realmente deprimido. Ah, al diablo. ¿Quˆ importa? Fui. Por eso estoy ac€. ¿Para quˆ me hago mala sangre? ¿Tengo miedo, acaso? Se estremeci‘. Desde la neblina le llegaba un sonido largo y triste. Se levant‘ de un salto y Arthur hizo otro tanto. Pero todo estaba nuevamente silencioso; el ‡nico ruido era el de la grava que caŒa por la pendiente, bajo los pies. - Ha de ser el metal que se est€ asentando - murmur‘ Arthur, vacilante, como si apenas pudiera pronunciar las palabras -. Estos vagones tienen una verdadera historia; hace mucho tiempo que est€n aquŒ. Redrick mir‘ hacia adelante sin ver nada. Entonces record‘. HabŒa sido por la noche; lo despert‘ el mismo ruido, largo y triste, deteniˆndole el coraz‘n como en un sueŸo. Pero no habŒa sido un sueŸo. Era Monita que gritaba desde su cama, junto a la ventana. Tambiˆn Guta despert‘ y se aferr‘ a la mano de Redrick. El sinti‘ su hombro sudoroso bajo el suyo. Se quedaron inm‘viles, escuchando; cuando Monita dej‘ de llorar y volvi‘ a dormirse ˆl aguard‘ todavŒa un rato. Despuˆs se levant‘ y fue a la cocina, para bajar €vidamente media botella de coŸac. Fue aquella noche cuando empez‘ a beber. - Es el metal - dijo Arthur -. Ya se sabe, se asienta con el tiempo. La humedad, la erosi‘n, todo eso. Redrick observ‘ su cara p€lida y volvi‘ a sentarse. El cigarrillo se le habŒa evaporado entre los dedos; encendi‘ otro. Arthur se demor‘ un poco m€s, mirando ansiosamente a su alrededor; al cabo se sent‘ tambiˆn. - Dicen que en la Zona hay vida. Gente. No visitantes, sino gente. Al parecer la Visitaci‘n los atrap‘ aquŒ y mutaron..., se aclimataron a las nuevas condiciones. ¿Sabe algo de eso, seŸor Schuhart? - SŒ. Pero no es aquŒ. En las montaŸas del noroeste. Algunos pastores. Eso es lo que me contagi‘, pens‘ Redrick. Su locura. Por eso he venido. Eso es lo que busco. Lo invadi‘ un sentimiento extraŸo, completamente nuevo. SabŒa que en realidad no era nuevo, que lo llevaba escondido en sŒ desde hacŒa mucho tiempo, pero s‘lo ahora cobraba conciencia de ˆl; todo se ubicaba en su sitio. Y todo aquello que hasta entonces pareciera tonterŒa, delirantes divagaciones de un viejo loco, se convertŒa en su ‡nica esperanza, en el ‡nico significado de su vida. Porque al fin comprendŒa; s‘lo eso le quedaba en el mundo, s‘lo para eso vivŒa desde hacŒa meses: por la esperanza de un milagro. Por tonto que fuera seguŒa haciendo a un lado la esperanza, pisote€ndola, burl€ndose de ella, tratando de eliminarla, porque asŒ estaba habituado a vivir. Desde la infancia no habŒa confiado sino en sŒ mismo. Y desde la infancia, la seguridad en sŒ mismo se medŒa por la cantidad de dinero que podŒa arrebatar, asir o arrancar a mordiscos del caos indiferente que lo rodeaba. Siempre habŒa sido asŒ, y asŒ habrŒa continuado, si no hubiera caŒdo al pozo del que ninguna suma de dinero podŒa sacarlo, y en el cual resultaba completamente in‡til confiar en sŒ. Y ahora esa esperanza..., que ya no era una esperanza, sino la fe en un milagro..., lo llenaba hasta los bordes; se sorprendi‘ de haber podido vivir tanto tiempo en aquella sombra impenetrable y sin salida. Ri‘ y dio a Arthur una palmada en el hombro. - Bueno, merodeador, parece que saldremos de ˆsta, ¿eh? Arthur lo mir‘ sorprendido y sonri‘, vacilante. Redrick arrug‘ el papel encerado de los sandwiches, lo arroj‘ bajo el vag‘n de metal y se recost‘, apoyando el codo en la mochila. - Bueno - dijo -. Supongamos que en verdad la Bola Dorada... ¿Quˆ pedirŒas? - ¿Entonces usted lo cree? - se apresur‘ a preguntar el muchacho. - No importa lo que yo crea o no. Contˆstame. Le interesaba sinceramente lo que podrŒa pedir un muchacho tan joven, apenas salido de la escuela. Se divirti‘ viˆndolo arrugar el ceŸo, tironearse del bigote, mirarlo, apartar la vista. - Bueno, las piernas de pap€, por supuesto. Y que todo anduviera bien en casa. - Eso es mentira - dijo Redrick, con simpatŒa -. No te olvides de esto, hermanito: la Bola Dorada s‘lo puede concederte los deseos m€s Œntimos y profundos, aquellos que si no se te conceden significan el fin de tu vida. Arthur Burbridge se ruboriz‘, mirˆ a Redrick una vez m€s y enrojeci‘ m€s todavŒa. Los ojos se le llenaron de l€grimas. Redrick sonri‘. - Comprendo - dijo, casi con suavidad -. De acuerdo, no es asunto mŒo. Gu€rdate los secretos. De pronto se acord‘ del rev‘lver y se dijo que habŒa llegado el momento de atender ciertas cosas que necesitaban atenci‘n. - ¿Quˆ es eso que llevas en el bolsillo trasero? - pregunt‘, indiferente. - Un rev‘lver. - ¿Para quˆ lo quieres? - ³Para disparar! - replic‘ Arthur, desafiante. - Nada de eso - respondi‘ Redrick con firmeza, incorpor€ndose. D€melo. AquŒ en la Zona no hay nadie a quien matar. D€melo. Arthur quiso decir algo, pero guard‘ silencio; tom‘ el Colt del ejˆrcito y se lo tendi‘ a Redrick teniˆndolo por el caŸo. Redrick recibi‘ el rev‘lver, tom€ndolo