pero estaba asustado
de veras, cuando el calor  se  volviÁ  tan fuerte... perd¼ la cabeza.  Tengo
mucho miedo al dolor, seÏor Schuhart.
     - ¿Por qu¸ no te levantas? - dijo Redrick sin  volverse -. Eso fue sÁlo
una muestra.
     VolviÁ  a pasar los  brazos por las correas,  haciendo muecas dolor  al
sentir el peso de la mochila sobre los hombros quemados. Era  como si  se le
hubiera arrugado  la  piel  en los puntos  afectados. Conque el  chico ten¼a
miedo  al  dolor, ¿eh?
Todo estaba en orden; no  se  hab¼an  apartado  del camino. Ahora, hacia las
colinas,  donde estaban los cad°veres. Esas malditas colinas, all¼ erguidas,
las muy piojosas, como si fueran los cuernos del diablo, con aquella maldita
depresiÁn  en  medio.  OlfateÁ  el  aire.  La   maldita  depresiÁn,  ¸sa  es
precisamente la parte asquerosa, la escuerza.
     - ¿Ves esa depresiÁn entre las colinas? - preguntÁ.
     - La veo.
     - Derecho hacia all°.
     Arthur se  secÁ  la  cara  con  el  dorso de  la mano y  echÁ  a andar,
chapaleando entre los  charcos. Iba rengueando; ya no parec¼a tan  erguido y
bien proporcionado  como antes. Caminaba encorvado, con mucha  cautela.  Uno
m°s que he  sacado, pensÁ Redrick;  ¿y cu°ntos van? ¿Cinco, seis? Lo  que me
pregunto ahora es por qu¸. No es pariente m¼o. No soy responsable de  lo que
le pase.  A  ver, Red, ¿por qu¸ lo salvaste?  Estuviste a punto de sonar por
culpa suya. Ahora que tengo la cabeza m°s despejada s¸ por qu¸. Hice bien en
salvarlo; no puedo arregl°rmelas sin ¸l: es m¼ reh¸n por Monita.  No salv¸ a
un ser humano, sino un dragaminas, una llave maestra.
     All°, en el calor, no lo pens¸  dos veces: lo saqu¸ como si fuera de mi
propia sangre y ni siquiera se  me ocurriÁ abandonarlo  all¼, a pesar de que
me hab¼a olvidado de todo:  de la llave maestra y de Monita.  ¿Qu¸ significa
eso? Significa que en el fondo, despu¸s de todo, soy un buen tipo. Eso es lo
que Guta  sostiene, lo que Kirill sol¼a decir, lo que Richard no se cansa de
repetir.
primero y  despu¸s usar los brazos y las piernas. ¿Entendido? El  seÏor Buen
Tipo. Tengo  que  salvarlo para que lo agarre la pica carne  (lo pensÁ fr¼a,
claramente). Podemos sobrevivir a todo, salvo a la pica carne.
     -
     Ante ellos estaba la depresiÁn; Arthur, parado, esperaba Árdenes con la
vista clavada  en Redrick. El  suelo estaba all¼ cubierto por un limo verde,
podrido, que centelleaba aceitosamente al sol. De ¸l se desprend¼a un ligero
vapor, que se espesaba entre las colinas; diez  metros m°s all° no  se  ve¼a
nada. Y el hedor era terrible.
     - Esto apesta, pero no te acobardes.
     Arthur  hizo un ruido gutural  y retrocediÁ, mientras  Redrick  entraba
decididamente  en acciÁn; sacÁ del bolsillo un copo  de algodÁn empapado  en
desodorante, se rellenÁ con ¸l las losas nasales y ofreciÁ un poco a Arthur.
     - Gracias, seÏor Schuhart. ¿No se puede ir por tierra firme? - preguntÁ
el, muchacho con voz d¸bil, Redrick lo tomÁ silenciosamente por el pelo y le
hizo girar  la cabeza en direcciÁn al montÁn de harapos que se ve¼a sobre la
rocosa ladera de la montaÏa.
     - Øse era Cuatro-Ojos - dijo -. Y en la colina de  la izquierda, aunque
desde aqu¼  no se ve,  est° Caniche. En las mismas condiciones.  ¿Entiendes?
Adelante.
     El limo estaba  caliente y pegajoso.  Al principio caminaron  erguidos,
hundi¸ndose  hasta  la cintura. Por suerte  el fondo era  rocoso  y bastante
parejo.  Sin embargo Redrick no tardÁ en  percibir un  conocido tronar hacia
ambos  lados. En la colina izquierda no hab¼a  nada,  salvo la  intensa  luz
solar, pero en  la  ladera derecha,  a la sombra, parpadeaban luces de color
p·rpura claro.
