All€ est€ Red! ³Ven con nosotros! ³Biennnn! - rugi‘ Gutalin -. En esta ciudad hay s‘lo dos hombres de verdad: ³Red y yo! Los dem€s son todos cerdos o hijos de Satan€s. T‡ tambiˆn sirves al demonio, Red, pero todavŒa eres humano. Me acerquˆ con mi copa. Gutalin me quit‘ la chaqueta y me hizo sentar a la mesa. - ³Siˆntate, Red! Siˆntate, sirviente de Satan€s. Me gustas. Lloremos por los pecados de la humanidad. Lloremos, larga y amargamente. - Lloremos - dije -. Bebamos las l€grimas del pecado. - Porque el dŒa est€ cerca - anunci‘ Gutalin -. Porque el corcel blanco est€ ensillado y su jinete ha puesto el pie en el estribo. Y las plegarias de los que se hayan vendido a Satan€s ser€n en vano. S‘lo los que han resistido a ˆl se salvar€n. Ustedes, hijos del hombre, que fueron seducidos por el diablo, que juegan con los juguetes del diablo, que desentierran los tesoros de Satan€s, a ustedes les digo: ³Est€n ciegos! ³Despierten, idiotas, despierten antes de que sea demasiado tarde! ³Pisoteen esas baratijas del diablo! Se interrumpi‘ como si hubiera olvidado lo que seguŒa. De pronto pregunt‘, en tono distinto. - ¿Puedo tomar un trago aquŒ? Sabes, Red, me emborrachˆ de nuevo. Me acusaron de agitador. Les digo: "Despierten, ciegos, est€n cayendo al abismo y arrastran a otros tambiˆn". Pero ellos se rŒen, nada m€s. Por eso le aplastˆ la nariz al dueŸo del negocio. Ahora me van a arrestar. ¿Y por quˆ? Dick se acerc‘ y puso la botella sobre la mesa. - Hoy corre por mi cuenta - dije a Ernest. Dick me ech‘ una mirada de soslayo. - Est€ dentro de la ley - dije -. Nos estamos tomando el cheque de la bonificaci‘n. - ¿Fuiste a la Zona? - pregunt‘ Dick -. ¿Trajiste algo? - Un vacŒo lleno. Para el altar de la ciencia. ¿Vas a servir o no? - ³Un vacŒo! - repiti‘ Gutalin, lleno de pena -. ³Arriesgaste la vida por vaya a saber quˆ vacŒo! Has sobrevivido, pero trajiste otro artefacto del demonio al mundo. ¿C‘mo sabes, Red, cu€nto de pena y de pecado...? - Calla, Gutalin - dije severamente -. Bebe y festeja que yo haya vuelto con vida. Por el ˆxito, amigos mŒos. Dio buen resultado aquel brindis por el ˆxito. Gutalin se vino abajo por completo. Sollozaba, las l€grimas le brotaban como agua de una canilla. Lo conozco bien; es nada m€s que una etapa. Solloza y predica que la Zona es una tentaci‘n del diablo. Que no deberŒamos sacar nada de allŒ y que deberŒamos poner de nuevo en ella todo lo que hemos sacado. Y seguir viviendo como si la Zona no existiera. Dejar al diablo las cosas del diablo. Me gusta; me refiero a Gutalin. Siempre me gustan los tipos raros. Cuando tiene dinero compra el botŒn sin regateo, por el precio que los merodeadores le pidan, y de noche lo lleva a la Zona y lo entierra. Estaba esperando, pero pronto pararŒa. - ¿Quˆ es un vacŒo lleno? - pregunt‘ Dick -. Sˆ quˆ son los vacŒos, a secas, pero es la primera vez que oigo hablar de uno lleno. Se lo expliquˆ. ¨l asinti‘ y se lami‘ los labios. - SŒ, es muy interesante. Una cosa nueva. ¿Con quiˆn fuiste, con el ruso? - SŒ, con Kirill y Tender. Lo conoces, ¿no? Es nuestro asistente de laboratorio. - Te habr€n vuelto loco. - Nada de eso, se portaron muy bien. Especialmente Kirill. Es un merodeador nato. Necesita un poco m€s de experiencia que le lime el apuro. Con ˆl irŒa a la Zona todos los dŒas. - ¿Y todas las noches? - pregunt‘, con una mueca de borracho. - TermŒnala, ¿quieres? Un chiste es un chiste. - Un chiste es un chiste, ya lo sˆ, pero me puede meter en un mont‘n de problemas. Te debo uno. - ¿Quiˆn tiene uno? - pregunt‘ Gutalin, excitado -. ¿Cu€l es? Lo sujetamos por los brazos y volvimos a sentarlo en su silla. Dick le puso un cigarrillo en la boca y se lo encendi‘. Al fin lo calmamos. Mientras tanto iba entrando m€s y m€s gente. El bar estaba lleno; muchas de las mesas se habŒan ocupado. Ernest llam‘ a las muchachas, que empezaron a servir bebidas a los clientes: cerveza, c‘cteles, vodka. Notˆ que habŒa muchas caras nuevas en la ciudad, ‡ltimamente; en su mayorŒa, j‘venes novatos con bufandas largas y brillantes que les colgaban hasta el suelo. Se lo mencionˆ a Dick y ˆl asinti‘. - ¿Quˆ quieres? - Est€n empezando un mont‘n de construcciones. El Instituto va a levantar tres edificios nuevos. Adem€s piensan cerrar tras un muro toda la Zona, desde el cementerio hasta el rancho viejo. Ya se acabaron los buenos tiempos para los merodeadores. - ¿Cu€ndo fueron buenos los tiempos para los merodeadores? - observˆ yo. Y pensˆ: "Caramba, ¿quˆ novedades son ˆstas? Parece que ya no voy a poder hacer un poco de plata extra por ese lado. Tal vez sea para mejor. Menos tentaciones. Irˆ a la Zona de dŒa, como un ciudadano decente. No se gana lo mismo, por supuesto, pero es mucho m€s seguro. La cabina, el traje especial y todo eso, y nada de preocuparse por la patrulla. Puedo vivir del sueldo y emborracharme