lanzÑ en una serie de insultos, jadeos y protestas, para acabar con un ataque de tos. Redrick no contestÑ; no tenÌa tiempo ni fuerzas para tranquilizar a Cuervo, pues iba a toda velocidad. QuerÌa terminar lo antes posible y dormir por lo menos una hora antes de acudir a la cita en el Metropole. VirÑ en la calle 17, siguiÑ dos cuadras y estacionÑ frente a una casa particular de dos plantas, de color gris. Fue el mismo Matasanos quien abriÑ la puerta. Acababa de levantarse e iba camino al baßo, vestido con una lujosa bata de flecos dorados; llevaba en un vaso los dientes postizos; tenÌa el pelo despeinado y grandes cÌrculos oscuros bajo los ojos. - ¡Ah, Red! ¿CÑmo estÀs? - Ponte los dientes y vamos. - AjÀ. Le seßalÑ la sala de espera con un gesto de la cabeza y saliÑ corriendo hacia el baßo, chancleteando con sus pantuflas persas. Desde allÌ preguntÑ: - ¿QuiÈn fue? - Burbridge. - ¿QuÈ tiene? - Las... piernas. Redrick oyÑ correr el agua; hubo resoplidos, chapoteos; algo cayÑ y rodÑ por el piso de mosaicos del baßo. Se dejÑ caer en un sillÑn, exhausto, y encendiÑ un cigarrillo. La sala de espera parecÌa muy agradable. El Matasanos no escatimaba en gastos; era un cirujano muy competente y promocionado, con mucha influencia en los cÌrculos mÈdicos, tanto de la ciudad como del Estado. Si se habla mezclado con los merodeadores, no era por el dinero, naturalmente, sino por los diversos tipos de objetos robados en la Zona que utilizaba en sus investigaciones. ObtenÌa nuevos conocimientos en el estudio de los merodeadores accidentales y de las diversas enfermedades, mutilaciones y traumas del cuerpo humano desconocidos hasta entonces. AdemÀs ganaba gloria y fama como Çnico mÈdico del planeta especializado en afecciones no humanas. Por otra parte no le hacÌa asco al dinero, y en grandes cantidades menos todavÌa. - ¿QuÈ es lo que le pasa en las piernas, especÌficamente? - preguntÑ, saliendo del bajo con un toallÑn al cuello, con una esquina del cual se secaba cuidadosamente los sensibles dedos. - CayÑ en la jalea. El Matasanos soltÑ un silbido. - Bueno, se acabÑ Burbridge. QuÈ pena; era un merodeador famoso. - No importa - observÑ Redrick, recostÀndose en el sillÑn -, le harÀs piernas artificiales y con ellas podrÀ volver a la Zona. - De acuerdo. El Matasanos puso cara de profesional dedicado a lo suyo y agregÑ: - Un momento, voy a vestirme. Mientras se vestÌa hizo un llamado, probablemente a su clÌnica para que prepararan todo a fin de operar. Entre tanto, Redrick seguÌa inmÑvil en la silla, fumando. SÑlo se moviÑ una vez, para sacar su petaca. BebiÑ pequeßos sorbos, porque sÑlo quedaba un poquito en el fondo. TratÑ de no pensar en nada, de esperar, simplemente. DespuÈs fueron hasta el coche; Redrick ocupÑ el asiento del conductor y el Matasanos se sentÑ junto a Èl. Inmediatamente se inclinÑ hacia el asiento trasero para palpar las piernas de Burbridge. èste, sumiso e intimidado, murmurÑ patÈticamente, prometiendo cubrirlo de oro, hablando una y otra vez de su difunta esposa y de sus hijos, rogÀndole que le salvara por lo menos las rodillas. Cuando llegaron a la clÌnica el Matasanos estallÑ en maldiciones al ver que no habÌa enfermeros esperÀndolos a la entrada; saltÑ del coche antes de que Èste se detuviera y corriÑ hacia el interior. Redrick encendiÑ otro cigarrillo. Burbridge hablÑ sÇbitamente, con claridad y calma, en completa calma, al fin, segÇn parecÌa: - Quisiste matarme. No lo olvidarÈ. - Pero no te matÈ - replicÑ Redrick. - No, no me mataste. Hubo una pausa. Al cabo Burbridge agregÑ: - Eso tambiÈn lo recordarÈ. - AjÀ. Claro, tÇ no habrÌas tratado de matarme - observÑ Red, volviÈndose para mirarlo -. Me habrÌas abandonado allÌ, sin mÀs. Me habrÌas dejado en la Zona. Me habrÌas tirado al agua, como a Cuatro-Ojos. El viejo movÌa nerviosamente los labios. Al fin dijo, sombrÌo: - Cuatro-Ojos se matÑ solo. Yo no tuve nada que ver con eso. - Hijo de puta - repuso Redrick tranquilamente, dÀndole la espalda -. GrandÌsimo hijo de puta. Los enfermeros, soßolientos y arrugados, corrieron hacia la entrada, desplegando la camilla por el trayecto. Redrick se desperezÑ y bostezÑ, mientras ellos extraÌan trabajosamente a Burbridge del asiento trasero y lo tendÌan en la camilla. El viejo se mantuvo inmÑvil, con las manos unidas sobre el pecho, mirando al cielo con resignaciÑn. Sus enormes pies, cruelmente carcomidos por la jalea, estaban vueltos hacia afuera de un modo extraßo. Era el Çltimo de los viejos merodeadores que habÌan comenzado a buscar tesoros inmediatamente despuÈs de la VisitaciÑn, cuando la Zona no se llamaba todavÌa Zona, cuando no habÌa institutos, ni muros, ni fuerzas de las Naciones Unidas, cuando la ciudad estaba petrificada por el terror y el mundo disfrutaba secretamente de las mentiras inventadas por los