     - ¡Ag°chate! - susurrÁ, dando el ejemplo. -
     Arthur se agachÁ, asustado; un batir de truenos quebrÁ el aire. Un rayo
bailaba furiosamente  una  intrincada danza precisamente  encima  de  ellos,
apenas visible contra el cielo claro. Arthur se sentÁ, hundi¸ndose hasta los
hombros  en el limo. Redrick, con los o¼dos  taponados  por el estruendo, se
volviÁ: una  mancha  de color  rojo  brillante se fund¼a  r°pidamente  en la
sombra, entre rocas y pedregullo. Un nuevo trueno.
     - ¡Adelante!
     Avanzaron en fila india,  agachados, asomando tan  sÁlo la  cabeza. Con
cada  trueno Redrick ve¼a  ponerse de  punta los largos cabellos de Arthur y
sent¼a, al mismo tiempo, mil agujas que le pinchaban la cara.
     - ¡Adelante! - segu¼a repitiendo -.
     Ya  no o¼a nada. En  una oportunidad vio a Arthur de perfil y notÁ  que
ten¼a  los ojos  desorbitados por  el terror, la boca p°lida  y  fuerte,  la
mejilla sudorosa y manchada de verde. En seguida  los rel°mpagos empezaron a
estallar  a  tan poca  altura que se vieron obligados  a bajar la cabeza. El
limo  verde les llenÁ  la  boca, dificult°ndoles  la  respiraciÁn.  Redrick,
tratando de tomar aire, se arrancÁ el algodÁn de la nariz y descubriÁ que el
hedor hab¼a desaparecido; sÁlo  se percib¼a el aroma fresco y penetrante del
ozono; el vapor  estaba espes°ndose. O quiz°s era ¸l, que se desvanece, pues
ya no pod¼a ver ninguna de las  dos colinas; sÁlo  vela la cabeza de Arthur,
pegajosa de limo verde, y las ondulantes nubes de vapor amarillo.
     Pasar¸, pasar¸, pensaba Redrick; esto no es nada nuevo. Toda mi vida es
as¼: estoy varado en la mugre, con rel°mpagos sobre la cabeza. Nunca ha sido
de otro  modo. ¿De  dÁnde sale toda  esta basura?
lugar,  es como para enloquecer  a cualquiera, Cuervo Burbridge  lo hizo: ¸l
pasÁ por aqu¼  y siguiÁ andando; Cuatro-ojos quedÁ a la derecha y  Caniche a
la izquierda, todo  para  que Cuervo  pudiera pasar entre ellos y dejar toda
esta porquer¼a detr°s.  Y  te lo mereces;  quien  camine detr°s de Cuervo se
hundir°  hasta  el  cuello  en  la  porquer¼a.  ¿No  lo  sab¼as, acaso?  Hay
demasiados cuervos en este mundo; por eso es que ya no queda un  solo rincÁn
limpio.
     Noonan es un tonto: "Redrick, Red, has violado el equilibrio, destruyes
el orden, eres infeliz, Red,  bajo  cualquier orden  y cualquier sistema. No
eres feliz en un sistema bueno ni en uno malo. Por culpa de la gente como t·
no podemos  tener el  Reino de  los Cielos sobre la Tierra". ¿Qu¸ sabes  t·,
gordo?  ¿DÁnde  has  visto un sistema bueno?  ¿Cu°ndo  me  viste a m¼  en un
sistema bueno?
     En  ese  momento resbalÁ  en una piedra que se dio vuelta bajo su pie y
cayÁ en el limo, Al resurgir vio ante ¸l la cara aterrorizada de Arthur. Por
un segundo lo recorriÁ un escalofr¼o: creyÁ que hab¼a perdido el rumbo. Pero
no era as¼: de inmediato comprendiÁ que deb¼an ir hacia all°, hacia donde la
cima negra de  la roca asomaba por el limo; lo comprendiÁ  a pesar de que no
hab¼a otra cosa visible en la niebla amarilla.
     - ¡Alto! - gritÁ - ¡A la derecha!
     Ni siquiera pod¼a o¼r su propia voz. AlcanzÁ a Arthur, lo aferrÁ por el
hombro  y  le seÏalÁ:  mantente  a  la derecha  de la roca y no levantes  la
cabeza. Mientras tanto pensaba: Ya pagar°s por esto. Arthur hundiÁ la cabeza
precisamente en el momento en que un  rayo reduc¼a la  roca  a  astillas. Ya
pagar°s por esto, repitiÁ Redrick, mientras volv¼a  a sumergirse  y  agitaba
furiosamente brazos y  piernas.  Hubo  otro trueno.
por todo  esto!  Por un momento  pensÁ: ¿a qui¸n me  refiero? No lo s¸, pero
alguien tiene que pagar por esto, y alguien pagar°. Espera, espera que ponga
las manos en la bola; cuando ponga las manos en la bola... Yo no soy Cuervo;
les sacar¸ lo que quiera.
