Arkadi y Boris Strugatsky. Picnic extraterrestre --------------------------------------------------------------- TŒtulo original: Piknik na obochone Traducci‘n: Edith Zilli © 1977 By Arkadi y Boris Strugatsky © 1978 by EMECE Distribuidora S.A.C.I. Alsina 2062 - Buenos Aires - Argentina ISBN 145026-78 Edici‘n electr‘nica de Sadrac Julio de 2000 --------------------------------------------------------------- Es preciso sacar bueno de lo malo, Pues es todo cuanto se puede hacer. Robert Penn Warren De la entrevista realizada por el enviado especial de radio Harmont al doctor Valentine Pilman, premio N‘bel de fŒsica 19.. - Tengo entendido, doctor Pilman, que su primer descubrimiento de importancia fue lo que ha dado en llamarse el Foco Irradiador de Pilman. - No lo creo. El Foco Irradiador de Pilman no fue el primero, ni fue importante; ni siquiera fue un descubrimiento. Por otra parte tampoco fue del todo mŒo. - Debe estar bromeando, doctor. El Foco Irradiador de Pilman es un concepto corriente hasta para los escolares. - Eso no me sorprende. Seg‡n algunas fuentes, el Foco Irradiador de Pilman fue descubierto por un escolar. Por desgracia no recuerdo c‘mo se llamaba. B‡squelo en la Historia de la Visitaci‘n, de Stetson; allŒ est€ descrito con lujo de detalles. ¨l sostiene que el foco irradiador fue descubierto por un escolar, que fue un estudiante universitario quien public‘ las coordenadas, pero que por alguna raz‘n desconocida, se le dio mi nombre. - SŒ, con cualquier descubrimiento pasan cosas sorprendentes. ¿Le molestarŒa explicar a nuestros oyentes de quˆ se trata, doctor? - El Foco Irradiador de Pilman es la cosa m€s simple del mundo. Supongamos que hacemos girar un globo enorme y disparamos balas contra ˆl. Los agujeros de esas balas quedar€n marcados en la superficie en una suave curva. La base de lo que para usted es mi primer descubrimiento de importancia consiste en el simple hecho de que las seis Zonas de Visitaci‘n est€n dispuestas sobre la superficie del planeta como si alguien hubiera disparado seis tiros hacia la Tierra con una pistola ubicada en alg‡n punto de la lŒnea Tierra-Deneb. Deneb es la estrella Alfa en la constelaci‘n de Cygnus. El punto espacial del que provienen los disparos, por asŒ decirlo, se llama Foco Irradiador de Pilman. - Gracias, doctor ³CompaŸeros harmonitas! ³Al fin hemos recibido una clara explicaci‘n de lo que es el Foco Irradiador de Pilman! A prop‘sito: anteayer se cumplieron treinta aŸos de la Visitaci‘n. Doctor Pilman, ¿quiere decir a sus conciudadanos algunas palabras sobre el particular? - ¿Hay algo que le interese en especial? Recuerde que yo no estaba en Harmont por entonces. - Por eso mismo ser€ a‡n m€s interesante saber quˆ sinti‘ usted al enterarse de que su ciudad natal era el centro de una invasi‘n de seres ultracivilizados provenientes del espacio. - Para serle sincero, al principio pensˆ que eran mentiras. Me costaba creer que pudiera pasar algo asŒ en nuestra pequeŸa Harmont. HabrŒa sido m€s plausible en Gobi o en Terranova. - Pero al fin tuvo que creerlo. - Ah sŒ, al fin... - ¿Y entonces? - De repente se me ocurri‘ que Harmont y las otras cinco zonas de Visitaci‘n... Perd‘n, me equivoco: por entonces habŒa s‘lo otras cuatro zonas conocidas. Se me ocurri‘ que todas entraban en una leve curva. Calculˆ las coordenadas y las enviˆ a Naturaleza. - ¿Y no se preocup‘ en ning‡n momento por la suerte de su ciudad natal? - La verdad es que no. Vea, aunque yo habŒa llegado a creer en la Visitaci‘n, no podŒa convencerme de que habŒa algo de cierto en esos informes histˆricos sobre barrios incendiados, monstruos que devoraban selectivamente s‘lo a los viejos y a los niŸos, batallas sangrientas entre los invasores invulnerables y los tanques reales, tripulados por humanos muy vulnerables, pero valientes y decididos. - TenŒa raz‘n. Si mal no recuerdo, nuestros periodistas arruinaron bastante la informaci‘n. Pero volvamos a la ciencia. El descubrimiento del Foco Irradiador de Pilman fue el primero, pero no el ‡ltimo, probablemente, de sus aportes al estudio de la Visitaci‘n. - El primero y el ‡ltimo. - Pero sin duda usted se mantendr€ muy al tanto de la investigaci‘n internacional que se lleva a cabo en las Zonas de Visitaci‘n. - SŒ. De vez en cuando leo los Informes. - ¿Se refiere a los Informes del Instituto Internacional de Culturas Extraterrestres? - SŒ. - En su opini‘n, ¿cu€l ha sido el descubrimiento m€s importante en estos ‡ltimos treinta aŸos? - La Visitaci‘n en sŒ. - Perd‘n, no comprendo. - La Visitaci‘n, en sŒ, es el descubrimiento m€s importante, no s‘lo de los ‡ltimos treinta aŸos, sino de toda la historia de la Humanidad. No importa tanto saber quiˆnes fueron esos visitantes. No importa saber de d‘nde venŒan, por quˆ vinieron, por quˆ se quedaron tan poco tiempo ni d‘nde est€n desde