periÑdicos. En aquella Època Redrick tenÌa sÑlo diez aßos; Burbridge era aÇn fuerte y Àgil; le gustaba beber cuando pagaba otro, alborotar, arrinconar a las muchachas desprevenidas. No se interesaba en absoluto por sus propios hijos; aun entonces era un lindo hijo de puta; cuando estaba borracho castigaba a su mujer, con repugnante placer, ruidosamente, para que todos lo supieran. Y siguiÑ pegÀndole hasta que ella muriÑ. Redrick dio la vuelta con el coche y volÑ hacia su casa, sin prestar atenciÑn a los semÀforos, virando en las esquinas en Àngulos cerrados y alertando con la bocina a los pocos peatones que encontraba. EstacionÑ frente al garaje. Al salir vio que el encargado se acercaba a Èl desde el parquecito; el tipo estaba medio indispuesto como de costumbre, y su cara fruncida, sus ojos hinchados, expresaban un profundo disgusto, como si no caminara sobre el suelo, sino sobre estiÈrcol lÌquido. - Buenos dÌas - dijo cortÈsmente Redrick. El encargado se detuvo a medio metro de Èl, apuntando el pulgar hacia atrÀs por sobre el hombro. - ¿Eso es obra suya? - PreguntÑ. Sin duda eran las primeras palabras que pronunciaba en el dÌa. - ¿De quÈ me habla? - De las hamacas. ¿Fue usted el que las colgÑ? - SÌ. - ¿Para quÈ? Redrick, sin responder, fue a abrir la puerta del garaje. El encargado lo siguiÑ. - Le preguntÈ por quÈ colgÑ esas hamacas. ¿QuiÈn se lo pidiÑ? - Mi hija - respondiÑ Èl, tranquilamente, mientras hacia correr la puerta hacia atrÀs. - No le estoy preguntando por su hija - exclamÑ el otro, alzando la voz -. èsa es otra cuestiÑn. Le pregunto quiÈn le dio permiso. QuiÈn le dejÑ adueßarse del parque. Redrick se volviÑ hacia Èl y le mirÑ fijamente el puente de la nariz, pÀlido y surcado de venas ramificadas. El encargado dio un paso atrÀs y dijo, mÀs aplacado: - AdemÀs no ha pintado la terraza, CuÀntas veces tengo que decirle que... - No me moleste. No pienso mudarme. VolviÑ a subir al jeep y puso el motor en marcha. Al tomar el volante vio que tenÌa los nudillos muy blancos. Entonces se asomÑ por la ventanilla y dijo, ya sin poder dominarse: - Pero si me obligan a mudarme serÀ mejor que rece, miserable. MetiÑ el coche en el garaje, encendiÑ la luz y cerrÑ la puerta. DespuÈs sacÑ el botÌn del tanque falso, acomodÑ el vehÌculo, puso la bolsa en un viejo cesto de mimbre, puso arriba de todo el aparejo de pesca, todavÌa hÇmedo y cubierto de pasto y hojas, y finalmente agregÑ el pescado que Burbridge habÌa comprado por la noche en un negocio de los suburbios. Finalmente volviÑ a revisar el auto. Por pura costumbre. Una colilla aplastada se habÌa pegado al paragolpes trasero, hacia la derecha. Redrick la quitÑ; era de cigarrillos suecos. DespuÈs de pensarlo un momento la guardÑ en la caja de fÑsforos. Ya tenÌa tres colillas allÌ. No encontrÑ a nadie al subir las escaleras. Se detuvo ante su puerta, pero Èsta se abriÑ de par en par sin darle tiempo a sacar las llaves. EntrÑ de costado, sujetando el pesado cesto bajo el brazo, y se sumergiÑ en la calidez, en los olores familiares del hogar. Guta le echÑ los brazos al cuello y se quedÑ inmÑvil, con la cara apoyada contra su pecho. Redrick sintiÑ que el corazÑn de su mujer palpitaba locamente, aun a travÈs del mameluco y de la camisa gruesa. No la apresurÑ; esperÑ, pacientemente, a que ella se calmara, aunque por primera vez se daba cuenta de lo cansado que estaba. - Bueno - dijo ella al rato, con voz baja y ronca. Lo soltÑ y fue a la cocina, encendiendo al pasar la luz de la entrada. - En un minuto te prepararÈ el cafÈ - dijo desde adentro. - Traje un poco de pescado - replicÑ Èl, fingiendo un tono liviano y alegre -. ¿Por quÈ no lo frÌes? Estoy muerto de hambre. Ella volviÑ, con la cara oculta tras el pelo suelto. Redrick dejÑ el canasto en el suelo, la ayudÑ a sacar la red con el pescado y llevarla hasta la cocina, para echar el pescado en la pileta. - Ve a lavarte - dijo Guta -. Cuando termines el pescado ya estarÀ listo. - ¿CÑmo estÀ Monita? - pregunta Èl, quitÀndose las botas. - Se pasÑ la tarde parloteando. Apenas conseguÌ acostarla. No deja de preguntar dÑnde estÀ papÀ, dÑnde estÀ papÀ. No puede vivir sin su papÀ. Se movÌa con celeridad y gracia por la cocina, fuerte y silenciosa. HervÌa el agua en la cacerola, sobre el fuego, y las escamas volaban bajo el cuchillo; la manteca chirriaba ya en la cacerola grande; el aire estaba impregnado con el regocijante aroma del cafÈ reciÈn preparado. Redrick caminÑ descalzo hasta el vestÌbulo y recogiÑ el canasto para llevarlo a la despensa. DespuÈs mirÑ hacia el dormitorio. Monita dormÌa pacÌficamente, con la sÀbana arrugada colgando hasta el suelo y el camisÑn enroscado. Era tibia y suave como un animalito que respiraba profundamente. Redrick no pudo resistir la tentaciÑn de acariciarle la espalda cubierta de cÀlido