con las bonificaciones". Pero entonces me sentŒ verdaderamente deprimido. Otra vez a juntar centavitos: Esto lo puedo comprar, esto no. TendrŒa que ahorrar para comprar a Guta los trapos m€s baratos, dejar los bares, limitarme a los cines modestos. El panorama no era nada prometedor. Los dŒas eran grises, y tambiˆn las tardes, y tambiˆn las noches. Y mientras yo pensaba asŒ Dick me chillaba en la oreja: - Anoche, en el hotel, fui al bar para tomar algo antes de acostarme. HabŒa unos tipos nuevos. No me gust‘ nada el aspecto que tenŒan. Uno se acerc‘ a mŒ e inici‘ una conversaci‘n con muchas vueltas, sugiriendo que me conocŒa, que sabe lo que hago, d‘nde trabajo, e insinuando que ˆl me pagarŒa muy bien por varios servicios. - Un pasador de datos - dije. Eso no me interesaba mucho. Estaba harto de pasadores de datos y de charlas sobre trabajitos. - No, compaŸero, no era eso. Escucha. Le seguŒ la corriente por un rato, con mucho cuidado, por supuesto. Tiene interˆs en ciertos objetos que hay en la Zona. De los importantes; las pilas, las picapicas, las gotitas negras y esas tonterŒas no le atraen en absoluto. Se limit‘ a sugerir indirectamente lo que quiere. - ¿Quˆ es? - Jalea de brujas, por lo que entendŒ - respondi‘ Dick, mir€ndome con expresi‘n extraŸa. - Oh, asŒ que quiere jalea de brujas, ¿eh? Y ya que estamos, ¿no le gustarŒan algunas l€mparas de la muerte? - Eso mismo le preguntˆ yo. - ¿Y? - ¿Me creer€s si te digo que tambiˆn quiere? - ¿Ah, sŒ? - dije -. Bueno, que vaya a buscarlas, Es una pavada. Los s‘tanos est€n llenos de jalea de brujas. Que agarre un balde y vaya a recoger toda la que quiera. Es cosa suya. Dick no respondi‘; me mir‘ sin sonreŒr siquiera. ¿Quˆ diablos estaba pensando? ¿No tendrŒa intenciones de contratarme a mŒ? Y en ese momento se me ocurri‘. - Un momento - dije -. ¿Quiˆn era ese tipo? Ni siquiera en el Instituto dejan estudiar la jalea. - Est€ bien - replic‘ Dick, hablando con lentitud y sin dejar de observarme -. Es en la investigaci‘n donde est€ el verdadero peligro para la humanidad. ¿Ahora comprendes quiˆn era ˆse? No, no entendŒa nada. - ¿Te refieres a los Visitantes? ¨l ri‘, me palme‘ la mano y dijo: - ¿Por quˆ no tomas un trago? ³Pobre alma simple! - Por mi parte, de acuerdo. Pero me sentŒa enojado. AsŒ que los hijos de puta me tienen por idiota, ¿eh? - Eh, Gutalin - dije -. ³Gutalin! ³Despierta! ³Bebamos! Gutalin estaba profundamente dormido. Su negra mejilla yacŒa sobre la negra mesa; las manos le colgaban hasta el suelo. Dick y yo tomamos una copa sin su compaŸŒa. - Ahora bien - exclamˆ despuˆs -. No sˆ si soy un alma simple o un alma complicada, pero te dirˆ lo que puedes hacer con ese tipo. Ya sabes c‘mo quiero a la policŒa, pero lo denunciarŒa. - Seguro. Y entonces la policŒa te preguntarŒa por quˆ ese tipo fue a hablar contigo y no con cualquier otro. ¿Y? - No importa - repuse, sacudiendo la cabeza -. T‡, pedazo de idiota gordinfl‘n, hace s‘lo tres aŸos que est€s en esta ciudad y nunca fuiste a la Zona. No has visto la jalea de brujas m€s que en el cine. TendrŒas que verla en la vida real, y ver lo que hace con los seres humanos. Es algo espantoso; no hay que sacarla de la Zona. Sabes muy bien que los merodeadores son tipos de agallas, que no piden m€s que plata y m€s plata, pero ni siquiera el finado Zalamero se habrŒa metido en un asunto de esos. Cuervo Burbridge tampoco aceptarŒa. No quiero ni pensar quˆ clase de tipo puede querer esa jalea de brujas y para quˆ. - Bueno, tienes raz‘n - dijo Dick -. Pero te dirˆ: no me gustarŒa que cualquier dŒa me encontraran en la cama, habiendo cometido suicidio. No soy merodeador, pero si una persona pr€ctica, y me gusta vivir. Hace mucho que lo hago y ya me acostumbrˆ. - ³SeŸor Noonan! - grit‘ Ernest desde el mostrador -. ³Telˆfono! - ³Quˆ diablos! - exclam‘ Dick, enojado -. Debe ser otra vez Contralor de EnvŒos. Se encuentran en cualquier parte. Permiso, Red. Se levant‘ para atender el telˆfono, mientras yo me quedaba con Gutalin y la botella; puesto que Gutalin no ayudaba en nada, ataquˆ la botella por mi cuenta. Maldita Zona; es imposible escapar de ella. Vaya uno donde vaya, hable con quien hable, siempre la Zona, la Zona. Para Kirill es f€cil hablar de la paz eterna y de la armonŒa que vendr€ de la Zona. Kirill es un buen tipo, nada tonto (por el contrario, es inteligente de veras), pero no sabe un bledo de la vida. Ni siquiera imagina quˆ clase de malhechores y criminales merodean por la Zona. Y ahora alguien quiere meter la mano en esa jalea de brujas. Gutalin ser€ un borrachŒn y un chiflado por la religi‘n, pero a lo mejor no est€ tan desacertado. Tal vez deberŒamos dejar al diablo las cosas del diablo y no tocar. Uno de aquellos novatos de bufanda brillante ocup‘ la silla de Dick. - ¿El seŸor Schuhart? - SŒ. ¿Quˆ hay? - Me llamo