que se fueron de aquŒ; lo que importa es que la humanidad ahora puede estar segura de algo: no estamos solos en el universo. Temo que el Instituto de Culturas Extraterrestres jam€s tendr€ la buena suerte de hacer un descubrimiento m€s fundamental que ˆse. - Lo que usted dice es fascinante, doctor Pilman, pero en realidad yo me referŒa a descubrimientos y progresos de Œndole tˆcnica. A descubrimientos y progresos que nuestros cientŒficos y nuestros ingenieros pudieran utilizar con provecho. Despuˆs de todo, muchos cientŒficos famosos han sugerido que los descubrimientos hechos en las Zonas de Visitaci‘n podrŒan cambiar todo el curso de nuestra historia. - Bueno, yo no estoy de acuerdo con esa opini‘n. En cuanto a descubrimientos, especŒficamente hablando, no caen dentro de mi especialidad. - Sin embargo usted, desde hace dos aŸos, es asesor por el Canad€ de la comisi‘n de las Naciones Unidas que estudia los Problemas de la Visitaci‘n. - SŒ, pero no tengo nada que ver con el estudio de las culturas extraterrestres. En la Comisi‘n, mis colegas y yo representamos a la comunidad cientŒfica internacional cuando surgen dilemas al poner en pr€ctica las decisiones de las Naciones Unidas con respecto a la internacionalizaci‘n de las Zonas. Dicho en otros tˆrminos: nuestra funci‘n es ver que todas las maravillas extraterrestres halladas en las Zonas vayan a manos del Instituto Internacional. - ¿Hay alguien m€s que se interese por esos tesoros? - SŒ. - ³Supongo que se refiere a los merodeadores! - No sˆ quˆ es eso. - AsŒ llamamos en Harmont a los ladrones que arriesgan la vida entrando a la Zona para llevarse todo lo que encuentran al alcance. Se ha convertido en una verdadera profesi‘n. - Comprendo. Pero no, eso no est€ dentro de nuestra jurisdicci‘n. - Por supuesto, es cosa de la policŒa. Pero me gustarŒa saber quˆ es lo que cae dentro de su jurisdicci‘n, doctor Pilman. - Hay una constante pˆrdida de materiales provenientes de las Zonas de Visitaci‘n que caen en manos de personas u organizaciones irresponsables. Nosotros debemos encargarnos de las consecuencias de esas pˆrdidas. - ¿PodrŒa explicarse mejor, doctor? - ¿Por quˆ no hablamos de arte, mejor? ¿No cree que a los oyentes les interesarŒa conocer mi opini‘n sobre el incomparable Godi Mller? - ³Por supuesto! Pero antes me gustarŒa terminar con la parte cientŒfica. Como cientŒfico, ¿no le gustarŒa tener un contacto directo con los tesoros extraterrestres? - ¿C‘mo le dirˆ? Supongo que sŒ. - En ese caso, ¿podemos esperar que un buen dŒa los harmonitas podamos ver a nuestro famoso conciudadano en las calles de su ciudad natal? - Puede ser. 1. Redrick Schuhart, veintitrˆs aŸos, soltero, ayudante de laboratorio en la divisi‘n Harmont del instituto internacional de culturas extraterrestres. La noche anterior, ˆl y yo estuvimos en el dep‘sito. Ya estaba anocheciendo; yo podŒa tirar el guardapolvo e ir a Borscht, a echar una o dos gotas de algo fuerte en mi organismo. Pero seguŒa allŒ, sosteniendo la pared, con el trabajo terminado y un cigarrillo en la mano. Me morŒa de ganas de fumar; hacŒa dos horas que no echaba una pitada. Y ˆl no dejaba de dar vueltas con todo aquello. Ya habŒa llenado, cerrado y sellado una caja fuerte y estaba empezando con la otra; sacaba los vacŒos del transportador, los examinaba uno por uno desde todos lados (y eran bien pesados, los malditos; como siete kilos cada uno) y despuˆs volvŒa a ponerlos cuidadosamente en el estante. Se habŒa pasado la vida peleando con esos vacŒos; a mi modo de ver, sin beneficio alguno, ni para la humanidad ni para sŒ. En su lugar yo habrŒa mandado todo al diablo desde hacŒa rato para dedicarme a trabajar en otra cosa ganando lo mismo. Claro que si uno lo piensa bien, un vacŒo es algo misterioso, hasta incomprensible, se podrŒa decir. Yo he tenido muchos entre las manos, pero no dejo de sorprenderme cada vez que veo uno. Son s‘lo dos discos de cobre, del tamaŸo de un platito y de medio centŒmetro de grosor, m€s o menos, separados por una distancia de cuarenta y cinco centŒmetros. Nada m€s. Nada, absolutamente, s‘lo espacio vacŒo. Uno puede pasar la mano por el medio y hasta la cabeza, si el asunto lo deja tan fuera de combate; no hay m€s que vacŒo y vacŒo; aire puro. Claro, tiene que haber alguna fuerza entre los dos, seg‡n creo, porque no se los puede juntar ni separarlos m€s de lo que est€n. La verdad, compaŸeros, es difŒcil describŒrselos a alguien que no los haya visto. Son demasiado simples; sobre todo cuando uno los mira bien de cerca y acaba por creer en lo que ve. Es como tratar de describir el vidrio: uno termina retorciˆndose los dedos y diciendo malas palabras por la frustraci‘n. Okey, supongamos que lo han entendido; para los que no tengan una copia de los Informes del Instituto, en cualquier n‡mero hay un artŒculo sobre los