por la culata caliente y firme; lo hizo girar en el aire y volvi‘ a atraparlo. - ¿Tienes un paŸuelo o algo as!? Quiero envolverlo. Tom‘ el paŸuelo de Arthur, que estaba muy limpio y olŒa a colonia, envolvi‘ con ˆl la pistola y la dej‘ sobre el durmiente. - Por ahora la dejaremos aquŒ. Si Dios quiere, volveremos a buscarla. A lo mejor tenemos que tiroteamos con la patrulla, pero tirotearse con ellos... Arthur mene‘ decididamente la cabeza. - No era para eso que la querŒa - dijo, con tristeza -. Hay s‘lo una bala. Era por si tenŒa alg‡n accidente como el de pap€. - ¿Ah, si? - Redrick lo mir‘ fijamente -. Bueno, no te preocupes por eso. Si te pasa algo asŒ yo te sacarˆ a la rastra. Te lo prometo. ³Mira, est€ aclarando! La neblina desaparece ante ellos. El terraplˆn estaba ya completamente despejado, y a la distancia los vapores se esparcŒan, descubriendo al abrirse los picos redondeados y €speros de las colinas. AquŒ y all€, entre las ondulaciones, se veŒa la superficie manchada de los pantanos, cubiertos por la espesura de los sauces dispersos; m€s all€ de las colinas, el horizonte se llenaba con las explosiones amarillas y brillantes de los picos altos; el cielo, por sobre ellos, era azul y impido. Arthur mir‘ hacia atr€s solt‘ una exclamaci‘n de asombro. Redrick tambiˆn volvi‘ la cabeza. Hacia el Este, las montaŸas parecŒan negras; sobre ellas refulgŒa iridiscente, el habitual borr‘n de color, la aurora verde de la Zona. Redrick se levant‘ y se sent‘ en el terraplˆn, tras el vag‘n de metal, para contemplar aquel manch‘n verde que se convertŒa r€pidamente en rosado. El borde anaranjado del sol asom‘ sobre el risco; las colinas tendieron sus sombras purp‡reas. Todo adquiri‘ un claro y agudo relieve, permitiˆndole ver cada detalle con tanta nitidez como si lo tuviera en la palma de la mano. Hacia el frente, a doscientos metros de distancia, estaba el helic‘ptero. Al parecer habŒa caŒdo en medio de una roncha de mosquito; su fuselaje estaba convertido en un panqueque met€lico. La cola permanecŒa intacta, aunque ligeramente doblada, y sobresalŒa en el claro como un gancho negro. Tambiˆn el estabilizador estaba entero; chirriaba claramente al girar a impulsos de la brisa. La roncha debi‘ ser muy poderosa, pues ni siquiera se habla producido incendio; la insignia de la Real Fuerza Aˆrea a‡n era bien visible en el metal abollado. Redrick hacŒa aŸos que no veŒa ninguna; habŒa llegado a olvidarlas. Volvi‘ hasta el sitio donde habŒa dejado su mochila en busca del mapa y lo extendi‘ en el montŒculo de metal caliente que contenŒa el vag‘n. Desde allŒ no se vela la cantera; estaba bloqueada por la colina, la que tenŒa un €rbol quemado en la ladera. TenŒa que rodear la colina por la derecha, a lo largo de la depresi‘n que se abrŒa entre ella y la colina siguiente, que tambiˆn estaba a la vista, completamente desnuda, cubierta su ladera por rocas pardas. Todos los puntos de referencia corresponden, pero Redrick no sinti‘ la menor satisfacci‘n. Su instinto, desarrollado en muchos aŸos de merodeos, rechazaba la mera idea, irracional y nada natural, de pasar entre dos elevaciones pr‘ximas. "Bueno", pens‘, "ya veremos cuando lleguemos allŒ". Para llegar hasta aquella depresi‘n debŒan pasar por el pantano, por la planicie abierta, cosa que desde allŒ parecŒa poco peligrosa. Pero al mirar desde m€s cerca Redrick repar‘ en una mancha de color gris oscuro entre las dos colinas secas. La busc‘ en el mapa. Estaba marcada con una X junto a la cual decŒa, en letras torpes: L€tigo. La lŒnea de puntos rojos pasaba a la derecha de la X. El nombre le resultaba familiar, pero no lograba recordar quiˆn era L€tigo, c‘mo era ni quˆ hacia. Por alguna raz‘n lo asociaba con el sal‘n del Borscht, lleno de humo, con grandes manazas rojizas que levantaban los vasos, carcajadas estruendosas y bocas abiertas, mostrando dientes amarillentos: una fant€stica horda de titanes y gigantes reunidos junto al abrevadero. Era su primera visita al Borscht, uno de los recuerdos m€s vivos de su infancia. ¿Quˆ habla llevado yo aquella vez? Un vacŒo, creo. Fui directamente desde la Zona, mojado, hambriento, enloquecido, con una bolsa al hombro; entrˆ al bar pisando fuerte y plantˆ la bolsa sobre el mostrador; echˆ una mirada a mi alrededor, escuchando los chistes que se hacŒan, mientras esperaba a que Ernest (joven entonces, siempre con corbata de lazo) contara la debida cantidad de papeles verdes. No, un momento, en esa ˆpoca no eran papeles verdes, sino aquellos billetes reales, cuadrados, con una damisela medio desnuda, de gorra y corona de laureles. Esperˆ, guardˆ el dinero, e inesperadamente, sin que yo mismo imaginara hacerlo, tomˆ un pesado jarro que estaba sobre el mostrador y lo estrellˆ contra la cara riente del que estaba m€s cerca. Tal vez ˆse era L€tigo, se dijo Redrick, con una sonrisa satisfecha. - ¿No hay problemas