AllA estA Red! ¡Ven con nosotros! ¡Biennnn! - rugiS Gutalin -. En esta ciudad hay sSlo dos hombres de verdad: ¡Red y yo! Los demAs son todos cerdos o hijos de SatanAs. TZ tambiIn sirves al demonio, Red, pero todavMa eres humano. Me acerquI con mi copa. Gutalin me quitS la chaqueta y me hizo sentar a la mesa. - ¡SiIntate, Red! SiIntate, sirviente de SatanAs. Me gustas. Lloremos por los pecados de la humanidad. Lloremos, larga y amargamente. - Lloremos - dije -. Bebamos las lAgrimas del pecado. - Porque el dMa estA cerca - anunciS Gutalin -. Porque el corcel blanco estA ensillado y su jinete ha puesto el pie en el estribo. Y las plegarias de los que se hayan vendido a SatanAs serAn en vano. SSlo los que han resistido a Il se salvarAn. Ustedes, hijos del hombre, que fueron seducidos por el diablo, que juegan con los juguetes del diablo, que desentierran los tesoros de SatanAs, a ustedes les digo: ¡EstAn ciegos! ¡Despierten, idiotas, despierten antes de que sea demasiado tarde! ¡Pisoteen esas baratijas del diablo! Se interrumpiS como si hubiera olvidado lo que seguMa. De pronto preguntS, en tono distinto. - ¿Puedo tomar un trago aquM? Sabes, Red, me emborrachI de nuevo. Me acusaron de agitador. Les digo: "Despierten, ciegos, estAn cayendo al abismo y arrastran a otros tambiIn". Pero ellos se rMen, nada mAs. Por eso le aplastI la nariz al dueYAo del negocio. Ahora me van a arrestar. ¿Y por quI? Dick se acercS y puso la botella sobre la mesa. - Hoy corre por mi cuenta - dije a Ernest. Dick me echS una mirada de soslayo. - EstA dentro de la ley - dije -. Nos estamos tomando el cheque de la bonificaciSn. - ¿Fuiste a la Zona? - preguntS Dick -. ¿Trajiste algo? - Un vacMo lleno. Para el altar de la ciencia. ¿Vas a servir o no? - ¡Un vacMo! - repitiS Gutalin, lleno de pena -. ¡Arriesgaste la vida por vaya a saber quI vacMo! Has sobrevivido, pero trajiste otro artefacto del demonio al mundo. ¿CSmo sabes, Red, cuAnto de pena y de pecado...? - Calla, Gutalin - dije severamente -. Bebe y festeja que yo haya vuelto con vida. Por el Ixito, amigos mMos. Dio buen resultado aquel brindis por el Ixito. Gutalin se vino abajo por completo. Sollozaba, las lAgrimas le brotaban como agua de una canilla. Lo conozco bien; es nada mAs que una etapa. Solloza y predica que la Zona es una tentaciSn del diablo. Que no deberMamos sacar nada de allM y que deberMamos poner de nuevo en ella todo lo que hemos sacado. Y seguir viviendo como si la Zona no existiera. Dejar al diablo las cosas del diablo. Me gusta; me refiero a Gutalin. Siempre me gustan los tipos raros. Cuando tiene dinero compra el botMn sin regateo, por el precio que los merodeadores le pidan, y de noche lo lleva a la Zona y lo entierra. Estaba esperando, pero pronto pararMa. - ¿QuI es un vacMo lleno? - preguntS Dick -. SI quI son los vacMos, a secas, pero es la primera vez que oigo hablar de uno lleno. Se lo expliquI. il asintiS y se lamiS los labios. - SM, es muy interesante. Una cosa nueva. ¿Con quiIn fuiste, con el ruso? - SM, con Kirill y Tender. Lo conoces, ¿no? Es nuestro asistente de laboratorio. - Te habrAn vuelto loco. - Nada de eso, se portaron muy bien. Especialmente Kirill. Es un merodeador nato. Necesita un poco mAs de experiencia que le lime el apuro. Con Il irMa a la Zona todos los dMas. - ¿Y todas las noches? - preguntS, con una mueca de borracho. - TermMnala, ¿quieres? Un chiste es un chiste. - Un chiste es un chiste, ya lo sI, pero me puede meter en un montSn de problemas. Te debo uno. - ¿QuiIn tiene uno? - preguntS Gutalin, excitado -. ¿CuAl es? Lo sujetamos por los brazos y volvimos a sentarlo en su silla. Dick le puso un cigarrillo en la boca y se lo encendiS. Al fin lo calmamos. Mientras tanto iba entrando mAs y mAs gente. El bar estaba lleno; muchas de las mesas se habMan ocupado. Ernest llamS a las muchachas, que empezaron a servir bebidas a los clientes: cerveza, cScteles, vodka. NotI que habMa muchas caras nuevas en la ciudad, Zltimamente; en su mayorMa, jSvenes novatos con bufandas largas y brillantes que les colgaban hasta el suelo. Se lo mencionI a Dick y Il asintiS. - ¿QuI quieres? - EstAn empezando un montSn de construcciones. El Instituto va a levantar tres edificios nuevos. AdemAs piensan cerrar tras un muro toda la Zona, desde el cementerio hasta el rancho viejo. Ya se acabaron los buenos tiempos para los merodeadores. - ¿CuAndo fueron buenos los tiempos para los merodeadores? - observI yo. Y pensI: "Caramba, ¿quI novedades son Istas? Parece que ya no voy a poder hacer un poco de plata extra por ese lado. Tal vez sea para mejor. Menos tentaciones. IrI a la Zona de dMa, como un ciudadano decente. No se gana lo mismo, por supuesto, pero es mucho mAs seguro. La cabina, el traje especial y todo eso, y nada de preocuparse por la patrulla. Puedo vivir del sueldo y emborracharme