vacŒos, con fotos y todo. Kirill llevaba casi un aŸo rompiˆndose los sesos con los vacŒos, yo habŒa trabajado con ˆl desde el principio, pero todavŒa no estaba muy seguro de lo que querŒa averiguar: para serles sincero, no me esforzaba mucho por descubrirlo. Que primero lo descubriera ˆl solo; despuˆs, a lo mejor, yo harŒa la prueba. Por el momento s‘lo entendŒa una cosa: Kirill querŒa averiguar, a toda costa, c‘mo funcionaban esos vacŒos; los perforaba con €cidos, los estrujaba en la prensa, los ponŒa a fundir en el horno. AsŒ comprenderŒa todo y lo llenarŒan de vŒtores y de honores: el mundo de la ciencia se estremecerŒa de gozo. A mi modo de ver le faltaba mucho para eso. TodavŒa no habŒa llegado a nada y ya estaba agotado. Andaba como gris y callado, con ojos de perro enfermo, hasta lagrimeaba. Si se hubiera tratado de otro, yo lo habrŒa emborrachado de lo lindo y lo habrŒa puesto en manos de alguna chica experta para que lo desenredara. Y a la maŸana lo habrŒa vuelto a emborrachar y a mandarlo con otra fulana. En un semana, ³como nuevo!: los ojos brillantes y la cola espesa. Pero con Kirill esos remedios no servŒan. Ni siquiera valŒa la pena sugerirlo: no era de esos. AsŒ que est€bamos en el dep‘sito. Yo lo observaba, viendo quˆ mal andaba, c‘mo se le habŒan hundido los ojos, y sentŒ m€s l€stima por ˆl de la que habŒa sentido por nadie en la vida. Fue entonces cuando decidŒ... No, no es que lo haya decidido, fue como si alguien me abriera la boca y me hiciera hablar. - Oye - dije -, Kirill... AllŒ estaba, con el ‡ltimo vacŒo en la balanza, como si estuviera dispuesto a trepar sobre ˆl. - Esc‡chame - dije -. ³Kirill! ¿Quˆ tal si encontraras un vacŒo lleno, eh? - ¿Un vacŒo lleno? - replic‘, con cara de no entender. - SŒ, Tu trampa hidromagnˆtica, c‘mo se llama..., el objeto 77 b. Tiene una especie de cosa azul adentro. Vi que empezaba a entender. Me mir‘, parpade‘, y un destello de raz‘n, como a ˆl le gustaba decir, surgi‘ tras las l€grimas de perro. - Un momento - dijo -. ¿Lleno? ¿Como ˆste, pero lleno? - SŒ, eso es lo que digo. - ¿D‘nde? Mi Kirill estaba curado. Ojos brillantes, cola espesa. - Vamos a fumar un cigarrillo. Meti‘ el vacŒo en la caja fuerte, golpe‘ la puerta con fuerza y la cerr‘ con tres vueltas y media de llave; despuˆs volvimos al laboratorio. Ernest paga cuatrocientos al contado por un vacŒo vacŒo; podrŒa haberle sacado hasta la ‡ltima gota de jugo por uno lleno, grandŒsimo hijo de puta; pero crˆase o no, ni siquiera me pas‘ por la cabeza, porque Kirill volvŒa a la vida ante mis ojos. Baj‘ los escalones de a cuatro por vez, sin dejarme siquiera terminar el cigarrillo. Le contˆ todo: c‘mo era, d‘nde estaba y cu€l era la mejor manera de llegar hasta allŒ. ¨l sac‘ un mapa, busc‘ la ubicaci‘n del garaje y me lo indic‘ con el dedo, Inmediatamente se imagin‘ que era yo, por supuesto; ¿c‘mo no iba a entender? - Quˆ perro eres - dijo, sonriendo -. Bueno, vamos a buscarlo. Lo primero que haremos a la maŸana. Pedirˆ los pases y el equipo para las nueve y saldremos a las diez con las mejores esperanzas. ¿De acuerdo? - De acuerdo - dije -. ¿Quiˆn ser€ el tercero? - ¿Para quˆ queremos un tercero? - Oh, no - exclamˆ -. ¨ste no es un picnic con seŸoritas. ¿Y si te pasa algo? Est€ en la Zona. Tenemos que obedecer los reglamentos. ¨l solt‘ una risa breve y se encogi‘ de hombros. - Como quieras. Sabes m€s que yo de esto. ³SŒ, seguro! Claro que s‘lo estaba tratando de seguirme la corriente. Por lo que a ˆl concernŒa, el tercero no harŒa m€s que estorbar. Si Œbamos los dos solos todo saldrŒa bien. nadie sospecharŒa nada sobre mŒ. Pero habŒa un inconveniente: los del Instituto no entraban de a dos en la Zona. Las reglas indican que dos trabajen mientras un tercero mira, para que pueda hablar cuando le pregunten, m€s tarde. - Por mi parte llevarŒa a Austin - dijo Kirill -. Pero a lo mejor a ti no te gusta. ¿O te parece bien? - No - dije -. Cualquiera menos Austin. Puedes llevar a Austin otra vez, ¿eh? Austin no es mal tipo; tiene la mezcla exacta de valor y cobardŒa, pero creo que est€ condenado. Era algo que no podŒa explicar a Kirill, pero lo sentŒa. El hombre cree que conoce y entiende la Zona perfectamente. Esto significa que pronto va a estirar la pata. Que vaya, pero no conmigo, gracias. - Bueno, est€ bien. ¿Quˆ te parece Tender? Tender era su segundo ayudante. Uno de esos tipos callados. que no se meten con nadie. - Es un poco viejo - dije -. Y tiene hijos. - Eso no importa. Ha ido antes a la Zona. - Bueno. Llevemos a Tender. Mientras ˆl se abocaba al estudio del mapa, yo fui directamente al Borscht; estaba muerto de hambre y tenŒa la garganta seca. A la maŸana lleguˆ al laboratorio como siempre, alrededor de las nueve, y mostrˆ el pase. El guardia de turno era ese polaco larguirucho al que le rompŒ el alma el aŸo pasado, por