en pasar entre las dos colinas, seŸor Schuhart? - pregunt‘ Arthur en voz baja, junto a su oŒdo, mientras miraba tambiˆn el mapa. - Ya veremos cuando lleguemos allŒ. Redrick sigui‘ estudiando el diagrama. HabŒa otras dos X, una en cuesta de la colina del €rbol y otra sobre las rocas. Caniche y Cuatro-Ojos. La ruta marcada pasaba por debajo de ellos. Levant‘ la vista hacia Arthur. - Ya veremos - repiti‘, doblando el mapa para guard€rselo en el bolsillo -, Ponme la mochila en la espalda. Seguiremos como hasta ahora. Se inclin‘ bajo el peso de la mochila, tratando de acomodar las correas de modo m€s c‘modo. - Ve delante - indic‘ -, asŒ podrˆ tenerte a la vista en todo momento. No mires hacia atr€s y estate atento. Mis ‘rdenes son sagradas. Y no olvides que tendremos que arrastrarnos un buen trecho. ³A ver si se te ocurre tenerle miedo a la tierra! Si yo te ordeno te tiras de cara al barro sin decir ni m‡. Abot‘nate la chaqueta. ¿Est€s listo? - Listo. Arthur estaba muy nervioso; el rosado de sus mejillas se habla borrado por completo. - Primero iremos por aquŒ - dijo Redrick, seŸalando enˆrgicamente hacia la colina m€s cercana, a cien pasos de las rocas - ¿Entendiste bien? Vamos. Arthur dej‘ escapar un suspiro, subi‘ a los rieles y comenz‘ a bajar el terraplˆn. El pedregullo caŒa silenciosamente a su paso. - Tranquilo, tranquilo - dijo Redrick - No hay apuro. Ech‘ a andar tras ˆl, sin prisa, ajustando autom€ticamente los m‡sculos de sus piernas al peso de la voluminosa mochila; mientras tanto no dejaba de observar a Arthur por el rabillo del ojo. Est€ asustado, pens‘. Tal vez lo siente. Si tiene los sentidos del padre, asŒ ha de ser. Si supieras c‘mo son las cosas, Cuervo. Si supieras, Cuervo, que esta vez seguŒ tu consejo. "A ese lugar, Red, no se puede ir solo. Te guste o no te guste tendr€s que llevar a alguien. Puedo darte alguno de los mŒos, alguno que no me sea imprescindible." T‡ me convenciste. Es la primera vez en la vida que acepto algo asŒ. Bueno, tal vez salga bien, despuˆs de todo; tal vez funcione, de alg‡n modo. Despuˆs de todo, yo no soy Cuervo Burbridge; tal vez se me ocurra alguna idea. - ³Alto! - indic‘ a Arthur. El muchacho se detuvo, hundido hasta el tobillo en agua herrumbrosa. Cuando Redrick lleg‘ hasta allŒ el pantano lo habŒa tragado hasta las rodillas. - ¿Ves esa roca? - pregunt‘ Redrick -. AllŒ, bajo la colina. Ve hacia all€. Arthur reanud‘ la marcha. Redrick lo dej‘ adelantarse diez pasos antes de seguirlo. El barro chapoteaba bajo los pies. Era un pantano muerto: ni insectos, ni ranas; hasta los sauces estaban secos y podridos. Redrick mir‘ a su alrededor, pero por el momento todo parecŒa en orden. La colina se acercaba lentamente, cubriendo el sol, que a‡n estaba bajo en el cielo; al fin acab‘ por cubrir todo el cielo hacia el Este. Al llegar a la roca el pelirrojo volvi‘ a mirar hacia el terraplˆn. El sol lo iluminaba con fuerza. Sobre ˆl habŒa un convoy de diez vagones de metal. Algunos de los vagones hablan descarrilado, cayendo de costado; el terraplˆn, por sobre ellos, estaba cubierto por montones rojos y herrumbrados del metal en bruto. M€s all€, hacia el Norte, donde estaba la cantera, el aire temblaba y ondulaba sobre la huella, estallando en diminutos arco iris que desaparecŒan de inmediato. Redrick observ‘ aquella reverberaci‘n, escupi‘ en el suelo y se volvi‘. - Vamos - dijo, y Arthur volvi‘ hacia ˆl la cara tensa -. ¿Ves aquellos harapos, all€? ³No, hacia all€ no! All€, mira, a la derecha. - SŒ - dijo Arthur. - Bueno, era un tipo que se llamaba L€tigo. Hace mucho tiempo. No escuch‘ a los mayores; allŒ qued‘, para indicar el camino a los m€s vivos. Ahora mira hacia la derecha de L€tigo. ¿Ves? ¿Ves la mancha? All€, donde los sauces son m€s espesos. ¨sa es la direcci‘n que tomaremos. ³En marcha! Avanzaron en direcci‘n paralela al terraplˆn. Cada paso los metŒa en aguas m€s playas; pronto pisaron tierra seca y esponjosa. Seg‡n el mapa a‡n estaban en pantanos s‘lidos. El mapa es viejo, pens‘ Redrick; hace mucho tiempo que Burbridge no viene por aquŒ y el mapa ha envejecido. Eso no me gusta. Claro que es m€s f€cil caminar sobre tierra seca, pero yo habrŒa preferido que siguiera el pantano. Pero mira c‘mo marcha Arthur. Camina como si estuviera paseando por Central Avenue. Arthur parecŒa haber recuperado el €nimo y andaba a toda velocidad, con una mano en el bolsillo y balanceando la otra con toda soltura. Redrick revolvi‘ en su bolsillo y sac‘ un tornillo que pesarŒa unos treinta gramos. Apunt‘ y tir‘. El tornillo golpe‘ a Arthur en la nuca; ˆste solt‘ un grito ahogado, se tom‘ la cabeza, se dobl‘ en dos y cay‘ sobre el pasto seco. Redrick se acerc‘ a ˆl. - AsŒ suceden aquŒ las cosas, Artie - pontific‘ -. Esto no es una avenida ni un paseo, ¿sabes? Arthur se levant‘ lentamente; estaba muy p€lido. - ¿Todo bien? - Pregunt‘ Redrick. El muchacho