Creonte. Soy de Malta. - ¿C‘mo andan las cosas por Malta? - Las cosas andan muy bien por Malta, pero no es de eso que querŒa hablarle. Ernest me dijo que lo viera a usted. "Aj€", pensˆ. "Ese Ernest es un hijo de puta. No hay una gota de piedad en ˆl. AquŒ est€ este muchacho: bronceado, limpio, lindo. TodavŒa no sabe lo que es afeitarse o besar a una mujer. Pero a Ernest no le importa nada. Lo ‡nico que quiere es mandar m€s gente a la Zona. S‘lo uno de cada tres sale con botŒn, pero eso para ˆl es dinero." - ¿C‘mo anda el viejo Ernest? - preguntˆ. ¨l mir‘ hacia el mostrador. - Tiene buen aspecto. Me gustarŒa estar en lugar de ˆl. - A mŒ no. ¿Quiere una copa? - Gracias, no bebo. - ¿Un cigarrillo? - Perdone, pero tampoco fumo. - Maldito seas. ¿Para quˆ diablos quieres la plata, entonces? ¨l se ruboriz‘ y dej‘ de sonreŒr. - Tal vez eso sea cosa mŒa solamente - dijo en voz baja -. ¿No le parece, seŸor Schuhart? - Tienes toda la raz‘n del mundo. Me servŒ otros cuatro dedos, Ya me estaba zumbando la cabeza y sentŒa una agradable pesadez en los miembros. La Zona me habŒa liberado por completo. - En este momento estoy completamente borracho - aclarˆ -. Estoy celebrando, como puedes ver. Entrˆ en la Zona, salŒ vivo y adem€s con dinero. Eso no ocurre con frecuencia; que la gente salga viva, y con dinero menos todavŒa. AsŒ que preferirŒa dejar cualquier asunto serio para m€s tarde. ¨l se levant‘ de un salto, pidiendo disculpas. Entonces vi que Dick habŒa regresado. Estaba de pie junto a la silla. Por la cara que traŒa me di cuenta de que pasaba algo feo. - A que tus tanques pierden otra vez el vacŒo. - SŒ - dijo -. Otra vez. Se sent‘, se sirvi‘ un trago y volvi‘ a llenar mi vaso. ComprendŒ que el problema no tenla ninguna relaci‘n con mercaderŒas en mal estado. En realidad le importaba un cuerno lo de los envŒos: ³un empleado modelo! - Bebamos, Red - dijo, y sin esperarme baj‘ su vaso de un trago y se sirvi‘ otro -. ¿Sabes que muri‘ Kirill Panov? Estaba tan aturdido que no entendŒ bien. Alguien habŒa muerto, y quˆ. - Bueno, bebamos por el difunto. Me mir‘ abriendo mucho los ojos. S‘lo entonces sentŒ como si se me hubiera roto un resorte dentro del cuerpo. Recuerdo que me levantˆ y me apoyˆ contra la mesa para mirarlo. - ¿Kirill? TenŒa la telaraŸa ante los ojos, la oŒa crujir al romperse. Y a travˆs del misterioso ruido de ese crujir oŒ la voz de Dick, como si viniera de otra habitaci‘n. - Ataque al coraz‘n. Lo encontraron en la ducha, desnudo. Nadie entiende quˆ le pas‘. Preguntaron por ti. Les dije que estabas perfectamente. - ¿Quˆ quieren entender? Es la Zona. - Siˆntate. Siˆntate y toma algo. - La Zona - repetŒ, sin poder dejar de pronunciar esa palabra -. La Zona, la Zona... No veŒa nada a mi alrededor, salvo la telaraŸa. Todo el bar estaba preso en la telaraŸa, y cuando la gente se movŒa la telaraŸa crujŒa suavemente. El muchacho maltˆs estaba de pie en el medio, con cara de sorprendido. No comprendŒa una palabra. - Muchachito - le dije con suavidad -, ¿cu€nto necesitas? ¿Te alcanzarŒa con mil? Toma, aquŒ tienes. ³Toma! Le arrojˆ el dinero a puŸados y empecˆ a gritar: - ³Ve a decirle a Ernest que es un hijo de puta, una porquerŒa! ³No tengas miedo, dŒselo! Porque adem€s es cobarde. DŒselo, y despuˆs te vas directamente a la estaci‘n y sacas pasaje para Malta. ³No te detengas en ninguna parte! - No sˆ que otra cosa gritˆ. Pero sŒ recuerdo que terminˆ ante el mostrador, donde Ernest me dio un vaso de soda. - Parece que hoy tienes dinero - dijo. - SŒ, tengo un poco. - ¿Por quˆ no me haces un prˆstamo? MaŸana tengo que pagar los impuestos. En ese momento me di cuenta de que tenŒa un manojo de billetes en la mano. - AsŒ que no acepto - dije, mirando el mont‘n -. Creonte de Malta es un joven orgulloso, por lo que veo. Bueno, yo no tengo nada que ver con eso. Todo est€ en manos del destino. - ¿Quˆ te pasa? - dijo mi amigo Ernie -. ¿Tomaste demasiado? - No, estoy muy bien - dije -. En perfectas condiciones. Listo para las duchas. - ¿Por quˆ no te vas a tu casa? Bebiste demasiado. - Muri‘ Kirill - le dije. - ¿Quˆ Kirill? ¿El manco? M€s manco ser€s t‡, hijo de puta. Ni con mil como t‡ se podrŒa hacer un solo hombre como Kirill. Rata, malnacido, degenerado hijo de puta. Compras y vendes muerte, eso es. Nos tienes a todos comprados con tu plata. ¿Te gustarŒa que te hiciera pedazos el local? Justo cuando retrocedo para asestarle uno de los buenos alguien me sujet‘ y me llev‘ a otro lado. Yo no entendŒa nada ni querŒa entender. Gritˆ, luchˆ, lancˆ puntapiˆs. Cuando recobrˆ el sentido estaba en el baŸo, todo mojado, con la cara a la miseria. Ni siquiera me reconocŒ al mirarme en el espejo. Se me contraŒa la mejilla, cosa que nunca me habŒa pasado. Desde fuera me lleg‘ ruido de pelea, platos rotos, gritos de mujeres y los rugidos de Gutalin, m€s potentes que