n volverse por el corredor alfombrado, consciente de que aquella mirada angelical seguMa fija en su nuca. Ni siquiera esperS el ascensor: bajS por la escalera desde el octavo piso. Al salir del Metropole llamS un taxi y fue hasta la otra punta de la ciudad. El conductor era nuevo; Redrick no lo conocMa; era un fulano de nariz ganchuda, lleno de granos, Uno de los cientos que afluMan a Harmont en los Zltimos aYAos, buscando aventuras excitantes, riquezas desconocidas, fama internacional o alguna religiSn especial. VenMan a montones y acababan como conductores, obreros de construcciSn o delincuentes; arruinados, sedientos, torturados por vagos deseos, profundamente desilusionados y seguros de haber sido engaYAados una vez mAs. La mitad de ellos, despuIs de un mes o dos, volvMan a su patria, maldiciendo, para extender la desilusiSn a todos los paMses del mundo. Unos pocos, muy pocos, se convertMan en merodeadores y perecMan rApidamente, antes de aprender las triquiYAuelas del oficio. Algunos conseguMan trabajo en el Instituto, pero sSlo los mAs instruidos e inteligentes, que al menos podMan trabajar como ayudantes de laboratorio. En cuanto al resto, malgastaban las noches en los bares, armaban trifulcas por pequeYAas diferencias de opiniSn, por mujeres o simplemente porque estaban borrachos, enloqueciendo a la policMa del municipio, al ejIrcito y a los guardianes. El conductor granujiento apestaba a alcohol a mAs de un kilSmetro y tenMa los ojos mAs colorados que un conejo, pero estaba muy excitado. ContS a Redrick que esa maYAana, en su cuadra, habMa aparecido un fiambre reciIn llegado del cementerio. - VolviS a su casa, pero la casa estaba cerrada desde hacia aYAos y todos se habMan mudado: la viuda, que ya es una seYAora anciana, la hija con el marido y los nietos. Los vecinos dijeron que el tipo habMa muerto hace como treinta aYAos, es decir, antes de la VisitaciSn. Y allM estA. Caminaba alrededor de la casa, olfateaba y rascaba... Al final se sentS en el cerco a esperar. Vino gente de todo el vecindario; lo miraban y lo miraban, pero tenMan miedo de acercarse, claro. Al final no sI quiIn tuvo una gran idea: hicieron saltar la puerta de la casa para que pudiera entrar. ¿Y quI cree que hizo? Se levantS, entrS y cerrS la puerta. A mi se me hacMa tarde para el trabajo, asM que no sI cSmo terminaron las cosas, pero cuando me fui estaban por llamar al Instituto para que alguien viniera a llevArselo. - Pare - dijo Redrick -. Es aquM mismo. HurgS en los bolsillos, pero no tenMa dinero menudo y tuvo que cambiar uno de los billetes nuevos. DespuIs se detuvo ante la puerta y esperS a que el taxi se alejara. La casita de Cuervo no estaba tan mal: dos plantas, una galerMa de vidrios con una mesa de billar, un jardMn bien cuidado, un invernadero y una glorieta blanca bajo los manzanos, todo eso rodeado por una cerca de hierro forjado, pintada de verde pAlido. Redrick apretS varias veces el timbre; el portSn se abriS de par en par con un crujido. AvanzS lentamente por el sendero sombreado, a cuya vera crecMan rosales. Cobayo apareciS en el porche; era un negro encorvado que temblaba siempre con el deseo de ser Ztil. Se volviS, impaciente; bajS una pierna insegura en busca de equilibrio, recuperS la estabilidad y arrastrS el otro pie en busca del compaYAero. El brazo derecho se le agitaba convulsivamente en direcciSn a Redrick, como si dijera: "Estoy yendo, estoy yendo, un minuto". - ¡Hola, Red! - gritS una voz de mujer, desde el jardMn. Redrick volviS la cabeza; hombros desnudos y tostados, boca roja, brillante, una mano que lo saludaba entre el verdor, junto al techo blanco de la glorieta. Hizo a Cobayo un ademAn con la cabeza y abandonS el sendero; pasS por entre los rosales para dirigirse hacia la glorieta, cruzando el cIsped verde y suave. HabMa una gran estera roja extendida sobre el prado; allM estaba Dina Burbridge, regiamente sentada, con un vaso en la mano y un minZsculo traje de baYAo en el cuerpo. Sobre la estera habMa tambiIn un libro de tapas brillantes; un baldecillo de hielo, por cuyo borde asomaba el cuello esbelto de una botella, descansaba en la sombra cercana. - ¡Hola, Red! - dijo Dina Burbridge, saludAndolo con un movimiento del vaso -. ¿DSnde estA el viejo? ¡No me digas que volviS a meterse en lMos! Redrick se detuvo junto a ella con el portafolios a la espalda. SI, Cuervo habMa logrado imaginar unos hijos maravillosos al expresar su deseo, allA en la Zona. ista era toda seda y satIn, de firmes curvas, impecable, sin una sola arruguita indispensable: sesenta kilos de carne acaramelado, ojos de esmeralda con fulgor propio, boca grande y hZmeda, dientes blancos, parejos, y pelo negro como ala de cuervo, que brillaba en el sol, descuidadamente caMdo sobre un hombro. El sol, acariciAndola, se volcaba sobre ella, desde los hombros hasta el