trag‘ saliva y asinti‘. - Me alegro. La pr‘xima vez te la darˆ en la trompa. Si es que te encuentro vivo. ³Adelante! El muchacho habrŒa sido buen merodeador, despuˆs de todo. Tal vez le habrŒan llamado Artie "el Lindo". En otros tiempos tenŒamos un Lindo, Dixon de apellido; ahora le dicen Cobayo: el ‡nico ser humano que cay‘ en la pica carne y sali‘ vivo. El idiota sigue creyendo que fue Burbridge quien lo sac‘. ³Quˆ lo va a sacar! Nadie saca a nadie de la pica carne. Lo que Burbridge hizo fue sacarlo de la Zona, eso es cierto. Burbridge fue capaz de hacer algo asŒ, tan heroico. ³Si no...! Todo, el mundo estaba harto ya de sus trampas y los muchachos le habŒan dicho: "Si vas a volver solo, mejor no vuelvas". Fue entonces cuando empezaron a llamarle Cuervo; antes le decŒan Triunfador. En ese momento Redrick sinti‘ una corriente de aire apenas perceptible en la mejilla izquierda. En seguida, sin siquiera pensarlo, grit‘: - ³Alto! Tendi‘ la mano hacia la izquierda. La corriente era m€s fuerte. En alg‡n punto, entre ellos y el terraplˆn, habŒa una roncha de mosquitos; tal vez se extendŒa a lo largo del mismo terraplˆn; por alguna raz‘n se habŒan tumbado los vagones. Arthur habŒa quedado inm‘vil, como plantado en el suelo; ni siquiera habŒa vuelto la cabeza. - A la derecha. Vamos. SŒ, hubiera podido ser un buen merodeador. Quˆ diablos, ¿ahora le voy a tener l€stima? ³Justo lo que me hacŒa falta! ¿Acaso alguna vez alguien sinti‘ l€stima por mŒ? Creo que sŒ; Kirill me tenŒa l€stima. Dick Noonan tambiˆn me la tiene. Claro que quiz€ lo que siente es interˆs por Guta y no l€stima por mŒ, pero una cosa no quita la otra. Lo que pasa es que yo nunca puedo sentir l€stima. Mis alternativas son siempre "o esto o lo otro". Acababa de comprender, finalmente, cu€l era su alternativa al presente: o ese muchacho o su Monita. En realidad, la alternativa no existŒa, eso estaba claro. Una voz interior le decŒa: "³Si al menos los milagros fueran posibles!". La acall‘, espantado. Pasaron cerca del mont‘n de harapos grises. Nada quedaba de L€tigo. A cierta distancia, sobre el pasto seco, habŒa una vara larga, completamente herrumbrada: un dragaminas. En aquellos dŒas muchos merodeadores, usaban dragaminas, comprados muy en secreto a los proveedores de armas, y dependŒan de ellos como del mismo Dios. Pero dos de ellos murieron en el curso de pocos dŒas, a consecuencia de explosiones subterr€neas. Y eso acab‘ con el asunto. ¿Quiˆn habrŒa sido ese L€tigo? ¿HabrŒa venido con Cuervo o por su propia cuenta? ¿Por quˆ iban todos a esa cantera? ¿Por quˆ no sabŒa ˆl nada sobre ese lugar? Maldici‘n, pens‘; hace calor. Y eso que es muy temprano; no quiero imaginar lo que va a ser m€s tarde. Arthur, que iba cinco pasos m€s adelante, se sec‘ el sudor de la frente. Redrick entrecerr‘ los ojos para mirar el sol; estaba a‡n bajo. Y de pronto not‘ que el pasto seco no crujŒa bajo los pies, sino que chirriaba como corcho quemado; adem€s ya no era rŒgido y fr€gil, sino tierno y grumoso; caŒa bajo las suelas como hojuelas de hollŒn. Vio tambiˆn las claras huellas de Arthur y se arroj‘ al suelo, gritando: - ³Cuerpo a tierra! Cay‘ de cara contra el pasto, que se hizo polvo bajo su mejilla. Hizo rechinar los dientes, furioso por su mala suerte. AllŒ permaneci‘, tratando de no moverse, todavŒa con la esperanza de que pasara por encima, aunque sabŒa bien que estaban atrapados. El calor aumentaba; lo aplast‘, le envolvi‘ el cuerpo como si fuera una s€bana empapada en agua hirviendo. Con el sudor chorre€ndole hasta los ojos, record‘ tardŒamente advertir a Arthur: - ³No te muevas! ³Aguanta! Y se dedic‘ a aguantar tambiˆn, Pudo haberŒo soportado; todo habrŒa pasado tranquilamente, sin problemas, sin m€s que mucho sudor, pero Arthur no pudo resistirlo. O bien no oy‘ el grito de Redrick o el miedo le hizo perder la cabeza; o tal vez sus quemaduras eran m€s intensas que las de Redrick. El caso es que perdi‘ el dominio de sŒ y ech‘ a correr, con un grito salvaje, hacia donde su instinto le indicaba: hacia atr€s. Precisamente donde no debŒa. Redrick logr‘ levantarse y tomarlo del tobillo con ambas manos. Arthur cay‘ al suelo con todo su peso, levantando una nube de cenizas; solt‘ un chillido extraŸo, pate‘ a Redrick en la cara con el otro pie y se debati‘ corno enloquecido. Redrick, con el cerebro cargado por el dolor, se arrastr‘ hasta aplastarlo con el cuerpo, tocando con la mejilla quemada la chaqueta de cuero, tratando de apretarlo contra el suelo; mientras tanto pateaba desesperadamente, con pies y rodillas, las piernas y la retaguardia del muchacho. OŒa apenas los gemidos ahogados bajo su cuerpo, sus propios gritos €speros "³Quˆdate allŒ, idiota, quˆdate quieto o te matarˆ!". Sobre ellos caŒan toneladas enteras de carb‘n encendido; tenŒa las ropas en llamas, el cuero de sus zapatos y de su chaqueta se ampollaba y crujŒa. La