     Cuando  al fin  lograron salir  a  tierra seca, cubierta de  pedregullo
caliente por el sol, estaban  medios sordos, hechos pedazos  y tambaleantes;
caminaban apoy°ndose uno en el  otro. Redrick vio la pick  up  descascarada,
hundida  hasta  el  eje,  y  recordÁ que pod¼an  descansar a la  sombra  del
veh¼culo. Se arrastraron hasta all¼. Arthur se tendiÁ de espaldas y empezÁ a
desabotonarse  la  chaqueta con dedos  exhaustos;  Redrick apoyÁ  la mochila
contra el costado del  camiÁn, se limpiÁ  las manos contra  los guijarros  y
hurgÁ dentro de su chaqueta.
     - Yo tambi¸n - dijo Arthur -. Yo tambi¸n.
     Redrick se  sorprendiÁ al  o¼rlo  hablar  con voz  tan potente. TomÁ un
sorbo, cerrÁ los ojos y entregÁ la petaca a Arthur. Listo, pensÁ d¸bilmente.
Pasamos. Hasta esto  pasamos.  Y ahora, cuentas  a cobrar a la vista. ¿Creen
que me olvid¸? Nada de eso, me acuerdo de todo. ¿Creen que les voy a dar las
gracias por  haberme dejado vivir,  por no ahogarme? V°yanse al  diablo.  Se
acabÁ, ¿entienden? Se acabÁ todo esto. Desde ahora en adelante ser¸ yo quien
tome  las decisiones.  Yo,  Redrick  Schuhart,  en completa  posesiÁn de mis
facultades f¼sicas y mentales,  tomar¸ las decisiones para  todo el mundo. Y
en cuanto a todos  ustedes, cuervos, esfuerzos, Visitantes, seÏores  Huesos,
seÏores  Quarterblads,  chupasangres,  platudos,  Roncos,  gente  de  saco y
corbata, limpios y frescos, siempre llenos de portafolios, discursos, buenas
acciones  y  oportunidades de  empleo; a sus  pilas eternas y  a sus motores
eternos  y  a  sus  ronchas  de mosquito  y a sus falsas promesas.  Ya tengo
bastante;  hace rato  que me  llevan de las narices. Me  he  pasado la  vida
llevado de las narices, y siempre pens¸ que ¸sa era la vida que yo quer¼a, y
me  llenaba  la  boca  dici¸ndolo,  pedazo  de  tonto, mientras  ustedes  me
alentaban y se guiÏaban el ojo, arrastr°ndome,  meti¸ndome entre  c°rceles y
rejas.
     SoltÁ las hebillas de la mochila y quitÁ a Arthur la petaca.
     - Nunca  pens¸... - dec¼a en ese  momento Arthur, con mansa sorpresa en
la voz -. Ni siquiera lo  hubiera imaginado. Sab¼a lo de la muerte, el fuego
y todo eso, por supuesto, pero algo as¼... ¿CÁmo vamos a volver?
     Redrick  no lo  escuchaba. Lo  que  ¸l dijera ya no  ten¼a significado.
Tampoco  antes  lo ten¼a, pero antes ese muchacho era al menos  una persona.
Ahora  era una clave  parlante,  una llave que  le abrir¼a las puertas de la
Bola Dorada. Que hablara, nom°s.
     - Si tuvi¸ramos un poco de agua - dijo Arthur -. Para lavarnos la cara,
por lo menos.
     Redrick  lo  mirÁ,  contemplÁ  aquel pelo  despeinado y  sucio, la cara
manchada de limo, que se iba secando, lleno de marcas de dedos, y en todo el
cuerpo  la costra  de barro  l¼quido. No sent¼a l°stima,  ni  irritaciÁn, ni
nada.  Una  clave  parlante.  Se  volviÁ.  Ante  ¸l  bostezaba  una  temible
extensiÁn, como una construcciÁn abandonada, cubierta de ladrillos partidos,
salpicada  de  polvo  blanco  e  iluminada fuertemente  por el sol  cegador,
insoportablemente  blanco, ardoroso, enojado  y muerto. Desde  all¼ se  ve¼a
tambi¸n  el  otro extremo  de la cantera, igualmente blanco y  deslumbrante;
desde esa  distancia  parec¼a perfectamente liso y perpendicular. El extremo
m°s cercano estaba marcado  por grandes grietas y cantos rodados; un sendero
bajaba  hasta el fondo, donde se ergu¼a la cabina  del  excavador,  como una
mancha roja contra la roca blanca. Era el ·nico  punto de referencia. Ten¼an
que dirigirse hacia all¼, gui°ndose sÁlo por la suerte.
     Arthur se levantÁ con trabajo, metiÁ el brazo bajo el camiÁn y sacÁ una
lata oxidada.
