n volverse por el corredor alfombrado, consciente de que aquella mirada angelical segu¼a fija en su nuca. Ni siquiera esperÁ el ascensor: bajÁ por la escalera desde el octavo piso. Al salir del Metropole llamÁ un taxi y fue hasta la otra punta de la ciudad. El conductor era nuevo; Redrick no lo conoc¼a; era un fulano de nariz ganchuda, lleno de granos, Uno de los cientos que aflu¼an a Harmont en los ·ltimos aÏos, buscando aventuras excitantes, riquezas desconocidas, fama internacional o alguna religiÁn especial. Ven¼an a montones y acababan como conductores, obreros de construcciÁn o delincuentes; arruinados, sedientos, torturados por vagos deseos, profundamente desilusionados y seguros de haber sido engaÏados una vez m°s. La mitad de ellos, despu¸s de un mes o dos, volv¼an a su patria, maldiciendo, para extender la desilusiÁn a todos los pa¼ses del mundo. Unos pocos, muy pocos, se convert¼an en merodeadores y perec¼an r°pidamente, antes de aprender las triquiÏuelas del oficio. Algunos consegu¼an trabajo en el Instituto, pero sÁlo los m°s instruidos e inteligentes, que al menos pod¼an trabajar como ayudantes de laboratorio. En cuanto al resto, malgastaban las noches en los bares, armaban trifulcas por pequeÏas diferencias de opiniÁn, por mujeres o simplemente porque estaban borrachos, enloqueciendo a la polic¼a del municipio, al ej¸rcito y a los guardianes. El conductor granujiento apestaba a alcohol a m°s de un kilÁmetro y ten¼a los ojos m°s colorados que un conejo, pero estaba muy excitado. ContÁ a Redrick que esa maÏana, en su cuadra, hab¼a aparecido un fiambre reci¸n llegado del cementerio. - VolviÁ a su casa, pero la casa estaba cerrada desde hacia aÏos y todos se hab¼an mudado: la viuda, que ya es una seÏora anciana, la hija con el marido y los nietos. Los vecinos dijeron que el tipo hab¼a muerto hace como treinta aÏos, es decir, antes de la VisitaciÁn. Y all¼ est°. Caminaba alrededor de la casa, olfateaba y rascaba... Al final se sentÁ en el cerco a esperar. Vino gente de todo el vecindario; lo miraban y lo miraban, pero ten¼an miedo de acercarse, claro. Al final no s¸ qui¸n tuvo una gran idea: hicieron saltar la puerta de la casa para que pudiera entrar. ¿Y qu¸ cree que hizo? Se levantÁ, entrÁ y cerrÁ la puerta. A mi se me hac¼a tarde para el trabajo, as¼ que no s¸ cÁmo terminaron las cosas, pero cuando me fui estaban por llamar al Instituto para que alguien viniera a llev°rselo. - Pare - dijo Redrick -. Es aqu¼ mismo. HurgÁ en los bolsillos, pero no ten¼a dinero menudo y tuvo que cambiar uno de los billetes nuevos. Despu¸s se detuvo ante la puerta y esperÁ a que el taxi se alejara. La casita de Cuervo no estaba tan mal: dos plantas, una galer¼a de vidrios con una mesa de billar, un jard¼n bien cuidado, un invernadero y una glorieta blanca bajo los manzanos, todo eso rodeado por una cerca de hierro forjado, pintada de verde p°lido. Redrick apretÁ varias veces el timbre; el portÁn se abriÁ de par en par con un crujido. AvanzÁ lentamente por el sendero sombreado, a cuya vera crec¼an rosales. Cobayo apareciÁ en el porche; era un negro encorvado que temblaba siempre con el deseo de ser ·til. Se volviÁ, impaciente; bajÁ una pierna insegura en busca de equilibrio, recuperÁ la estabilidad y arrastrÁ el otro pie en busca del compaÏero. El brazo derecho se le agitaba convulsivamente en direcciÁn a Redrick, como si dijera: "Estoy yendo, estoy yendo, un minuto". - ¡Hola, Red! - gritÁ una voz de mujer, desde el jard¼n. Redrick volviÁ la cabeza; hombros desnudos y tostados, boca roja, brillante, una mano que lo saludaba entre el verdor, junto al techo blanco de la glorieta. Hizo a Cobayo un adem°n con la cabeza y abandonÁ el sendero; pasÁ por entre los rosales para dirigirse hacia la glorieta, cruzando el c¸sped verde y suave. Hab¼a una gran estera roja extendida sobre el prado; all¼ estaba Dina Burbridge, regiamente sentada, con un vaso en la mano y un min·sculo traje de baÏo en el cuerpo. Sobre la estera hab¼a tambi¸n un libro de tapas brillantes; un baldecillo de hielo, por cuyo borde asomaba el cuello esbelto de una botella, descansaba en la sombra cercana. - ¡Hola, Red! - dijo Dina Burbridge, salud°ndolo con un movimiento del vaso -. ¿DÁnde est° el viejo? ¡No me digas que volviÁ a meterse en l¼os! Redrick se detuvo junto a ella con el portafolios a la espalda. SI, Cuervo hab¼a logrado imaginar unos hijos maravillosos al expresar su deseo, all° en la Zona. Østa era toda seda y sat¸n, de firmes curvas, impecable, sin una sola arruguita indispensable: sesenta kilos de carne acaramelado, ojos de esmeralda con fulgor propio, boca grande y h·meda, dientes blancos, parejos, y pelo negro como ala de cuervo, que brillaba en el sol, descuidadamente ca¼do sobre un hombro. El sol, acarici°ndola, se volcaba sobre ella, desde los hombros hasta el vientre, hasta