con las bonificaciones". Pero entonces me sentM verdaderamente deprimido. Otra vez a juntar centavitos: Esto lo puedo comprar, esto no. TendrMa que ahorrar para comprar a Guta los trapos mAs baratos, dejar los bares, limitarme a los cines modestos. El panorama no era nada prometedor. Los dMas eran grises, y tambiIn las tardes, y tambiIn las noches. Y mientras yo pensaba asM Dick me chillaba en la oreja: - Anoche, en el hotel, fui al bar para tomar algo antes de acostarme. HabMa unos tipos nuevos. No me gustS nada el aspecto que tenMan. Uno se acercS a mM e iniciS una conversaciSn con muchas vueltas, sugiriendo que me conocMa, que sabe lo que hago, dSnde trabajo, e insinuando que Il me pagarMa muy bien por varios servicios. - Un pasador de datos - dije. Eso no me interesaba mucho. Estaba harto de pasadores de datos y de charlas sobre trabajitos. - No, compaYAero, no era eso. Escucha. Le seguM la corriente por un rato, con mucho cuidado, por supuesto. Tiene interIs en ciertos objetos que hay en la Zona. De los importantes; las pilas, las picapicas, las gotitas negras y esas tonterMas no le atraen en absoluto. Se limitS a sugerir indirectamente lo que quiere. - ¿QuI es? - Jalea de brujas, por lo que entendM - respondiS Dick, mirAndome con expresiSn extraYAa. - Oh, asM que quiere jalea de brujas, ¿eh? Y ya que estamos, ¿no le gustarMan algunas lAmparas de la muerte? - Eso mismo le preguntI yo. - ¿Y? - ¿Me creerAs si te digo que tambiIn quiere? - ¿Ah, sM? - dije -. Bueno, que vaya a buscarlas, Es una pavada. Los sStanos estAn llenos de jalea de brujas. Que agarre un balde y vaya a recoger toda la que quiera. Es cosa suya. Dick no respondiS; me mirS sin sonreMr siquiera. ¿QuI diablos estaba pensando? ¿No tendrMa intenciones de contratarme a mM? Y en ese momento se me ocurriS. - Un momento - dije -. ¿QuiIn era ese tipo? Ni siquiera en el Instituto dejan estudiar la jalea. - EstA bien - replicS Dick, hablando con lentitud y sin dejar de observarme -. Es en la investigaciSn donde estA el verdadero peligro para la humanidad. ¿Ahora comprendes quiIn era Ise? No, no entendMa nada. - ¿Te refieres a los Visitantes? il riS, me palmeS la mano y dijo: - ¿Por quI no tomas un trago? ¡Pobre alma simple! - Por mi parte, de acuerdo. Pero me sentMa enojado. AsM que los hijos de puta me tienen por idiota, ¿eh? - Eh, Gutalin - dije -. ¡Gutalin! ¡Despierta! ¡Bebamos! Gutalin estaba profundamente dormido. Su negra mejilla yacMa sobre la negra mesa; las manos le colgaban hasta el suelo. Dick y yo tomamos una copa sin su compaYAMa. - Ahora bien - exclamI despuIs -. No sI si soy un alma simple o un alma complicada, pero te dirI lo que puedes hacer con ese tipo. Ya sabes cSmo quiero a la policMa, pero lo denunciarMa. - Seguro. Y entonces la policMa te preguntarMa por quI ese tipo fue a hablar contigo y no con cualquier otro. ¿Y? - No importa - repuse, sacudiendo la cabeza -. TZ, pedazo de idiota gordinflSn, hace sSlo tres aYAos que estAs en esta ciudad y nunca fuiste a la Zona. No has visto la jalea de brujas mAs que en el cine. TendrMas que verla en la vida real, y ver lo que hace con los seres humanos. Es algo espantoso; no hay que sacarla de la Zona. Sabes muy bien que los merodeadores son tipos de agallas, que no piden mAs que plata y mAs plata, pero ni siquiera el finado Zalamero se habrMa metido en un asunto de esos. Cuervo Burbridge tampoco aceptarMa. No quiero ni pensar quI clase de tipo puede querer esa jalea de brujas y para quI. - Bueno, tienes razSn - dijo Dick -. Pero te dirI: no me gustarMa que cualquier dMa me encontraran en la cama, habiendo cometido suicidio. No soy merodeador, pero si una persona prActica, y me gusta vivir. Hace mucho que lo hago y ya me acostumbrI. - ¡SeYAor Noonan! - gritS Ernest desde el mostrador -. ¡TelIfono! - ¡QuI diablos! - exclamS Dick, enojado -. Debe ser otra vez Contralor de EnvMos. Se encuentran en cualquier parte. Permiso, Red. Se levantS para atender el telIfono, mientras yo me quedaba con Gutalin y la botella; puesto que Gutalin no ayudaba en nada, ataquI la botella por mi cuenta. Maldita Zona; es imposible escapar de ella. Vaya uno donde vaya, hable con quien hable, siempre la Zona, la Zona. Para Kirill es fAcil hablar de la paz eterna y de la armonMa que vendrA de la Zona. Kirill es un buen tipo, nada tonto (por el contrario, es inteligente de veras), pero no sabe un bledo de la vida. Ni siquiera imagina quI clase de malhechores y criminales merodean por la Zona. Y ahora alguien quiere meter la mano en esa jalea de brujas. Gutalin serA un borrachMn y un chiflado por la religiSn, pero a lo mejor no estA tan desacertado. Tal vez deberMamos dejar al diablo las cosas del diablo y no tocar. Uno de aquellos novatos de bufanda brillante ocupS la silla de Dick. - ¿El seYAor Schuhart? - SM. ¿QuI hay? - Me llamo Creonte. Soy