     - Mire, seÏor Schuhart - dijo, anim°ndose -. Esto lo debe haber  dejado
pap°. Aqu¼ abajo hay m°s.
     Redrick no  respondiÁ. Eso es  un error, pensÁ  fr¼amente; es  mejor no
pensar ahora en tu padre; es mejor no decir nada.
     Por el contrario, no importa.
     Se levantÁ con una mueca: las ropas se le hab¼an pegado al cuerpo, a la
piel ardida;  sintiÁ un tirÁn, como si le arrancaran el vendaje seco  de una
herida. Arthur tambi¸n gruÏÁ al levantarse y dirigiÁ a Redrick una mirada de
m°rtir.  Estaba a  la  vista que deseaba quejarse,  pero no  se  atreviÁ. Se
limitÁ a decir, con voz ahogada:
     - ¿Me har° mal tomar otro trago, seÏor Schuhart?
     Redrick sacÁ la petaca que estaba guardando bajo la camisa.
     - ¿Ves aquello rojo entre las rocas?
     - S¼ - respondiÁ Arthur, estremeci¸ndose.
     - Derecho hacia all°. Vamos.
     El muchacho  estirÁ  los brazos, enderezÁ  los hombros con  un gesto de
dolor y mirÁ en su torno.
     - Ojal° pudiera lavarme. Me siento pegajoso.
     Redrick aguardÁ en  silencio.  Arthur lo mirÁ desoladamente  y asintiÁ.
Iba a iniciar la marcha, pero se detuvo s·bitamente.
     - La mochila. Se olvida la mochila, seÏor Schuhart.
     -
     No quer¼a explicar nada,  no quer¼a  mentir. Tampoco hac¼a falta. Ir¼a,
de cualquier modo. No ten¼a adÁnde  ir, si no.  Ir¼a. Y Arthur fue. Caminaba
encorvado, arrastrando los pies, tratando  de quitarse el barro seco  de  la
cara;  parec¼a menudo, escu°lido  y desamparado,  como  un gatito  mojado  y
perdido. Redrick lo siguiÁ. En cuanto saliÁ de la  sombra el sol cayÁ  sobre
¸l, ceg°ndole. Se puso la mano sobre los ojos a modo de visera, lament°ndose
de no haber llevado los anteojos ahumados.
     Cada  paso  levantaba  una nube de polvo blanco; la nube,  al asentarse
sobre los zapatos, soltaba un hedor insoportable. O tal vez era Arthur quien
hed¼a; resultaba  imposible  caminar  tras  ¸l;  Redrick  demorÁ un  rato en
comprender  que ¸l  mismo  llevaba el  olor  encima.  Era desagradable, pero
familiar,  en cierto modo: el mismo que  invad¼a la  ciudad cuando el viento
norte tra¼a el humo de la planta. Tambi¸n su padre ol¼a as¼ cuando llegaba a
casa, hambriento, sombr¼o, con los ojos enrojecidos y, demenciales. Entonces
Redrick  corr¼a  a  esconderse  en alg·n  rincÁn  apartado  y  lo observaba,
asustado, mientras ¸l se quitaba los grandes zapatones gastados y los tiraba
en el  fondo  del  ropero, mientras se  arrancaba las  ropas de trabajo para
arroj°rselas a  la  madre; despu¸s iba a la ducha en medias, dejando huellas
pegajosas. All° se quedaba, bajo la ducha,  gruÏendo y palme°ndose el cuerpo
durante largo rato,  entre chapaleos  y murmullos incomprensibles, hasta que
finalmente gritaba, estremeciendo toda la  casa: "
Redrick  ten¼a que esperar hasta que el  padre estuviera lavado  e instalado
ante la mesa,  con una botella, una escudilla de sopa espesa y un frasco  de
ketchup.  Cuando  terminaba  de  sorber  la sopa  y  atacaba  el  cerdo  con
habichuelas, reci¸n entonces pod¼a  dejarse  ver, trepar  a  sus  rodillas y
preguntarle a cu°ntos ingenieros y a cu°ntos sindicalistas hab¼a ahogado  en
vitriolo durante la jornada.