cabeza aplastada contra la ceniza gris, el pecho bregando por mantenerse contra el suelo, el cr€neo de aquel maldito muchacho. No podŒa soportarlo m€s. Grit‘ con toda la fuerza de sus pulmones. No supo cu€ndo termin‘ todo. S‘lo supo que podŒa respirar otra vez, que el aire habŒa vuelto a ser aire y no vapor ardiente. Comprendi‘ que era necesario apresurarse a salir de allŒ, de aquel calor demonŒaco, antes de que se estrellara nuevamente contra ellos. Dej‘ a Arthur, que se habŒa quedado perfectamente inm‘vil. Lo tom‘ de las piernas con un brazo y us‘ el otro para avanzar a la rastra, sin quitar los ojos de la lŒnea donde el pasto volvŒa a crecer. Estaba seco, muerto, espinoso, pero era autˆntico y daba la impresi‘n de ser la mejor fuente de vida en el mundo entero. Las cenizas le crujŒan entre los dientes, el rostro quemado despedŒa calor y el sudor le caŒa directamente en los ojos, tal vez porque ya no tenŒa cejas ni pestaŸas. Arthur, estirado hacia atr€s, parecŒa engancharse la chaqueta en todos los sitios posibles. A Redrick le ardŒan las manos chamuscadas y la mochila no dejaba de golpearle el cuello ardido. El dolor, la falta de aire, le hicieron pensar que estaba demasiado quemado, que no llegarŒa. El temor le oblig‘ a redoblar el impulso de codos y rodillas. Hay que llegar, un poquito m€s; vamos, Red, vamos, puedes. AsŒ, un poquito m€s... AllŒ se qued‘ por largo rato, con las manos y la cara en el agua frŒa y herrumbrosa, regode€ndose con la frescura maloliente y podrida. HabrŒa podido quedarse toda la vida, pero se oblig‘ a levantarse sobre las rodillas para dejar la mochila y arrastrarse hasta Arthur, que permanecŒa inm‘vil a unos diez metros del pantano. Lo puso de espaldas. Bueno, habŒa sido un lindo muchacho. Ahora estaba convertido en una m€scara de color gris oscuro, hecha de sangre cocida y cenizas. Redrick contempl‘ con cansado interˆs los surcos y los senderos abiertos en la m€scara por piedras y palos. En seguida se levant‘, tom‘ al muchacho por lo sobacos y lo arrastr‘ hasta el agua. Arthur respiraba pesadamente, gimiendo de tanto en tanto. Redrick lo arroj‘ de cara en el charco m€s profundo y se dej‘ caer junto a ˆl, reviviendo el placer de aquella caricia gˆlida y mojada. El muchacho gorgote‘, se apoy‘ sobre las manos y alz‘ la cabeza. TenŒa los ojos desorbitados y no entendŒa nada, pero aspiraba €vidamente el aire, tosiendo y escupiendo. Finalmente recobr‘ el sentido y busc‘ a Redrick con la vista. - ³Fiu! - exclam‘, sacudiendo la cabeza entre salpicaduras de agua sucia -. ¿Quˆ era eso, seŸor Schuhart? - Era la muerte - murmur‘ Redrick. Tosi‘. Se palp‘ el rostro. Le dolŒa. TenŒa la nariz hinchada, pero las pestaŸas y las cejas (cosa extraŸa) estaban en su lugar. Tambiˆn seguŒa intacta la piel de las manos, aunque enrojecidas. Arthur tambiˆn estaba toc€ndose ansiosamente la cara. Una vez lavada la horrible m€scara, y tambiˆn contra lo que cabŒa esperar, result‘ estar perfectamente. TenŒa unos cuantos araŸazos y un chich‘n en la frente, adem€s del labio inferior partido, pero mirando bien no era nada. - Nunca oŒ hablar de nada parecido - observ‘ Arthur, mirando hacia atr€s. Redrick hizo lo mismo. Habla muchas huellas sobre el pasto gris y ceniciento; le sorprendi‘ notar lo corto que habla sido aquel trayecto horrible, interminable, mientras se arrastraba para salvarse, junto con su compaŸero, de la fatalidad. HabŒa s‘lo veinte o treinta metros de uno a otro borde, pero ˆl, cegado por el miedo, habŒa avanzado en loco zigzag, como una cucaracha sobre una cacerola caliente; gracias a Dios lo habŒa hecho en la direcci‘n correcta. De lo contrario habrŒa llegado a la roncha de mosquito de la izquierda; tambiˆn pudo dar la vuelta completa. No, no tanto; ˆl no era novato. Y de no haber sido por ese tonto nada habrŒa pasado; cuanto m€s tendrŒa unas cuantas ampollas en los pies. Arthur se estaba lavando y gemŒa al tocarse los puntos doloridos. Redrick se levant‘ tambiˆn; con una mueca de dolor, sinti‘ el roce de las ropas sobre la piel quemada, en tanto caminaba hasta un sitio seco para examinar la mochila. La pobre las habŒa pasado mal; las hebillas superiores estaban fundidas; las ampollas del botiquŒn de primeros auxilios habŒan estallado y habŒa una mancha h‡meda que olŒa a antisˆptico. Redrick abri‘ la bolsa y empez‘ a recoger astillas de vidrio y pl€stico. En ese momento oy‘ la voz de Arthur. - ³Gracias, seŸor Schuhart! ³Me salv‘ la vida! Redrick no respondi‘. ³Gracias! Te viniste abajo y tuve que rescatarte. - Fue culpa mŒa. OŒ que me ordenaba quedarme allŒ, pero estaba asustado de veras, cuando el calor se volvi‘ tan fuerte... perdŒ la cabeza. Tengo mucho miedo al dolor, seŸor Schuhart. - ¿Por quˆ no te levantas? - dijo Redrick sin volverse -. Eso fue s‘lo una muestra. ³Lev€ntate! ¿Quˆ haces haraganeando por allŒ? Volvi‘ a pasar los brazos por las correas, haciendo