pelaje dorado; por milÈsima vez se maravillÑ ante el espesor y la suavidad de aquella piel. HabrÌa querido levantarla, pero tenÌa miedo de despertarla; ademÀs estaba asquerosamente sucio, empapado de muerte, de Zona. VolviÑ a la cocina y se sentÑ a la mesa. - SÌrveme una taza de cafÈ. Me lavarÈ despuÈs. Sobre la mesa estaba la correspondencia de la tarde: "La Gaceta de Harmont", "Deportes", "Playboy" (de revistas habÌa una verdadera pila), y el grueso volumen de tapas grises: los "Informes del Instituto Internacional de Culturas Extraterrestres", nÇmero 56. Redrick tomÑ la jarrita de cafÈ humeante que le tendÌa Guta y tomÑ los Informes. Marcas y sÌmbolos, una especie de cianotipos y fotografÌas de objetos conocidos, tomadas desde Àngulos raros. Otro artÌculo pÑstumo de Kirill: "Una inesperada propiedad de la Trampa MagnÈtica Tipo 77B". El apellido Panov estaba recuadrado en negro; debajo, en letras muy pequeßas, decÌa: Doctor Kirill A. Panov, URSS, trÀgicamente fallecido durante un experimento, en abril de 19.. Redrick arrojÑ el diario a un lado, sorbiÑ un poco de cafÈ, quemÀndose la boca, y preguntÑ: - ¿Vino alguien? Hubo una ligera pausa. Guta estaba de pie ante la cocina. - Estuvo Gutalin - respondiÑ finalmente -. Vino borracho como una cuba; lo despertÈ un poco. - ¿Y Monita? - No querÌa dejarlo ir, por supuesto. EmpezÑ a gritar. Pero le dije que el tÌo Gutalin no se sentÌa muy bien, entonces me dijo: "Gutalin estÀ otra vez todo roto". Redrick se echÑ a reÌr y tomÑ otro sorbo. DespuÈs preguntÑ otra cosa. - ¿Y los vecinos? Guta volviÑ a vacilar antes de responder. - Como siempre - dijo. - Bueno, no me cuentes. - ¡Bah! - exclamÑ ella, agitando la mano en seßal de disgusto -. La mujer de abajo me golpeÑ la puerta, anoche. Tenia los ojos desorbitados; tartamudeaba del enojo, quÈ por que serruchamos en el baßo en medio de la noche. - Esa vieja puta peligrosa - dijo Redrick, entre dientes -. Oye, ¿no serÌa mejor que nos mudÀramos? ¿Que comprÀramos una casa en el campo, donde no haya nadie, alguna cabaßa vieja, abandonada? - ¿Y Monita? - Dios mÌo, ¿no crees que nosotros dos nos bastarÌamos para hacerla feliz? Guta meneÑ la cabeza. - A ella le encantan los chicos. Y los chicos la adoran. No es culpa de ellos que... - No, no es culpa de ellos. - No vale la pena hablar de eso. Alguien te llamÑ. No dejÑ mensaje. Le dije que habÌas salido a pescar. - Redrick dejÑ la jarrita y se levantÑ. - Okey. Me voy a baßar. Tengo un montÑn de cosas que hacer. Se encerrÑ en el baßo, arrojÑ las ropas al balde y colocÑ en el estante las manoplas de bronce, el resto de las tuercas y los tornillos y los cigarrillos. PasÑ largo rato girando bajo el agua hirviente, frotÀndose el cuerpo con una esponja Àspera hasta que le quedÑ rojo brillante. DespuÈs cerrÑ la ducha y se sentÑ en el borde de la baßera, fumando. Las caßerÌas borboteaban; Guta hacÌa ruido de platos en la cocina. En seguida se sintiÑ olor a pescado frito. Guta llamÑ a la puerta; le traÌa ropa interior limpia. - ApÇrate - indicÑ -. El pescado se estÀ enfriando. Ya habÌa vuelto a su estado normal... y a sus modales autoritarios. Redrick riÑ entre dientes mientras se vestÌa, es decir, mientras se ponÌa los calzoncillos y la camiseta para ir a la mesa. - Ahora puedo comer - dijo, sentÀndose a la mesa. - ¿Pusiste la ropa interior en el balde? - AjÀ - respondiÑ Èl, con la boca llena -. QuÈ pescado rico. - ¿Le pusiste agua? - Nooo, lo siento, seßor; no lo harÈ mÀs, seßor. ¿Quieres sentarte y quedarte quieta? ¡Bueno, no! La tomÑ por la mano y tratÑ de atraerla hasta sus rodillas, pero ella se apartÑ y tomÑ asiento frente a Èl. - EstÀs descuidando a tu marido - observÑ Èl, otra vez con la boca llena - ¿Te sientes demasiado remilgada? - Lindo marido tengo en este momento. Eres una bolsa vacÌa, no un marido. Primero hay que llenarte. - ¿Y si pudiera? - preguntÑ Redrick -. A veces pasan milagros, ¿sabes? - Nunca he visto milagros como ese. ¿Quieres una copa? Redrick, indeciso, jugueteÑ con el tenedor. - No, gracias. En seguida mirÑ el reloj y se levantÑ. - Me voy. PrepÀrame el traje bueno. Tengo que estar bien presentable. Camisa y corbata. Fue a la despensa, disfrutando la sensaciÑn del piso fresco bajo los pies descalzos y limpios, y cerrÑ la puerta; en seguida empezÑ a poner sobre la mesa el botÌn que habÌa traÌdo. Dos vacÌos. Una caja de alfileres. Nueve pilas. Tres brazaletes. Una especie de argolla parecida a los brazaletes, pero mÀs liviana y dos centÌmetros mÀs ancha, de metal blanco. DiecisÈis gotitas negras en envase de polietileno. Dos esponjas maravillosas conservadas, del tamaßo de un pußo. Tres picapicas. Una jarra de arcilla carbonatada. TodavÌa quedaba en la bolsa un recipiente de porcelana gruesa, cuidadosamente envuelto en fibra de vidrio, pero Redrick no lo