     Todo, a  su alrededor, parec¼a  estar al rojo blanco: se sent¼a mareado
de   tanto  calor  seco,  de  cansancio,  del   insoportable  dolor  en  las
articulaciones, donde la piel  estaba ampollada. Era como si, a trav¸s de la
niebla caliente que le envolv¼a la conciencia, la piel le estuviera pidiendo
a  gritos  paz, agua, frescura. Los recuerdos,  gastados hasta el  punto  de
resultar  irreconocibles,  se  le   amontonaban  en   el  cerebro  hinchado,
golpe°ndose entre s¼, mezclados, tropezando, confundi¸ndose  con aquel mundo
al rojo  blanco  que  llameaba  ante sus ojos entrecerrados.  Y  todos  eran
amargos, y todos evocaban  odio o piedad por si mismo. TratÁ de  combatir el
caos, de convocar alg·n espejismo dulce dentro del pasado, un sentimiento de
ternura  o de  alegr¼a. Se exprimiÁ la memoria  hasta sacar de  ella la cara
fresca y riente de Guta cuando era  a·n una muchacha deseada e intacta; pero
su rostro, en cuanto apareciÁ, quedÁ inmediatamente velado por la herrumbre;
despu¸s  se  deformÁ,  se  retorciÁ hasta convertirse en la cara  sombr¼a de
Monita, cubierta de piel castaÏa, °spera. Se esforzÁ por recordar a  Kirill,
aquel hombre  santo: sus movimientos r°pidos y seguros, su risa, su voz, que
promet¼a tiempos y lugares  nunca vistos. Y Kirill apareciÁ; pero en seguida
explotÁ contra el sol una telaraÏa  plateada y Kirill desapareciÁ. En cambio
aparecieron  los ojos  angelicales  y  fijos  de  Ronco,  con un  envase  de
porcelana en la manaza blanca... Los negros pensamientos  que medraban en su
subconsciente  quebraron  la  barrera que  ¸l  intentaba crear  a  fuerza de
voluntad, extinguiendo lo poco de bueno que ten¼a entre  los recuerdos, como
si nunca hubiese visto m°s que caras feas y crueles.
     Y durante  todo ese tiempo no dejaba  de ser un  merodeador. Sin  darse
cuenta de  ello, alguna  parte de su sistema nervioso recog¼a la informaciÁn
esencial:  a  la izquierda,  a bastante  distancia hab¼a un fantasma  alegre
sobre  un montÁn de  planchas; estaba quieto, agotado, as¼ que al diablo con
¸l; hacia la derecha hab¼a una ligera brisa, y pocos pasos m°s adelante  vio
una roncha de  mosquito, lisa como un  espejo, de varios brazos. Parec¼a una
estrella de mar (estaba lejos, no  hab¼a  peligro); bien  en  el  centro, un
p°jaro  aplastado; cosa extraÏa, puesto que los p°jaros no sol¼an sobrevolar
la Zona.  All¼,  junto al sendero,  hab¼a dos  vac¼os abandonados;  tal  vez
Cuervo los hab¼a dejado al volver; el temor es m°s fuerte que la codicia. Lo
vio todo y tomÁ debida cuenta de cada cosa. Y cuando Arthur se apartÁ veinte
cent¼metros  del  camino,  Redrick  abriÁ   la  boca  y   lanzÁ  una  °spera
advertencia, autom°ticamente. Una  m°quina, pensÁ. Me  han convertido en una
m°quina.  Las rocas partidas que marcaban el borde de  la cantera se estaban
acercando; ya se velan los caprichosos dibujos hechos por la herrumbre sobre
el techo rojo de la cabina.
     Qu¸  tonto fuiste, Cuervo, qu¸ tonto,  pensÁ Redrick. Eres inteligente,
pero tonto. ¿CÁmo se te ocurriÁ confiar en m¼? Nos tratamos desde hace tanto
tiempo que deber¼as conocerme como a la palma de tu mano. A lo mejor  es que
te  est°s poniendo viejo. M°s torpe. Pero qu¸ digo, si me he  pasado la vida
tratando con tontos. Y entonces imaginÁ la cara de Cuervo cuando descubriera
que Arthur,  su dulce Artie, sir ·nico hijo varÁn, su orgullo y  su alegr¼a,
hab¼a ido a la Zona con Red para  buscar las piernas de Cuervo, en  lugar de
alg·n novato  prescindible. ImaginÁ aquella cara  y se  echÁ a  re¼r. Cuando
Arthur volviÁ el rostro asustado para mirarlo, siguiÁ riendo y le indicÁ por
seÏas  que  siguiera caminando.  Y  entonces  la  caras le  cruzaron por  la
conciencia  otra vez, como  im°genes  en  una  pantalla. Hab¼a que cambiarlo
todo. No una vida o dos vidas, un destino o dos destinos:  hab¼a que cambiar
cada uno de los eslabones de este mundo podrido y maloliente.
     Arthur se detuvo ante la escarpada pendiente que descend¼a a la cantera
y  se  quedÁ  inmÁvil,  forzando  la  vista  para  mirar hacia abajo, lejos,
estirando  el largo cuello. Redrick se reuniÁ  con  ¸l. Pero no miraba en la
misma direcciÁn que Arthur.