de Malta. - ¿CSmo andan las cosas por Malta? - Las cosas andan muy bien por Malta, pero no es de eso que querMa hablarle. Ernest me dijo que lo viera a usted. "AjA", pensI. "Ese Ernest es un hijo de puta. No hay una gota de piedad en Il. AquM estA este muchacho: bronceado, limpio, lindo. TodavMa no sabe lo que es afeitarse o besar a una mujer. Pero a Ernest no le importa nada. Lo Znico que quiere es mandar mAs gente a la Zona. SSlo uno de cada tres sale con botMn, pero eso para Il es dinero." - ¿CSmo anda el viejo Ernest? - preguntI. il mirS hacia el mostrador. - Tiene buen aspecto. Me gustarMa estar en lugar de Il. - A mM no. ¿Quiere una copa? - Gracias, no bebo. - ¿Un cigarrillo? - Perdone, pero tampoco fumo. - Maldito seas. ¿Para quI diablos quieres la plata, entonces? il se ruborizS y dejS de sonreMr. - Tal vez eso sea cosa mMa solamente - dijo en voz baja -. ¿No le parece, seYAor Schuhart? - Tienes toda la razSn del mundo. Me servM otros cuatro dedos, Ya me estaba zumbando la cabeza y sentMa una agradable pesadez en los miembros. La Zona me habMa liberado por completo. - En este momento estoy completamente borracho - aclarI -. Estoy celebrando, como puedes ver. EntrI en la Zona, salM vivo y ademAs con dinero. Eso no ocurre con frecuencia; que la gente salga viva, y con dinero menos todavMa. AsM que preferirMa dejar cualquier asunto serio para mAs tarde. il se levantS de un salto, pidiendo disculpas. Entonces vi que Dick habMa regresado. Estaba de pie junto a la silla. Por la cara que traMa me di cuenta de que pasaba algo feo. - A que tus tanques pierden otra vez el vacMo. - SM - dijo -. Otra vez. Se sentS, se sirviS un trago y volviS a llenar mi vaso. ComprendM que el problema no tenla ninguna relaciSn con mercaderMas en mal estado. En realidad le importaba un cuerno lo de los envMos: ¡un empleado modelo! - Bebamos, Red - dijo, y sin esperarme bajS su vaso de un trago y se sirviS otro -. ¿Sabes que muriS Kirill Panov? Estaba tan aturdido que no entendM bien. Alguien habMa muerto, y quI. - Bueno, bebamos por el difunto. Me mirS abriendo mucho los ojos. SSlo entonces sentM como si se me hubiera roto un resorte dentro del cuerpo. Recuerdo que me levantI y me apoyI contra la mesa para mirarlo. - ¿Kirill? TenMa la telaraYAa ante los ojos, la oMa crujir al romperse. Y a travIs del misterioso ruido de ese crujir oM la voz de Dick, como si viniera de otra habitaciSn. - Ataque al corazSn. Lo encontraron en la ducha, desnudo. Nadie entiende quI le pasS. Preguntaron por ti. Les dije que estabas perfectamente. - ¿QuI quieren entender? Es la Zona. - SiIntate. SiIntate y toma algo. - La Zona - repetM, sin poder dejar de pronunciar esa palabra -. La Zona, la Zona... No veMa nada a mi alrededor, salvo la telaraYAa. Todo el bar estaba preso en la telaraYAa, y cuando la gente se movMa la telaraYAa crujMa suavemente. El muchacho maltIs estaba de pie en el medio, con cara de sorprendido. No comprendMa una palabra. - Muchachito - le dije con suavidad -, ¿cuAnto necesitas? ¿Te alcanzarMa con mil? Toma, aquM tienes. ¡Toma! Le arrojI el dinero a puYAados y empecI a gritar: - ¡Ve a decirle a Ernest que es un hijo de puta, una porquerMa! ¡No tengas miedo, dMselo! Porque ademAs es cobarde. DMselo, y despuIs te vas directamente a la estaciSn y sacas pasaje para Malta. ¡No te detengas en ninguna parte! - No sI que otra cosa gritI. Pero sM recuerdo que terminI ante el mostrador, donde Ernest me dio un vaso de soda. - Parece que hoy tienes dinero - dijo. - SM, tengo un poco. - ¿Por quI no me haces un prIstamo? MaYAana tengo que pagar los impuestos. En ese momento me di cuenta de que tenMa un manojo de billetes en la mano. - AsM que no acepto - dije, mirando el montSn -. Creonte de Malta es un joven orgulloso, por lo que veo. Bueno, yo no tengo nada que ver con eso. Todo estA en manos del destino. - ¿QuI te pasa? - dijo mi amigo Ernie -. ¿Tomaste demasiado? - No, estoy muy bien - dije -. En perfectas condiciones. Listo para las duchas. - ¿Por quI no te vas a tu casa? Bebiste demasiado. - MuriS Kirill - le dije. - ¿QuI Kirill? ¿El manco? MAs manco serAs tZ, hijo de puta. Ni con mil como tZ se podrMa hacer un solo hombre como Kirill. Rata, malnacido, degenerado hijo de puta. Compras y vendes muerte, eso es. Nos tienes a todos comprados con tu plata. ¿Te gustarMa que te hiciera pedazos el local? Justo cuando retrocedo para asestarle uno de los buenos alguien me sujetS y me llevS a otro lado. Yo no entendMa nada ni querMa entender. GritI, luchI, lancI puntapiIs. Cuando recobrI el sentido estaba en el baYAo, todo mojado, con la cara a la miseria. Ni siquiera me reconocM al mirarme en el espejo. Se me contraMa la mejilla, cosa que nunca me habMa pasado. Desde fuera me llegS ruido de pelea, platos rotos, gritos de mujeres y los rugidos de Gutalin, mAs potentes que