los de un oso pardo: - ³Arrepiˆntanse, in‡tiles! ¿D‘nde est€ Red? ¿Quˆ le han hecho, simientes del diablo? Y el ulular de las sirenas de policŒa. En cuanto las oŒ, mi cerebro se aclar‘ como un cristal. Recordˆ todo, supe todo, comprendŒ todo. En el alma no me quedaba m€s que un odio helado. "³Muy bien!, pensˆ, ³te darˆ una fiesta. Ya te mostrarˆ c‘mo es un merodeador, grandŒsimo chupasangre!". Saquˆ un picapica del bolsillo chico. Era nuevito, sin usar. Lo apretˆ un par de veces para ponerlo en funcionamiento, abrŒ la puerta que daba al bar y lo dejˆ caer silenciosamente en la escupidera. Despuˆs abrŒ la ventana y salŒ a la calle. Me habrŒa gustado quedarme por allŒ para ver quˆ pasaba, pero tenŒa que irme cuanto antes. Los picapicas me provocan hemorragias nasales. Mientras corrŒa por el patio trasero oŒ que mi picapica funcionaba a toda marcha. Primero todos los perros del vecindario comenzaron a aullar y a ladrar; los perros sienten los picapicas antes que los humanos. En seguida alguno de los que estaban en el bar chill‘ con tantas ganas que se me taparon los oŒdos, aun a esa distancia. No me cost‘ imaginar a esa multitud que se enloquecŒa allŒ dentro: algunos caerŒan en una profunda depresi‘n, otras saldrŒan volando y algunos se dejarŒan ganar por el p€nico. El picapica es algo terrible. Pasar€ mucho tiempo antes de que Ernest vuelva a llenar el local. No le costar€ mucho adivinar que fue obra mŒa, por supuesto, pero me importa un r€bano. Se acab‘. Red, el merodeador, ya no existe. Estoy harto. Basta de arriesgar mi vida y enseŸar a otros tontos a arriesgar la de ellos. Kirill, compaŸero, viejo amigo, estabas equivocado. Lo siento, pero estabas equivocado. Es Gutalin quien tiene raz‘n. ¨se no es sitio para seres humanos. La Zona est€ maldita. Saltˆ por el cerco y tomˆ rumbo a casa. Me mordŒa los labios; tenŒa ganas de llorar, pero no podŒa. No veŒa m€s que vacuidad, tristeza. Kirill, compaŸerito, mi ‡nico amigo, ¿c‘mo pudo ocurrir esto? ¿C‘mo me las arreglarˆ sin ti? T‡ me pintabas im€genes maravillosas de un mundo nuevo y distinto. ¿Y ahora? Alguien, en la lejana Rusia, llorar€ por ti, pero yo no puedo. Y todo fue culpa mŒa. MŒa, mŒa solamente, porque soy un in‡til. ¿C‘mo se me ocurri‘ meterte en ese garaje sin dejar que acostumbraras los ojos a la oscuridad? HabŒa vivido toda mi existencia como un lobo, sin preocuparme m€s que por mŒ mismo. Y de pronto habŒa decidido convertirme en un benefactor, hacerle un pequeŸo regalo. ¿Para quˆ demonios le mencionˆ ese vacŒo? Cada vez que lo pensaba sentŒa un dolor en la garganta, ganas de aullar. Tal vez lo hice, porque la gente me evitaba por la calle. Y de pronto las cosas mejoraron: Guta venŒa hacia mŒ. VenŒa hacia mŒ, mŒ preciosa, mi querida, caminando con esos piececitos hermosos, con la falda balance€ndose sobre las rodillas. En cada puerta habŒa un par de ojos que la seguŒan, pero ella caminaba en lŒnea recta, sin mirar a nadie. Me di cuenta entonces de que me estaba buscando. - Hola - dije -. Guta, ¿ad‘nde vas? Apreci‘ con una sola mirada mi cara aporreada, mi chaqueta empapada, mis manos lastimadas, pero no dijo una palabra. - Hola, Red. Iba a verte. - Ya lo sˆ. Vamos a mi casa. Se volvi‘ sin decir nada. Tiene una cabeza preciosa y un cuello largo, como una yegua joven, orgullosa, pero sumisa ante el amo. - No sˆ, Red. Tal vez no quieras verme m€s. Se me estruj‘ el coraz‘n. ¿Y eso? Pero hablˆ tranquilamente: - No entiendo ad‘nde quieres llegar, Guta. Perdona, hoy estoy un poco borracho y no razono bien. ¿Por quˆ crees que no voy a querer verte m€s? La tomˆ de la mano y los dos echamos a andar lentamente hacia mi casa. Todos los que la habŒan estado mirando se apresuraron a esconderse. Vivo en esa calle desde que nacŒ y todos conocen muy bien a Red. Y el que no me conoce no tardar€ en hacerlo; es algo que se siente. - Mam€ quiere que me haga un aborto - dijo, de pronto -. Y yo no quiero. Di varios pasos m€s antes de comprender lo que estaba diciendo. - No quiero abortar. Quiero tener un hijo tuyo. Puedes hacer lo que quieras, irte al ‡ltimo rinc‘n del mundo. No te voy a retener. La escuchˆ, vi que se iba alterando m€s y m€s, mientras yo me sentŒa cada vez m€s aturdido. Eso no tenŒa pies ni cabeza. En el cerebro me zumbaba un pensamiento absurdo: un hombre menos, un hombre m€s. - Ella me dice que si tengo un hijo de un merodeador ser€ un monstruo, que eres un vagabundo, que la criatura y yo no tendremos familia. Que hoy est€s libre y maŸana en la c€rcel. Pero todo eso no me importa, estoy dispuesta a cualquier cosa. Puedo arreglarme sola y criarlo hasta que sea hombre: sola. Lo tendrˆ sola, lo criarˆ sola y lo educarˆ sola. Me las puedo arreglar sin ti, tambiˆn, pero no vuelvas a buscarme. No te dejarˆ pasar de la puerta. - Guta, querida mŒa - dije -, espera un minuto... No pude seguir hablando. Una risa nerviosa, idiota, me crecŒa dentro, surgŒa ya. - Pichoncita mŒa, entonces ¿para quˆ me buscas? Estaba riendo como un campesino est‡pido mientras ella lloraba contra mi pecho, - ¿Quˆ ser€ de nosotros, Red? - pregunt‘ entre sus l€grimas -. ¿Quˆ ser€ de nosotros? 