tro espacio. Valentine suspirÑ profundamente y concluyÑ: - En pocas palabras, los objetos de este segundo grupo no tienen aplicaciÑn alguna para la vida humana actual, aunque desde un punto de vista puramente cientÌfico son de una importancia fundamental. Son respuestas que nos han caÌdo del cielo antes de que pudiÈramos plantearnos las preguntas. Tal vez Sir Isaac no habrÌa podido desentraßar los LÀser, pero al menos habrÌa comprendido que son posibles y eso habrÌa tenido una gran influencia en su criterio cientÌfico. No quiero entrar en detalles, pero la existencia de objetos tales como las trampas magnÈticas, el K-23 y el anillo blanco ha invalidado muchas de nuestras teorÌas recientes, para aportar ideas completamente nuevas. Y todavÌa hay un tercer grupo. - SÌ - dijo Noonan -, la jalea de brujas y otras mercaderÌas. - No, no. Esos pueden entrar en la primera o en la segunda categorÌa. Hablo de objetos de los que no sabemos nada o tenemos sÑlo conocimientos de oÌdas. Esas cosas que los merodeadores nos sacaron bajo nuestras narices, para venderlas Dios sabe a quiÈn, o para esconderlas. Cosas de las que nadie habla. Cosas que se han convertido en leyendas, o casi, La MÀquina de los deseos, Dick el Vagabundo y los fantasmas alegres. - ¡Un momento! ¿QuÈ es todo eso? Lo de la mÀquina de los deseos mÀs o menos lo imagino, pero... Valentine se echÑ a reÌr. - Ya ve que tambiÈn nosotros tenemos nuestro vocabulario comercial. Dick el Vagabundo... es el hipotÈtico osito a cuerda que hace estragos en la vieja planta. Y el fantasma alegre es cierta peligrosa turbulencia que se produce en algunos sectores de la Zona. - Primera vez que los oigo nombrar. - ¿Comprende, Richard? Hace veinte aßos que escarbamos en la Zona, pero todavÌa no sabemos ni la milÈsima parte de lo que contiene. Y si vamos a hablar de los efectos de la Zona sobre el hombre... A propÑsito, al parecer vamos a tener que agregar otra categorÌa, un cuarto grupo. No de objetos, sino de efectos. Este grupo ha sido vergonzosamente descuidado aunque, en lo que a mÌ ataße, hay hechos de sobra para investigar. A veces, Richard, a veces se me ponen los pelos de punta cuando pienso en esos hechos. - Los zombies - propuso Noonan. - ¿QuÈ? Oh, no, eso es meramente enigmÀtico. CÑmo le dirÈ... Es algo que al menos podemos imaginar. Me refiero cosas que comienzan a pasar sÇbitamente, sin motivos; fenÑmenos ni fÌsicos ni biolÑgicos. - Ah, se refiere a los emigrantes. - Exactamente. La estadÌstica es una ciencia muy precisa, como usted sabe, aunque se maneja con sucesos de azar. AdemÀs es una ciencia elocuente y bella. Valentine parecÌa estar achispado. Hablaba mÀs alto, se le subido el color a las mejillas y las cejas asomaban por encima de sus anteojos ahumados, convirtiÈndole la frente en una tabla de lavar. - Me gustan los abstemios - dijo Noonan. - ¡No se me salga del tema! - dijo Valentine -. Oiga, ¿quÈ puedo decirle? Es muy extraßo. AlzÑ la copa, bebiÑ la mitad de un solo trago y prosiguiÑ. - No sabemos quÈ pasÑ con los pobres Harmonitas en el momento de la VisitaciÑn, pero ahora uno de ellos decide emigrar, el mÀs tÌpico de los hombres comunes. Un peluquero, hijo y nieto de peluqueros. Se muda a Detroit, digamos. Abre una peluquerÌa. Y entonces empieza el baile. El noventa por ciento de sus clientes muere en el curso de un aßo: en accidentes de trÀnsito, cayÈndose por cualquier ventana, vÌctimas de mafioso o asaltantes, ahogÀndose en aguas playas, etcÈtera, etcÈtera. En Detroit y sus suburbios se produce una cantidad de desastres naturales: de pronto aparecen en la zona tifones y tornados que no se han visto desde el mil ochocientos y pico. Toda esa clase de cosas. Y tales cataclismos ocurren en cualquier ciudad en que se