los de un oso pardo: - ¡ArrepiIntanse, inZtiles! ¿DSnde estA Red? ¿QuI le han hecho, simientes del diablo? Y el ulular de las sirenas de policMa. En cuanto las oM, mi cerebro se aclarS como un cristal. RecordI todo, supe todo, comprendM todo. En el alma no me quedaba mAs que un odio helado. "¡Muy bien!, pensI, ¡te darI una fiesta. Ya te mostrarI cSmo es un merodeador, grandMsimo chupasangre!". SaquI un picapica del bolsillo chico. Era nuevito, sin usar. Lo apretI un par de veces para ponerlo en funcionamiento, abrM la puerta que daba al bar y lo dejI caer silenciosamente en la escupidera. DespuIs abrM la ventana y salM a la calle. Me habrMa gustado quedarme por allM para ver quI pasaba, pero tenMa que irme cuanto antes. Los picapicas me provocan hemorragias nasales. Mientras corrMa por el patio trasero oM que mi picapica funcionaba a toda marcha. Primero todos los perros del vecindario comenzaron a aullar y a ladrar; los perros sienten los picapicas antes que los humanos. En seguida alguno de los que estaban en el bar chillS con tantas ganas que se me taparon los oMdos, aun a esa distancia. No me costS imaginar a esa multitud que se enloquecMa allM dentro: algunos caerMan en una profunda depresiSn, otras saldrMan volando y algunos se dejarMan ganar por el pAnico. El picapica es algo terrible. PasarA mucho tiempo antes de que Ernest vuelva a llenar el local. No le costarA mucho adivinar que fue obra mMa, por supuesto, pero me importa un rAbano. Se acabS. Red, el merodeador, ya no existe. Estoy harto. Basta de arriesgar mi vida y enseYAar a otros tontos a arriesgar la de ellos. Kirill, compaYAero, viejo amigo, estabas equivocado. Lo siento, pero estabas equivocado. Es Gutalin quien tiene razSn. ise no es sitio para seres humanos. La Zona estA maldita. SaltI por el cerco y tomI rumbo a casa. Me mordMa los labios; tenMa ganas de llorar, pero no podMa. No veMa mAs que vacuidad, tristeza. Kirill, compaYAerito, mi Znico amigo, ¿cSmo pudo ocurrir esto? ¿CSmo me las arreglarI sin ti? TZ me pintabas imAgenes maravillosas de un mundo nuevo y distinto. ¿Y ahora? Alguien, en la lejana Rusia, llorarA por ti, pero yo no puedo. Y todo fue culpa mMa. MMa, mMa solamente, porque soy un inZtil. ¿CSmo se me ocurriS meterte en ese garaje sin dejar que acostumbraras los ojos a la oscuridad? HabMa vivido toda mi existencia como un lobo, sin preocuparme mAs que por mM mismo. Y de pronto habMa decidido convertirme en un benefactor, hacerle un pequeYAo regalo. ¿Para quI demonios le mencionI ese vacMo? Cada vez que lo pensaba sentMa un dolor en la garganta, ganas de aullar. Tal vez lo hice, porque la gente me evitaba por la calle. Y de pronto las cosas mejoraron: Guta venMa hacia mM. VenMa hacia mM, mM preciosa, mi querida, caminando con esos piececitos hermosos, con la falda balanceAndose sobre las rodillas. En cada puerta habMa un par de ojos que la seguMan, pero ella caminaba en lMnea recta, sin mirar a nadie. Me di cuenta entonces de que me estaba buscando. - Hola - dije -. Guta, ¿adSnde vas? ApreciS con una sola mirada mi cara aporreada, mi chaqueta empapada, mis manos lastimadas, pero no dijo una palabra. - Hola, Red. Iba a verte. - Ya lo sI. Vamos a mi casa. Se volviS sin decir nada. Tiene una cabeza preciosa y un cuello largo, como una yegua joven, orgullosa, pero sumisa ante el amo. - No sI, Red. Tal vez no quieras verme mAs. Se me estrujS el corazSn. ¿Y eso? Pero hablI tranquilamente: - No entiendo adSnde quieres llegar, Guta. Perdona, hoy estoy un poco borracho y no razono bien. ¿Por quI crees que no voy a querer verte mAs? La tomI de la mano y los dos echamos a andar lentamente hacia mi casa. Todos los que la habMan estado mirando se apresuraron a esconderse. Vivo en esa calle desde que nacM y todos conocen muy bien a Red. Y el que no me conoce no tardarA en hacerlo; es algo que se siente. - MamA quiere que me haga un aborto - dijo, de pronto -. Y yo no quiero. Di varios pasos mAs antes de comprender lo que estaba diciendo. - No quiero abortar. Quiero tener un hijo tuyo. Puedes hacer lo que quieras, irte al Zltimo rincSn del mundo. No te voy a retener. La escuchI, vi que se iba alterando mAs y mAs, mientras yo me sentMa cada vez mAs aturdido. Eso no tenMa pies ni cabeza. En el cerebro me zumbaba un pensamiento absurdo: un hombre menos, un hombre mAs. - Ella me dice que si tengo un hijo de un merodeador serA un monstruo, que eres un vagabundo, que la criatura y yo no tendremos familia. Que hoy estAs libre y maYAana en la cArcel. Pero todo eso no me importa, estoy dispuesta a cualquier cosa. Puedo arreglarme sola y criarlo hasta que sea hombre: sola. Lo tendrI sola, lo criarI sola y lo educarI sola. Me las puedo arreglar sin ti, tambiIn, pero no vuelvas a buscarme. No te dejarI pasar de la puerta. - Guta, querida mMa - dije -, espera un minuto... No pude seguir hablando. Una risa nerviosa, idiota, me crecMa dentro, surgMa ya. - Pichoncita mMa, entonces ¿para quI me buscas? Estaba riendo como un campesino estZpido mientras ella lloraba contra mi pecho, - ¿QuI serA de nosotros, Red? - preguntS entre sus lAgrimas -. ¿QuI serA de nosotros? 