tocÑ. SiguiÑ fumando mientras examinaba las riquezas esparcidas sobre la mesa. DespuÈs abriÑ un cajÑn y sacÑ una hoja de papel, un cabo de lÀpiz y una calculadora. CorriÑ el cigarrillo hasta la comisura de los labios y escribiÑ nÇmero tras nÇmero, bizqueando a causa del humo, hasta formar tres columnas. SumÑ las dos primeras; las cifras eran impresionantes. DejÑ la colilla en un cenicero y abriÑ cuidadosamente la caja, para esparcir los alfileres en la hoja de papel. èstos, bajo la luz elÈctrica, eran ligeramente azulados, a veces salpicados con otros colores: amarillo, verde y rojo. TomÑ uno y lo apretÑ cuidadosamente entre el pulgar y el Ìndice, con prudencia, para no pincharse. ApagÑ la luz y aguardÑ un momento, mientras se acostumbraba a la oscuridad. Pero el alfiler permaneciÑ en silencio. Lo dejÑ y tomÑ otro, para apretarlo tambiÈn. Nada. ApretÑ. un poco mÀs, arriesgÀndose al pinchazo, y el alfiler hablÑ: dÈbiles relampagueos rojos corrieron por Èl; sÇbitamente fueron reemplazados por pulsaciones verdes mÀs lentas. Redrick disfrutÑ por un rato de ese extraßo juego de luces. Los Informes decÌan que tal vez esas luces significaran algo, quizÀ muy importante. Lo dejÑ aparte y tomÑ otro. AsÌ probÑ setenta y tres alfileres, de los cuales doce hablaban. El resto guardaba silencio. En realidad tambiÈn Èsos podÌan hablar, pero hacia falta una mÀquina especial, del tamaßo de una mesa; con los dedos no bastaba. Redrick encendiÑ la luz y agregÑ dos nÇmeros mÀs a su lista. Y sÑlo entonces decidiÑ hacerlo. MetiÑ las dos manos en la bolsa y, conteniendo el aliento, sacÑ un paquete suave que dejÑ sobre la mesa. Lo contemplÑ largo rato, frotÀndose pensativamente la barbilla con el dorso de la mano. Al fin recogiÑ el lÀpiz, jugueteÑ con Èl entre los dedos torpes, enfundados en goma, y volviÑ a dejarlos. TomÑ otro cigarrillo y lo fumÑ hasta el final sin quitar los ojos del paquete. - ¡QuÈ diablos! - dijo al fin en voz alta, mientras volvÌa a guardar, el paquete en la bolsa con gesto decidido -. Ya estÀ. Basta. JuntÑ rÀpidamente todos los alfileres para guardarlos en la caja y volviÑ a levantarse. Era hora de salir. Con media hora de sueßo tal vez se le despejara la mente, pero por otra parte era tal vez mucho mejor llegar allÀ temprano y ver cÑmo estaba la situaciÑn. Se quitÑ los guantes, colgÑ el delantal y saliÑ de la despensa sin apagar la luz. Su traje ya estaba listo, extendido sobre la cama. Redrick se vistiÑ. Mientras se anudaba la corbata frente al espejo el suelo crujiÑ tras Èl; oyÑ una respiraciÑn pesada e hizo un gesto para no echarse a reÌr. - ¡Ja! - gritÑ una vocecita junto a Èl. Algo le agarrÑ la pierna. - ¡Oh, oh! - exclamÑ Redrick, cayendo hacia atrÀs, sobre la cama. Monita, riendo y chillando, trepÑ inmediatamente sobre Èl. Lo pisoteÑ, le tirÑ del pelo y lo anegÑ con un interminable chorro de noticias. Willy, el hijo del vecino, le habÌa arrancado una pierna a su mußequita. HabÌa un gatito nuevo en el tercer piso, todo blanco y de ojos colorados; tal vez no habÌa hecho caso a la mamÀ y se habÌa metido en la Zona. HabÌa cenado gachas de avena y jalea. TÌo Gutalin estaba otra vez todo roto y enfermo; hasta lloraba. ¿Y por quÈ no se ahogan los peces que viven en el agua? ¿Por quÈ no habÌa dormido mamÀ en toda la noche? ¿Por quÈ tenemos cinco dedos y sÑlo dos manos y nada mÀs que una nariz? Redrick abrazÑ cautelosamente a aquella criatura cÀlida que trepaba por Èl; mirÑ aquellos ojos enormes y oscuros, sin parte blanca, y frotÑ la mejilla contra la otra mejilla regordete, cubierta de sedoso pelaje dorado. - Monita. Mi Monita. Mi dulce y pequeßa Monita, tÇ. El telÈfono sonÑ junto a su oÌdo. LevantÑ el tubo. - Escucho. Silencio. - ¡Hola! ¡Hola! No hubo respuesta. Se oyÑ un chasquido y despuÈs tonos cortos y repetidos. Redrick se levantÑ, dejÑ a Monita en el suelo y se puso la chaqueta y los pantalones, sin prestarle mÀs atenciÑn. Monita charlaba sin cesar, pero Èl se limitÑ a sonreÌr mecÀnicamente, con gesto distraÌdo. Al fin ella anunciÑ que papÀ se habÌa tragado la lengua y lo dejÑ en paz. Redrick volviÑ a la despensa, puso en un portafolios todo lo que habÌa sobre la mesa y fue al baßo a buscar sus manoplas de bronce; volviÑ a la despensa, tomÑ el portafolios en una mano y el cesto con la bolsa en la otra; saliÑ, cerrÑ con llave y llamÑ a Guta. - Me voy. - ¿CuÀndo vuelves? - preguntÑ Guta, saliendo de la cocina. Se habÌa arreglado el pelo y estaba maquillada. TambiÈn habÌa cambiado la bata por un vestido de entrecasa, el favorito de Red: uno de escote bajo, de color azul brillante. - Te llamarÈ - respondiÑ Èl, observÀndola. Se le acercÑ y la besÑ en el escote. - SerÀ mejor que te vayas - dijo ella, suavemente. - ¿Y yo? ¿Un beso? - gimiÑ Monita, metiÈndose entre los dos. èl tuvo que inclinarse mÀs aÇn. Guta lo