la cadera, dejando profundas sombras entre sus pechos casi desnudos. Redrick, de pie a su lado, la mirÁ abiertamente. Ella lo mirÁ a su vez y riÁ, comprendiendo; despu¸s se llevÁ el vaso a los labios y tomÁ varios sorbos. - ¿Quieres? - preguntÁ, pas°ndose la lengua por los labios. EsperÁ el tiempo justo para que ¸l captara la doble intenciÁn y le tendiÁ el vaso. Øl buscÁ a su alrededor hasta encontrar una reposera a la sombra; all¼ se sentÁ y tendiÁ las piernas. - Burbridge est° en el hospital - dijo -. Le van a amputar las piernas. Ella lo mirÁ con un solo ojo, sin dejar de sonre¼r. El otro quedÁ cubierto por la espesa cabellera que le ca¼a sobre el hombro. Pero su sonrisa se hab¼a petrificado; era una mueca de az·car sobre la cara tostada. Despu¸s hizo girar el vaso, escuchando el tintineo de los cubitos. - ¿Las dos? - Las dos. Tal vez por debajo de la rodilla, tal vez por encima. Ella dejÁ el vaso y se apartÁ el pelo hacia atr°s. Ya no sonre¼a. - Qu¸ pena - dijo -. Y eso significa que t·... SÁlo a Dina Burbridge habr¼a podido contarle en detalle cÁmo hab¼a pasado todo. Hasta habr¼a podido contarle que se hab¼a acercado a ¸l con las manoplas listas y que Burbridge le hab¼a rogado, no por ¸l, sino por sus hijos, por ella y por Artie, prometi¸ndole la Bola Dorada. Pero no se lo contÁ. SacÁ un fajo de dinero del bolsillo superior y lo arrojÁ sobre la estera roja, bien junto a las piernas largas de la muchacha. Los billetes se abrieron en un arco iris. Dina recogiÁ algunos, distra¼damente, y los examinÁ como si no los conociera; sin embargo no ten¼a mucho inter¸s. - Østas son las ·ltimas ganancias, entonces - dijo. Redrick se estirÁ desde la reposera para tomar la botella del baldecito y mirÁ la etiqueta. El agua goteaba desde el vidrio oscuro; tuvo que apartarla para que no le goteara en los pantalones. No le gustaba el whisky caro, pero en un momento como ¸se pod¼a hacer el sacrificio de tomar un trago. Iba a llevarse la botella a la boca cuando lo interrumpiÁ un balbuceo de protesta a sus espaldas. All¼ estaba Cobayo, arrastrando penosamente los pies por el prado, sujetando con las dos manos un vaso lleno de l¼quido claro. El esfuerzo le estaba haciendo sudar la cabeza lanuda y le sacaba los ojos de las Árbitas. Al ver que Redrick lo miraba tendiÁ el vaso en un gesto desesperado, mugiÁ y aullÁ, abriendo in·tilmente la boca desdentada. - Espero, espero - dijo Redrick, y volviÁ a dejar la botella en el balde. Cobayo llegÁ al fin, entregÁ el vaso a Redrick y le palmeÁ t¼midamente el hombro con una mano artr¼tica. - Gracias, Dixon - dijo Redrick, seriamente -. Es precisamente lo que necesitaba en este momento. Como de costumbre est°s en todo. Y mientras Cobayo sacud¼a la cabeza, azorado y feliz, y se golpeaba la cadera con el brazo sano, ¸l levantÁ el vaso, lo saludÁ con un gesto de la cabeza y tragÁ la mitad de una sola vez. En seguida se volviÁ a Dina. - ¿Quieres? - preguntÁ, refiri¸ndose al vaso. Ella no respondiÁ, Estaba doblando un billete por la mitad; lo doblÁ otra vez, y otra m°s. - Term¼nala - dijo ¸l -. No quedar°s en la calle. Tu viejo... Ella lo interrumpiÁ: - As¼ que lo sacaste a la rastra - dijo, sin preguntar como quien establece un hecho -. Lo sacaste, idiota, cruzando toda la Zona. Sacaste a ese hijo de puta llev°ndolo sobre la espalda, barro, pelirrojo cretino, Echaste a perder una oportunidad como ¸sa. Øl la mirÁ, olvidado del vaso. Dina se levantÁ para acercarse a ¸l, pisando el dinero esparcido. Se detuvo ante ¸l con los puÏos clavados en la suave curva de las caderas, ocult°ndole todo el mundo con ese cuerpo maravilloso, que ol¼a a perfume y a sudor dulce. - El viejo tiene en el puÏo a todos los idiotas como t·. Te va a pisar los huesos. Ya ver°s, caminar° sobre tu cr°neo con sus muletas. ¡Ya te enseÏar° qu¸ es el amor fraternal y la piedad! A esa altura la chica ya estaba hablando a gritos. - Te prometiÁ la Bola Dorada, ¿no es cierto? El mapa, las trampas, ¿no es cierto? ¡Idiota! ¡Ya te veo en la cara que fue as¼! Espera, ver°s qu¸ mapa te da. Que Dios tenga piedad del alma de Redrick Schuhart, este pelirrojo est·pido. Redrick se levantÁ sin apuro y le dio una fuerte bofetada. Ella cerrÁ el pico, se dejÁ caer en el pasto y hundiÁ la cara entre las manos. - Qu¸ tonto... Red - murmurÁ -. Dejar pasar una oportunidad como ¸sa. Redrick la mirÁ sin hablar mientras terminaba el vodka. ArrojÁ el vaso a Cobayo sin mirarlo siquiera. No hab¼a nada que decir. Qu¸ lindos hijos hab¼a evocado Burbridge en la Zona. Amantes y respetuosos. SaliÁ a la calle y llamÁ un taxi. IndicÁ al conductor que lo llevara al Borscht. Ten¼a que terminar con sus asuntos, aunque se mor¼a de sueÏo. Todo le daba vueltas; al final se quedÁ dormido en el taxi, con todo el cuerpo doblado sobre el portafolios; despertÁ sÁlo cuando el conductor, sacudi¸ndolo, le