vientre, hasta la cadera, dejando profundas sombras entre sus pechos casi desnudos. Redrick, de pie a su lado, la mirS abiertamente. Ella lo mirS a su vez y riS, comprendiendo; despuIs se llevS el vaso a los labios y tomS varios sorbos. - ¿Quieres? - preguntS, pasAndose la lengua por los labios. EsperS el tiempo justo para que Il captara la doble intenciSn y le tendiS el vaso. il buscS a su alrededor hasta encontrar una reposera a la sombra; allM se sentS y tendiS las piernas. - Burbridge estA en el hospital - dijo -. Le van a amputar las piernas. Ella lo mirS con un solo ojo, sin dejar de sonreMr. El otro quedS cubierto por la espesa cabellera que le caMa sobre el hombro. Pero su sonrisa se habMa petrificado; era una mueca de azZcar sobre la cara tostada. DespuIs hizo girar el vaso, escuchando el tintineo de los cubitos. - ¿Las dos? - Las dos. Tal vez por debajo de la rodilla, tal vez por encima. Ella dejS el vaso y se apartS el pelo hacia atrAs. Ya no sonreMa. - QuI pena - dijo -. Y eso significa que tZ... SSlo a Dina Burbridge habrMa podido contarle en detalle cSmo habMa pasado todo. Hasta habrMa podido contarle que se habMa acercado a Il con las manoplas listas y que Burbridge le habMa rogado, no por Il, sino por sus hijos, por ella y por Artie, prometiIndole la Bola Dorada. Pero no se lo contS. SacS un fajo de dinero del bolsillo superior y lo arrojS sobre la estera roja, bien junto a las piernas largas de la muchacha. Los billetes se abrieron en un arco iris. Dina recogiS algunos, distraMdamente, y los examinS como si no los conociera; sin embargo no tenMa mucho interIs. - istas son las Zltimas ganancias, entonces - dijo. Redrick se estirS desde la reposera para tomar la botella del baldecito y mirS la etiqueta. El agua goteaba desde el vidrio oscuro; tuvo que apartarla para que no le goteara en los pantalones. No le gustaba el whisky caro, pero en un momento como Ise podMa hacer el sacrificio de tomar un trago. Iba a llevarse la botella a la boca cuando lo interrumpiS un balbuceo de protesta a sus espaldas. AllM estaba Cobayo, arrastrando penosamente los pies por el prado, sujetando con las dos manos un vaso lleno de lMquido claro. El esfuerzo le estaba haciendo sudar la cabeza lanuda y le sacaba los ojos de las Srbitas. Al ver que Redrick lo miraba tendiS el vaso en un gesto desesperado, mugiS y aullS, abriendo inZtilmente la boca desdentada. - Espero, espero - dijo Redrick, y volviS a dejar la botella en el balde. Cobayo llegS al fin, entregS el vaso a Redrick y le palmeS tMmidamente el hombro con una mano artrMtica. - Gracias, Dixon - dijo Redrick, seriamente -. Es precisamente lo que necesitaba en este momento. Como de costumbre estAs en todo. Y mientras Cobayo sacudMa la cabeza, azorado y feliz, y se golpeaba la cadera con el brazo sano, Il levantS el vaso, lo saludS con un gesto de la cabeza y tragS la mitad de una sola vez. En seguida se volviS a Dina. - ¿Quieres? - preguntS, refiriIndose al vaso. Ella no respondiS, Estaba doblando un billete por la mitad; lo doblS otra vez, y otra mAs. - TermMnala - dijo Il -. No quedarAs en la calle. Tu viejo... Ella lo interrumpiS: - AsM que lo sacaste a la rastra - dijo, sin preguntar como quien establece un hecho -. Lo sacaste, idiota, cruzando toda la Zona. Sacaste a ese hijo de puta llevAndolo sobre la espalda, barro, pelirrojo cretino, Echaste a perder una oportunidad como Isa. il la mirS, olvidado del vaso. Dina se levantS para acercarse a Il, pisando el dinero esparcido. Se detuvo ante Il con los puYAos clavados en la suave curva de las caderas, ocultAndole todo el mundo con ese cuerpo maravilloso, que olMa a perfume y a sudor dulce. - El viejo tiene en el puYAo a todos los idiotas como tZ. Te va a pisar los huesos. Ya verAs, caminarA sobre tu crAneo con sus muletas. ¡Ya te enseYAarA quI es el amor fraternal y la piedad! A esa altura la chica ya estaba hablando a gritos. - Te prometiS la Bola Dorada, ¿no es cierto? El mapa, las trampas, ¿no es cierto? ¡Idiota! ¡Ya te veo en la cara que fue asM! Espera, verAs quI mapa te da. Que Dios tenga piedad del alma de Redrick Schuhart, este pelirrojo estZpido. Redrick se levantS sin apuro y le dio una fuerte bofetada. Ella cerrS el pico, se dejS caer en el pasto y hundiS la cara entre las manos. - QuI tonto... Red - murmurS -. Dejar pasar una oportunidad como Isa. Redrick la mirS sin hablar mientras terminaba el vodka. ArrojS el vaso a Cobayo sin mirarlo siquiera. No habMa nada que decir. QuI lindos hijos habMa evocado Burbridge en la Zona. Amantes y respetuosos. SaliS a la calle y llamS un taxi. IndicS al conductor que lo llevara al Borscht. TenMa que terminar con sus asuntos, aunque se morMa de sueYAo. Todo le daba vueltas; al final se quedS dormido en el taxi, con todo el cuerpo doblado sobre el portafolios; despertS sSlo cuando el conductor, sacudiIndolo, le