miraba fijamente. - TonterÌas - dijo Red -. No te preocupes. Te llamarÈ. En el rellano, un piso mÀs abajo, vio que un gordo en pijama a rayas luchaba con la cerradura de su puerta. De las profundidades de su departamento llegaba un olor cÀlido y agrio. Redrick se detuvo. - Buen dÌa. El gordo lo mirÑ cautelosamente por sobre el hombro rollizo, murmurando algo. - Anoche vino su esposa - dijo Redrick -. No sÈ quÈ dijo de que serruchÀbamos. Debe haber un malentendido. - ¿Y a mÌ quÈ? - dijo el del pijama. - Anoche mi esposa estaba lavando la ropa - prosiguiÑ Red -. Si los molestamos, le pido disculpas. - Yo no dije nada. Haga lo que quiera. - Bueno, me alegro. Redrick saliÑ, fue al garaje, puso el canasto con la bolsa en el rincÑn y lo cubriÑ con un asiento viejo. DespuÈs observÑ su obra y saliÑ a la calle. No tuvo que caminar mucho: dos cuadras hasta la plaza, cruzar despuÈs el parque y caminar otra cuadra hasta el Boulevard Central. Frente al Metropole, como de costumbre, habÌa una brillante hilera de coches con brillo de lava y cromados. Los porteros, de uniformes morados, entraban maletas al hotel; habÌa tambiÈn gente de aspecto extranjero, en grupos de a dos o tres, fumando y conversando sobre los escalones de mÀrmol. Redrick decidiÑ no entrar todavÌa. Se puso cÑmodo bajo el toldo del pequeßo bar de enfrente; pidiÑ cafÈ y encendiÑ un cigarrillo. A medio metro de su mesa habÌa dos agentes secretos de la fuerza de policÌa internacional; comÌan a toda prisa salchichas asadas al estilo Harmont y bebÌan cerveza en grandes vasos de vidrio. Del otro lado, a unos tres metros, un sargento sombrÌo devoraba papas fritas, con el tenedor apretado en el pußo; habÌa dejado el casco azul junto a la silla, invertido, y la pistolera colgada en el respaldo del asiento. No habÌa mÀs clientes que Èsos. La camarera, una mujer de cierta edad a quien Redrick no conocÌa, bostezaba tras el mostrador, cubriÈndose delicadamente la boca pintada. Eran las nueve menos veinte. Redrick vio que Richard Noonan salÌa del hotel masticando algo y acomodÀndose el sombrero suave. Bajaba enÈrgicamente los escalones, rosado, bajito y regordete, siempre afortunado, bien vestido, reciÈn baßado y seguro de que el dÌa no le acarrearÌa disgustos. Se despidiÑ de alguien con un ademÀn, se echÑ el impermeable sobre el hombro izquierdo y avanzÑ hacia su Peugeot. El Peugeot de Dick tambiÈn era regordete, bajito, reciÈn lavado y seguro, al parecer, de que el dÌa no le acarrearÌa disgustos. Redrick se cubriÑ a cara con la mano para observar a Noonan, que subiÑ apresuradamente, se acomodÑ en el asiento delantero y pasÈ algo al de atrÀs; en seguida lo vio inclinarse para recoger algo y ajustar el espejo retrovisor. El Peugeot expeliÑ una nube de humo azul, tocÑ la bocina para alertar a un africano que vestÌa su traje tÌpico y bajÑ garbosamente hacia la calle. Al parecer iba hacia el Instituto, para lo cual tendrÌa que virar alrededor de la fuente y pasar por el cafÈ. Ya era demasiado tarde para marcharse, de modo que Redrick se cubriÑ completamente la cara y se inclinÑ sobre la taza. No sirviÑ de nada. El Peugeot hizo sonar la bocina en su mismo oÌdo, chirriaron los frenos y la voz alegre de Noonan llamÑ: - ¡Eh, Schuhart! ¡Red! Redrick lanzÑ un juramento en voz baja y levantÑ los ojos. Noonan venÌa hacia Èl con la mano extendida, sonriente. - ¿QuÈ estÀs haciendo aquÌ a estas horas de la madrugada? - le dijo al acercarse. Y agregÑ, volviÈndose a la camarera: - Gracias, seßora, no voy a pedir nada. Hace mil aßos que no te veo, hombre. ¿DÑnde estabas? ¿En quÈ andas? - En nada especial - respondiÑ Redrick, a desgano -. Cosas sin importancia. Noonan se instalÑ en la silla opuesta, apartÑ hacia un lado el vaso con las servilletas y hacia otro el plato de sÀndwiches, y se lanzÑ en su chÀchara. - Te veo un poco pÀlido. ¿No duermes bien? Te dirÈ que Çltimamente estoy muy ocupado con estos nuevos equipos automÀticos, pero no dejo de dormir lo necesario, eso sÌ que no. Los automÀticos se pueden ir al cuerno. De pronto echÑ una mirada a su alrededor y agregÑ: - Perdona, a lo mejor esperas a alguien. ¿Te interrumpo? ¿Molesto? - No, no - dijo mansamente Redrick -. TenÌa un poco de tiempo libre y se me ocurriÑ tomar un cafÈ, eso es todo. - Bueno, no voy a demorarte mucho - dijo Dick, mirando la hora -. Oye, Red, ¿por quÈ no dejas esas cosas sin importancia y vuelves al Instituto? Sabes que te aceptarÌan cuando quisieras. ¿Quieres trabajar con otro ruso? Hay uno nuevo. Red meneÑ la cabeza. - No, no ha nacido quien se parezca a Kirill. AdemÀs no tengo nada que hacer en tu Instituto. Ahora es todo automÀtico; tienen robots que van a la Zona y son esos robots los que cobran todas las bonificaciones, a los ayudantes de laboratorio les pagan chauchas y palitos. No me alcanzarÌa ni