2. Redrick Schuhart, veintiocho aYAos, casado, sin ocupaciSn permanente. Redrick Schuhart, echado tras una lApida, observaba al patrullero por entre las ramas del fresno, los reflectores del coche se paseaban por el cementerio; de vez en cuando le daban en los ojos, haciIndole parpadear y contener el aliento. HabMan pasado dos horas, pero nada cambiaba en la ruta. El patrullero seguMa estacionado en el mismo lugar, con el motor en marcha, revisando con sus tres reflectores las tumbas en decadencia, las cruces torcidas y herrumbradas, los fresnos demasiado crecidos y sin podar, y la parte alta del muro de tres metros de ancho, que terminaba allM, a la izquierda. La patrulla de la costa tenMa miedo a la Zona. Ni siquiera bajaban del coche. Cerca del cementerio el miedo era tan grande que no se atrevMan a disparar. Redrick los oMa hablar en voz baja de tanto en tanto; a veces, alguna colilla volaba desde los vidrios del coche para rodar por la ruta, resbalando, esparciendo dIbiles chispas rojas. Todo estaba muy hZmedo; habMa llovido poco antes, y aquel frMo malsano se le filtraba por el mameluco impermeable. Redrick soltS la rama con cuidado, volviS la cabeza y prestS atenciSn. Hacia la izquierda (en algZn sitio no demasiado alejado, pero tampoco demasiado cerca) habMa otra persona. OyS crujir las hojas una vez mAs, y la tierra que cedMa; al fin se oyS el golpe seco de algo duro y pesado al caer. Redrick empezS a arrastrarse hacia atrAs, con mucha prudencia y sin volver la cabeza, aferrado al pasto hZmedo. El rayo luminoso le pasS por sobre la cabeza. il permaneciS un instante quieto como una estatua, siguiIndolo en su silencioso paseo. Entre las cruces le pareciS ver a un hombre de negro, sentado sin moverse en una de las tumbas. Estaba apoyado sin disimular contra un obelisco de mArmol y volvMa hacia Redrick la cara blanca, las cuencas negras y hundidas. No lo habMa visto con claridad, pues apenas fue un segundo, pero tenMa todos los detalles archivados en la imaginaciSn. Se arrastrS unos pasos mAs y buscS la petaca que tenMa en la chaqueta. La sacS; apoyS el metal caliente contra la mejilla durante un rato. DespuIs, aZn aferrado a la petaca, siguiS reptando. DejS de escuchar y mirS a su alrededor. En la pared habMa una abertura. AllM estaba Burbridge, con un agujero de bala en el impermeable a rayas de color gris plomo. TodavMa seguMa de espaldas, tironeando del cuello de su tricota con las dos manos y gimiendo de dolor. Redrick se sentS junto a Il y desenroscS la tapa de la petaca. LevantS con cuidado la cabeza a su compaYAero, sintiendo en la palma la calva caliente, sudorosa, pegajosa, y le llevS el pico a los labios. Estaba oscuro, pero los dIbiles rayos de los reflectores le permitieron ver los ojos dilatados y vidriosos de Burbridge, la oscura barba de pocos dMas que le cubrMa las mejillas. Burbridge bebiS Avidamente varios tragos; en seguida tendiS una mano nerviosa para palpar el saco donde tenMa el botMn. - Volviste... Red... Buen compaYAero. No eres capaz de abandonar a un viejo para que muera. Redrick echS la cabeza atrAs y tomS un trago largo. - TodavMa estA allM, como si estuviera clavado a la ruta. - No es casualidad. Alguien pasS el dato. Nos estaba esperando. Hablaba con grandes esfuerzos, en un solo aliento. - Puede ser - respondiS Redrick -. ¿Quieres otro trago? - No. Por ahora basta. No me abandones. Si no me abandonas no morirI. No tendrAs que arrepentirte. ¿Verdad que no me abandonarAs, Red? Redrick no respondiS. Estaba mirando hacia la carretera, hacia los destellos de luz. Desde allM veMa el obelisco de mArmol, pero no si Il estaba sentado allM o no. - Oye, Red, no estoy diciendo tonterMas. No te arrepentirAs. ¿Sabes por quI vive todavMa el viejo Burbridge? ¿Lo sabes? Bob el Gorila reventS. FaraSn el Banquero estirS la pata, y quI merodeador era, pero muriS. Zalamero tambiIn. Y Norman el Cuatro-Ojos, y Culligan, y Pedro el RoYAa. Todos. Soy el Znico que sigue vivo. ¿Y por quI? ¿Lo sabes? - Siempre fuiste una rata - dijo Red, sin quitar los ojos de la carretera -. Un hijo de puta. - Una rata, es cierto. Si no lo eres, no pasas adelante. Pero todos lo eran. FaraSn, Zalamero... Sin embargo soy el Znico que queda. ¿Sabes por quI? - SM, lo sI - dijo Red, para acabar con la charla. - Mientes. No lo sabes. ¿Has oMdo hablar de la Bola Dorada? - SM. - ¿Crees que se trata de un cuento de hadas? - SerA mejor que calles. Ahorra fuerzas. - Estoy bien. TZ me sacarAs de aquM. Hemos ido a la Zona tantas veces... ¿SerMas capaz de abandonarme? Te