dijo: - Ya llegamos, seYAor. - ¿AdSnde llegamos? - preguntS, mirando a su alrededor -. Al Banco, le dije. - Nada de eso, compaYAero. Al Borscht, me dijo. iste es el Borscht. - Okey - gruYAS Redrick -. Debo haber soYAado. PagS y descendiS del coche; apenas podMa mover las piernas pesadas, El asfalto humeaba en el sol; hacia muchMsimo calor. Redrick se dio cuenta de que estaba empapado, que tenMa mal gusto en la boca y que le lloraban los ojos. MirS a su alrededor antes de entrar. La calle estaba desierta, como era habitual a esa hora del dMa. Los negocios no habMan abierto aZn y el Borscht debMa estar cerrado tambiIn, pero Ernest ya estaba en su puesto, secando vasos y echando miradas sucias al trMo que chupaba cerveza en la mesa del rincSn. TodavMa no habMan retirado las sillas de las otras mesas. Un peSn desconocido, vestido con chaqueta blanca, limpiaba los pisos; otro luchaba detrAs de Ernest con un cajSn de cerveza. Redrick se acercS al mostrador, dejS allM su portafolios y dijo hola. Ernest murmurS algo que no era exactamente una bienvenida. - Dame otra cerveza - dijo Redrick, con un bostezo convulsivo. Ernest plantS una jarrita vacMa en el mostrador, sacS una botella de la heladera, la abriS y la suspendiS sobre la jarra. Redrick, cubriIndose la boca, mirS fijamente la mano del barman. Temblaba. La botella golpeS varias veces al borde de la jarrita. Redrick le mirS entonces la cara. TenMa bajos los pArpados pesados, torcida la boca gordinflona y las mejillas caMdas. El peSn pasS el trapo precisamente bajo los pies de Redrick; los del rincSn discutMan en voz alta sobre las carreras; el otro peSn retrocediS con los cajones, tropezando con Ernest en forma tan ruda que Iste se tambaleS. El hombre murmurS una disculpa. - ¿Lo trajiste? - preguntS Ernest, con voz ahogada. - ¿Que si traje quI? Redrick mirS por sobre el hombro. Uno de los tipos se levantS perezosamente y fue hasta la puerta. AllM se detuvo para encender un cigarrillo. - Ven, hablemos - dijo Ernest. El peSn que pasaba el trapo tambiIn estaba en ese momento entre Redrick y la salida. Era un negro grandote, del tipo de Gutalin, pero doblemente corpulento. - Vamos - dijo Redrick, recogiendo el portafolios. Ya no tenla sueYAo, ni en un ojo ni en el otro. PasS por detrAs del mostrador, esquivando al peSn que llevaba los cajones de cerveza; al parecer el hombre se habMa pellizcado el dedo, pues se chupaba la yema, mirando a Redrick. Era un tipo grandote, de nariz quebrada y orejas de repollo. Ernest pasS a la trastienda y Redrick fue tras Il, porque los tres fulanos del rincSn ya estaban bloqueando la puerta y el peSn de limpieza se habMa detenido junto a las cortinas que daban al depSsito. Ya en la trastienda, Ernest dio un paso a un lado y se sentS en una silla, junto a la pared. Ante la mesa estaba el capitAn Quarterblad amarillento y furioso. A la izquierda, quiIn sabe de dSnde apareciS un enorme soldado de las Naciones Unidas, con el casco sobre los ojos, que lo cacheS rApidamente con sus grandes manos. Se detuvo en el bolsillo derecho y sacS las manoplas de bronce. En seguida empujS a Redrick en direcciSn al capitAn. El pelirrojo se acercS a la mesa y puso el portafolios frente al capitAn Quarterblad. - Chupasangre - dijo a Ernest. iste levantS las cejas y encogiS un solo hombro. Todo estaba a la vista: los dos peones, junto a la puerta, sonreMan muy satisfechos. No habMa otra salida y la ventana tenMa barrotes por fuera. El capitAn Quarterblad, con la cara contraria por el disgusto, revolvMa el portafolios con las dos manos, sacando el botMn para ponerlo sobre. la mesa: dos pequeYAos vacMos; nueve pilas; gotitas negras de diversos tamaYAos, diecisIis piezas en una bolsa de polietileno; dos esponjas perfectamente conservadas y un pote de arcilla carbonatada. - ¿Tienes algo en los bolsillos? - preguntS el capitAn, suavemente -. VacMalos. - VMboras - murmurS Redrick -, canallas. SacS un fajo dI billetes y lo arrojS sobre la mesa; allM quedaron, esparcidos. - ¡AjA! - exclamS el capitAn -. ¿Algo mAs? - ¡Malditos esfuerzos! - gritS Redrick, arrojando al suelo el segundo fajo -. AhM tienen. OjalA se les atraganto. - Muy interesante - dijo el capitAn, con calma -. Ahora recSgelo. - ¡Cualquier dMa! - replicS Redrick, poniendo las manos tras la espalda -. Que lo recojan sus esclavos. Por mM puede recogerlo usted mismo. - Recoge ese dinero, merodeador - repitiS el capitAn Quarterblad sin alzar la voz, apoyando el puYAo sobre la mesa para inclinarse hacia Redrick. Se miraron mutuamente por algunos segundos. Al fin el merodeador, murmurando maldiciones, se agachS para recoger desganadamente los billetes. Los peones se burlaban a sus espaldas y el soldado de las Naciones Unidas resoplS con alegrMa. - ¡No resoples! - dijo Redrick -. Se te van a saltar los mocos. Mientras se arrastraba de rodillas