     Precisamente bajo  sus  pies empezaba la ruta hacia la cantera, abierta
muchos aÏos antes por las ruedas de los veh¼culos  pesados. Hacia la derecha
hab¼a una  pendiente  blanca, escarpada, rajada  por  el  calor;  la  cuesta
siguiente estaba medio  excavada; entre las rocas  y el  escombro  hab¼a una
aplanadora; la  pala ca¼da golpeaba impotente contra el  costado de la ruta.
Era de  esperar:  no hab¼a nada  m°s sobre la  ruta,  con excepciÁn  de  las
estalactitas negras y retorcidas, que parec¼an velas gruesas colgadas de los
bordes  dentados de la cuesta,  y un  montÁn de manchas oscuras en el polvo,
como si alguien hubiera salpicado grasa bituminoso.
     Era todo lo  que quedaba de ellos;  resultaba imposible siquiera contar
cu°ntos  hablan  sido. Tal vez cada mancha representaba una persona o uno de
los  deseos de Cuervo. Aqu¸l de all° era Cuervo, volviendo  sano y salvo del
sÁtano del Complejo Nº 7. Aqu¸lla, la  m°s grande,  era Cuervo sacando de la
Zona el im°n contorsionante  sin que nadie lo  detuviera. Y aquel  car°mbano
era la lujuriosa Dina Burbridge,
padre!. Aquella mancha era Arthur  Burbridge, tambi¸n distinto de la madre y
del padre; Artie, el hijo hermoso, su orgullo y su alegr¼a.
     -
Schuhart, despu¸s de todo lo conseguimos, ¿no es cierto?
     SoltÁ una carcajada de felicidad, se agachÁ  y golpeÁ la tierra con los
puÏos, con  toda su fuerza. El pelo enredado  se le  sacudiÁ  rid¼culamente,
arrojando terrones de barro seco  en todas direcciones. Y sÁlo entonces mirÁ
Redrick hacia la bola. Con  cautela, con cuidado, con el oculto temor de que
no fuera lo que esperaba, de que lo desilusionara y evocara dudas, de que lo
expulsara de aquella nube  en donde hab¼a  logrado refugiarse, abandon°ndolo
nuevamente en la mugre.
     No  era dorada;  su  color, antes bien,  era el  del  cobre rojizo.  La
superficie pulida brillaba opacamente bajo el sol. Estaba al pie del costado
opuesto de la cantera, cÁmodamente instalada  entre los  montones  de rocas.
Aun desde  all¼  se  ve¼a lo voluminosa y pesada  que  era,  lo  sÁlidamente
plantada que estaba en su lugar.
     Nada en ella pod¼a llevar  a la desilusiÁn o a  las dudas, pero tampoco
inspiraba muchas esperanzas.  Por  alg·n  motivo, el  primer pensamiento  de
Redrick  fue que  quiz°s  fuera  hueca  y que  deb¼a  estar  caliente por su
situaciÁn,  a  pleno  sol. Obviamente  no brillaba con luz  propia  ni pod¼a
elevarse  ni  bailar  en  el  aire,  tal  como  afirmaban  muchas  leyendas.
Permanec¼a en el mismo sitio  donde hab¼a ca¼do. Tal  vez hab¼a rodado desde
alg·n bolsillo  monstruosamente gigantesco; tal vez se hab¼a perdido durante
alg·n  juego entre  titanes.  El  caso  es  que  no  parec¼a  cuidadosamente
instalada all¼, sino abandonada, como todas las cosas que poblaban  la Zona:
los vac¼os, los brazaletes,  las pilas y la  otra basura  amontonada tras la
VisitaciÁn.
     Pero al  mismo tiempo  ten¼a algo especial. Cuanto  m°s  la  miraba m°s
claramente  comprend¼a que era agradable de mirar, que le gustar¼a acercarse
a ella,  palparla... Y s·bitamente se le ocurriÁ que  ser¼a  lindo, tal vez,
sentarse junto a ella, o mejor a·n, recostarse en la bola, cerrar los ojos y
pensar,  recordar,   tal  vez   perderse   en  ensoÏaciones,  amodorr°ndose,
descansando...
     Arthur se levantÁ de un salto, abriÁ a tirones todas las cremalleras de
su chaqueta, se la quitÁ y la  arrojÁ a los  pies,  levantando  una  nube de
polvo blanco. Gritaba algo, hac¼a  gestos y agitaba los brazos. Al  fin puso
las manos detr°s de la espalda y  se lanzÁ  cuesta abajo, bailando una jiga.
Ya no miraba a Redrick. Se hab¼a olvidado de ¸l, se hab¼a  olvidado de todo.