para cigarrillos. - Todo eso se puede arreglar. - No quiero que nadie me arregle nada, me las he compuesto solo toda la vida y pienso seguir asÌ. - Te has vuelto muy orgulloso - observÑ Noonan, con tono de acusaciÑn. - No, nada de eso, pero no me gusta contar los centavitos. - Creo que tienes razÑn - dijo el otro distraÌdo. MirÑ el portafolios de Redrick, que estaba en la silla de al lado, y frotÑ la plaquita de plata con letras cirÌlicas impresas. - Tienes razÑn - reconociÑ -, hace faltar tener plata para no estar preocupÀndose siempre por ella. ¿èste es regalo de Kirill? - Lo recibÌ en herencia. ¿CÑmo es que ya no te veo por el Borscht? - Eres tÇ el que no va - contraatacÑ Noonan -. Yo almuerzo allÌ casi todos los dÌas. En el Metropole cobran un ojo de la cara por una simple hamburguesa. De pronto agregÑ: - Oye, ¿cÑmo andas de dinero? - ¿Quieres un prÈstamo? - No, precisamente lo contrario. - ¿Quieres prestarme dinero? - Tengo trabajo. - ¡Oh, Dios! - exclamÑ Redrick -. ¡TÇ tambiÈn! - ¿QuiÈn mÀs? - preguntÑ Noonan. - Hay montones de... contratistas. Noonan, como si al fin hubiera comprendido, se echÑ a reÌr. - No, no se trata de tu especialidad. - ¿De quÈ, entonces? Noonan volviÑ a mirar el reloj. - Hagamos una cosa - dijo, levantÀndose -. Ven a almorzar al Borscht, a eso de las dos, y hablaremos. - Tal vez no haya terminado a esa hora. - Entonces esta tarde, a eso de las seis. ¿De acuerdo? - Veremos - dijo Redrick, mirando la hora a su vez. Eran las nueve menos cinco. Noonan lo saludÑ con la mano y volviÑ a su Peugeot. Redrick lo siguiÑ con la vista, llamÑ a la camarera, pagÑ la cuenta y comprÑ un atado de Lucky Strike; despuÈs se dirigiÑ lentamente hacia el hotel, con su portafolios. El sol ya quemaba; la calle se habÌa puesto rÀpidamente sofocante. SintiÑ una sensaciÑn de quemadura bajo los pÀrpados. ParpadeÑ con fuerza; era una lÀstima no haber dormido una hora antes de atender aquel asunto. Y en ese momento ocurriÑ. Nunca habÌa experimentado algo asÌ fuera de la Zona. Y en la Zona misma, sÑlo dos o tres veces. TenÌa la impresiÑn de estar en un mundo distinto. Un millÑn de olores se precipitÑ bruscamente sobre Èl: Àsperos, dulces, metÀlicos, suaves, peligrosos, rudos como adoquines, delicados y complejos como mecanismos de relojerÌa, enormes como casas y diminutos como partÌculas de polvo. El aire se tornÑ duro, echÑ filos, esquinas y superficie, mientras el espacio se llenaba de enormes globos rÌgidos, pirÀmides resbalosas, gigantescos cristales espinosos. Y Èl tenla que avanzar a travÈs de todo aquello, abriÈndose camino en sueßos, como por un negocio de compraventa lleno de muebles viejos y feos. DurÑ sÑlo un instante. AbriÑ los ojos y todo habÌa desaparecido. No era un mundo distinto: era este mismo mundo que le mostraba una faz desconocida. Esa faz le era revelada por un segundo antes de desaparecer, sin que tuviera tiempo para comprenderla. Se oyÑ un bocinazo colÈrico; Redrick caminÑ mÀs y mÀs rÀpido, hasta echar a correr en direcciÑn al muro del Metropole. El corazÑn le palpitaba enloquecido. DejÑ el portafolios en la acera y abriÑ, impaciente, el atado de cigarrillos. EncendiÑ uno, aspirÑ profundamente y descansÑ, como si acabara de librar una pelea. Un policÌa se detuvo junto a Èl, preguntando: - ¿Necesita ayuda, don? - N... no - logrÑ pronunciar Redrick, y tosiÑ -. Es que hace un calor sofocante. - ¿Puedo llevarlo a alguna parte? Redrick recogiÑ el portafolios. - Todo estÀ bien, muy bien, amigo. Gracias. Se dirigiÑ rÀpidamente hacia la entrada, subiÑ los peldaßos y entrÑ al vestÌbulo; era fresco, oscuro y resonante. Le habrÌa gustado sentarse un rato en una de esas voluminosas sillas de cuero hasta recobrar el aliento, pero ya era tarde. Se permitiÑ acabar el cigarrillo mientras observaba a la multitud con los ojos entornados. AhÌ estaba Huesos, hojeando irritado las revistas del puesto. Redrick arrojÑ la colilla al cenicero y se acercÑ al ascensor. No logrÑ cerrar la puerta a tiempo; subieron otros amontonÀndose en el interior: un hombre gordo que respiraba como si fuera asmÀtico; una seßora muy perfumada con un muchachito grußÑn que comÌa chocolate; una anciana corpulenta, de barbilla mal afeitada. Redrick quedÑ apretado en un rincÑn. CerrÑ los ojos, tratando de olvidar al nißo, su cara era fresca y limpia, sin un solo vello. Y tratÑ tambiÈn de olvidar a la madre, que chorreaba saliva con chocolate por la barbilla; cuyo seno huesudo estaba embellecido por un collar hecho de grandes gotitas negras engarzadas en plata. Y el abultado, esclerÑtica blanco de los ojos del gordo, y las desagradables verrugas de la cara hinchada de la vieja. El gordo tratÑ de encender un cigarrillo, pero la vieja iniciÑ un ataque contra Èl que siguiÑ hasta el piso quinto, donde se bajÑ. En cuanto ella hubo desaparecido, el