por el suelo, recogiendo los billetes uno por uno, se iba acercando mAs y mAs al anillo de oscuro bronce que descansaba pacMficamente en el polvoriento piso de parquet. Se volviS para lograr un mejor acceso, sin dejar de gritar obscenidades, todas las que sabMa y algunas otras que inventaba en ese momento. Cuando llegS el momento adecuado cerrS el pico, tensS; agarrS el anillo y tirS de Il con todas sus fuerzas; antes de que la trampa abierta hubiera llegado al suelo se habMa lanzado ya, de cabeza, hacia la prisiSn frMa y gris de la bodega. CayS sobre las manos, dio un salto mortal y se levantS de un salto. EchS a correr encorvado, sin ver nada, confiado en su memoria y en su suerte, por el angosto pasillo abierto entre los cajones de botellas, volteAndolos a su paso; los oyS caer y estrellarse tras Il. ResbalS. SubiS a la carrera algunos escalones invisibles y lanzS todo el peso de su cuerpo contra la puerta, de goznes herrumbrados. AsM saliS al garaje de Ernest. Estaba estremecido y jadeante; ante los ojos le bailaban manchas de sangre y el corazSn le palpitaba con fuerza, con sacudidas que le llegaban a la garganta. Pero no se detuvo ni por un instante. CorriS hasta el rincSn mAs alejado y allM, despellejAndose las manos, revolviS en la montaYAa de basura que ocultaba el sitio donde la pared estaba sin tablas. Se deslizS de panza por ese agujero. Se le desgarrS la chaqueta, pero pronto estuvo en el angosto patio. AllM se agachS entre las latas de basura, se quitS la chaqueta y la corbata, se revisS apresuradamente, se cepillS los pantalones y, finalmente, se irguiS y corriS hacia el patio. Se zambullS en un tZnel bajo y maloliente que llevaba al fondo siguiente. AllM prestS atenciSn, esperando oMr las sirenas de la policMa, pero no fue asM; corriS a mayor velocidad, asustando a los chicos que jugaban, esquivando la ropa tendida a secar, arrastrAndose por los agujeros de los cercos podridos. TenMa que salir de ese vecindario de inmediato, antes de que el capitAn Quarterblad lo hiciera rodear. ConocMa bien la zona, pues habMa jugado en todos aquellos patios y sStanos, en aquellos tendederos abandonados y en las carboneras. TenMa allM muchos conocidos y hasta algunos amigos; en otras circunstancias no le habrMa costado ocultarse en ese barrio, incluso por una semana. Pero no era para eso que habMa escapado tan audazmente, bajo las mismas narices del capitAn Quarterblad, aYAadiendo fAcilmente doce meses a su sentencia. Tuvo mucha suerte. En la calle Siete algZn tipo de hermandad avanzaba ruidosamente por la calzada, en manifestaciSn; eran unos doscientos, tan desarrapados y mugrientos como Il. Algunos tenMan peor aspecto, como si hubieran pasado toda la tarde arrastrAndose por los agujeros de los cercos y echAndose latas de basura encima; tal vez habMan pasado la noche alborotando en alguna carbonera. Redrick saliS de un portal, agachado, para mezclarse entre la multitud; la atravesS a fuerza de empujones y tirones; pisoteS pies ajenos, recibiS algZn puYAetazo ocasional y lo devolviS, y finalmente saliS al otro lado de la calle, para ocultarse en otro portal. Fue precisamente entonces cuando se oyS el gemido familiar y desagradable de los coches patrulleros; la manifestaciSn se detuvo, ruidosamente, plegAndose como un acordeSn. Pero Redrick ya estaba en otro vecindario y el capitAn Quarterblad no tenMa modo de saber en cuAl. Se acercS a su propio garaje desde el costado del negocio de radio y electrSnica; tuvo que esperar en tanto los obreros cargaban un camiSn con televisores. Se puso cSmodo entre las magulladas matas de lilas de las casas vecinas, donde no habMa ventanas, para recobrar el aliento y fumar un cigarrillo. FumS Avidamente, agachado contra la Aspera pared a prueba de incendios, tocAndose de tanto en tanto la mejilla para calmar el tic nervioso. PensS, pensS, pensS. Cuando el camiSn y los obreros se alejaron a bocinazos por la calle se echS a reMr, diciendo suavemente: - Gracias, muchachos; demoraron a este tonto... y lo hicieron pensar. Entonces empezS a caminar con rapidez, pero sin demasiada prisa, inteligente y premeditadamente, tal como cuando trabajaba en la Zona. EntrS al garaje por el pasillo oculto; levantS silenciosamente el viejo asiento, sacS el rollo de papel que habMa en la bolsa guardada dentro del canasto, con mucho cuidado, y se lo deslizS dentro de la camisa. DespuIs tornS de una percha una chaqueta de cuero, vieja y gastada; encontrS en el rincSn una gorra grasienta y se la encasquetS hasta los ojos. Las hendijas de la puerta dejaban pasar finos rayos de luz que iluminaban el polvo danzarMn del sombrMo garaje. Afuera, los chicos jugaban y chillaban. Al marcharse oyS la voz de su hija; acercS un ojo a la mAs ancha de las ranuras y contemplS a Monita, que corrMa entre las hamacas agitando dos globos, tres ancianas, sentadas