2. Redrick Schuhart, veintiocho aŸos, casado, sin ocupaci‘n permanente. Redrick Schuhart, echado tras una l€pida, observaba al patrullero por entre las ramas del fresno, los reflectores del coche se paseaban por el cementerio; de vez en cuando le daban en los ojos, haciˆndole parpadear y contener el aliento. HabŒan pasado dos horas, pero nada cambiaba en la ruta. El patrullero seguŒa estacionado en el mismo lugar, con el motor en marcha, revisando con sus tres reflectores las tumbas en decadencia, las cruces torcidas y herrumbradas, los fresnos demasiado crecidos y sin podar, y la parte alta del muro de tres metros de ancho, que terminaba allŒ, a la izquierda. La patrulla de la costa tenŒa miedo a la Zona. Ni siquiera bajaban del coche. Cerca del cementerio el miedo era tan grande que no se atrevŒan a disparar. Redrick los oŒa hablar en voz baja de tanto en tanto; a veces, alguna colilla volaba desde los vidrios del coche para rodar por la ruta, resbalando, esparciendo dˆbiles chispas rojas. Todo estaba muy h‡medo; habŒa llovido poco antes, y aquel frŒo malsano se le filtraba por el mameluco impermeable. Redrick solt‘ la rama con cuidado, volvi‘ la cabeza y prest‘ atenci‘n. Hacia la izquierda (en alg‡n sitio no demasiado alejado, pero tampoco demasiado cerca) habŒa otra persona. Oy‘ crujir las hojas una vez m€s, y la tierra que cedŒa; al fin se oy‘ el golpe seco de algo duro y pesado al caer. Redrick empez‘ a arrastrarse hacia atr€s, con mucha prudencia y sin volver la cabeza, aferrado al pasto h‡medo. El rayo luminoso le pas‘ por sobre la cabeza. ¨l permaneci‘ un instante quieto como una estatua, siguiˆndolo en su silencioso paseo. Entre las cruces le pareci‘ ver a un hombre de negro, sentado sin moverse en una de las tumbas. Estaba apoyado sin disimular contra un obelisco de m€rmol y volvŒa hacia Redrick la cara blanca, las cuencas negras y hundidas. No lo habŒa visto con claridad, pues apenas fue un segundo, pero tenŒa todos los detalles archivados en la imaginaci‘n. Se arrastr‘ unos pasos m€s y busc‘ la petaca que tenŒa en la chaqueta. La sac‘; apoy‘ el metal caliente contra la mejilla durante un rato. Despuˆs, a‡n aferrado a la petaca, sigui‘ reptando. Dej‘ de escuchar y mir‘ a su alrededor. En la pared habŒa una abertura. AllŒ estaba Burbridge, con un agujero de bala en el impermeable a rayas de color gris plomo. TodavŒa seguŒa de espaldas, tironeando del cuello de su tricota con las dos manos y gimiendo de dolor. Redrick se sent‘ junto a ˆl y desenrosc‘ la tapa de la petaca. Levant‘ con cuidado la cabeza a su compaŸero, sintiendo en la palma la calva caliente, sudorosa, pegajosa, y le llev‘ el pico a los labios. Estaba oscuro, pero los dˆbiles rayos de los reflectores le permitieron ver los ojos dilatados y vidriosos de Burbridge, la oscura barba de pocos dŒas que le cubrŒa las mejillas. Burbridge bebi‘ €vidamente varios tragos; en seguida tendi‘ una mano nerviosa para palpar el saco donde tenŒa el botŒn. - Volviste... Red... Buen compaŸero. No eres capaz de abandonar a un viejo para que muera. Redrick ech‘ la cabeza atr€s y tom‘ un trago largo. - TodavŒa est€ allŒ, como si estuviera clavado a la ruta. - No es casualidad. Alguien pas‘ el dato. Nos estaba esperando. Hablaba con grandes esfuerzos, en un solo aliento. - Puede ser - respondi‘ Redrick -. ¿Quieres otro trago? - No. Por ahora basta. No me abandones. Si no me abandonas no morirˆ. No tendr€s que arrepentirte. ¿Verdad que no me abandonar€s, Red? Redrick no respondi‘. Estaba mirando hacia la carretera, hacia los destellos de luz. Desde allŒ veŒa el obelisco de m€rmol, pero no si ˆl estaba sentado allŒ o no. - Oye, Red, no estoy diciendo tonterŒas. No te arrepentir€s. ¿Sabes por quˆ vive todavŒa el viejo Burbridge? ¿Lo sabes? Bob el Gorila revent‘. Fara‘n el Banquero estir‘ la pata, y quˆ merodeador era, pero muri‘. Zalamero tambiˆn. Y Norman el Cuatro-Ojos, y Culligan, y Pedro el RoŸa. Todos. Soy el ‡nico que sigue vivo. ¿Y por quˆ? ¿Lo sabes? - Siempre fuiste una rata - dijo Red, sin quitar los ojos de la carretera -. Un hijo de puta. - Una rata, es cierto. Si no lo eres, no pasas adelante. Pero todos lo eran. Fara‘n, Zalamero... Sin embargo soy el ‡nico que queda. ¿Sabes por quˆ? - SŒ, lo sˆ - dijo Red, para acabar con la charla. - Mientes. No lo sabes. ¿Has oŒdo hablar de la Bola Dorada? - SŒ. - ¿Crees que se trata de un cuento de hadas? - Ser€ mejor que calles. Ahorra fuerzas. - Estoy bien. T‡ me sacar€s de aquŒ. Hemos ido a la Zona tantas veces... ¿SerŒas capaz de abandonarme? Te