muecas dolor al sentir el peso de la mochila sobre los hombros quemados. Era como si se le hubiera arrugado la piel en los puntos afectados. Conque el chico tenŒa miedo al dolor, ¿eh? ³Al diablo con ˆl y su dolor! Mir‘ los alrededores. Todo estaba en orden; no se habŒan apartado del camino. Ahora, hacia las colinas, donde estaban los cad€veres. Esas malditas colinas, allŒ erguidas, las muy piojosas, como si fueran los cuernos del diablo, con aquella maldita depresi‘n en medio. Olfate‘ el aire. La maldita depresi‘n, ˆsa es precisamente la parte asquerosa, la escuerza. - ¿Ves esa depresi‘n entre las colinas? - pregunt‘. - La veo. - Derecho hacia all€. ³Vamos! Arthur se sec‘ la cara con el dorso de la mano y ech‘ a andar, chapaleando entre los charcos. Iba rengueando; ya no parecŒa tan erguido y bien proporcionado como antes. Caminaba encorvado, con mucha cautela. Uno m€s que he sacado, pens‘ Redrick; ¿y cu€ntos van? ¿Cinco, seis? Lo que me pregunto ahora es por quˆ. No es pariente mŒo. No soy responsable de lo que le pase. A ver, Red, ¿por quˆ lo salvaste? Estuviste a punto de sonar por culpa suya. Ahora que tengo la cabeza m€s despejada sˆ por quˆ. Hice bien en salvarlo; no puedo arregl€rmelas sin ˆl: es mŒ rehˆn por Monita. No salvˆ a un ser humano, sino un dragaminas, una llave maestra. All€, en el calor, no lo pensˆ dos veces: lo saquˆ como si fuera de mi propia sangre y ni siquiera se me ocurri‘ abandonarlo allŒ, a pesar de que me habŒa olvidado de todo: de la llave maestra y de Monita. ¿Quˆ significa eso? Significa que en el fondo, despuˆs de todo, soy un buen tipo. Eso es lo que Guta sostiene, lo que Kirill solŒa decir, lo que Richard no se cansa de repetir. ³Lindo buen tipo han ido a encontrar! Bueno, basta. Hay que pensar primero y despuˆs usar los brazos y las piernas. ¿Entendido? El seŸor Buen Tipo. Tengo que salvarlo para que lo agarre la pica carne (lo pens‘ frŒa, claramente). Podemos sobrevivir a todo, salvo a la pica carne. - ³Alto! Ante ellos estaba la depresi‘n; Arthur, parado, esperaba ‘rdenes con la vista clavada en Redrick. El suelo estaba allŒ cubierto por un limo verde, podrido, que centelleaba aceitosamente al sol. De ˆl se desprendŒa un ligero vapor, que se espesaba entre las colinas; diez metros m€s all€ no se veŒa nada. Y el hedor era terrible. - Esto apesta, pero no te acobardes. Arthur hizo un ruido gutural y retrocedi‘, mientras Redrick entraba decididamente en acci‘n; sac‘ del bolsillo un copo de algod‘n empapado en desodorante, se rellen‘ con ˆl las losas nasales y ofreci‘ un poco a Arthur. - Gracias, seŸor Schuhart. ¿No se puede ir por tierra firme? - pregunt‘ el, muchacho con voz dˆbil, Redrick lo tom‘ silenciosamente por el pelo y le hizo girar la cabeza en direcci‘n al mont‘n de harapos que se veŒa sobre la rocosa ladera de la montaŸa. - ¨se era Cuatro-Ojos - dijo -. Y en la colina de la izquierda, aunque desde aquŒ no se ve, est€ Caniche. En las mismas condiciones. ¿Entiendes? Adelante. El limo estaba caliente y pegajoso. Al principio caminaron erguidos, hundiˆndose hasta la cintura. Por suerte el fondo era rocoso y bastante parejo. Sin embargo Redrick no tard‘ en percibir un conocido tronar hacia ambos lados. En la colina izquierda no habŒa nada, salvo la intensa luz solar, pero en la ladera derecha, a la sombra, parpadeaban luces de color p‡rpura claro. - ³Ag€chate! - susurr‘, dando el ejemplo. - ³M€s, est‡pido! Arthur se agach‘, asustado; un batir de truenos quebr‘ el aire. Un rayo bailaba furiosamente una intrincada danza precisamente encima de ellos, apenas visible contra el cielo claro. Arthur se sent‘, hundiˆndose hasta los hombros en el limo. Redrick, con los oŒdos taponados por el estruendo, se volvi‘: una mancha de color rojo brillante se fundŒa r€pidamente en la sombra, entre rocas y pedregullo. Un nuevo trueno. - ³Adelante! ³Adelante! - grit‘, sin poder oŒrse a sŒ mismo. Avanzaron en fila india, agachados, asomando tan s‘lo la cabeza. Con cada trueno Redrick veŒa ponerse de punta los largos cabellos de Arthur y sentŒa, al mismo tiempo, mil agujas que le pinchaban la cara. - ³Adelante! - seguŒa repitiendo -. ³Adelante! Ya no oŒa nada. En una oportunidad vio a Arthur de perfil y not‘ que tenŒa los ojos desorbitados por el terror, la boca p€lida y fuerte, la mejilla sudorosa y manchada de verde. En seguida los rel€mpagos empezaron a estallar a tan poca altura que se vieron obligados a bajar la cabeza. El limo verde les llen‘ la boca, dificult€ndoles la respiraci‘n. Redrick, tratando de tomar aire, se arranc‘ el algod‘n de la nariz y descubri‘ que el hedor habŒa desaparecido; s‘lo se percibŒa el aroma fresco y penetrante del ozono; el vapor estaba espes€ndose. O quiz€s era ˆl, que se desvanece, pues ya no podŒa ver ninguna de las dos colinas; s‘lo vela la cabeza de Arthur, pegajosa de limo verde, y las ondulantes nubes de