en un banco cercano con el tejido sobre el regazo, la observaban con labios fruncidos; las viejas cerdas estarMan intercambiando sucias opiniones. Los chicos se portaban bien; jugaban con ella como si fuera una mAs. ValMa la pena el soborno empleado: les habMa hecho un tobogAn, una casa de muYAecas, las hamacas... y el banco en donde estaban las viejas. "Bueno", se dijo. Se apartS de la grieta, volviS a inspeccionar el garaje y entrS arrastrAndose al agujero. En la parte sudoeste de la ciudad, cerca del surtidor de nafta abandonado al final de la calle Miner, habMa una cabina telefSnica. SSlo Dios sabe quiIn la usaba por entonces, pues todas las casas de alrededor estaban cerradas con tablas; mAs allA se veMa tan sSlo aquel baldMo interminable que fuera el basurero de la ciudad. Redrick se sentS a la sombra de aquella cabina y metiS la mano en una hendija que habMa allM debajo. PalpS un papel encerado, polvoriento, y la culata del arma envuelta en Il; tambiIn estaba la caja de plomo con balas y la bolsa con los brazaletes y la billetera vieja, con documentos falsos. Su escondrijo estaba en orden. Se quitS la chaqueta y la gorra; palpS dentro de su camisa. AllM permaneciS por un minuto, o mAs, sopesando en la mano el envase de porcelana, la muerte invencible e inevitable que contenMa. Y el tic nervioso recomenzS. - Schuhart - murmurS, sin oMr su propia voz -, ¿quI estAs haciendo, gusano, basura? Con esto pueden matarnos a todos. Se sostuvo la mejilla contorsionada, pero no sirviS para calmarla. - Hijos de perra - dijo, pensando en los obreros que cargaban los aparatos de televisiSn -. Se me pusieron en el camino. Yo habrMa tirado esto otra vez a la Zona, esa puta, y todo estarla terminado. MirS a su alrededor, con tristeza. El aire caliente reverberaba sobre el cemento agrietado; las ventanas claveteadas lo contemplaban sombrMamente; por el baldMo rodaban briznas secas. Estaba solo. - Bueno - dijo, decidido - Que cada uno se ocupe de si; sSlo Dios cuida de todos. A mM me ha llegado el turno. RApidamente, para no cambiar de idea, puso el envase en la gorra y envolviS la gorra en la chaqueta de cuero. DespuIs se arrodillS, recostAndose contra la cabina, que se moviS. Aquel paquete voluminoso entraba bien en el fondo del pozo que habMa debajo y aZn quedaba lugar. VolviS a poner la cabina en su sitio, la sacudiS para ver si estaba firme y finalmente se levantS, limpiAndose las manos. - Listo. Todo arreglado. EntrS a la cabina caldeada, depositS una moneda y marcS un numero. - Guta - dijo -. Por favor, no te preocupes. Me atraparon otra vez. OyS el suspiro estremecido y se apresurS a agregar: - Es un delito menor, seis a ocho meses con derecho a visitas. Nos arreglaremos. Y no te faltarA dinero. Ellos te enviarAn. Guta seguMa en silencio. - MaYAana por la maYAana te llamarAn al puesto de comando. AllM nos veremos. Trae a Monita. - ¿HabrA alguna inspecciSn? - preguntS ella. - Que la hagan. En la casa no hay nada. No te preocupes y mantIn el Animo en alto. Ya sabes: los ojos brillantes y el rabo erguido. Te casaste con un merodeador, asM que no te quejes. MaYAana nos vemos. Y recuerda, yo no he llamado. Un beso en la naricita. ColgS abruptamente y permaneciS algunos segundos con los ojos cerrados y los dientes tan apretados que le tintinearon los oMdos. DespuIs depositS otra moneda y volviS a marcar un nZmero. - Escucho - dijo Ronco. - Habla Schuhart. Escucha bien y no me interrumpas. - ¿Schuhart? ¿QuI Schuhart? - preguntS Ronco, con naturalidad. - Te dije que no me interrumpas. Me atraparon y escapI, pero voy a entregarme. Me darAn entre dos y medio y tres aYAos. Mi esposa queda sin un centavo. TZ te encargarAs de ella. Que no le falta nada, ¿entendido? ¿Entendido, dije? - Sigue - dijo Ronco. - Cerca del sitio donde nos encontramos la primera vez hay una cabina telefSnica. Es la Znica, no hay forma de confundirse. La porcelana estA debajo de ella. Si la quieres, tSmala; si no, no. Pero quiero que cuiden de mi esposa. TodavMa nos quedan muchos aYAos de jugar juntos. Si al volver descubro que me jugaron sucio... te aconsejo que no lo hagas. ¿Comprendiste? - ComprendM todo - dijo Ronco -. Gracias. Y despuIs de una pausa agregS: - ¿Quieres un abogado? - No - dijo Redrick -. Todo a mi esposa, hasta el Zltimo centavo. Saludos. ColgS y mirS a su alrededor. DespuIs, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalSn, subiS lentamente por la calle Miner entre las casas vacMas y claveteadas. 