dijo: - Ya llegamos, seÏor. - ¿AdÁnde llegamos? - preguntÁ, mirando a su alrededor -. Al Banco, le dije. - Nada de eso, compaÏero. Al Borscht, me dijo. Øste es el Borscht. - Okey - gruÏÁ Redrick -. Debo haber soÏado. PagÁ y descendiÁ del coche; apenas pod¼a mover las piernas pesadas, El asfalto humeaba en el sol; hacia much¼simo calor. Redrick se dio cuenta de que estaba empapado, que ten¼a mal gusto en la boca y que le lloraban los ojos. MirÁ a su alrededor antes de entrar. La calle estaba desierta, como era habitual a esa hora del d¼a. Los negocios no hab¼an abierto a·n y el Borscht deb¼a estar cerrado tambi¸n, pero Ernest ya estaba en su puesto, secando vasos y echando miradas sucias al tr¼o que chupaba cerveza en la mesa del rincÁn. Todav¼a no hab¼an retirado las sillas de las otras mesas. Un peÁn desconocido, vestido con chaqueta blanca, limpiaba los pisos; otro luchaba detr°s de Ernest con un cajÁn de cerveza. Redrick se acercÁ al mostrador, dejÁ all¼ su portafolios y dijo hola. Ernest murmurÁ algo que no era exactamente una bienvenida. - Dame otra cerveza - dijo Redrick, con un bostezo convulsivo. Ernest plantÁ una jarrita vac¼a en el mostrador, sacÁ una botella de la heladera, la abriÁ y la suspendiÁ sobre la jarra. Redrick, cubri¸ndose la boca, mirÁ fijamente la mano del barman. Temblaba. La botella golpeÁ varias veces al borde de la jarrita. Redrick le mirÁ entonces la cara. Ten¼a bajos los p°rpados pesados, torcida la boca gordinflona y las mejillas ca¼das. El peÁn pasÁ el trapo precisamente bajo los pies de Redrick; los del rincÁn discut¼an en voz alta sobre las carreras; el otro peÁn retrocediÁ con los cajones, tropezando con Ernest en forma tan ruda que ¸ste se tambaleÁ. El hombre murmurÁ una disculpa. - ¿Lo trajiste? - preguntÁ Ernest, con voz ahogada. - ¿Que si traje qu¸? Redrick mirÁ por sobre el hombro. Uno de los tipos se levantÁ perezosamente y fue hasta la puerta. All¼ se detuvo para encender un cigarrillo. - Ven, hablemos - dijo Ernest. El peÁn que pasaba el trapo tambi¸n estaba en ese momento entre Redrick y la salida. Era un negro grandote, del tipo de Gutalin, pero doblemente corpulento. - Vamos - dijo Redrick, recogiendo el portafolios. Ya no tenla sueÏo, ni en un ojo ni en el otro. PasÁ por detr°s del mostrador, esquivando al peÁn que llevaba los cajones de cerveza; al parecer el hombre se hab¼a pellizcado el dedo, pues se chupaba la yema, mirando a Redrick. Era un tipo grandote, de nariz quebrada y orejas de repollo. Ernest pasÁ a la trastienda y Redrick fue tras ¸l, porque los tres fulanos del rincÁn ya estaban bloqueando la puerta y el peÁn de limpieza se hab¼a detenido junto a las cortinas que daban al depÁsito. Ya en la trastienda, Ernest dio un paso a un lado y se sentÁ en una silla, junto a la pared. Ante la mesa estaba el capit°n Quarterblad amarillento y furioso. A la izquierda, qui¸n sabe de dÁnde apareciÁ un enorme soldado de las Naciones Unidas, con el casco sobre los ojos, que lo cacheÁ r°pidamente con sus grandes manos. Se detuvo en el bolsillo derecho y sacÁ las manoplas de bronce. En seguida empujÁ a Redrick en direcciÁn al capit°n. El pelirrojo se acercÁ a la mesa y puso el portafolios frente al capit°n Quarterblad. - Chupasangre - dijo a Ernest. Øste levantÁ las cejas y encogiÁ un solo hombro. Todo estaba a la vista: los dos peones, junto a la puerta, sonre¼an muy satisfechos. No hab¼a otra salida y la ventana ten¼a barrotes por fuera. El capit°n Quarterblad, con la cara contraria por el disgusto, revolv¼a el portafolios con las dos manos, sacando el bot¼n para ponerlo sobre. la mesa: dos pequeÏos vac¼os; nueve pilas; gotitas negras de diversos tamaÏos, diecis¸is piezas en una bolsa de polietileno; dos esponjas perfectamente conservadas y un pote de arcilla carbonatada. - ¿Tienes algo en los bolsillos? - preguntÁ el capit°n, suavemente -. Vac¼alos. - V¼boras - murmurÁ Redrick -, canallas. SacÁ un fajo d¸ billetes y lo arrojÁ sobre la mesa; all¼ quedaron, esparcidos. - ¡Aj°! - exclamÁ el capit°n -. ¿Algo m°s? - ¡Malditos esfuerzos! - gritÁ Redrick, arrojando al suelo el segundo fajo -. Ah¼ tienen. Ojal° se les atraganto. - Muy interesante - dijo el capit°n, con calma -. Ahora recÁgelo. - ¡Cualquier d¼a! - replicÁ Redrick, poniendo las manos tras la espalda -. Que lo recojan sus esclavos. Por m¼ puede recogerlo usted mismo. - Recoge ese dinero, merodeador - repitiÁ el capit°n Quarterblad sin alzar la voz, apoyando el puÏo sobre la mesa para inclinarse hacia Redrick. Se miraron mutuamente por algunos segundos. Al fin el merodeador, murmurando maldiciones, se agachÁ para recoger desganadamente los billetes. Los peones se burlaban a sus espaldas y el soldado de las Naciones Unidas resoplÁ con alegr¼a. - ¡No resoples! - dijo Redrick -. Se te van a saltar los mocos. Mientras se arrastraba de rodillas