propasarse con Guta cuando estaba borracho. - ³Quˆ bien! - dijo -, Te est€n buscando por todo el instituto, Red. Lo parˆ en seco, muy cortˆsmente. - ¿Quˆ es eso de "Red"? Nada de intimidades conmigo, pedazo de sueco imbˆcil. - ³Vamos, Red! Todo el mundo te llama asŒ. Yo estaba muy nervioso por la perspectiva de entrar a la Zona y sobrio como un pescado. Lo levantˆ por la correa del pecho y le dije claramente quˆ opinaba de ˆl y de quiˆn descendŒa por la rama materna. Escupi‘ en el suelo, me devolvi‘ el pase y dijo, sin m€s amabilidades: - Redrick Schuhart, tiene ‘rdenes de presentarse inmediatamente al jefe de Seguridad, capit€n Herzog. - AsŒ me gusta m€s - dije -. Por ahŒ andamos. Siga es forz€ndose, sargento; a‡n puede llegar a teniente. Pero mientras tanto pensaba quˆ novedad era aquˆlla. ¿Para quˆ me querrŒa el capit€n Herzog durante el horario de trabajo? Bueno, fui y me presentˆ. Su oficina estaba en el tercer piso; un lindo despacho, con barrotes en las ventanas, justo como una comisarŒa. Willy estaba sentado a su escritorio, fumando su pipa y escribiendo a m€quina no sˆ quˆ jerigonza. Un sargentito revolvŒa el interior del archivo met€lico, en el rinc‘n; era nuevo; yo no lo conocŒa. En el Instituto hay m€s sargentos que en el cuartel de policŒa; son todos tipos robustos y saludables; no tienen que entrar a la Zona y les importan un bledo las cuestiones mundiales. - Hola - dije -. ¿Me llamaba? Willy me mir‘ sin verme, se apart‘ de la m€quina de escribir, dej‘ un pesado archivo sobre el escritorio y empez‘ a revisar el contenido. - ¿Redrick Schuhart? - El mismo - respondŒ. Por dentro me subŒa una risa nerviosa todo era muy extraŸo. No podŒa evitarlo: - ¿Cu€nto hace que est€ en el Instituto? - Dos aŸos y pico. - ¿Tiene familia? - Soy solo - respondŒ -. Huˆrfano. En seguida se volvi‘ hacia el sargento y orden‘, en tono severo: - Sargento Lummer, vaya a los archivos y traiga la carpeta n‡mero ciento cincuenta. El sargento hizo la venia y desapareci‘. Mientras tanto Willy cerr‘ el archivo con un golpe y pregunt‘, ceŸudo: - ¿Ha vuelto a las andadas? - ¿Quˆ andadas? - Ya sabe a quˆ andadas me refiero. AquŒ hay informaci‘n nueva sobre usted. "Aj€", pensˆ. - ¿De d‘nde? ¨l frunci‘ el ceŸo y golpe‘ la pipa contra el cenicero, irritado. - Eso no le importa - dijo -. Se lo advierto como si fuera un viejo amigo: deje eso, dˆjelo por su propio bien. Si lo atrapan por segunda vez no va a salir a los seis meses. Y lo expulsar€n del Instituto definitivamente, entiˆndalo. - Entiendo - dije -. Eso lo entiendo. Lo que no entiendo es quiˆn fue el malnacido que pas‘ el dato. Pero ya habŒa dejado de mirarme; seguŒa chupando la pipa vacŒa y hojeando las fichas del archivo. Con eso estoy diciendo que el sargento Lummer habŒa vuelto trayendo la carpeta n‡mero ciento cincuenta. - Gracias Schuhart - dijo el capit€n Willy Herzog, tambiˆn conocido como "El chancho" - Eso es todo lo que querŒa aclarar. Puede irse. VolvŒ al vestuario, me puse el guardapolvo y me animˆ. No podŒa dejar de pensar en quiˆn habrŒa pasado los rumores. Si provenŒan del mismo instituto eran todas mentiras, por fuerza, porque allŒ nadie sabŒa nada de mŒ ni habŒa forma de que lo supieran. Si era un informe de la policŒa, tambiˆn: ¿quˆ podŒan saber, salvo mis viejos pecados? Tal vez habŒan atrapado a Cuervo. Ese hijo de perra habrŒa vendido hasta la madre por salvar el pellejo. Pero ni siquiera Cuervo sabŒa nada de mŒ. Pensˆ y pensˆ, sin llegar a nada grato. Al final entrado por ‡ltima vez en la Zona, de noche; ya me habŒa decidido a mandar todo al diablo. HacŒa ya tres meses que habŒa desprendido de casi todo el botŒn y el dinero se me estaba acabando. Si no me habŒan pescado con la mercaderŒa en las manos, menos lo harŒan ahora, siendo yo tan escurridizo. Pero en ese momento, justo cuando me dirigŒa hacia las escaleras, se me ilumin‘ repentinamente la cabeza, y tan claramente que volvŒ al vestuario, me sentˆ y encendŒ otro cigarrillo. Eso significaba que no podŒa ir a la Zona ese dŒa. Ni al siguiente, ni dos dŒas despuˆs. Significaba que esos escuerzos me tenŒan otra vez entre ojos, que no me habŒan olvidado; o, si me habŒan olvidado, alguien se encargaba de hacerles acordar. Ning‡n merodeador, a menos que estuviera completamente chiflado, se arrimarŒa a la Zona, sabiendo que lo vigilaban, ni con un rev‘lver a la espalda. Lo que me hubiera convenido en ese momento habrŒa sido esconderme en el rinc‘n m€s oscuro. ¿Zona? ¿Quˆ Zona? ³Hace meses que no voy a siquiera con pase! ¿Por quˆ tienen que ninguna Zona, ni molestar a un honrado ayudante de laboratorio? Lo pensˆ bien y decidŒ, casi con alivio, que ese dŒa no irŒa a la Zona. Pero ¿cu€l era la mejor manera de decŒrselo a Kirill? Se lo dije directamente. - No voy a la Zona. ¿Quˆ instrucciones tienes para darme? Al principio me mir‘ con ojos de huevo duro, por supuesto. Despuˆs pareci‘ entender. Me agarr‘ por el codo para llevarme a su pequeŸa oficina, me hizo sentar ante el escritorio y ˆl se instal‘ en el antepecho de la ventana, frente a mŒ. Encendimos los cigarrillos. Silencio. Al fin me pregunt‘, como con cautela: - ¿Pas‘ algo, Red? ¿Quˆ iba a decirle? - No. No pas‘ nada. Ayer perdŒ veinte al p‘ker; ese Noonan es muy buen jugador, el desgraciado. - Un momento - interrumpi‘ -. ¿Has cambiado de idea? La tensi‘n me hizo soltar un ruido ahogado. - No puedo - dije entre dientes -. No puedo, ¿entiendes? Herzog me hizo llamar a su oficina. Se qued‘ tieso. Puso otra vez aquella cara patˆtica, con ojos de caniche enfermo, Se estremeci‘, encendi‘ otro cigarrillo con la colilla del viejo y hablo con suavidad. - Puedes confiar en mŒ, Red. No le dije una palabra a nadie. - Por supuesto, nadie habla de ti. - Ni siquiera hablˆ todavŒa con Tender. Hice extender un pase a nombre de ˆl, pero ni siquiera le he preguntado si quiere ir. No dije nada y seguŒ fumando. Era extraŸo y triste. Ese hombre no entendŒa nada. - ¿Quˆ te dijo Herzog? - Nada en especial. Alguien pas‘ el dato, eso es todo. ¨l me ech‘ una mirada extraŸa, se baj‘ del antepecho y empez‘ a pasearse, mientras yo hacŒa anillos de humo en silencio. Lo sentŒa por ˆl, naturalmente, y lamentaba que las cosas no hubieran salido mejor. ³Vaya cura la que habŒa encontrado para la melancolŒa de Kirill! ¿Y de quiˆn era la culpa? MŒa; habŒa ofrecido una galletita a un nene, pero la galletita estaba escondida en un lugar custodiado por hombres malos... De pronto ˆl dej‘ de pasearse y se acerc‘ a mŒ. Mir‘ de soslayo hacia cualquier parte y murmur‘: - Escucha, Red, ¿cu€nto costar€ un vacŒo lleno? Al principio no entendŒ; pensˆ que tenŒa esperanzas de comprar alguno. ¿D‘nde lo iba a conseguir? Tal vez ˆse fuera el ‡nico del mundo; adem€s ˆl no debŒa tener tanta plata como para comprarlo. ¿De d‘nde pensaba sacarla? Era un cientŒfico extranjero, ruso, para colmo. De pronto comprendŒ. ¿AsŒ que el malnacido pensaba que yo lo estaba haciendo por plata? "GrandŒsimo tal por cual", pensˆ, "¿por quˆ me tomas?" AbrŒ la boca para decŒrselo, pero la volvŒ a cerrar. Porque en realidad, ¿por quˆ iba a tomarme? Un merodeador es un merodeador. Cuanta m€s plata, mejor. Se juega la vida por plata. TenŒa derecho a pensar que el dŒa anterior yo habŒa tirado la lŒnea y ahora la estaba recogiendo, tratando de subir el precio. La idea me dejaba mudo. Y ˆl seguŒa mir€ndome intensamente, sin parpadear. No habŒa disgusto en sus ojos, sino una especie de comprensi‘n, me parece. Al fin se lo expliquˆ, con calma. - De los que entran con pase, nadie ha llegado hasta el garaje todavŒa. No hay caminos. T‡ lo sabes. En cuanto volvamos de la Zona ese Tender le va a contar a todo el mundo que fuimos directamente al garaje, recogimos lo que querŒamos y volvimos en seguida. Como si fuˆramos al dep‘sito. Entonces todo el mundo se dar€ cuenta de que sabŒamos de antemano lo que busc€bamos y d‘nde estaba. Eso quiere decir que alguien nos lo dijo. Y de nosotros tres, ¿quiˆn puede haber estado allŒ? No hace falta decirlo. ¿Comprendes lo que me espera? Terminˆ mi discursito. Nos miramos fijamente a los ojos, sin decir nada. De pronto ˆl junt‘ las manos, con ruido se las frot‘ y anunci‘ cordialmente: - Bueno, t‡ no podr€s ir, comprendo. No voy a juzgarte, Red. Irˆ solo. Tal vez me vaya bien. No ser€ la primera vez. Tendi‘ el mapa sobre el antepecho de la ventana y se apoy‘ en las manos para inclinarse sobre ˆl. Toda su cordialidad pareci‘ evaporarse ante mis ojos. Le oŒ musitar: - Cuarenta metros, cuarenta y uno, podrŒa ser, y tres hasta llegar al garaje. No, no llevarˆ a Tender. ¿Quˆ te parece, Red? ¿Dejo a Tender? Despuˆs de todo tiene dos hijos. - No te dejar€n ir solo. - Me dejar€n - murmur‘ -. Conozco a todos los sargentos y a los tenientes. ³No me gustan esos camiones! Llevan treinta aŸos expuestos a los elementos y parecen nuevos. A cinco metros de allŒ hay un envase de gasolina y est€ completamente herrumbrado, pero los camiones parecen reciˆn salidos de la f€brica. ³AsŒ es la Zona! Apart‘ la vista del mapa y mir‘ por la ventana. Yo tambiˆn lo hice. Los vidrios de nuestras ventanas son gruesos y emplomados. Y m€s all€... la Zona. AllŒ est€, corno si bastara con estirar la mano para tocarla. Desde el piso trece es como si uno pudiera recogerla en la palma de la mano. A simple vista parece una extensi‘n de tierra como cualquier otra. El sol brilla sobre ella como en cualquier rinc‘n del planeta. DarŒa la impresi‘n de que nada ha cambiado mucho en ella; todo est€ como hace treinta aŸos. Mi padre, que en paz descanse, no encontraba nada fuera de lugar cuando la miraba, salvo que preguntara, tal vez, por quˆ no habŒa humo en la chimenea de la planta. ¿HabŒa una huelga