3. Richard H. Noonan, cincuenta y un aYAos, supervisor de compras de equipos electrSnicos en la divisiSn Harmont del instituto internacional de culturas extraterrestres. Richard H. Noonan estaba sentado ante el escritorio de su estudio, garabateando sobre un bloc de tamaYAo legal. SonreMa tambiIn, simpAticamente, asintiendo con la cabeza calva, sin escuchar a su visitante. No hacMa mAs que aguardar una llamada telefSnica mientras su visitante, el doctor Pilman, lo sermoneaba perezosamente. O imaginaba que lo estaba sermoneando. O trataba de convencerse a sM mismo de que lo estaba sermoneando. - Tendremos en cuenta todo eso - dijo finalmente Noonan, cruzando otro grupo de cinco rayitas y cerrando el bloc -. Realmente es muy extraYAo. La esbelta mano de Valentine sacudiS limpiamente las cenizas de su cigarrillo en el cenicero. - ¿Y quI es, exactamente, lo que tendrAn en cuenta? - preguntS con mucha cortesMa. - Bueno... todo lo que usted acaba de decir - respondiS alegremente Noonan, recostAndose en su sillSn -. Hasta la Zltima palabra. - ¿Y quI es lo que dije? - Eso no importa. Lo que haya dicho lo tendremos en cuenta. Valentine (el doctor Valentine Pilman, ganador de un Premio NSbel) estaba sentado frente a Il, en un mullido sillSn. Era menudo, delicado y limpio. No tenMa una sola mancha en su chaqueta de ante ni una arruga en los pantalones. Camisa de un blanco cegador, corbata de color liso, muy seria, zapatos relucientes. Una sonrisa maliciosa en los labios delgados y pAlidos; enormes anteojos oscuros. La frente ancha y baja, coronada por un corte casi al rape. - En mi opiniSn, a usted se le paga un sueldo fantAstico para nada - dijo -. Y ademAs, tambiIn en mi opiniSn, usted es un saboteador, Dick. - ¡Shhhh! - susurrS Noonan -. No tan fuerte, por el amor de Dios. - En realidad - agregS Valentine -, hace mucho tiempo que lo vengo observando. Creo que usted no hace nada. - ¡Un momento! - interrumpiS Noonan, agitando su dedito rosado -. ¿QuI es eso de que no hago nada? ¿Acaso he dejado de hacerle entregar un solo pedido de repuestos? - No sI - respondiS Valentine, volviendo a sacudir las cenizas -. Recibimos equipos buenos y equipos malos. El bueno llega con mAs frecuencia, pero no sI quI tiene usted que ver con eso. - Bueno, si no fuera por mM, los materiales buenos serMan mucho mAs escasos. AdemAs, ustedes los cientMficos se la pasan rompiendo buenos equipos y pidiendo repuestos. ¿Y quiIn les cubre las espaldas? Por ejemplo... En ese momento sonS el telIfono. Noonan se interrumpiS para tomar el receptor. - ¿SeYAor Noonan? - preguntS la secretaria -. Otra vez el seYAor Lemchen. - ComunMqueme. Valentine se levantS, se llevS dos dedos a la frente en seYAal de despedida y saliS del despacho. Menudo, erguido y proporcionado. - ¿SeYAor Noonan? - dijo en el tubo la voz conocida y pesada. - SM, escucho. - No es fAcil comunicarse con usted en el trabajo, seYAor Noonan. - Acaba de llegar un nuevo embarque. - SM, ya lo sI, seYAor Noonan. Estoy aquM por poco tiempo. Quisiera que discutiIramos personalmente unas cuantas cosas. Me refiero a los Zltimos contratos con Mitsubishi Denshi. El aspecto legal. - A sus Srdenes. - En ese caso, si no tiene inconvenientes, ¿por quI no pasa por nuestras oficinas dentro de media hora? ¿Le parece bien? - Perfecto. Dentro de media hora. Richard Noonan colgS y se levantS frotAndose las manos regordetas. Se paseS por la oficina y hasta empezS a cantar alguna cancioncita pop, pero se interrumpiS en una nota especialmente agria, riIndose jovialmente de sM mismo. TomS su sombrero, se echS el impermeable al hombro y saliS a la zona de recepciSn. - Voy a ver a algunos clientes, linda - dijo a la secretaria -. QuIdate aquM y cZbreme la espalda, como dicen; cuando vuelva te traerI un regalo. Ella pareciS transformarse. Noonan le arrojS un beso y saliS a los corredores del instituto. AquM y allA tuvo que enfrentarse con algunos intentos de detenerlo, pero logrS zafarse de todas las conversaciones bromeando, pidiendo a los interesados que le cubrieran las espaldas o que tuvieran paciencia. y finalmente emergiS, ileso y sin compromisos, para agitar el pase cerrado bajo las narices del sargento de guardia. Sobre la ciudad pendMan nubes bajas y pesadas. El dMa era bochornoso; las primeras gotas vacilantes empezaban ya a esparcirse por la acera como pequeYAas estrellas negras. Noonan se echS el saco sobre la cabeza y los hombros y corriS junto a la larga fila de coches hasta su Peugeot; se metiS de cabeza y arrojS la chaqueta al asiento trasero. SacS del bolsillo el palo negro y redondo del asM-asM, lo puso en la instalaciSn del tablero y empujS con el pulgar para meterlo hasta la empuYAadura. Se meneS un poco para acomodarse mejor tras el volante y pisS el acelerador. El Peugeot saliS silenciosamente al medio de la calle; un segundo despuIs corrMa hacia la salida de la Pre-Zona. La lluvia se precipitS de repente, como si alguien hubiera volcado un balde en el cielo. La ruta se tornS resbaladiza; el coche derrapaba en las esquinas. Noonan puso los limpiaparabrisas a funcionar y aminorS la marcha. "AsM que recibieron el informe", pensS. Ahora estarAn elogiAndome. Bueno, me lo merezco; me gusta que me