conocŒ cuando... Eras tan chiquito... Tu padre... Redrick no respondi‘. Hubiera dado cualquier cosa por fumar un cigarrillo. Sac‘ uno, rompi‘ el tabaco entre las manos y lo olfate‘. No sirvi‘ de nada. - Tienes que sacarme de aquŒ. Me quemˆ por causa tuya. Fuiste t‡ el que no quiso traer al maltˆs. El maltˆs ardŒa por ir con ellos. Los habŒa tentado toda la tarde, ofreciˆndoles un buen porcentaje, jurando que conseguirŒa un traje especial. Burbridge, que estaba sentado junto a ˆl, seguŒa guiŸando el ojo a Red bajo su mano curtida: "Llevˆmoslo, no nos ir€ mal". Tal vez fue por eso que Red se neg‘. - Te pas‘ eso por ambicioso - dijo frŒamente Red -, Yo no tengo nada que ver. Ser€ mejor que te quedes quieto. Por un rato Burbridge se limit‘ a gemir. Volvi‘ a meterse los dedos por el cuello de la tricota, echando la cabeza hacia atr€s. - Puedes quedarte con todo el botŒn - jade‘ -. Pero no me abandones. Redrick mir‘ su reloj. No faltaba mucho para el alba, y el patrullero no se iba. Los reflectores seguŒan buscando entre los arbustos, y ellos habŒan dejado el jeep camuflado muy cerca de donde estaba el patrullero; lo encontrarŒan en cualquier momento. - La Bola Dorada - dijo Burbridge -. La hallˆ. Se contaban tantas leyendas sobre ella. Yo mismo inventˆ unas cuantas. Que te concedŒa cualquier deseo... ³Ja, cualquier deseo! Si eso fuera cierto yo no estarŒa aquŒ. EstarŒa d€ndome la gran vida en Europa, nadando en plata. Redrick baj‘ la vista hacia ˆl. Ante aquella luz azulada y parpadeante, la cara de Burbridge, vuelta hacia arriba, parecŒa la de un muerto, pero sus ojos vidriosos estaban fijos en Redrick. - Juventud eterna, quˆ diablos la iba a conseguir. Plata, eso menos, quˆ diablos. Pero conseguŒ salud. Y buenos hijos. Y estoy vivo. Ni siquiera imaginas en quˆ lugares he estado, pero todavŒa estoy vivo. Se lami‘ los labios y prosigui‘: - S‘lo pido una cosa: seguir vivo. Y tener salud. Y los hijos. - ¿Quieres callarte? - dijo Redrick, al fin -. Pareces una mujer. Si puedo te sacarˆ de aquŒ. Lo siento por tu Dina. Tendr€ que hacer la calle. - Dina - susurr‘ €speramente el viejo -. Mi pequeŸa. Mi preciosa. Est€n malcriados, Red. Nunca les neguˆ nada. Se ver€n perdidos. Arthur, mi Artie. T‡ lo conoces, Red. ¿Alguna vez viste un muchacho como ˆl? - Ya te lo dije: si puedo te salvarˆ. - No - replic‘ Burbridge, tercamente -. Me sacar€s de aquŒ sea como sea. La Bola Dorada. ¿Quieres que te diga d‘nde est€? - Dale. Burbridge gimi‘ y movi‘ el cuerpo. - Mis piernas... FŒjate c‘mo est€n. Redrick alarg‘ una mano y la desliz‘ por la pierna, por debajo de la rodilla. - Los huesos... - gimi‘ el herido -. ¿TodavŒa hay huesos allŒ? - Hay huesos. Deja de meter bulla. - Est€s mintiendo. ¿Para quˆ mentir? ¿Crees que no lo sˆ, que nunca he visto nada de esto? En realidad no tocaba m€s que la r‘tula. Por debajo, hasta el tobillo, la pierna era como un palo de goma. Se podŒan haber hecho nudos con ella. - Las rodillas est€n enteras - dijo Red. - Seguro que mientes - dijo tristemente Burbridge. - Bueno, est€ bien. T‡ s€came de aquŒ, nada m€s. Te darˆ todo. La Bola Dorada. Te dibujarˆ un mapa. Con todas las trampas. Te contarˆ todo. Prometi‘ muchas otras cosas, pero Redrick no le prestaba atenci‘n. Estaba mirando hacia la carretera. Los reflectores habŒan dejado de recorrer las matas. Estaban paralizados. Todos convergŒan sobre aquel obelisco. En la neblina azul brillante, Redrick vio que la silueta negra y encorvada se paseaba por entre las cruces; parecŒa moverse a ciegas, directamente hacia los focos. Redrick lo vio chocar contra una cruz enorme, tambalearse, volver a caer contra la cruz y finalmente caminar alrededor de ella para continuar la marcha, con los brazos extendidos hacia adelante y los dedos estirados, abiertos. De pronto desapareci‘ como si lo hubiera tragado la tierra; pocos instantes despuˆs reapareci‘ hacia la derecha, algo m€s lejos; caminaba con una terquedad inhumana y estrafalaria, como un juguete al que le hubieran dado cuerda. De pronto las luces se apagaron. Chirri‘ la transmisi‘n, rugi‘ el motor; entre las matas aparecieron las luces de seŸales, azules y rojas. El patrullero sali‘ disparado, acelerando salvajemente rumbo a la ciudad, y desapareci‘ tras el muro. Redrick trag‘ saliva y baj‘ la cremallera de su mameluco. - Se han ido - murmur‘ Burbridge, febril -. Red, v€monos, pronto. Gir‘ sobre sŒ, buscando a tientas su bolsa, y trat‘ de levantarse. - Vamos, ¿quˆ esperas? Redrick seguŒa mirando hacia la ruta. Estaba a oscuras y ya no se veŒa nada, pero ˆl merodeaba todavŒa por ahŒ, seguramente, como un aut‘mata, tropezando, cayendo, golpe€ndose contra las cruces o enred€ndose en los matorrales. - Bueno - dijo Red en voz alta -, vamos. Levant‘ a Burbridge, que se le colg‘ del cuello con la mano izquierda. Redrick, imposibilitado