por el suelo, recogiendo los billetes uno por uno, se iba acercando m°s y m°s al anillo de oscuro bronce que descansaba pac¼ficamente en el polvoriento piso de parquet. Se volviÁ para lograr un mejor acceso, sin dejar de gritar obscenidades, todas las que sab¼a y algunas otras que inventaba en ese momento. Cuando llegÁ el momento adecuado cerrÁ el pico, tensÁ; agarrÁ el anillo y tirÁ de ¸l con todas sus fuerzas; antes de que la trampa abierta hubiera llegado al suelo se hab¼a lanzado ya, de cabeza, hacia la prisiÁn fr¼a y gris de la bodega. CayÁ sobre las manos, dio un salto mortal y se levantÁ de un salto. EchÁ a correr encorvado, sin ver nada, confiado en su memoria y en su suerte, por el angosto pasillo abierto entre los cajones de botellas, volte°ndolos a su paso; los oyÁ caer y estrellarse tras ¸l. ResbalÁ. SubiÁ a la carrera algunos escalones invisibles y lanzÁ todo el peso de su cuerpo contra la puerta, de goznes herrumbrados. As¼ saliÁ al garaje de Ernest. Estaba estremecido y jadeante; ante los ojos le bailaban manchas de sangre y el corazÁn le palpitaba con fuerza, con sacudidas que le llegaban a la garganta. Pero no se detuvo ni por un instante. CorriÁ hasta el rincÁn m°s alejado y all¼, despellej°ndose las manos, revolviÁ en la montaÏa de basura que ocultaba el sitio donde la pared estaba sin tablas. Se deslizÁ de panza por ese agujero. Se le desgarrÁ la chaqueta, pero pronto estuvo en el angosto patio. All¼ se agachÁ entre las latas de basura, se quitÁ la chaqueta y la corbata, se revisÁ apresuradamente, se cepillÁ los pantalones y, finalmente, se irguiÁ y corriÁ hacia el patio. Se zambullÁ en un t·nel bajo y maloliente que llevaba al fondo siguiente. All¼ prestÁ atenciÁn, esperando o¼r las sirenas de la polic¼a, pero no fue as¼; corriÁ a mayor velocidad, asustando a los chicos que jugaban, esquivando la ropa tendida a secar, arrastr°ndose por los agujeros de los cercos podridos. Ten¼a que salir de ese vecindario de inmediato, antes de que el capit°n Quarterblad lo hiciera rodear. Conoc¼a bien la zona, pues hab¼a jugado en todos aquellos patios y sÁtanos, en aquellos tendederos abandonados y en las carboneras. Ten¼a all¼ muchos conocidos y hasta algunos amigos; en otras circunstancias no le habr¼a costado ocultarse en ese barrio, incluso por una semana. Pero no era para eso que hab¼a escapado tan audazmente, bajo las mismas narices del capit°n Quarterblad, aÏadiendo f°cilmente doce meses a su sentencia. Tuvo mucha suerte. En la calle Siete alg·n tipo de hermandad avanzaba ruidosamente por la calzada, en manifestaciÁn; eran unos doscientos, tan desarrapados y mugrientos como ¸l. Algunos ten¼an peor aspecto, como si hubieran pasado toda la tarde arrastr°ndose por los agujeros de los cercos y ech°ndose latas de basura encima; tal vez hab¼an pasado la noche alborotando en alguna carbonera. Redrick saliÁ de un portal, agachado, para mezclarse entre la multitud; la atravesÁ a fuerza de empujones y tirones; pisoteÁ pies ajenos, recibiÁ alg·n puÏetazo ocasional y lo devolviÁ, y finalmente saliÁ al otro lado de la calle, para ocultarse en otro portal. Fue precisamente entonces cuando se oyÁ el gemido familiar y desagradable de los coches patrulleros; la manifestaciÁn se detuvo, ruidosamente, pleg°ndose como un acordeÁn. Pero Redrick ya estaba en otro vecindario y el capit°n Quarterblad no ten¼a modo de saber en cu°l. Se acercÁ a su propio garaje desde el costado del negocio de radio y electrÁnica; tuvo que esperar en tanto los obreros cargaban un camiÁn con televisores. Se puso cÁmodo entre las magulladas matas de lilas de las casas vecinas, donde no hab¼a ventanas, para recobrar el aliento y fumar un cigarrillo. FumÁ °vidamente, agachado contra la °spera pared a prueba de incendios, toc°ndose de tanto en tanto la mejilla para calmar el tic nervioso. PensÁ, pensÁ, pensÁ. Cuando el camiÁn y los obreros se alejaron a bocinazos por la calle se echÁ a re¼r, diciendo suavemente: - Gracias, muchachos; demoraron a este tonto... y lo hicieron pensar. Entonces empezÁ a caminar con rapidez, pero sin demasiada prisa, inteligente y premeditadamente, tal como cuando trabajaba en la Zona. EntrÁ al garaje por el pasillo oculto; levantÁ silenciosamente el viejo asiento, sacÁ el rollo de papel que hab¼a en la bolsa guardada dentro del canasto, con mucho cuidado, y se lo deslizÁ dentro de la camisa. Despu¸s tornÁ de una percha una chaqueta de cuero, vieja y gastada; encontrÁ en el rincÁn una gorra grasienta y se la encasquetÁ hasta los ojos. Las hendijas de la puerta dejaban pasar finos rayos de luz que iluminaban el polvo danzar¼n del sombr¼o garaje. Afuera, los chicos jugaban y chillaban. Al marcharse oyÁ la voz de su hija; acercÁ un ojo a la m°s ancha de las ranuras y contemplÁ a Monita, que corr¼a entre las hamacas agitando dos globos, tres