elogien. Especialmente el seYAor Lemehen en persona. A pesar de si mismo. ExtraYAo, ¿verdad? ¿Por quI nos gusta que nos elogien? Eso no da dinero. ¿Gloria? ¿QuI clase de gloria tenemos? "Es famoso: ya lo conocen tres personas" Bueno, digamos cuatro, contando a Bayliss. ¡QuI ser extraYAo es el hombre! Se dirMa que nos gusta el elogio por el elogio mismo, como a los chicos les gusta el helado. Y es tan estZpido... ¿CSmo puedo ser mejor a mis propios ojos? ¿Como si no me conociera? Ese gordo bueno de Richard H. Noonan, a propSsito, ¿quI querMa decir esa H.? ¡QuI sI yo! Y no tengo a quien preguntarle; no es cosa de preguntarlo al seYAor Lemehen. ¡Ah, ya recuerdo! ¡Herbert! Richard Herbert Noonan. Caramba, estA diluviando. VirS hacia la calle Central y de pronto se dio cuenta de lo mucho que habMa crecido la ciudad en los Zltimos aYAos. Enormes rascacielos. AllA estAn construyendo otro. ¿QuI serA? Oh, el Complejo Luna: el mejor jazz internacional, un espectAculo de variedades y varias cosas mAs. Todo para nuestras gloriosas tropas y nuestros valientes turistas, especialmente los mAs ancianos, y para los nobles caballeros de la ciencia. Y los suburbios se estAn vaciando. SM, me gustarMa saber dSnde va a terminar todo esto. Bueno, hace diez aYAos estaba seguro de saberlo: barreras policiales impenetrables, zonas de seguridad de treinta kilSmetros, cientMficos y soldados, y nada mAs. Una horrible lastimadura en la cara del planeta, perfectamente bloqueada. Y no era yo el Znico que pensaba asM. ¡Tantos discursos, tanta legislaciSn! Y ahora uno ni siquiera se acuerda cSmo fue que la fIrrea resoluciSn universal se fundiS en un tembloroso charco de jalea. "Por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y por otra no se puede estar en desacuerdo." Creo que todo empezS cuando los merodeadores trajeron los asM-asM de la Zona. PequeYAas pilas. SM, creo que fue entonces. Sobre todo cuando se descubriS que las pilas se multiplicaban. La herida ya no pareciS tal; antes bien, una caja de tesoros, la tentaciSn del demonio, la caja de Pandora o el diablo. Descubrieron el modo de darles uso. Llevaban veinte aYAos bufando y rezongando, malgastando billones, sin haber podido organizar el robo. Cada uno tenMa su negocito, mientras los cientMficos arrugaban significativa y portentosamente el ceYAo; por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y por otra no se puede estar en desacuerdo. Puesto que tal y cual objeto, fotografiado con rayos X en un Angulo de 18 grados, emite electrones cuasitermales en un Angulo de 22 grados... ¡Al diablo con todo esto! De cualquier modo morirI sin ver el final. El coche pasaba frente a la casa que Cuervo Burbridge tenMa en el centro. Debido a la intensa lluvia estaban todas las luces encendidas. Dick pudo ver varias parejas que bailaban en las habitaciones del segundo piso, que correspondMan a la hermosa Dina. O bien habMan comenzado muy temprano o todavMa la seguMan con ganas desde la noche anterior. Era la nueva ola en la ciudad: dar fiestas que duraban varios dMas. Sin duda estamos criando muchachos fuertes, llenos de resistencia y tesoneros en la bZsqueda de sus deseos. Noonan detuvo el coche frente a un edificio feo, cuyo discreto cartel decMa: "Oficinas legales de Korsh, Korsh y Simak". SacS el asM-asM y se lo guardS en el bolsillo; volviS a ponerse el impermeable, tomS el sombrero y corriS hacia la entrada. PasS corriendo junto al portero, que estaba sepultado en un periSdico, y subiS las escaleras cubiertas por una alfombra gastada. Sus zapatos repiquetearon por el largo corredor del segundo piso; aquel lugar exhalaba un olor que habla renunciado a identificar mucho tiempo antes. Finalmente abriS la Zltima puerta del pasillo y entrS. Ante el escritorio no estaba la secretaria, sino un joven desconocido, muy bronceado, en mangas de camisa, que escarbaba las tripas de algZn artefacto electrSnico instalado sobre el escritorio, en vez de la mAquina de escribir. Richard Noonan colgS su sombrero y su chaqueta, alisS con ambas manos el poco pelo que le restaba y mirS interrogativamente al joven. iste asintiS. Noonan abriS entonces la puerta de la oficina. El seYAor Lemehen se levantS pesadamente del gran sillSn de cuero instalado frente a la ventana, cubierta por cortinajes. Su angulosa cara de general estaba arrugada, ya fuera en una sonrisa de bienvenida o en un gesto de disgusto por el mal tiempo; quizAs fuera tambiIn un estornudo contenido. - Ah, ya llegS, pase, pSngase cSmodo. Noonan buscS algZn lugar para ponerse cSmodo, pero sSlo encontrS una silla dura, de respaldo recto, arrinconada detrAs del escritorio. PrefiriS sentarse en el borde del escritorio. Su Animo jovial se estaba evaporando por algZn motivo, aunque Il mismo no sabMa cuAl. De pronto se dio cuenta de que ese dMa no habrMa elogios. Todo lo contrario. "El dMa