establece un emigrante venido de cualquiera de las Zonas. El nÇmero de catÀstrofes es directamente proporcional al nÇmero de emigrantes que se hayan instalado en la ciudad. AdemÀs hay que hacer notar que esa reacciÑn se produce sÑlo ante la presencia de emigrantes que vivÌan aquÌ en el momento de la VisitaciÑn. Quienes nacieron despuÈs de ella no influyen sobre las estadÌsticas de accidentes y desastres. Usted lleva diez aßos viviendo aquÌ, pero se mudÑ despuÈs de la VisitaciÑn; no habrÌa problemas en reubicarlo, aunque fuera en el Vaticano. ¿CÑmo se explica esto? ¿QuÈ debemos descartar, las estadÌsticas o el sentido comÇn? Valentine tomÑ su vaso y terminÑ la bebida de un trago. Richard Noonan se rascÑ la cabeza. - Humm, sÌ. Ya habÌa oÌdo hablar de eso, claro, pero... este... pensÈ que eran... exageraciones, por decirlo suavemente. Realmente, desde el punto de vista de nuestra ciencia, altamente desarrollada... - O, por ejemplo, el efecto de mutaciones que provoca la Zona - le interrumpiÑ Valentine. Se quitÑ los anteojos y mirÑ a Noonan con ojos oscuros y miopes. - Cualquiera que pase determinada cantidad de tiempo dentro de la Zona sufre cambios, fenotÌpicos y genotÌpicos. Ya sabe usted quÈ clase de hijos pueden tener los merodeadores, y sabe tambiÈn quÈ les pasa a ellos mismos. ¿Por quÈ? ¿DÑnde estÀ el factor de mutaciÑn? En la Zona no hay radiaciÑn. Aunque el aire y el suelo tienen allÌ una estructura quÌmica particular, no presentan ningÇn peligro de mutaciÑn. ¿QuÈ debo hacer en esas circunstancias? ¿Creer en brujerÌas, en el mal de ojo? - Estoy de acuerdo. Pero, francamente, me preocupan mucho mÀs los cadÀveres revividos que sus estadÌsticas. Especialmente porque nunca he visto las estadÌsticas, pero a los zombies sÌ... y los he olido. Valentine descartÑ aquella afirmaciÑn con un gesto de la mano. - Zombies, bah. TendrÌa que darle vergÝenza, Richard. DespuÈs de todo, usted es hombre instruido. En primer lugar, no son cadÀveres. Son moldeados, reconstrucciones sobre el esqueleto, maniquÌes. Y le aseguro que, desde el punto de vista de los principios fundamentales, sus moldeados no son mÀs sorprendentes que las pilas eternas. Lo que ocurre es que los asÌ-asÌ violan la primera ley de la termodinÀmica y los moldeados violan la segunda. Todos somos hombres de las cavernas, en un sentido o en otro. No podemos imaginar nada mÀs Espantoso que un fantasma. Pero la violaciÑn a la ley de casualidad es mucho mÀs espantosa que toda una estampida de fantasmas. Y que todos los monstruos, de Rubinstein. ¿O era...? - Frankenstein. - Ah, sÌ, Frankenstein. La seßora Shalley. La esposa del poeta. O la hija, De pronto se echÑ a reÌr, y agregÑ: - Nuestros moldeados poseen una extraßa propiedad: posibilidad de vida autÑnoma. Por ejemplo, si usted les corta una parte del cuerpo, esa parte sigue viviendo. Por su cuenta. Sin necesidad de nutrirla con soluciones fisiolÑgicas. Hace poco trajeron uno de esos al Instituto. Me lo contÑ un ayudante de laboratorio de Boyd. Valentine soltÑ una estruendoso carcajada. - ¿No es hora de que nos vayamos, Valentine? - preguntÑ Noonan, echando una ojeada a su reloj -. Tengo algunos asuntos importantes que atender. - Vamos. Valentine intentÑ meter la cara en los anteojos; al fin tuvo que tomarlos con las dos manos para ponÈrselos sobre la cara. - ¿Tiene coche? - preguntÑ. - SI; lo llevo. Pagaron la cuenta y se dirigieron hacia la puerta. Valentine no dejaba de hacer venias burlonas a algunos empleados de laboratorio que observaban con curiosidad a aquel fÌsico de fama internacional. Ya en la puerta se le cayeron los anteojos por saludar al sonriente portero; los tres lanzaron sendos manotazos para atajarlos. - Maßana tengo que hacer un experimento. Es muy