ancianas, sentadas en un banco cercano con el tejido sobre el regazo, la observaban con labios fruncidos; las viejas cerdas estar¼an intercambiando sucias opiniones. Los chicos se portaban bien; jugaban con ella como si fuera una m°s. Val¼a la pena el soborno empleado: les hab¼a hecho un tobog°n, una casa de muÏecas, las hamacas... y el banco en donde estaban las viejas. "Bueno", se dijo. Se apartÁ de la grieta, volviÁ a inspeccionar el garaje y entrÁ arrastr°ndose al agujero. En la parte sudoeste de la ciudad, cerca del surtidor de nafta abandonado al final de la calle Miner, hab¼a una cabina telefÁnica. SÁlo Dios sabe qui¸n la usaba por entonces, pues todas las casas de alrededor estaban cerradas con tablas; m°s all° se ve¼a tan sÁlo aquel bald¼o interminable que fuera el basurero de la ciudad. Redrick se sentÁ a la sombra de aquella cabina y metiÁ la mano en una hendija que hab¼a all¼ debajo. PalpÁ un papel encerado, polvoriento, y la culata del arma envuelta en ¸l; tambi¸n estaba la caja de plomo con balas y la bolsa con los brazaletes y la billetera vieja, con documentos falsos. Su escondrijo estaba en orden. Se quitÁ la chaqueta y la gorra; palpÁ dentro de su camisa. All¼ permaneciÁ por un minuto, o m°s, sopesando en la mano el envase de porcelana, la muerte invencible e inevitable que conten¼a. Y el tic nervioso recomenzÁ. - Schuhart - murmurÁ, sin o¼r su propia voz -, ¿qu¸ est°s haciendo, gusano, basura? Con esto pueden matarnos a todos. Se sostuvo la mejilla contorsionada, pero no sirviÁ para calmarla. - Hijos de perra - dijo, pensando en los obreros que cargaban los aparatos de televisiÁn -. Se me pusieron en el camino. Yo habr¼a tirado esto otra vez a la Zona, esa puta, y todo estarla terminado. MirÁ a su alrededor, con tristeza. El aire caliente reverberaba sobre el cemento agrietado; las ventanas claveteadas lo contemplaban sombr¼amente; por el bald¼o rodaban briznas secas. Estaba solo. - Bueno - dijo, decidido - Que cada uno se ocupe de si; sÁlo Dios cuida de todos. A m¼ me ha llegado el turno. R°pidamente, para no cambiar de idea, puso el envase en la gorra y envolviÁ la gorra en la chaqueta de cuero. Despu¸s se arrodillÁ, recost°ndose contra la cabina, que se moviÁ. Aquel paquete voluminoso entraba bien en el fondo del pozo que hab¼a debajo y a·n quedaba lugar. VolviÁ a poner la cabina en su sitio, la sacudiÁ para ver si estaba firme y finalmente se levantÁ, limpi°ndose las manos. - Listo. Todo arreglado. EntrÁ a la cabina caldeada, depositÁ una moneda y marcÁ un numero. - Guta - dijo -. Por favor, no te preocupes. Me atraparon otra vez. OyÁ el suspiro estremecido y se apresurÁ a agregar: - Es un delito menor, seis a ocho meses con derecho a visitas. Nos arreglaremos. Y no te faltar° dinero. Ellos te enviar°n. Guta segu¼a en silencio. - MaÏana por la maÏana te llamar°n al puesto de comando. All¼ nos veremos. Trae a Monita. - ¿Habr° alguna inspecciÁn? - preguntÁ ella. - Que la hagan. En la casa no hay nada. No te preocupes y mant¸n el °nimo en alto. Ya sabes: los ojos brillantes y el rabo erguido. Te casaste con un merodeador, as¼ que no te quejes. MaÏana nos vemos. Y recuerda, yo no he llamado. Un beso en la naricita. ColgÁ abruptamente y permaneciÁ algunos segundos con los ojos cerrados y los dientes tan apretados que le tintinearon los o¼dos. Despu¸s depositÁ otra moneda y volviÁ a marcar un n·mero. - Escucho - dijo Ronco. - Habla Schuhart. Escucha bien y no me interrumpas. - ¿Schuhart? ¿Qu¸ Schuhart? - preguntÁ Ronco, con naturalidad. - Te dije que no me interrumpas. Me atraparon y escap¸, pero voy a entregarme. Me dar°n entre dos y medio y tres aÏos. Mi esposa queda sin un centavo. T· te encargar°s de ella. Que no le falta nada, ¿entendido? ¿Entendido, dije? - Sigue - dijo Ronco. - Cerca del sitio donde nos encontramos la primera vez hay una cabina telefÁnica. Es la ·nica, no hay forma de confundirse. La porcelana est° debajo de ella. Si la quieres, tÁmala; si no, no. Pero quiero que cuiden de mi esposa. Todav¼a nos quedan muchos aÏos de jugar juntos. Si al volver descubro que me jugaron sucio... te aconsejo que no lo hagas. ¿Comprendiste? - Comprend¼ todo - dijo Ronco -. Gracias. Y despu¸s de una pausa agregÁ: - ¿Quieres un abogado? - No - dijo Redrick -. Todo a mi esposa, hasta el ·ltimo centavo. Saludos. ColgÁ y mirÁ a su alrededor. Despu¸s, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalÁn, subiÁ lentamente por la calle Miner entre las casas vac¼as y claveteadas. 