de erguirse, se arrastr‘ en cuatro patas, llev€ndolo sobre la espalda; asŒ pas‘ por la grieta de la pared, agarr€ndose del pasto mojado. - Vamos, vamos - susurr‘ €speramente Burbridge -. No te preocupes: yo tengo el botŒn y no lo soltarˆ. ³Anda! El sendero le era conocido, pero el pasto mojado lo hacŒa resbaloso y las ramas de los fresnos le azotaban la cara; aquel viejo robusto era insoportablemente pesado, como un cad€ver; la bolsa del botŒn hacŒa ruido y se enganchaba en todas partes; adem€s Red tenŒa miedo de encontrarse con ˆl, que podŒa estar en cualquier lugar, en medio de aquella oscuridad. Cuando salieron a la carretera todavŒa estaba oscuro, pero ya se presentŒa el alba. En los bosquecillos, del otro lado de la ruta, los p€jaros comenzaban a piar, inseguros y soŸolientos, la penumbra nocturna estaba tomando un tono azul sobre las casas negras de los suburbios distantes. Desde allŒ venŒa una brisa h‡meda y frŒa. Redrick dej‘ a Burbridge en el recodo de la ruta y cruz‘ el pavimento como una gran araŸa negra. No tard‘ en hallar el jeep; apart‘ las ramas que cubrŒan los paragolpes y la capota, y condujo hacia el asfalto sin encender las luces. AllŒ estaba Burbridge, con la bolsa en una mano, toc€ndose las piernas con la otra. - ³Ap‡rate! Ap‡rate, las rodillas, todavŒa tengo rodillas. ³Si al menos pudiera salvar las rodillas! Redrick lo levant‘ y lo arroj‘ por sobre su costado, hacia el asiento trasero. Burbridge aterriz‘ allŒ con un gruŸido, pero sin soltar la bolsa. Redrick recogi‘ el impermeable de rayas grises y lo cubri‘ con ˆl. Burbridge logr‘ incluso quitarse el saco. Red sac‘ una linterna y revis‘ el recodo en busca de huellas. No habŒa muchas. El jeep habŒa aplastado algunos pastos altos al salir a la carretera, pero la hierba se volverŒa a erguir en un par de horas. HabŒa una enorme cantidad de colillas en torno al sitio que ocupara un rato antes el patrullero. Al verlas, Redrick record‘ que tenŒa ganas de fumar. Encendi‘ un cigarrillo, aunque m€s aun deseaba salir de allŒ lo antes posible. Pero todavŒa no podrŒa hacerlo. Era necesario actuar lentamente y a conciencia. - ¿Quˆ pasa? - gimi‘ Burbridge desde el auto -. TodavŒa no volcaste el agua y los aparejos de pesca est€n secos. ¿Quˆ espera? ³Vamos, esconde el botŒn! - ³C€llate! ³No me molestes! Iremos hacia los suburbios del sur. - ¿Quˆ suburbios? ¿Est€s loco? ³Me arruinar€s las rodillas, hijo de puta! ³Las rodillas! Redrick dio una ‡ltima chupada y guard‘ la colilla en la caja de f‘sforos. - No seas idiota, Cuervo. No podemos pasar directamente por la ciudad. Hay tres calles bloqueadas. Nos detendr€n por lo menos una vez. - ¿Y quˆ? - En cuanto te vean los pies se acab‘ la juerga. - ¿Quˆ hay con mis pies? Estuvimos pescando. Me lastimˆ las piernas, eso es todo. - ¿Y si te las palpan? - Que las palpen. Gritarˆ tanto que no volver€n a palpar, una pierna en su vida. Pero Redrick ya estaba decidido. Levant‘ el asiento del conductor, con la linterna encendida; abri‘ un compartimiento secreto y dijo: - A ver, dame eso. El tanque de nafta que tenŒan bajo el asiento era falso. Redrick tom‘ la bolsa y la puso dentro, prestando atenci‘n a los tintineos que se oŒan en ella. - No quiero correr ning‡n riesgo - murmur‘ -. No tengo derecho. Volvi‘ a poner la tapa, la cubri‘ con basuras y trapos y coloc‘ nuevamente el asiento. Burbridge gemŒa, gruŸŒa, le suplicaba que se apurara y le prometŒa la Bola Dorada. Agit€ndose en el asiento, miraba ansiosamente los rayos de luz, cada vez m€s intensos. Redrick no le prest‘ atenci‘n; abri‘ la bolsa pl€stica llena de agua, que contenŒa un pez, y volc‘ el agua sobre los aparejos de pesca; en cuanto al agitado pez, lo ech‘ en el canasto. Despuˆs dobl‘ la bolsa de pl€stico y se la guard‘ en el bolsillo. Ya estaba todo en orden: dos pescadores que volvŒan de una salida no muy provechosa. Se instal‘ al volante y puso el motor en marcha. No encendi‘ las luces hasta no llegar a la curva. Hacia la izquierda se extendŒa aquel muro de tres metros de ancho, bordeando la Zona; hacia la derecha, de vez en cuando, alguna cabaŸa abandonada, con las ventanas claveteadas y la pintura saltada. Redrick veŒa bien en la oscuridad; adem€s, de cualquier modo, ya no estaba tan oscuro, y por otra parte ˆl sabŒa que vendrŒa. AsŒ que cuando vio aquella silueta encorvada delante del auto, caminando a paso rŒtmico, ni siquiera aminor‘ la marcha. Se encorv‘ sobre el volante. ¨l caminaba por el medio de la ruta; como todos los de su especie, se dirigŒa hacia la ciudad. Redrick lo dej‘ a la izquierda y aceler‘. - ³Madre Santa! - murmur‘ Burbridge desde el asiento trasero -. Red, ¿viste eso? - SŒ. - ³Dios! ³Justo lo que nos faltaba! Y de pronto Burbridge empez‘ a rezar en voz alta. - ³C€llate! - le grit‘ Redrick. La curva tenŒa que estar allŒ, muy cerca. Redrick aminor‘ la