gordo encendiÑ un cigarrillo con cara de quien defiende sus derechos civiles, pero echÑ a toser y a sacudiese en cuanto aspirÑ el humo, estirando los labios como un camello y clavando el codo en las costillas de Redrick. èste se bajÑ en el octavo y recorriÑ el pasillo, de gruesa alfombra, coquetamente iluminado por lÀmparas ocultas. OlÌa a tabaco caro, perfume francÈs, suave cuero legitimo de billeteras abultadas, damiselas caras y cigarreras de oro macizo. HedÌa a todo eso, al hongo asqueroso que crecÌa en la Zona, bebÌa en la Zona, comÌa, explotaba y engordaba en la Zona sin importarle un bledo de nada, especialmente de lo que pasarÌa despuÈs, cuando estuviera harto y lleno de poder, cuando todo lo que en un tiempo estuvo en la Zona hubiera ido a parar afuera. Redrick abriÑ la puerta del 874 sin llamar. Ronco, sentado en una mesa junto a la ventana, estaba llevando a cabo cierto rito con un cigarro. AÇn seguÌa en pijama; el pelo ralo, todavÌa hÇmedo, estaba cuidadosamente peinado. La cara, enfermiza y mofletuda, habla sido bien afeitada. - AjÀ - dijo, sin levantar la vista -. La puntualidad es la cortesÌa de los reyes. ¡Buen dÌa, joven! TerminÑ de despuntar el cigarro, lo tomÑ con ambas manos y se lo pasÑ por debajo de la nariz. - ¿DÑnde estÀ el bueno de Burbridge? - preguntÑ, levantando al fin la vista. TenÌa ojos claros, azules, angelicales. Redrick dejÑ el portafolios sobre el sofÀ, se sentÑ y sacÑ sus cigarrillos. - Burbridge no vendrÀ. - El bueno de Burbridge - repitiÑ Ronco, tomando el cigarro entre dos dedos para llevÀrselo cuidadosamente a la boca -. Los nervios le estÀn jugando feo. SeguÌa mirando a Redrick con aquellos ojos de color celeste, sin parpadear. Nunca parpadeaba. La puerta se abriÑ ligeramente y entrÑ Huesos. - ¿Con quiÈn hablabas? - preguntÑ desde el vano. - Ah, hola - dijo Redrick, alegremente, sacudiendo las cenizas en el suelo. Huesos hundiÑ las manos en los bolsillos y se aproximÑ un poco mÀs, marcando grandes pasos con sus enormes pies, de largos dedos de pÀjaro. - Te lo hemos dicho cien veces - reprochÑ a Redrick, deteniÈndose ante Èl -: nada de contactos antes de una reuniÑn. ¿Y quÈ haces? - Digo hola. ¿Y tÇ? Ronco riÑ. Huesos estaba irritable. - Hola, hola, hola. ApartÑ la mirada incriminatoria de Redrick y se dejÑ caer en el sofÀ, a su lado. - No puedes comportarte asÌ - prosiguiÑ -. ¿Me entiendes? ¡No puedes! - En ese caso encontrÈmonos en otro lugar, donde yo no conozca a nadie. - El muchacho tiene razÑn - intervino Ronco -. El error es nuestro. ¿QuiÈn era ese hombre? - Richard Noonan. Representa a algunas compaßÌas proveedoras del Instituto. Vive aquÌ, en el hotel. - Ya ves: es muy sencillo - dijo Ronco a Huesos. TomÑ un encendedor colosal, con la forma de la Estatua de la Libertad, lo mirÑ dubitativamente y volviÑ a ponerlo en la mesa. - ¿DÑnde estÀ Burbridge? - preguntÑ Ronco en tono amistoso. - Burbridge sonÑ. Los dos hombres intercambiaron una rÀpida mirada. - Que en paz descanse - dijo Ronco, tenso -. ¿O lo arrestaron? Redrick no respondiÑ de inmediato; primero aspirÑ larga y lentamente el humo de su cigarrillo; despuÈs arrojÑ la colilla al suelo. - No se preocupen, no hay peligro. EstÀ en el hospital. - ¡Y te parece que no hay peligro! - exclamÑ Huesos nervioso. Se levantÑ de un salto y fue hacia la ventana. - ¿En quÈ hospital? - preguntÑ. - No te preocupes, todo estÀ en orden. Vamos al grano. Tengo sueßo. - ¿En quÈ hospital, concretamente? - volviÑ a preguntar Huesos, irritado. - Ya te lo he dicho - replicÑ Redrick, levantando su portafolios -. ¿Hacemos negocio o no hacemos negocio? - Lo hacemos, lo hacemos, hijo - dijo Ronco, animosamente. BajÑ de un brinco, sorprendentemente Àgil, barriÑ todas las revistas y los periÑdicos que habla en la mesa ratona y se sentÑ frente a ella, apoyando las manos rosadas y velludas en las rodillas. - Muestra lo que traes. Redrick abriÑ el portafolios, sacÑ la lista de precios y la puso sobre la mesa, ante Ronco. èste le echÑ una mirada y la apartÑ de un papirotazo. Huesos, de pie tras Èl, empezÑ a leerla por sobre su hombro. - èsa es la cuenta - explicÑ Redrick. - Ya veo. Quiero ver la mercaderÌa - dijo Ronco. - La plata. - ¿QuÈ es esto de argolla? - preguntÑ Huesos, suspicaz, seßalando un artÌculo de la lista por sobre el hombro de Ronco. Redrick no respondiÑ. SostenÌa el portafolios abierto sobre las rodillas, con la mirada fija en aquellos ojos azules y angelicales. Al fin Ronco riÑ entre dientes. - Por quÈ serÀ que te quiero tanto, hijo mÌo - murmurÑ -. DespuÈs dicen que el amor a primera vista no existe. SuspirÑ dramÀticamente y agregÑ: - Phil, compaßero, ¿cÑmo dicen los de aquÌ? Saca el rollo y pÀsale unos cuantos billetes... Y dame un fÑsforo. Ya ves. Y agitÑ el cigarro ante Èl. Phil, el Huesos, murmurÑ algo en voz