conocM cuando... Eras tan chiquito... Tu padre... Redrick no respondiS. Hubiera dado cualquier cosa por fumar un cigarrillo. SacS uno, rompiS el tabaco entre las manos y lo olfateS. No sirviS de nada. - Tienes que sacarme de aquM. Me quemI por causa tuya. Fuiste tZ el que no quiso traer al maltIs. El maltIs ardMa por ir con ellos. Los habMa tentado toda la tarde, ofreciIndoles un buen porcentaje, jurando que conseguirMa un traje especial. Burbridge, que estaba sentado junto a Il, seguMa guiYAando el ojo a Red bajo su mano curtida: "LlevImoslo, no nos irA mal". Tal vez fue por eso que Red se negS. - Te pasS eso por ambicioso - dijo frMamente Red -, Yo no tengo nada que ver. SerA mejor que te quedes quieto. Por un rato Burbridge se limitS a gemir. VolviS a meterse los dedos por el cuello de la tricota, echando la cabeza hacia atrAs. - Puedes quedarte con todo el botMn - jadeS -. Pero no me abandones. Redrick mirS su reloj. No faltaba mucho para el alba, y el patrullero no se iba. Los reflectores seguMan buscando entre los arbustos, y ellos habMan dejado el jeep camuflado muy cerca de donde estaba el patrullero; lo encontrarMan en cualquier momento. - La Bola Dorada - dijo Burbridge -. La hallI. Se contaban tantas leyendas sobre ella. Yo mismo inventI unas cuantas. Que te concedMa cualquier deseo... ¡Ja, cualquier deseo! Si eso fuera cierto yo no estarMa aquM. EstarMa dAndome la gran vida en Europa, nadando en plata. Redrick bajS la vista hacia Il. Ante aquella luz azulada y parpadeante, la cara de Burbridge, vuelta hacia arriba, parecMa la de un muerto, pero sus ojos vidriosos estaban fijos en Redrick. - Juventud eterna, quI diablos la iba a conseguir. Plata, eso menos, quI diablos. Pero conseguM salud. Y buenos hijos. Y estoy vivo. Ni siquiera imaginas en quI lugares he estado, pero todavMa estoy vivo. Se lamiS los labios y prosiguiS: - SSlo pido una cosa: seguir vivo. Y tener salud. Y los hijos. - ¿Quieres callarte? - dijo Redrick, al fin -. Pareces una mujer. Si puedo te sacarI de aquM. Lo siento por tu Dina. TendrA que hacer la calle. - Dina - susurrS Asperamente el viejo -. Mi pequeYAa. Mi preciosa. EstAn malcriados, Red. Nunca les neguI nada. Se verAn perdidos. Arthur, mi Artie. TZ lo conoces, Red. ¿Alguna vez viste un muchacho como Il? - Ya te lo dije: si puedo te salvarI. - No - replicS Burbridge, tercamente -. Me sacarAs de aquM sea como sea. La Bola Dorada. ¿Quieres que te diga dSnde estA? - Dale. Burbridge gimiS y moviS el cuerpo. - Mis piernas... FMjate cSmo estAn. Redrick alargS una mano y la deslizS por la pierna, por debajo de la rodilla. - Los huesos... - gimiS el herido -. ¿TodavMa hay huesos allM? - Hay huesos. Deja de meter bulla. - EstAs mintiendo. ¿Para quI mentir? ¿Crees que no lo sI, que nunca he visto nada de esto? En realidad no tocaba mAs que la rStula. Por debajo, hasta el tobillo, la pierna era como un palo de goma. Se podMan haber hecho nudos con ella. - Las rodillas estAn enteras - dijo Red. - Seguro que mientes - dijo tristemente Burbridge. - Bueno, estA bien. TZ sAcame de aquM, nada mAs. Te darI todo. La Bola Dorada. Te dibujarI un mapa. Con todas las trampas. Te contarI todo. PrometiS muchas otras cosas, pero Redrick no le prestaba atenciSn. Estaba mirando hacia la carretera. Los reflectores habMan dejado de recorrer las matas. Estaban paralizados. Todos convergMan sobre aquel obelisco. En la neblina azul brillante, Redrick vio que la silueta negra y encorvada se paseaba por entre las cruces; parecMa moverse a ciegas, directamente hacia los focos. Redrick lo vio chocar contra una cruz enorme, tambalearse, volver a caer contra la cruz y finalmente caminar alrededor de ella para continuar la marcha, con los brazos extendidos hacia adelante y los dedos estirados, abiertos. De pronto desapareciS como si lo hubiera tragado la tierra; pocos instantes despuIs reapareciS hacia la derecha, algo mAs lejos; caminaba con una terquedad inhumana y estrafalaria, como un juguete al que le hubieran dado cuerda. De pronto las luces se apagaron. ChirriS la transmisiSn, rugiS el motor; entre las matas aparecieron las luces de seYAales, azules y rojas. El patrullero saliS disparado, acelerando salvajemente rumbo a la ciudad, y desapareciS tras el muro. Redrick tragS saliva y bajS la cremallera de su mameluco. - Se han ido - murmurS Burbridge, febril -. Red, vAmonos, pronto. GirS sobre sM, buscando a tientas su bolsa, y tratS de levantarse. - Vamos, ¿quI esperas? Redrick seguMa mirando hacia la ruta. Estaba a oscuras y ya no se veMa nada, pero Il merodeaba todavMa por ahM, seguramente, como un autSmata, tropezando, cayendo, golpeAndose contra las cruces o enredAndose en los matorrales. - Bueno - dijo Red en voz alta -, vamos. LevantS a Burbridge, que se le colgS del cuello con la mano izquierda. Redrick, imposibilitado de