o algo asŒ? El metal amarillo se amontonaba en forma de conos, los altos hornos brillaban bajo el sol; habŒa rieles, rieles y m€s rieles, y una locomotora con vagonetas sobre los rieles. En otras palabras, una ciudad industrial. Pero sin gente, ni viva ni muerta. AllŒ estaba tambiˆn el garaje: un largo intestino gris con las puertas abiertas de par en par. Los camiones estaban estacionados en un sitio pavimentado, junto a ˆl. Kirill tenŒa raz‘n con respecto a aquellos vehŒculos: la cabeza le funcionaba bien. ³Y pobre del que se metiera entre dos camiones! HabŒa que dar la vuelta por alrededor. Hay una grieta en el asfalto, si es que las zarzas no la han cubierto a‡n. Cuarenta metros. ¿Desde d‘nde contaba? Oh, probablemente desde el ‡ltimo poste. TenŒa raz‘n, la distancia no era mayor; esos cientŒficos tragalibros iban progresando. HabŒan trazado toda la ruta hasta el vaciadero de basuras, y bien trazada. AllŒ estaba la fosa donde habŒa caŒdo Zalamero, a dos metros de. la ruta. Nudillos habŒa avisado a Zalamero: "Mantente tan lejos de las fosas como puedas, o no quedar€ de ti ni siquiera un resto que podamos enterrar". Cuando mirˆ en el agua no habŒa nada. AsŒ son las cosas de la Zona: si uno vuelve con botŒn, es un milagro; si vuelve vivo, es un triunfo; si la patrulla no le acierta ning‡n disparo, es un golpe de suerte. En cuanto a todo lo dem€s, es el destino. Al mirar a Kirill notˆ que me observaba secretamente. Fue la expresi‘n de su cara la que me hizo cambiar de idea. "Al diablo con todos", pensˆ; "al fin y al cabo, ¿quˆ me pueden hacer estos esfuerzos?" No hacŒa falta que me dijera nada, pero lo hizo. - Ayudante de laboratorio Schuhart - dijo -. Fuentes oficiales (y lo repito: oficiales) me han inducido a creer que convendrŒa realizar una inspecci‘n del garaje, que podrŒa ser de gran valor cientŒfico. Sugiero que lo hagamos. Garantizo una bonificaci‘n. Y sonri‘, luminoso como el sol del verano. - ¿Quˆ fuentes oficiales? - preguntˆ, sonriendo a mi vez como un tonto. - Son confidenciales, pero a ti puedo revel€rtelas - dijo, frunciendo el ceŸo -. Digamos que me lo dijo el doctor Douglas. - Oh, el doctor Douglas. ¿Quˆ doctor Douglas? - Sam Douglas - respondi‘ ˆl, secamente -. Muri‘ el aŸo pasado. Se me eriz‘ la piel. ¿Quiˆn se atreve a hablar de esas cosas antes de ponerse en marcha? ³Estos tragalibros! Uno puede darles por la cabeza con un mazo y no entienden. Aplastˆ la colilla en el cenicero y dije: - Est€ bien. ¿D‘nde est€ ese Tender? ¿Hasta cu€ndo tenemos que esperarlo? En otras palabras, no volvimos a tocar el tema. Kirill telefone‘ a Transportes y pidi‘ una cabina voladora. Mientras tanto yo estudiaba el mapa; no era malo; se trataba de un proceso fotogr€fico, una vista aˆrea muy ampliada. Se veŒan hasta los picos de la cubierta que estaba junto a los portones del garaje. Si los merodeadores pudieran hacerse de un mapa asŒ... Pero no servirŒa de mucho por la noche, cuando ni siquiera las estrellas iluminan y uno no se ve ni los dedos de la mano. En ese momento entr‘ Tender. Estaba rojo y sin aliento; tenŒa la hija enferma y habŒa ido a buscar un mˆdico. Se disculp‘ por haber llegado tarde. Bueno, le entregamos el regalito: los tres Œbamos a entrar en la Zona. En el primer momento hasta dej‘ de jadear y de bufar, de puro miedo. - ¿C‘mo que a la Zona? - dijo -. ¿Y por quˆ yo? Sin embargo recuper‘ la respiraci‘n en cuanto le dijimos que habŒa doble bonificaci‘n y que Red Schuhart irŒa tambiˆn. Al fin bajamos al "boudoir" y Kirill fue a buscar los pases. Se los mostramos a otro sargento, que nos entreg‘ trajes especiales. En realidad son cosas muy pr€cticas; si uno los tiŸera de cualquier color, menos el rojo que tienen, cualquier merodeador pagarŒa gustosamente unos quinientos por uno de ellos, sin parpadear siquiera. Yo jurˆ hace tiempo que un dŒa cualquiera encontrarŒa el modo de hacerme de uno. A primera vista no parecen nada extraordinario; algo asŒ como un traje de buceo con un casco en forma de burbuja, provisto de visor. En realidad no es exactamente un traje de buceo; m€s bien se parece al de los pilotos de estatorreactores o al de los astronautas. Era liviano, c‘modo, sin ninguna costura, y no hacŒa sudar. Con un trajecito como ˆse uno podŒa caminar entre el fuego y el gas, Dicen que ni siquiera las balas lo perforan. Claro que el fuego, las armas y el gas mostaza son todas cosas humanas y terr€queas; en la zona no hay nada de eso. Y de cualquier modo, para decir la verdad, la gente cae como moscas con traje o sin ˆl. Eso sŒ, tal vez sin trajes morirŒan muchos m€s. Esos equipos ofrecen un cien por ciento de protecci‘n contra la pelusa ardiente, por ejemplo, y contra la col del diablo escupidera... Bueno. Nos pusimos los trajes especiales. Yo volquˆ en el bolsillo de la cadera las tuercas y los tornillos que llevaba