baja, le arrojÑ una cajetilla de fÑsforos y pasÑ al cuarto contiguo, separado por una cortina. Redrick lo oyÑ hablar con alguien, con voz irritada y confusa; decÌa algo de moscas y bocas cerradas. Ronco, encendido finalmente su cigarro, seguÌa mirando a Redrick con una sonrisa helada en los labios delgados y pÀlidos. El merodeador, con la barbilla apoyada en el portafolios, trataba de sostenerle la mirada sin parpadear, aunque le ardÌan los pÀrpados y le lagrimeaban los ojos. Huesos volviÑ con tres fajos; los arrojÑ sobrÈ la mesa y se sentÑ, ofendido. Redrick alargÑ perezosamente la mano hacia el dinero, pero Ronco le indicÑ, con un gesto, que esperara; arrancÑ las fajas de los billetes y las guardÑ en el bolsillo del pijama. - Veamos ahora. Redrick tomÑ el dinero y se lo metiÑ en el bolsillo interior de la chaqueta sin contarlo. En seguida presentÑ su mercaderÌa. Lo hizo lentamente, dejando que los dos examinaran el botÌn y verificaran cada artÌculo con la lista. La habitaciÑn estaba silenciosa no se oÌa mÀs que la pesada respiraciÑn de Ronco y un repiqueteo proveniente del cuarto contiguo, como el de una cuchara que golpeara la pared de un vaso. Cuando Redrick cerrÑ el portafolios, haciendo chasquear el cierre, Ronco levantÑ los ojos. - ¿Y lo mÀs importante? - No es posible. MeditÑ un instante y agregÑ: - Por ahora. - Me gusta ese "por ahora" - dijo Ronco, suavemente -. ¿QuÈ dices tÇ, Phil? - Nos estÀs echando tierra a los ojos, Schuhart - dijo Huesos, suspicaz -. Por quÈ tanto misterio, es lo que quiero saber. - Eso es inevitable: negocios secretos - respondiÑ Redrick -. La nuestra es una profesiÑn arriesgada. - Bueno, bueno - exclamÑ Ronco -. ¿DÑnde estÀ la cÀmara? - ¡Demonios! - barbotÑ Redrick, rascÀndose la mejilla, sintiendo que se le subÌa el color a la cara -. Lo siento, la olvidÈ. - ¿AllÀ? - preguntÑ Ronco, haciendo un vago ademÀn con el cigarro. - No recuerdo. Probablemente allÀ. Redrick cerrÑ los ojos y se recostÑ en el sofÀ. En seguida agregÑ: - No. La olvidÈ por completo, - QuÈ desgracia - dijo Ronco -. ¿Pero al menos viste eso? - No, ni siquiera - respondiÑ Redrick, tristemente -. èse es el asunto. No llegamos hasta los altos hornos. Burbridge cayÑ en la jalea y tuve que volver atrÀs en seguida. Puedes estar seguro de que me habrÌa acordado si la hubiera visto. - ¡Eh, Hugh, mira esto! - susurrÑ Huesos, asustado -. ¿QuÈ es esto? ExtendiÑ el Ìndice derecho. La argolla de metal blanco giraba velozmente en torno a Èl. Huesos la miraba con ojos desorbitados. - ¡No para! - dijo en voz alta, apartando por un segundo la mirada para clavarla en Ronco. - ¿CÑmo que no para? - preguntÑ Èste cautelosamente, apartÀndose. - Me la puse en el dedo y le di impulso, porque si nomÀs, y lleva un minuto girando sin parar. Huesos se levantÑ de un salto, con el dedo extendido hacia adelante, y se precipitÑ detrÀs de la cortina. La argolla plateada giraba fÀcilmente frente a Èl, como un trompo. - ¿QuÈ diablos has traÌdo? - preguntÑ Ronco. - ¡Dios lo sabe! No tenÌa idea. De haberlo sabido, habrÌa pedido mÀs. Ronco lo mirÑ fijamente. DespuÈs se levantÑ y pasÑ tambiÈn del otro lado de la cortina. Inmediatamente se oyÑ un parloteo. Redrick tomÑ una de las revistas caÌdas y la hojeÑ. Estaba llena de mujeres impresionantes, pero en ese momento le daban asco. RecorriÑ la habitaciÑn con la mirada, buscando algo para beber. DespuÈs sacÑ el fajo del bolsillo interior y contÑ los billetes. Todo estaba en orden, pero para no quedarse dormido contÑ el otro. Justo cuando lo estaba guardando otra vez volviÑ Ronco. - Tienes suerte, hijo - anunciÑ, sentÀndose una vez mÀs frente a Redrick -. ¿Sabes lo que es el movimiento perpetuo? - No, nunca estudiÈ eso. - Ni falta te hace - replicÑ Ronco, mientras sacaba otro fajo -. AhÌ tienes el precio de este primer ejemplar. Por cada uno que me traigas te darÈ dos fajos como Èse. ¿Entiendes, hijo? Dos por cada uno. Pero con una condiciÑn: que nadie sepa de esto, salvo tÇ y yo. ¿De acuerdo? Redrick se guardÑ silenciosamente el dinero en el bolsillo. - Me voy - dijo, levantÀndose - ¿CuÀndo y dÑnde la prÑxima vez? Ronco tambiÈn se levantÑ. - Te llamaremos. Espera nuestra llamada todos los viernes entre las nueve y las nueve y media de la maßana. Te darÀn saludos de Phil y de Hugh y concertarÀn una cita contigo. Redrick asintiÑ y se encaminÑ hacia la puerta. Ronco lo siguiÑ y le puso una mano en el hombro. - Quiero que me entiendas - agregÑ -. Todo esto estÀ muy lindo, encantador y lo que quieras, y la argolla es una maravilla, pero sobre todo necesitamos dos cosas: las fotos y el envase lleno. DevuÈlvenos la cÀmara, pero con la pelÌcula expuesta, y el envase, pero no vacÌo: lleno. Y no necesitarÀs volver a la Zona nunca mÀs. Redrick se sacÑ del hombro aquella mano, abriÑ la puerta y saliÑ. CaminÑ si