de la ira", pensS filosSficamente, endureciIndose para enfrentar lo peor. - Fume si quiere - dijo el seYAor Lemchen, volviendo a descender hasta su sillSn. - No, gracias, no fumo. El seYAor Lemehen asintiS, como si aquello confirmara sus peores sospechas; juntS las puntas de los dedos formando una torre y las contemplS por un rato. Al fin dijo: - Creo que no vamos a discutir los asuntos legales de la Mitsubishi Denshi Company. Eso era un chiste. Richard Noonan sonriS de inmediato. - ¡Como quiera! Estaba endemoniadamente incSmodo allM sentado; ademAs los pies no le llegaban al suelo. - Siento decirle, Richard, que su informe ha causado una impresiSn muy favorable allA arriba. - Hum - murmurS Noonan, mientras pensaba: "AquM viene" - Estaban por recomendarlo para una condecoraciSn - prosiguiS el seYAor Lemehen -. Sin embargo los convencM de que esperaran un poco. Y yo tenMa razSn. AbandonS con esfuerzo la contemplaciSn de sus diez dedos y levantS los ojos hacia Noonan. - Usted se preguntarA por quI me comportI con tanta cautela. - Probablemente tenMa sus motivos - dijo Noonan, inexpresivamente. - En efecto. ¿CuAles son los resultados de su informe, Richard? La banda del Metropole estA liquidada; gracias a sus esfuerzos. La banda de la Flor Verde fue apresada con las manos en la masa; brillante trabajo, tambiIn suyo, Quasimodo, los MZsicos Vagabundos y todas las otras bandas, no recuerdo cSmo se llaman, se desmembraron porque sabMan que el baile se habMa terminado y que cualquier dMa los iban a atrapar. Todo esto es cierto; lo hemos verificado por otras fuentes. El campo de batalla estA despejado. La victoria es suya, Richard. El enemigo se retirS en desbandada, sufriendo grandes pIrdidas. ¿Es correcto lo que digo? - En todo caso - dijo Noonan, cauteloso -, en los Zltimos tres meses ha cesado la pIrdida de materiales de la Zona a travIs de Harmont. Al menos, segZn las informaciones que tengo. - El enemigo se ha retirado, ¿verdad? - Bueno, si prefiere esa metAfora, sM. - ¡No! El asunto es que este enemigo jamAs se retira. Lo sI sin lugar a dudas. Al apresurarse a presentar un informe de victoria, Richard, usted ha demostrado falta de madurez. Por eso sugerM que esperaran antes de darle una recompensa. "Vete al diablo, tZ y tus recompensas", pensS Noonan, balanceando el pie y observando ceYAudo el zapato brillante, "¡MItete las recompensas en las telaraYAas del desvAn! No me falta mAs que escuchar tus conferencias. SI perfectamente con quiIn trato sin necesidad de que me lo digas. No vengas a hablarme del enemigo. Dime, simplemente cuAndo, dSnde y cSmo me equivoquI, quI han robado esos hijos de puta, dSnde y cSmo fallaron la forma de pasar. Y sin tantas pavadas, que no soy un novato; tengo mAs de medio siglo encima y no estoy aquM sentado para oMrte hablar de Srdenes y decoraciones estZpidas." - ¿QuI sabe usted de la Bola Dorada? - preguntS sZbitamente el seYAor Lemehen. "Dios, quI tiene que ver la Bola Dorada con todo esto". pensS Noonan, irritado. "Por quI no te irAs al diablo con tus enfoques indirectos." - La Bola Dorada es una leyenda - informS, en tono aburrido -. Un artefacto mMtico localizado en la Zona, con la forma de una pelota de oro, que concede deseos a los hombres. - ¿Cualquier deseo? - SegZn la versiSn canSnica de la leyenda, cualquier deseo. Sin embargo, hay versiones distintas. - De acuerdo. ¿QuI sabe de las lAmparas de la muerte? - Hace ocho aYAos, un merodeador llamado Stefan Norman, alias Cuatro-ojos, trajo de la Zona un aparato que, hasta donde se puede juzgar, era algZn tipo de emisor de rayos fatales para los organismos terrMcolas. Este Cuatro-ojos ofreciS el aparato al Instituto, pero no se pusieron de acuerdo en cuanto al precio. Cuatro-ojos volviS a entrar a la Zona y jamAs regresS. Se ignora el paradero actual del aparato. La gente del Instituto sigue tirAndose de los pelos por ese asunto. Hugh (el del Metropole, usted lo conoce) ofrece por Il cualquier suma que se pueda escribir en un cheque. - ¿Es todo? - preguntS el seYAor Lemehen. - Es todo. Noonan paseaba descaradamente la vista por la habitaciSn. Era aburrida; no habMa nada para mirar. - Muy bien. ¿Y quI sabe de los ojos de la langosta? - ¿QuI clase de ojos? - Ojos de langosta. LangpAtas, ¿entiende? isas que tienen pinzas - explicS Lemchen, moviendo los dedos como si fueran tenazas. - Nunca los oM nombrar - respondiS Noonan, frunciendo el ceYAo. - ¿Y de las servilletas castaYAeteantes? Noonan se bajS del escritorio para erguirse frente a Lemehen con las manos en los bolsillos. - No sI nada de ellas. ¿Y usted? - Yo tampoco, por desgracia; ni sobre las servilletas castaYAeteantes ni sobre los ojos de langosta. Pero existen. - ¿En mi Zona? - SiIntese, siIntese - indicS el seYAor Lemehen, agitando la mano -, ReciIn empezamos la charla. SiIntese. Noonan dio la vuelta al escri