en una bolsa, y todos cruzamos el patio del Instituto hacia la entrada de la Zona. AsŒ lo establecŒa la rutina, para que todos vieran a los hˆroes de la ciencia que depositaban la vida en el altar de la humanidad, del conocimiento y del EspŒritu Santo, amˆn. Y sin duda alguna, desde el piso quince hasta la planta baja habŒa caras solidarias que nos observaban. No nos faltaba m€s que un agitar de paŸuelos y una orquesta. - ³Arriba! - dije a Tender -. ³Saca pecho, gordinfl‘n! ³La humanidad te estar€ eternamente agradecida! Cuando se dio vuelta a mirarme comprendŒ que no estaba de humor para bromas. Y tenŒa raz‘n, no era momento para hacer chistes. Pero cuando uno va a entrar en la Zona puede llorar o bromear... y yo nunca llorˆ, ni siquiera de niŸo. Mirˆ a Kirill; ˆl soportaba bien la tensi‘n, pero movŒa los labios corno si estuviera rezando. - ¿Rezas? - preguntˆ -. Reza, reza. Cuanto m€s se entra en la Zona m€s cerca se est€ del ParaŒso. - ¿Quˆ? - ³Reza! - gritˆ -. Los merodeadores son los primeros en la cola hacia el ParaŒso. Con una s‡bita sonrisa, me palme‘ la espalda como diciendo: "No tengas miedo, nada pasar€ mientras estˆs conmigo, y si pasa... Bueno, s‘lo se muere una vez", Quˆ tipo simp€tico es, de veras. Mostramos nuestros pases al ‡ltimo de los sargentos, s‘lo que en esa oportunidad, para cambiar, era un teniente. Lo conozco; el padre vende losetas para tumbas en Rex‘polis, allŒ nos esperaba la cabina voladora; los muchachos de Transporte la habŒan dejado en el pasillo. Tambiˆn esperaban allŒ todos los dem€s: el equipo de primeros auxilios, los bomberos y nuestros valientes guardianes, nuestros temerarios salvadores: un puŸado de tontos sobrealimentados dentro de un helic‘ptero. ³Ojal€ no los hubiera visto nunca! En cuanto subimos a la cabina, Kirill se hizo cargo de los mandos, diciendo: - Okey, Red, t‡ guŒas. Bajˆ tranquilamente la cremallera del pecho y saquˆ una petaca; tomˆ un trago largo antes de volver a guardarla. Sin eso no puedo. He estado muchas veces en la Zona, pero sin eso... no, no puedo. Los dos me miraban, esperando. - Bueno - dije -, no les ofrezco porque es la primera vez que salimos juntos y no sˆ quˆ efecto les causa. Trabajaremos de este modo: lo que yo diga, ustedes lo har€n inmediatamente y sin preguntas. Si alguien comienza a dar vueltas o a hacer preguntas le tirarˆ con lo primero que encuentre a mano. Quiero pedirles disculpas desde ahora. Por ejemplo: seŸor Tender, si te ordeno caminar en cuatro patas levantar€s inmediatamente ese culo gordo y har€s lo que te digo. Y si no lo haces, quiˆn sabe si volver€s a ver a tu enfermita. ¿De acuerdo? Pero yo me encargarˆ de que vuelvas a verla. - No te olvides de darme las ‘rdenes - buf‘ Tender, enrojecido, sudoroso, mordisque€ndose los labios -. Caminarˆ de panza, no en cuatro patas, si es preciso. No soy novato. - En lo que a mŒ respecta los dos son novatos - dije -. Y no me olvidarˆ de dar las ‘rdenes, no se preocupen. A prop‘sito, ¿sabe manejar cabinas? - Sabe - dijo Kirill -. Maneja bien. - Bueno, de acuerdo. AquŒ vamos. Buen viaje. Bajen las viseras. Poca velocidad, en lŒnea recta a lo largo de los postes, altura tres metros. En el poste veintisiete, alto. Kirill elev‘ la cabina a tres metros y avanzamos a marcha lenta. Me volvŒ sin que nadie se diera cuenta para escupir sobre el hombro izquierdo. Vi que la patrulla de rescate habŒa trepado al helic‘ptero; los bomberos estaban en posici‘n de firme, por puro respeto y el teniente de la puerta nos hacŒa la venia, el imbˆcil; sobre todo aquello flameaba el enorme y desteŸido estandarte: "Bienvenidos, Visitantes" Tender parecŒa a punto de responder a los saludos, pero le di tal codazo en las costillas que inmediatamente descart‘ cualquier ceremonia. ³Ya te enseŸarˆ a decir adi‘s! ³Ya te tocar€ decir adi‘s! Y partimos. El Instituto estaba a nuestra derecha; el Cuartel de la Peste, a nuestra izquierda. Avanz€bamos de poste en poste bien por el medio de la calle. HabŒan pasado siglos desde la ‡ltima vez que alguien caminara o manejara por esa calle. El asfalto estaba todo resquebrajado y habŒa pastos en las grietas, pero siquiera se trataba de nuestro pasto, el humano. En la acera izquierda crecŒan zarzas negras; los lŒmites de la Zona eran bien visibles: los pastos negros terminaban en el cord‘n como si los hubiesen podado. SŒ, aquellos visitantes eran educados; revolvieron un mont‘n de cosas, pero al menos se marcaron lŒmites bien establecidos. Ni siquiera la pelusa incendiada llegaba a nuestro sector de la Zona, aunque cualquiera dirŒa que con un viento fuerte podŒa llegar. Las casas en los Cuarteles de la Peste estaban descascaradas y muertas; las ventanas, sin embargo, no estaban rotas, pero sŒ tan sucias que no se veŒa nada. A la noche, cuando uno pasaba furtivamente por ahŒ, se veŒa un resplandor