erguirse, se arrastrS en cuatro patas, llevAndolo sobre la espalda; asM pasS por la grieta de la pared, agarrAndose del pasto mojado. - Vamos, vamos - susurrS Asperamente Burbridge -. No te preocupes: yo tengo el botMn y no lo soltarI. ¡Anda! El sendero le era conocido, pero el pasto mojado lo hacMa resbaloso y las ramas de los fresnos le azotaban la cara; aquel viejo robusto era insoportablemente pesado, como un cadAver; la bolsa del botMn hacMa ruido y se enganchaba en todas partes; ademAs Red tenMa miedo de encontrarse con Il, que podMa estar en cualquier lugar, en medio de aquella oscuridad. Cuando salieron a la carretera todavMa estaba oscuro, pero ya se presentMa el alba. En los bosquecillos, del otro lado de la ruta, los pAjaros comenzaban a piar, inseguros y soYAolientos, la penumbra nocturna estaba tomando un tono azul sobre las casas negras de los suburbios distantes. Desde allM venMa una brisa hZmeda y frMa. Redrick dejS a Burbridge en el recodo de la ruta y cruzS el pavimento como una gran araYAa negra. No tardS en hallar el jeep; apartS las ramas que cubrMan los paragolpes y la capota, y condujo hacia el asfalto sin encender las luces. AllM estaba Burbridge, con la bolsa en una mano, tocAndose las piernas con la otra. - ¡ApZrate! ApZrate, las rodillas, todavMa tengo rodillas. ¡Si al menos pudiera salvar las rodillas! Redrick lo levantS y lo arrojS por sobre su costado, hacia el asiento trasero. Burbridge aterrizS allM con un gruYAido, pero sin soltar la bolsa. Redrick recogiS el impermeable de rayas grises y lo cubriS con Il. Burbridge logrS incluso quitarse el saco. Red sacS una linterna y revisS el recodo en busca de huellas. No habMa muchas. El jeep habMa aplastado algunos pastos altos al salir a la carretera, pero la hierba se volverMa a erguir en un par de horas. HabMa una enorme cantidad de colillas en torno al sitio que ocupara un rato antes el patrullero. Al verlas, Redrick recordS que tenMa ganas de fumar. EncendiS un cigarrillo, aunque mAs aun deseaba salir de allM lo antes posible. Pero todavMa no podrMa hacerlo. Era necesario actuar lentamente y a conciencia. - ¿QuI pasa? - gimiS Burbridge desde el auto -. TodavMa no volcaste el agua y los aparejos de pesca estAn secos. ¿QuI espera? ¡Vamos, esconde el botMn! - ¡CAllate! ¡No me molestes! Iremos hacia los suburbios del sur. - ¿QuI suburbios? ¿EstAs loco? ¡Me arruinarAs las rodillas, hijo de puta! ¡Las rodillas! Redrick dio una Zltima chupada y guardS la colilla en la caja de fSsforos. - No seas idiota, Cuervo. No podemos pasar directamente por la ciudad. Hay tres calles bloqueadas. Nos detendrAn por lo menos una vez. - ¿Y quI? - En cuanto te vean los pies se acabS la juerga. - ¿QuI hay con mis pies? Estuvimos pescando. Me lastimI las piernas, eso es todo. - ¿Y si te las palpan? - Que las palpen. GritarI tanto que no volverAn a palpar, una pierna en su vida. Pero Redrick ya estaba decidido. LevantS el asiento del conductor, con la linterna encendida; abriS un compartimiento secreto y dijo: - A ver, dame eso. El tanque de nafta que tenMan bajo el asiento era falso. Redrick tomS la bolsa y la puso dentro, prestando atenciSn a los tintineos que se oMan en ella. - No quiero correr ningZn riesgo - murmurS -. No tengo derecho. VolviS a poner la tapa, la cubriS con basuras y trapos y colocS nuevamente el asiento. Burbridge gemMa, gruYAMa, le suplicaba que se apurara y le prometMa la Bola Dorada. AgitAndose en el asiento, miraba ansiosamente los rayos de luz, cada vez mAs intensos. Redrick no le prestS atenciSn; abriS la bolsa plAstica llena de agua, que contenMa un pez, y volcS el agua sobre los aparejos de pesca; en cuanto al agitado pez, lo echS en el canasto. DespuIs doblS la bolsa de plAstico y se la guardS en el bolsillo. Ya estaba todo en orden: dos pescadores que volvMan de una salida no muy provechosa. Se instalS al volante y puso el motor en marcha. No encendiS las luces hasta no llegar a la curva. Hacia la izquierda se extendMa aquel muro de tres metros de ancho, bordeando la Zona; hacia la derecha, de vez en cuando, alguna cabaYAa abandonada, con las ventanas claveteadas y la pintura saltada. Redrick veMa bien en la oscuridad; ademAs, de cualquier modo, ya no estaba tan oscuro, y por otra parte Il sabMa que vendrMa. AsM que cuando vio aquella silueta encorvada delante del auto, caminando a paso rMtmico, ni siquiera aminorS la marcha. Se encorvS sobre el volante. il caminaba por el medio de la ruta; como todos los de su especie, se dirigMa hacia la ciudad. Redrick lo dejS a la izquierda y acelerS. - ¡Madre Santa! - murmurS Burbridge desde el asiento trasero -. Red, ¿viste eso? - SM. - ¡Dios! ¡Justo lo que nos faltaba! Y de pronto Burbridge empezS a rezar en voz alta. - ¡CAllate! - le gritS Redrick. La curva tenMa que estar allM, muy cerca. Redrick aminorS la