Bajaba para convertir sus  sueÏos  en realidad, los pequeÏos deseos secretos
de un  estudiante ruborizado, de un muchacho que nunca ve¼a un centavo fuera
de  su asignaciÁn; de un muchacho a quien castigaban sin misericordia si  le
sorprend¼an  un dejo  de  alcohol  en el aliento al  volver  a  casa; de  un
muchacho predestinado a ser un abogado  famoso y, en el  futuro, ministro de
gabinete y,  en un  futuro m°s distante, presidente  de la naciÁn.  Redrick,
entrecerrando  los  ojos hinchados  ante  la luz  cegadora,  lo  observÁ  en
silencio. PermaneciÁ calmo y fr¼o. Sab¼a lo que iba a ocurrir y sab¼a que no
ser¼a capaz de mirar, pero  que ten¼a todo el derecho de hacerlo. Y lo hizo,
sin  sentir  nada  en  especial,  salvo  que, muy  dentro de si, un gusanito
comenzaba a girar y a retorcerse, hundi¸ndole la aguda cabeza en el vientre.
     Y  el  muchacho  segu¼a  caminando  hacia  abajo,  bailando  una  jiga,
arrastrando los  pies seg·n su  propio ritmo. Y el polvo se  alzaba, blanco,
bajo sus talones.  Y gritaba con toda la fuerza  de sus pulmones, con ganas,
con alegr¼a, festivamente, algo  que  pod¼a  ser  una canciÁn o  una fÁrmula
m°gica. Y Redrick  pensÁ  que,  quiz° por primera vez en  la historia  de la
cantera, un hombre bajaba a ella como si fuera una fiesta.
     Al  principio  no escuchÁ lo que  chillaba  su clave parlante;  al cabo
alguna pieza, en su interior, echÁ a andar. Entonces oyÁ:
     -  ¡Felicidad para  todos!  ¡Gratuita! ¡Toda  la que  uno quiera!
vengan todos!  ¡Hay para todos! ¡Nadie quedar°  Insatisfecho!
gratuita!
     Y de pronto quedÁ en silencio, como si un enorme puÏo le hubiera pegado
en  el medio de  la boca.  Y  Redrick vio  que la vacuidad transparente,  el
acecho bajo la sombra de la pida excavadora, lo apresaba, lo lanzaba por los
aires  y lenta, muy lentamente, lo retorc¼a, tal como una lavandera retuerce
su colada. Tuvo tiempo de ver que uno de sus zapatos polvorientos ca¼a de su
espasmÁdica pierna y volaba a gran altura por sobre la cantera.
     Entonces  le volviÁ la  espalda  y se sentÁ. Su cabeza  estaba vac¼a de
todo pensamiento; de alg·n  modo  hab¼a  dejado  de  tener  sensaciones.  El
silencio  se espesaba  en el aire,  especialmente detr°s de ¸l,  all°, en la
ruta. Se acordÁ de su petaca, sin mayor alegr¼a; era tan sÁlo una medicina y
hab¼a llegado la hora de  tomarla. DesenroscÁ la tapa  y bebiÁ  a tragos muy
medidos. Por primera vez habr¼a deseado que esa petaca tuviera agua fresca y
no licor.
     PasÁ el tiempo. EmpezÁ a tener pensamientos  m°s  o  menos  coherentes.
Bueno, ya est°, pensÁ, sin querer. La ruta est° abierta.
     Ahora  pod¼a  bajar. Pero  siempre era mejor,  por supuesto aguardar un
poco. Las pica  carnes suelen  ser traicioneras.  De  cualquier  modo  ten¼a
algunas cosas en qu¸  pensar. El problema era que no estaba muy acostumbrado
a  hacerlo.  ¿Y  qu¸ era  "pensar",  despu¸s de todo?  Pensar  quer¼a  decir
encontrar  una  salida,  aclarar un engaÏo,  quitar la venda de  los ojos de
alguien... Pero todo eso estaba fuera de lugar en ese caso.
     Bien. Monita, su padre...  Que paguen por eso, hay que sacarles el jugo
a esos  malnacidos, que esos hijos  de puta coman lo que yo he comido... No,
Red, no es as¼...  Quiero decir, si, lo es, pero  ¿qu¸  significa eso?  ¿Qu¸
necesito? Eso es maldecir, no pensar.
     Un presentimiento terrible  lo dejÁ  helado. SalteÁ apresuradamente los
muchos argumentos que  a·n ten¼a por delante y se dijo, enojado: As¼ son las
cosas, Red, no podr°s salir de aqu¼ mientras no lo hayas comprendido; caer°s
muerto aqu¼, junto  a la bola, para pudrirte en este  sitio, pero no saldr°s
de aqu¼.
     Dios,  ¿dÁnde est°n las palabras, dÁnde est°n mis pensamientos? (Se dio
una palmada  en la  cabeza)
momento, Kirill sol¼a decir algo as¼.
     ¡Kirill!  EscarbÁ  febrilmente  entre  sus  recuerdos  y  las  palabras
subieron a  la superficie,  palabras  conocidas  o  desconocidas.  Pero nada
serv¼a  porque  Kirill no  hab¼a dejado  palabras  tras de s¼.  Hab¼a dejado
im°genes, difusas y tiernas, pero totalmente improbables.