3. Richard H. Noonan, cincuenta y un aÏos, supervisor de compras de equipos electrÁnicos en la divisiÁn Harmont del instituto internacional de culturas extraterrestres. Richard H. Noonan estaba sentado ante el escritorio de su estudio, garabateando sobre un bloc de tamaÏo legal. Sonre¼a tambi¸n, simp°ticamente, asintiendo con la cabeza calva, sin escuchar a su visitante. No hac¼a m°s que aguardar una llamada telefÁnica mientras su visitante, el doctor Pilman, lo sermoneaba perezosamente. O imaginaba que lo estaba sermoneando. O trataba de convencerse a s¼ mismo de que lo estaba sermoneando. - Tendremos en cuenta todo eso - dijo finalmente Noonan, cruzando otro grupo de cinco rayitas y cerrando el bloc -. Realmente es muy extraÏo. La esbelta mano de Valentine sacudiÁ limpiamente las cenizas de su cigarrillo en el cenicero. - ¿Y qu¸ es, exactamente, lo que tendr°n en cuenta? - preguntÁ con mucha cortes¼a. - Bueno... todo lo que usted acaba de decir - respondiÁ alegremente Noonan, recost°ndose en su sillÁn -. Hasta la ·ltima palabra. - ¿Y qu¸ es lo que dije? - Eso no importa. Lo que haya dicho lo tendremos en cuenta. Valentine (el doctor Valentine Pilman, ganador de un Premio NÁbel) estaba sentado frente a ¸l, en un mullido sillÁn. Era menudo, delicado y limpio. No ten¼a una sola mancha en su chaqueta de ante ni una arruga en los pantalones. Camisa de un blanco cegador, corbata de color liso, muy seria, zapatos relucientes. Una sonrisa maliciosa en los labios delgados y p°lidos; enormes anteojos oscuros. La frente ancha y baja, coronada por un corte casi al rape. - En mi opiniÁn, a usted se le paga un sueldo fant°stico para nada - dijo -. Y adem°s, tambi¸n en mi opiniÁn, usted es un saboteador, Dick. - ¡Shhhh! - susurrÁ Noonan -. No tan fuerte, por el amor de Dios. - En realidad - agregÁ Valentine -, hace mucho tiempo que lo vengo observando. Creo que usted no hace nada. - ¡Un momento! - interrumpiÁ Noonan, agitando su dedito rosado -. ¿Qu¸ es eso de que no hago nada? ¿Acaso he dejado de hacerle entregar un solo pedido de repuestos? - No s¸ - respondiÁ Valentine, volviendo a sacudir las cenizas -. Recibimos equipos buenos y equipos malos. El bueno llega con m°s frecuencia, pero no s¸ qu¸ tiene usted que ver con eso. - Bueno, si no fuera por m¼, los materiales buenos ser¼an mucho m°s escasos. Adem°s, ustedes los cient¼ficos se la pasan rompiendo buenos equipos y pidiendo repuestos. ¿Y qui¸n les cubre las espaldas? Por ejemplo... En ese momento sonÁ el tel¸fono. Noonan se interrumpiÁ para tomar el receptor. - ¿SeÏor Noonan? - preguntÁ la secretaria -. Otra vez el seÏor Lemchen. - Comun¼queme. Valentine se levantÁ, se llevÁ dos dedos a la frente en seÏal de despedida y saliÁ del despacho. Menudo, erguido y proporcionado. - ¿SeÏor Noonan? - dijo en el tubo la voz conocida y pesada. - S¼, escucho. - No es f°cil comunicarse con usted en el trabajo, seÏor Noonan. - Acaba de llegar un nuevo embarque. - S¼, ya lo s¸, seÏor Noonan. Estoy aqu¼ por poco tiempo. Quisiera que discuti¸ramos personalmente unas cuantas cosas. Me refiero a los ·ltimos contratos con Mitsubishi Denshi. El aspecto legal. - A sus Árdenes. - En ese caso, si no tiene inconvenientes, ¿por qu¸ no pasa por nuestras oficinas dentro de media hora? ¿Le parece bien? - Perfecto. Dentro de media hora. Richard Noonan colgÁ y se levantÁ frot°ndose las manos regordetas. Se paseÁ por la oficina y hasta empezÁ a cantar alguna cancioncita pop, pero se interrumpiÁ en una nota especialmente agria, ri¸ndose jovialmente de s¼ mismo. TomÁ su sombrero, se echÁ el impermeable al hombro y saliÁ a la zona de recepciÁn. - Voy a ver a algunos clientes, linda - dijo a la secretaria -. Qu¸date aqu¼ y c·breme la espalda, como dicen; cuando vuelva te traer¸ un regalo. Ella pareciÁ transformarse. Noonan le arrojÁ un beso y saliÁ a los corredores del instituto. Aqu¼ y all° tuvo que enfrentarse con algunos intentos de detenerlo, pero logrÁ zafarse de todas las conversaciones bromeando, pidiendo a los interesados que le cubrieran las espaldas o que tuvieran paciencia. y finalmente emergiÁ, ileso y sin compromisos, para agitar el pase cerrado bajo las narices del sargento de guardia. Sobre la ciudad pend¼an nubes bajas y pesadas. El d¼a era bochornoso; las primeras gotas vacilantes empezaban ya a esparcirse por la acera como pequeÏas estrellas negras. Noonan se echÁ el saco sobre la cabeza y los hombros y corriÁ junto a la larga fila de coches hasta su Peugeot; se metiÁ de cabeza y arrojÁ la chaqueta al asiento trasero. SacÁ del bolsillo el palo negro y redondo del as¼-as¼, lo puso en la instalaciÁn del tablero y empujÁ con el pulgar para meterlo hasta la empuÏadura. Se meneÁ un poco para acomodarse mejor tras el volante y pisÁ el acelerador. El Peugeot saliÁ silenciosamente al medio de la calle; un segundo despu¸s corr¼a hacia la salida de la Pre-Zona. La lluvia se precipitÁ de repente, como si alguien hubiera volcado un balde en el cielo. La ruta se tornÁ resbaladiza; el coche derrapaba en las esquinas. Noonan puso los limpiaparabrisas a funcionar y aminorÁ la marcha. "As¼ que recibieron el informe", pensÁ. Ahora estar°n elogi°ndome. Bueno, me lo merezco; me gusta que