marcha, buscando entre la hilera de casas decadentes y entre los cercos de la derecha. La vieja cabaYAa del transformador, la pIrtiga con los soportes, el puente podrido sobre la alcantarilla. Redrick hizo girar el volante. El coche virS con una sacudida. - ¿AdSnde vas? - gimiS Burbridge -. ¡Me vas a arruinar las piernas, hijo de puta! Redrick se volviS por un segundo y le asestS una bofetada en la cara barbuda. Burbridge, con un balbuceo, optS por guardar silencio. El coche se sacudMa mucho; las ruedas resbalaban en el barro fresco dejado por la lluvia de esa noche. Redrick encendiS las luces; los rayos blancos y bamboleantes iluminaron viejos senderos invadidos por la lluvia, grandes charcos, cercos podridos e inclinados. Burbridge lloraba, sollozaba, sorbMa. Ya no prometMa nada mAs. Se quejaba y amenazaba, pero en voz muy baja y nada clara; Redrick no comprendMa mAs que unas pocas palabras sueltas. Algo sobre piernas, rodillas y su querido Artie. Al fin callS. La aldea se extendMa a lo largo del borde occidental de la ciudad. En otros tiempos habMa allM casas de verano, jardines, huertas y las mansiones de verano pertenecientes a los fundadores de la ciudad y a los directores de la planta. Terrenos verdes y agradables, con pequeYAos lagos y limpias playas de arena, bosquecillos de abedules y estanques llenos de carpas. El hedor y la contaminaciSn de la planta nunca llegaban a ese verde claro... y tampoco el agua corriente ni el sistema cloacal de la ciudad. Pero ahora estaba todo abandonado. SSlo una de las casas ante las cuales pasaron estaba habitada; en la ventana se veMa una luz amarilla a travIs de las cortinas corridas, en la soga habMa ropa mojada por la lluvia y un perro enorme se precipitS furiosamente contra el vehMculo, para perseguirlo a travIs del barro que lanzaban las ruedas. Redrick condujo con cuidado por un viejo puente desvencijado. Cuando tuvo a la vista la entrada a la Autopista del Oeste detuvo el coche y apagS el motor. DespuIs se bajS para caminar hasta la ruta sin mirar a Burbridge, con las manos metidas en los bolsillos hZmedos del mameluco. Ya estaba claro. Todo, a su alrededor, seguMa hZmedo, silencioso y soYAoliento. ObservS la ruta por entre los arbustos del costado. Desde ese punto se veMa claramente el puesto de policMa: una pequeYAa casa rodante con tres ventanas iluminadas. El patrullero estaba estacionado junto a ella, vacMo. Redrick siguiS observando por un rato. No se veMa actividad en el puesto de policMa; los vigilantes quizAs habMan sentido frMo y cansancio durante la noche y se estaban calentando en la casa rodante, soYAando sobre los cigarrillos que les colgaban del labio inferior. "QuI esfuerzos" dijo Redrick, suavemente. BuscS la manopla de bronce que tenMa en el bolsillo y deslizS los dedos en los anillos, apretando el metal frMo en el puYAo; acurrucado aZn para protegerse del aire helado, con las manos en los bolsillos, retrocediS. El jeep, ligeramente desviado hacia un lado, habMa quedado entre los arbustos; era un sitio silencioso y oculto. Tal vez nadie habMa estado por allM en los Zltimos diez aYAos. Cuando Redrick llegS hasta el vehMculo, Burbridge se incorporS para mirarlo, boquiabierto. ParecMa mAs viejo. aZn, arrugado, calvo, sin afeitar y con los dientes carcomidos. Se miraron mutuamente en silencio; al cabo Burbridge dijo claramente: - El mapa... todas las trampas, todas... La hallarAs: no tendrAs por quI arrepentirte. Redrick lo escuchS sin moverse. Al fin aflojS los dedos y dejS que la manopla de bronce cayera en su bolsillo. - Bueno. Te limitarAs a quedarte allM acostado, como si estuvieras sin conocimiento. ¿Entendido? Gime y no dejes que te toquen. Se instalS tras el volante y puso el jeep en marcha. Todo saliS bien. Nadie saliS de la casa rodante para detenerlos; pasaron lentamente, obedeciendo todas las indicaciones de trAnsito y haciendo las seYAales debidas. DespuIs Redrick acelerS y puso rumbo al centro por la parte sur. Eran las seis de la maYAana. Las calles estaban vacMas; el pavimento, mojado y brillante, negro; los semAforos parpadeaban solitarios e inZtiles en las intersecciones. Pasaron junto a la panaderMa, de ventanas altas y bien iluminadas; Redrick se sintiS envuelto en una ola de olor a pan reciIn horneado, cAlido, increMblemente delicioso. - Estoy muerto de hambre - dijo Redrick, mientras estiraba los mZsculos entumecidos, - apretando las manos contra el volante. - ¿QuI? - preguntS Burbridge, asustado. - Dije que estoy muerto de hambre. ¿AdSnde vamos? ¿A casa o directamente al Matasanos? - Al Matasanos, y pronto - vociferS Burbridge, inclinAndose hacia adelante y lanzando su aliento caliente contra el cuello de Redrick -. Derecho a la casa de Il. ¡Vamos! TodavMa me debe setecientos. ¿Vas a manejar mAs rApido o no? Pareces una tortuga. Impotente, enojado, se