     Perversidad y traiciÁn. Tambi¸n esta vez  me  abandonan, me dejan mudo.
Un perro; siempre fui un perro, y ahora soy un perro viejo. No es justo, ¿me
oyen?
hombre nace para pensar (
que no lo creo. No lo cre¼a antes y tampoco lo creo ahora. Y  no s¸ para qu¸
nace el hombre. Yo nac¼. Por eso estoy aqu¼. La gente come lo que puede. Que
todos  nosotros  tengamos buena salud y que todos ellos se  vayan al diablo.
¿Qui¸nes somos  nosotros y qui¸nes son  ellos? No entiendo nada.  Si  yo soy
feliz,  Burbridge  no lo es. Si Burbridge es feliz, Cuatro-ojos no lo es. Si
Ronco es feliz todos son desgraciados, y cuando a ¸l le van mal las cosas es
el ·nico lo bastante idiota como para pensar que ya se las arreglar°.
todo  es  una  larga  pelea!  Me  pas¸  la  vida  peleando  con  el  capit°n
Quarterblad, y ¸l se pasa  la vida peleando con Ronco, y lo ·nico que quiere
de mi  es que deje de merodear. Pero ¿cÁmo voy a dejar de merodear  si tengo
que  alimentar una familia? ¿Que me consiga  un trabajo?  No quiero trabajar
para ustedes, ese trabajo me da asco, ¿entienden? Para m¼ las cosas son  m°s
o menos as¼:  cuando un  hombre trabaja con ustedes est°  siempre trabajando
para uno de ustedes y no es m°s que un esclavo. Y  yo siempre quise depender
de  m¼ mismo,  para  poder escupirles a todos en  la cara, para re¼rme de su
aburrimiento y de su desesperaciÁn.
     AcabÁ hasta las  heces del coÏac  y  arrojÁ  la petaca  vac¼a contra el
suelo, con todas sus fuerzas. La  petaca rebotÁ, centelleando bajo el sol, y
saliÁ  rodando.  En  seguida  se olvidÁ  de  ella.  Se quedÁ  all¼  sentado,
cubri¸ndose  los  ojos  con las  dos  manos, mientras intentaba,  ya  que no
comprender, ver al menos siquiera en parte cÁmo deber¼an ser las cosas. Pero
no ve¼a m°s que las caras; caras, caras y  m°s  caras. Y billetes, botellas,
montones de harapos que en  otros tiempos fueron seres humanos,  columnas de
cifras. Sab¼a que era necesario destruir todo eso, y quer¼a destruirlo, pero
adivinaba  que cuando  todo  eso desapareciera  no  quedar¼a  sino la tierra
desnuda y seca.  En su frustraciÁn,  en  su  desesperanza, sintiÁ  deseos de
recostarse contra la bola.
     Se  levantÁ,  se  sacudiÁ  autom°ticamente los pantalones e  iniciÁ  el
descenso hacia el fondo de la cantera.
     El  sol  ard¼a. Ante  los  ojos le  bailaban  manchas  rojas y  el aire
temblaba en el  fondo  de la  cantera.  En aquella  reverberaciÁn,  la  bola
parec¼a  danzar en su sitio, como  una boya entre las olas. PasÁ junto  a la
pala excavadora, levantando supersticiosamente los pies,  con cuidado  de no
pisar  las  manchas.  Y  en  seguida,  hundi¸ndose entre el  pedregullo,  se
arrastrÁ a trav¸s de la cantera hacia la bola danzarina, guiÏadora.
     Estaba  cubierto de sudor, jadeante, pero al mismo tiempo un escalofr¼o
le  recorr¼a  el cuerpo.  Temblaba como  si  reci¸n saliera  de  una  fuerte
borrachera, con el dulce polvo de tiza chirri°ndole entre los dientes. Hab¼a
abandonado  todo intento de pensar. Se limitaba a repetir una  y otra vez su
letan¼a:
     Soy  un  animal,  ustedes  lo  saben.  No  tengo  palabras, no  me  las
enseÏaron.  No s¸  cÁmo se hace para pensar, porque los hijos de  puta no me
enseÏaron a  pensar. Pero  si  ustedes  son  en  verdad...  todopoderosos...
omnisapientes... ¡bueno,  adiv¼nenlo!
all¼ encontrar°n  cuanto necesitan. Tiene que ser.
nadie! AverigÍen ustedes qu¸ es lo que deseo...
malo!  MaldiciÁn,  no se me ocurre nada,  nada, salvo esas palabras  que  ¸l
dijo...




Last-modified: Sat, 27 Jan 2007 10:26:34 GMT
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