vapor amarillo. Pasarˆ, pasarˆ, pensaba Redrick; esto no es nada nuevo. Toda mi vida es asŒ: estoy varado en la mugre, con rel€mpagos sobre la cabeza. Nunca ha sido de otro modo. ¿De d‘nde sale toda esta basura? ³Tanta basura en un solo lugar, es como para enloquecer a cualquiera, Cuervo Burbridge lo hizo: ˆl pas‘ por aquŒ y sigui‘ andando; Cuatro-ojos qued‘ a la derecha y Caniche a la izquierda, todo para que Cuervo pudiera pasar entre ellos y dejar toda esta porquerŒa detr€s. Y te lo mereces; quien camine detr€s de Cuervo se hundir€ hasta el cuello en la porquerŒa. ¿No lo sabŒas, acaso? Hay demasiados cuervos en este mundo; por eso es que ya no queda un solo rinc‘n limpio. Noonan es un tonto: "Redrick, Red, has violado el equilibrio, destruyes el orden, eres infeliz, Red, bajo cualquier orden y cualquier sistema. No eres feliz en un sistema bueno ni en uno malo. Por culpa de la gente como t‡ no podemos tener el Reino de los Cielos sobre la Tierra". ¿Quˆ sabes t‡, gordo? ¿D‘nde has visto un sistema bueno? ¿Cu€ndo me viste a mŒ en un sistema bueno? En ese momento resbal‘ en una piedra que se dio vuelta bajo su pie y cay‘ en el limo, Al resurgir vio ante ˆl la cara aterrorizada de Arthur. Por un segundo lo recorri‘ un escalofrŒo: crey‘ que habŒa perdido el rumbo. Pero no era asŒ: de inmediato comprendi‘ que debŒan ir hacia all€, hacia donde la cima negra de la roca asomaba por el limo; lo comprendi‘ a pesar de que no habŒa otra cosa visible en la niebla amarilla. - ³Alto! - grit‘ - ³A la derecha! ³A la derecha de la roca! Ni siquiera podŒa oŒr su propia voz. Alcanz‘ a Arthur, lo aferr‘ por el hombro y le seŸal‘: mantente a la derecha de la roca y no levantes la cabeza. Mientras tanto pensaba: Ya pagar€s por esto. Arthur hundi‘ la cabeza precisamente en el momento en que un rayo reducŒa la roca a astillas. Ya pagar€s por esto, repiti‘ Redrick, mientras volvŒa a sumergirse y agitaba furiosamente brazos y piernas. Hubo otro trueno. ³Te sacarˆ hasta el alma por todo esto! Por un momento pens‘: ¿a quiˆn me refiero? No lo sˆ, pero alguien tiene que pagar por esto, y alguien pagar€. Espera, espera que ponga las manos en la bola; cuando ponga las manos en la bola... Yo no soy Cuervo; les sacarˆ lo que quiera. Cuando al fin lograron salir a tierra seca, cubierta de pedregullo caliente por el sol, estaban medios sordos, hechos pedazos y tambaleantes; caminaban apoy€ndose uno en el otro. Redrick vio la pick up descascarada, hundida hasta el eje, y record‘ que podŒan descansar a la sombra del vehŒculo. Se arrastraron hasta allŒ. Arthur se tendi‘ de espaldas y empez‘ a desabotonarse la chaqueta con dedos exhaustos; Redrick apoy‘ la mochila contra el costado del cami‘n, se limpi‘ las manos contra los guijarros y hurg‘ dentro de su chaqueta. - Yo tambiˆn - dijo Arthur -. Yo tambiˆn. Redrick se sorprendi‘ al oŒrlo hablar con voz tan potente. Tom‘ un sorbo, cerr‘ los ojos y entreg‘ la petaca a Arthur. Listo, pens‘ dˆbilmente. Pasamos. Hasta esto pasamos. Y ahora, cuentas a cobrar a la vista. ¿Creen que me olvidˆ? Nada de eso, me acuerdo de todo. ¿Creen que les voy a dar las gracias por haberme dejado vivir, por no ahogarme? V€yanse al diablo. Se acab‘, ¿entienden? Se acab‘ todo esto. Desde ahora en adelante serˆ yo quien tome las decisiones. Yo, Redrick Schuhart, en completa posesi‘n de mis facultades fŒsicas y mentales, tomarˆ las decisiones para todo el mundo. Y en cuanto a todos ustedes, cuervos, esfuerzos, Visitantes, seŸores Huesos, seŸores Quarterblads, chupasangres, platudos, Roncos, gente de saco y corbata, limpios y frescos, siempre llenos de portafolios, discursos, buenas acciones y oportunidades de empleo; a sus pilas eternas y a sus motores eternos y a sus ronchas de mosquito y a sus falsas promesas. Ya tengo bastante; hace rato que me llevan de las narices. Me he pasado la vida llevado de las narices, y siempre pensˆ que ˆsa era la vida que yo querŒa, y me llenaba la boca diciˆndolo, pedazo de tonto, mientras ustedes me alentaban y se guiŸaban el ojo, arrastr€ndome, metiˆndome entre c€rceles y rejas. ³Ya estoy harto! Solt‘ las hebillas de la mochila y quit‘ a Arthur la petaca. - Nunca pensˆ... - decŒa en ese momento Arthur, con mansa sorpresa en la voz -. Ni siquiera lo hubiera imaginado. SabŒa lo de la muerte, el fuego y todo eso, por supuesto, pero algo asŒ... ¿C‘mo vamos a volver? Redrick no lo escuchaba. Lo que ˆl dijera ya no tenŒa significado. Tampoco antes lo tenŒa, pero antes ese muchacho era al menos una persona. Ahora era una clave parlante, una llave que le abrirŒa las puertas de la Bola Dorada. Que hablara, nom€s. - Si tuviˆramos un poco de agua - dijo Arthur -. Para lavarnos la cara, por lo menos. Redrick lo mir‘, contempl‘ aquel pelo despeinado y sucio, la cara manchada de limo, que se iba secando, lleno de marcas de dedos, y en todo el cuerpo la costra de barro