me elogien. Especialmente el seÏor Lemehen en persona. A pesar de si mismo. ExtraÏo, ¿verdad? ¿Por qu¸ nos gusta que nos elogien? Eso no da dinero. ¿Gloria? ¿Qu¸ clase de gloria tenemos? "Es famoso: ya lo conocen tres personas" Bueno, digamos cuatro, contando a Bayliss. ¡Qu¸ ser extraÏo es el hombre! Se dir¼a que nos gusta el elogio por el elogio mismo, como a los chicos les gusta el helado. Y es tan est·pido... ¿CÁmo puedo ser mejor a mis propios ojos? ¿Como si no me conociera? Ese gordo bueno de Richard H. Noonan, a propÁsito, ¿qu¸ quer¼a decir esa H.? ¡Qu¸ s¸ yo! Y no tengo a quien preguntarle; no es cosa de preguntarlo al seÏor Lemehen. ¡Ah, ya recuerdo! ¡Herbert! Richard Herbert Noonan. Caramba, est° diluviando. VirÁ hacia la calle Central y de pronto se dio cuenta de lo mucho que hab¼a crecido la ciudad en los ·ltimos aÏos. Enormes rascacielos. All° est°n construyendo otro. ¿Qu¸ ser°? Oh, el Complejo Luna: el mejor jazz internacional, un espect°culo de variedades y varias cosas m°s. Todo para nuestras gloriosas tropas y nuestros valientes turistas, especialmente los m°s ancianos, y para los nobles caballeros de la ciencia. Y los suburbios se est°n vaciando. S¼, me gustar¼a saber dÁnde va a terminar todo esto. Bueno, hace diez aÏos estaba seguro de saberlo: barreras policiales impenetrables, zonas de seguridad de treinta kilÁmetros, cient¼ficos y soldados, y nada m°s. Una horrible lastimadura en la cara del planeta, perfectamente bloqueada. Y no era yo el ·nico que pensaba as¼. ¡Tantos discursos, tanta legislaciÁn! Y ahora uno ni siquiera se acuerda cÁmo fue que la f¸rrea resoluciÁn universal se fundiÁ en un tembloroso charco de jalea. "Por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y por otra no se puede estar en desacuerdo." Creo que todo empezÁ cuando los merodeadores trajeron los as¼-as¼ de la Zona. PequeÏas pilas. S¼, creo que fue entonces. Sobre todo cuando se descubriÁ que las pilas se multiplicaban. La herida ya no pareciÁ tal; antes bien, una caja de tesoros, la tentaciÁn del demonio, la caja de Pandora o el diablo. Descubrieron el modo de darles uso. Llevaban veinte aÏos bufando y rezongando, malgastando billones, sin haber podido organizar el robo. Cada uno ten¼a su negocito, mientras los cient¼ficos arrugaban significativa y portentosamente el ceÏo; por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y por otra no se puede estar en desacuerdo. Puesto que tal y cual objeto, fotografiado con rayos X en un °ngulo de 18 grados, emite electrones cuasitermales en un °ngulo de 22 grados... ¡Al diablo con todo esto! De cualquier modo morir¸ sin ver el final. El coche pasaba frente a la casa que Cuervo Burbridge ten¼a en el centro. Debido a la intensa lluvia estaban todas las luces encendidas. Dick pudo ver varias parejas que bailaban en las habitaciones del segundo piso, que correspond¼an a la hermosa Dina. O bien hab¼an comenzado muy temprano o todav¼a la segu¼an con ganas desde la noche anterior. Era la nueva ola en la ciudad: dar fiestas que duraban varios d¼as. Sin duda estamos criando muchachos fuertes, llenos de resistencia y tesoneros en la b·squeda de sus deseos. Noonan detuvo el coche frente a un edificio feo, cuyo discreto cartel dec¼a: "Oficinas legales de Korsh, Korsh y Simak". SacÁ el as¼-as¼ y se lo guardÁ en el bolsillo; volviÁ a ponerse el impermeable, tomÁ el sombrero y corriÁ hacia la entrada. PasÁ corriendo junto al portero, que estaba sepultado en un periÁdico, y subiÁ las escaleras cubiertas por una alfombra gastada. Sus zapatos repiquetearon por el largo corredor del segundo piso; aquel lugar exhalaba un olor que habla renunciado a identificar mucho tiempo antes. Finalmente abriÁ la ·ltima puerta del pasillo y entrÁ. Ante el escritorio no estaba la secretaria, sino un joven desconocido, muy bronceado, en mangas de camisa, que escarbaba las tripas de alg·n artefacto electrÁnico instalado sobre el escritorio, en vez de la m°quina de escribir. Richard Noonan colgÁ su sombrero y su chaqueta, alisÁ con ambas manos el poco pelo que le restaba y mirÁ interrogativamente al joven. Øste asintiÁ. Noonan abriÁ entonces la puerta de la oficina. El seÏor Lemehen se levantÁ pesadamente del gran sillÁn de cuero instalado frente a la ventana, cubierta por cortinajes. Su angulosa cara de general estaba arrugada, ya fuera en una sonrisa de bienvenida o en un gesto de disgusto por el mal tiempo; quiz°s fuera tambi¸n un estornudo contenido. - Ah, ya llegÁ, pase, pÁngase cÁmodo. Noonan buscÁ alg·n lugar para ponerse cÁmodo, pero sÁlo encontrÁ una silla dura, de respaldo recto, arrinconada detr°s del escritorio. PrefiriÁ sentarse en el borde del escritorio. Su °nimo jovial se estaba evaporando por alg·n motivo, aunque ¸l mismo no sab¼a cu°l. De pronto se dio cuenta de que ese d¼a no habr¼a elogios. Todo lo contrario. "El