allŒ dentro, como de alcohol que ardiera con llamas azules. Es la jalea de brujas que se filtra por los s‘tanos. Si uno mira al descuido se lleva la impresi‘n de que es un barrio como cualquier otro, de que las casas son como todas, aunque necesiten alg‡n arreglo, pero eso no es nada extraŸo. Lo ‡nico extraŸo es que no hay gente por allŒ. En aquella casa de ladrillos, ya que estamos en el tema, vivŒa nuestro profesor de matem€ticas; le llam€bamos La Coma. Era aburrido, un fracasado; la segunda esposa lo abandon‘ justo antes de la Visitaci‘n; la hija tenŒa cataratas en un ojo y nosotros nos burl€bamos de ella hasta hacerla llorar, me acuerdo. Cuando comenz‘ el p€nico, ˆl y los otros vecinos corrieron al puente en ropa interior, tres millas, sin parar. El pas‘ mucho tiempo enfermo con la peste; perdi‘ toda la piel y las uŸas. Se enfermaron casi todos los que vivŒan en ese barrio; por eso lo llamamos el Cuartel de la Peste. Algunos murieron; los viejos, en su mayorŒa, y no fueron muchos. Por mi parte, creo que no los mat‘ la peste, sino el miedo. Era terrorŒfico. Todos los que vivŒan allŒ cayeron enfermos. Y la gente de tres barrios qued‘ ciega. Ahora esas Zonas se llaman Primer Cuartel de Ciegos, Segundo Cuartel de Ciegos, etcˆtera. No es que hayan quedado ciegos por completo, pero sŒ con una especie de ceguera nocturna. A prop‘sito, dicen que eso no fue consecuencia de ninguna explosi‘n, aunque explosiones hubo muchas; dicen que fue un ruido fuerte. Dicen que de tan fuerte perdieron inmediatamente la vista. Los mˆdicos les dijeron que era imposible, que trataran de recordar, pero ellos insistŒan en que fue un trueno lo que los ceg‘. Lo raro es que nadie m€s oy‘ ese trueno. SŒ, era como si allŒ no hubiera pasado nada. HabŒa un kiosco de vidrios, intacto. Un cochecito de bebˆ en la entrada de una casa; hasta las s€banas parecŒan limpias. Pero las antenas estropeaban el efecto: todas estaban cubiertas por una cosa peluda que parecŒa algod‘n. HacŒa rato que los tragalibros venŒan rompiˆndose los sesos con ese asunto del algod‘n. QuerŒan examinarlo, ¿entienden? No habŒa nada parecido en otros lugares, s‘lo en el Cuartel de la Peste y s‘lo en las antenas. M€s a‡n: lo tenŒan precisamente allŒ, bajo las ventanas. Al fin tuvieron una idea luminosa: desde un helic‘ptero bajaron un ancla sujeta por un cable de acero y engancharon un trozo de algod‘n. En cuanto el helic‘ptero tir‘, se oy‘ un "psst", y vimos salir humo de la antena, del ancla y del cable. Pero el cable no se limitaba a humear: siseaba ponzoŸosamente, como una serpiente de cascabel. Bueno, el piloto no era ning‡n tonto (por algo habŒa llegado a teniente); en seguida se imagin‘ lo que pasaba, solt‘ el cable y sali‘ a toda velocidad. AllŒ estaba el cable, colgando casi hasta el suelo, cubierto de algod‘n. AsŒ llegamos al final de la calle, donde debŒamos girar, f€cilmente y sin problema. Kirill me mir‘: ¿doblaba? Le indiquˆ por seŸas que lo hiciera bien despacio. Nuestra cabina dobl‘, avanzando lentamente por sobre los ‡ltimos centŒmetros de tierra humana. La acera se estaba aproximando y la sombra de la cabina caŒa sobre las zarzas. Listo. ³Est€bamos en la Zona! SentŒ un escalofrŒo. Siempre siento el mismo escalofrŒo. Y nunca sˆ si es la Zona que me saluda a mis nervios de merodeador que se ponen en funcionamiento. Siempre digo que cuando vuelva preguntarˆ a los otros si ellos sienten lo mismo, pero siempre me olvido. Bueno, asŒ que Œbamos avanzando silenciosamente sobre los antiguos jardines. El motor canturreaba parejo bajo nuestros pies, tranquilo; a ˆl nada lo preocupaba, nada podŒa hacerle mal allŒ. Y entonces el viejo Tender se nos vino abajo. TodavŒa no habŒamos llegado al primer poste cuando comenz‘ a parlotear. Todos los novatos suelen hablar como si les dieran cuerda cuando llegan a la Zona. Le castaŸeteaban los dientes, le palpitaba el coraz‘n, le fallaba la memoria; se sentŒa avergonzado, pero de cualquier modo no podŒa dominarse. Creo que es como cuando nos chorrea la nariz: no depende de nosotros: chorrea y chorrea. ³Y quˆ tonterŒas dicen! Comentan el paisaje, expresan sus puntos de vista sobre los Visitantes o hablan de cosas que no tienen nada que ver con la Zona. Como Tender, que se puso a charlar sobre su nuevo traje sin poder parar. Cu€nto le habŒa costado, quˆ buena era la tela, y los botones nuevos que le habŒa puesto el sastre... - C€llate. Me mir‘ patˆticamente, hizo un puchero y sigui‘: cu€nta seda habŒa hecho falta para el forro. Los jardines ya habŒan terminado; por debajo de nosotros estaba el baldŒo que antes se usaba como basurero municipal. SentŒ una ligera brisa. Pero no habŒa viento, nada de viento. De pronto sentŒ un soplo fuerte; los pastos sueltos rodaron y me pareci‘ oŒr algo. - ³C€llate, idiota! - dije a Tender. No, no podŒa callarse. Ya andaba