marcha, buscando entre la hilera de casas decadentes y entre los cercos de la derecha. La vieja cabaŸa del transformador, la pˆrtiga con los soportes, el puente podrido sobre la alcantarilla. Redrick hizo girar el volante. El coche vir‘ con una sacudida. - ¿Ad‘nde vas? - gimi‘ Burbridge -. ³Me vas a arruinar las piernas, hijo de puta! Redrick se volvi‘ por un segundo y le asest‘ una bofetada en la cara barbuda. Burbridge, con un balbuceo, opt‘ por guardar silencio. El coche se sacudŒa mucho; las ruedas resbalaban en el barro fresco dejado por la lluvia de esa noche. Redrick encendi‘ las luces; los rayos blancos y bamboleantes iluminaron viejos senderos invadidos por la lluvia, grandes charcos, cercos podridos e inclinados. Burbridge lloraba, sollozaba, sorbŒa. Ya no prometŒa nada m€s. Se quejaba y amenazaba, pero en voz muy baja y nada clara; Redrick no comprendŒa m€s que unas pocas palabras sueltas. Algo sobre piernas, rodillas y su querido Artie. Al fin call‘. La aldea se extendŒa a lo largo del borde occidental de la ciudad. En otros tiempos habŒa allŒ casas de verano, jardines, huertas y las mansiones de verano pertenecientes a los fundadores de la ciudad y a los directores de la planta. Terrenos verdes y agradables, con pequeŸos lagos y limpias playas de arena, bosquecillos de abedules y estanques llenos de carpas. El hedor y la contaminaci‘n de la planta nunca llegaban a ese verde claro... y tampoco el agua corriente ni el sistema cloacal de la ciudad. Pero ahora estaba todo abandonado. S‘lo una de las casas ante las cuales pasaron estaba habitada; en la ventana se veŒa una luz amarilla a travˆs de las cortinas corridas, en la soga habŒa ropa mojada por la lluvia y un perro enorme se precipit‘ furiosamente contra el vehŒculo, para perseguirlo a travˆs del barro que lanzaban las ruedas. Redrick condujo con cuidado por un viejo puente desvencijado. Cuando tuvo a la vista la entrada a la Autopista del Oeste detuvo el coche y apag‘ el motor. Despuˆs se baj‘ para caminar hasta la ruta sin mirar a Burbridge, con las manos metidas en los bolsillos h‡medos del mameluco. Ya estaba claro. Todo, a su alrededor, seguŒa h‡medo, silencioso y soŸoliento. Observ‘ la ruta por entre los arbustos del costado. Desde ese punto se veŒa claramente el puesto de policŒa: una pequeŸa casa rodante con tres ventanas iluminadas. El patrullero estaba estacionado junto a ella, vacŒo. Redrick sigui‘ observando por un rato. No se veŒa actividad en el puesto de policŒa; los vigilantes quiz€s habŒan sentido frŒo y cansancio durante la noche y se estaban calentando en la casa rodante, soŸando sobre los cigarrillos que les colgaban del labio inferior. "Quˆ esfuerzos" dijo Redrick, suavemente. Busc‘ la manopla de bronce que tenŒa en el bolsillo y desliz‘ los dedos en los anillos, apretando el metal frŒo en el puŸo; acurrucado a‡n para protegerse del aire helado, con las manos en los bolsillos, retrocedi‘. El jeep, ligeramente desviado hacia un lado, habŒa quedado entre los arbustos; era un sitio silencioso y oculto. Tal vez nadie habŒa estado por allŒ en los ‡ltimos diez aŸos. Cuando Redrick lleg‘ hasta el vehŒculo, Burbridge se incorpor‘ para mirarlo, boquiabierto. ParecŒa m€s viejo. a‡n, arrugado, calvo, sin afeitar y con los dientes carcomidos. Se miraron mutuamente en silencio; al cabo Burbridge dijo claramente: - El mapa... todas las trampas, todas... La hallar€s: no tendr€s por quˆ arrepentirte. Redrick lo escuch‘ sin moverse. Al fin afloj‘ los dedos y dej‘ que la manopla de bronce cayera en su bolsillo. - Bueno. Te limitar€s a quedarte allŒ acostado, como si estuvieras sin conocimiento. ¿Entendido? Gime y no dejes que te toquen. Se instal‘ tras el volante y puso el jeep en marcha. Todo sali‘ bien. Nadie sali‘ de la casa rodante para detenerlos; pasaron lentamente, obedeciendo todas las indicaciones de tr€nsito y haciendo las seŸales debidas. Despuˆs Redrick aceler‘ y puso rumbo al centro por la parte sur. Eran las seis de la maŸana. Las calles estaban vacŒas; el pavimento, mojado y brillante, negro; los sem€foros parpadeaban solitarios e in‡tiles en las intersecciones. Pasaron junto a la panaderŒa, de ventanas altas y bien iluminadas; Redrick se sinti‘ envuelto en una ola de olor a pan reciˆn horneado, c€lido, increŒblemente delicioso. - Estoy muerto de hambre - dijo Redrick, mientras estiraba los m‡sculos entumecidos, - apretando las manos contra el volante. - ¿Quˆ? - pregunt‘ Burbridge, asustado. - Dije que estoy muerto de hambre. ¿Ad‘nde vamos? ¿A casa o directamente al Matasanos? - Al Matasanos, y pronto - vocifer‘ Burbridge, inclin€ndose hacia adelante y lanzando su aliento caliente contra el cuello de Redrick -. Derecho a la casa de ˆl. ³Vamos! TodavŒa me debe setecientos. ¿Vas a manejar m€s r€pido o no? Pareces una tortuga. Impotente, enojado, se