d¼a de la ira", pensÁ filosÁficamente, endureci¸ndose para enfrentar lo peor. - Fume si quiere - dijo el seÏor Lemchen, volviendo a descender hasta su sillÁn. - No, gracias, no fumo. El seÏor Lemehen asintiÁ, como si aquello confirmara sus peores sospechas; juntÁ las puntas de los dedos formando una torre y las contemplÁ por un rato. Al fin dijo: - Creo que no vamos a discutir los asuntos legales de la Mitsubishi Denshi Company. Eso era un chiste. Richard Noonan sonriÁ de inmediato. - ¡Como quiera! Estaba endemoniadamente incÁmodo all¼ sentado; adem°s los pies no le llegaban al suelo. - Siento decirle, Richard, que su informe ha causado una impresiÁn muy favorable all° arriba. - Hum - murmurÁ Noonan, mientras pensaba: "Aqu¼ viene" - Estaban por recomendarlo para una condecoraciÁn - prosiguiÁ el seÏor Lemehen -. Sin embargo los convenc¼ de que esperaran un poco. Y yo ten¼a razÁn. AbandonÁ con esfuerzo la contemplaciÁn de sus diez dedos y levantÁ los ojos hacia Noonan. - Usted se preguntar° por qu¸ me comport¸ con tanta cautela. - Probablemente ten¼a sus motivos - dijo Noonan, inexpresivamente. - En efecto. ¿Cu°les son los resultados de su informe, Richard? La banda del Metropole est° liquidada; gracias a sus esfuerzos. La banda de la Flor Verde fue apresada con las manos en la masa; brillante trabajo, tambi¸n suyo, Quasimodo, los M·sicos Vagabundos y todas las otras bandas, no recuerdo cÁmo se llaman, se desmembraron porque sab¼an que el baile se hab¼a terminado y que cualquier d¼a los iban a atrapar. Todo esto es cierto; lo hemos verificado por otras fuentes. El campo de batalla est° despejado. La victoria es suya, Richard. El enemigo se retirÁ en desbandada, sufriendo grandes p¸rdidas. ¿Es correcto lo que digo? - En todo caso - dijo Noonan, cauteloso -, en los ·ltimos tres meses ha cesado la p¸rdida de materiales de la Zona a trav¸s de Harmont. Al menos, seg·n las informaciones que tengo. - El enemigo se ha retirado, ¿verdad? - Bueno, si prefiere esa met°fora, s¼. - ¡No! El asunto es que este enemigo jam°s se retira. Lo s¸ sin lugar a dudas. Al apresurarse a presentar un informe de victoria, Richard, usted ha demostrado falta de madurez. Por eso suger¼ que esperaran antes de darle una recompensa. "Vete al diablo, t· y tus recompensas", pensÁ Noonan, balanceando el pie y observando ceÏudo el zapato brillante, "¡M¸tete las recompensas en las telaraÏas del desv°n! No me falta m°s que escuchar tus conferencias. S¸ perfectamente con qui¸n trato sin necesidad de que me lo digas. No vengas a hablarme del enemigo. Dime, simplemente cu°ndo, dÁnde y cÁmo me equivoqu¸, qu¸ han robado esos hijos de puta, dÁnde y cÁmo fallaron la forma de pasar. Y sin tantas pavadas, que no soy un novato; tengo m°s de medio siglo encima y no estoy aqu¼ sentado para o¼rte hablar de Árdenes y decoraciones est·pidas." - ¿Qu¸ sabe usted de la Bola Dorada? - preguntÁ s·bitamente el seÏor Lemehen. "Dios, qu¸ tiene que ver la Bola Dorada con todo esto". pensÁ Noonan, irritado. "Por qu¸ no te ir°s al diablo con tus enfoques indirectos." - La Bola Dorada es una leyenda - informÁ, en tono aburrido -. Un artefacto m¼tico localizado en la Zona, con la forma de una pelota de oro, que concede deseos a los hombres. - ¿Cualquier deseo? - Seg·n la versiÁn canÁnica de la leyenda, cualquier deseo. Sin embargo, hay versiones distintas. - De acuerdo. ¿Qu¸ sabe de las l°mparas de la muerte? - Hace ocho aÏos, un merodeador llamado Stefan Norman, alias Cuatro-ojos, trajo de la Zona un aparato que, hasta donde se puede juzgar, era alg·n tipo de emisor de rayos fatales para los organismos terr¼colas. Este Cuatro-ojos ofreciÁ el aparato al Instituto, pero no se pusieron de acuerdo en cuanto al precio. Cuatro-ojos volviÁ a entrar a la Zona y jam°s regresÁ. Se ignora el paradero actual del aparato. La gente del Instituto sigue tir°ndose de los pelos por ese asunto. Hugh (el del Metropole, usted lo conoce) ofrece por ¸l cualquier suma que se pueda escribir en un cheque. - ¿Es todo? - preguntÁ el seÏor Lemehen. - Es todo. Noonan paseaba descaradamente la vista por la habitaciÁn. Era aburrida; no hab¼a nada para mirar. - Muy bien. ¿Y qu¸ sabe de los ojos de la langosta? - ¿Qu¸ clase de ojos? - Ojos de langosta. Langp°tas, ¿entiende? Øsas que tienen pinzas - explicÁ Lemchen, moviendo los dedos como si fueran tenazas. - Nunca los o¼ nombrar - respondiÁ Noonan, frunciendo el ceÏo. - ¿Y de las servilletas castaÏeteantes? Noonan se bajÁ del escritorio para erguirse frente a Lemehen con las manos en los bolsillos. - No s¸ nada de ellas. ¿Y usted? - Yo tampoco, por desgracia; ni sobre las servilletas castaÏeteantes ni sobre los ojos de langosta. Pero existen. - ¿En mi Zona? - Si¸ntese, si¸ntese - indicÁ el seÏor Lemehen, agitando la mano -, Reci¸n empezamos la charla. Si¸ntese. Noonan dio la vuelta al escri