lŒquido. No sentŒa l€stima, ni irritaci‘n, ni nada. Una clave parlante. Se volvi‘. Ante ˆl bostezaba una temible extensi‘n, como una construcci‘n abandonada, cubierta de ladrillos partidos, salpicada de polvo blanco e iluminada fuertemente por el sol cegador, insoportablemente blanco, ardoroso, enojado y muerto. Desde allŒ se veŒa tambiˆn el otro extremo de la cantera, igualmente blanco y deslumbrante; desde esa distancia parecŒa perfectamente liso y perpendicular. El extremo m€s cercano estaba marcado por grandes grietas y cantos rodados; un sendero bajaba hasta el fondo, donde se erguŒa la cabina del excavador, como una mancha roja contra la roca blanca. Era el ‡nico punto de referencia. TenŒan que dirigirse hacia allŒ, gui€ndose s‘lo por la suerte. Arthur se levant‘ con trabajo, meti‘ el brazo bajo el cami‘n y sac‘ una lata oxidada. - Mire, seŸor Schuhart - dijo, anim€ndose -. Esto lo debe haber dejado pap€. AquŒ abajo hay m€s. Redrick no respondi‘. Eso es un error, pens‘ frŒamente; es mejor no pensar ahora en tu padre; es mejor no decir nada. Por el contrario, no importa. Se levant‘ con una mueca: las ropas se le habŒan pegado al cuerpo, a la piel ardida; sinti‘ un tir‘n, como si le arrancaran el vendaje seco de una herida. Arthur tambiˆn gruŸ‘ al levantarse y dirigi‘ a Redrick una mirada de m€rtir. Estaba a la vista que deseaba quejarse, pero no se atrevi‘. Se limit‘ a decir, con voz ahogada: - ¿Me har€ mal tomar otro trago, seŸor Schuhart? Redrick sac‘ la petaca que estaba guardando bajo la camisa. - ¿Ves aquello rojo entre las rocas? - SŒ - respondi‘ Arthur, estremeciˆndose. - Derecho hacia all€. Vamos. El muchacho estir‘ los brazos, enderez‘ los hombros con un gesto de dolor y mir‘ en su torno. - Ojal€ pudiera lavarme. Me siento pegajoso. Redrick aguard‘ en silencio. Arthur lo mir‘ desoladamente y asinti‘. Iba a iniciar la marcha, pero se detuvo s‡bitamente. - La mochila. Se olvida la mochila, seŸor Schuhart. - ³Andando! - orden‘ Redrick. No querŒa explicar nada, no querŒa mentir. Tampoco hacŒa falta. IrŒa, de cualquier modo. No tenŒa ad‘nde ir, si no. IrŒa. Y Arthur fue. Caminaba encorvado, arrastrando los pies, tratando de quitarse el barro seco de la cara; parecŒa menudo, escu€lido y desamparado, como un gatito mojado y perdido. Redrick lo sigui‘. En cuanto sali‘ de la sombra el sol cay‘ sobre ˆl, ceg€ndole. Se puso la mano sobre los ojos a modo de visera, lament€ndose de no haber llevado los anteojos ahumados. Cada paso levantaba una nube de polvo blanco; la nube, al asentarse sobre los zapatos, soltaba un hedor insoportable. O tal vez era Arthur quien hedŒa; resultaba imposible caminar tras ˆl; Redrick demor‘ un rato en comprender que ˆl mismo llevaba el olor encima. Era desagradable, pero familiar, en cierto modo: el mismo que invadŒa la ciudad cuando el viento norte traŒa el humo de la planta. Tambiˆn su padre olŒa asŒ cuando llegaba a casa, hambriento, sombrŒo, con los ojos enrojecidos y, demenciales. Entonces Redrick corrŒa a esconderse en alg‡n rinc‘n apartado y lo observaba, asustado, mientras ˆl se quitaba los grandes zapatones gastados y los tiraba en el fondo del ropero, mientras se arrancaba las ropas de trabajo para arroj€rselas a la madre; despuˆs iba a la ducha en medias, dejando huellas pegajosas. All€ se quedaba, bajo la ducha, gruŸendo y palme€ndose el cuerpo durante largo rato, entre chapaleos y murmullos incomprensibles, hasta que finalmente gritaba, estremeciendo toda la casa: "³MarŒa! ¿Te has dormido?". Redrick tenŒa que esperar hasta que el padre estuviera lavado e instalado ante la mesa, con una botella, una escudilla de sopa espesa y un frasco de ketchup. Cuando terminaba de sorber la sopa y atacaba el cerdo con habichuelas, reciˆn entonces podŒa dejarse ver, trepar a sus rodillas y preguntarle a cu€ntos ingenieros y a cu€ntos sindicalistas habŒa ahogado en vitriolo durante la jornada. Todo, a su alrededor, parecŒa estar al rojo blanco: se sentŒa mareado de tanto calor seco, de cansancio, del insoportable dolor en las articulaciones, donde la piel estaba ampollada. Era como si, a travˆs de la niebla caliente que le envolvŒa la conciencia, la piel le estuviera pidiendo a gritos paz, agua, frescura. Los recuerdos, gastados hasta el punto de resultar irreconocibles, se le amontonaban en el cerebro hinchado, golpe€ndose entre sŒ, mezclados, tropezando, confundiˆndose con aquel mundo al rojo blanco que llameaba ante sus ojos entrecerrados. Y todos eran amargos, y todos evocaban odio o piedad por si mismo. Trat‘ de combatir el caos, de convocar alg‡n espejismo dulce dentro del pasado, un sentimiento de ternura o de alegrŒa. Se exprimi‘ la memoria hasta sacar de ella la cara fresca y riente de Guta cuando era a‡n una muchacha deseada e intacta; pero su rostro, en cuanto apareci‘, qued‘ inmediatamente velado por la herrumbre; despuˆs se deform‘, se