interesante, sabe, murmurÑ Valentine mientras subÌa al automÑvil. PasÑ a describir el experimento. Noonan lo llevÑ hacia el complejo de ciencias. Ellos tambiÈn tienen miedo, pensaba al volver al coche. TambiÈn los tragalibros estÀn asustados, Y asÌ debe ser. Ellos tendrÌan que estar mÀs asustados que todos nosotros untos, la gente comÇn. Nosotros no entendemos nada; ellos, en cambio, entienden lo mucho que no entienden. Miran dentro de un pozo sin fondo y saben que inevitablemente deben descender a Èl. Se les estruja el corazÑn, pero tienen que bajar, y lo importante es: ¿podrÀn volver a subir? Mientras tanto nosotros, los meros mortales, apartamos la vista, por decirlo asÌ. Bueno, tal vez asÌ debe ser. Que todo siga su curso, que nosotros seguiremos el nuestro. èl tenÌa razÑn: el acto mÀs heroico de la humanidad ha sido sobrevivir y querer seguir sobreviviendo. Pero aun asÌ Èl mandarÌa a los visitantes al demonio, si pudiera. Por quÈ no hicieron el picnic en otra parte. En la Luna, o en Marte. InÇtiles sin corazÑn, como todo el resto, aunque en verdad sepan comprimir el espacio. AsÌ que hicieron un picnic. Un picnic. ¿CuÀl es la mejor manera de tratar con mis organizadores de picnics?, pensÑ, mientras conducÌa lentamente por las calles mojadas y llenas de luz. ¿CuÀl es el modo mÀs inteligente? Seguir la ley del menor esfuerzo, como en mecÀnica. ¿Para quÈ diablos sirve ese estÇpido diploma de ingeniero si ni siquiera puedo hallar la forma de atrapar a ese rengo hijo de puta? EstacionÑ el coche frente a la casa donde vivÌa Redrick Schuhart y se quedÑ sentado, planeando el modo de abrir la conversaciÑn. DespuÈs retirÑ el asÌ-asÌ y bajÑ del auto. ReciÈn entonces notÑ que la casa parecÌa deshabitada. Casi todas las ventanas estaban a oscuras; no habÌa nadie en el parque y hasta las luces exteriores estaban apagadas. Eso le recordÑ lo que estaba a punto de ver, haciendo que se estremeciera. Hasta pensÑ en la posibilidad de telefonear a Schuhart y hablar con Èl en el coche o en algÇn bar tranquilo, pero rechazÑ la idea por muchos motivos. AdemÀs, se dijo, no es cosa de comportarse como todos esos personajes que huyen como las ratas del barco que se hunde. EntrÑ por la puerta principal y subiÑ lentamente las escaleras polvorientas. Todo estaba silencioso; muchas de las puertas instaladas en los rellanos estaban entornadas o completamente abiertas; los departamentos olÌan a tierra y a humedad. Se detuvo ante la puerta de Redrick, se alisÑ el pelo, aspirÑ profundamente y tocÑ el timbre. Por un rato no hubo ruido alguno del otro lado; al cabo crujiÑ el piso, girÑ la cerradura y la puerta se abriÑ silenciosamente. Noonan no habÌa oÌdo los pasos. En el vano apareciÑ Monita, la hija de Schuhart. Una luz brillante emergÌa del vestÌbulo, y al principio Noonan sÑlo pudo ver la silueta oscura de la nißa. NotÑ lo mucho que habÌa crecido en los Çltimos meses, pero en seguida ella dio un paso atrÀs, hacia el vestÌbulo, con lo cual la cara le quedÑ a la vista. Noonan sintiÑ la garganta seca por un segundo. - Hola, MarÌa - dijo, tratando de ser tan gentil como fuera posible -. ¿CÑmo estÀs, Monita? Ella no respondiÑ. RetrocediÑ silenciosamente hacia el living, mirÀndolo por debajo de las cejas, como si no lo reconociera. A decir verdad, tampoco Èl podÌa reconocerla. Es la Zona, pensÑ. MaldiciÑn. - ¿QuiÈn es? - preguntÑ Guta, asomÀndose desde la cocina -. ¡Dios mÌo, es Dick! ¿DÑnde te habÌas metido? ¿Sabes? ¡Redrick ha vuelto! CorriÑ hacia Èl secÀndose las manos con el repasador que le colgaba del hombro. TodavÌa era hermosa, enÈrgica, fuerte, pero se la notaba fatigada; la cara le habÌa adelgazado y tenla los ojos... ¿afiebrados, tal vez? èl le dio un beso en la mejilla y le entregÑ el sombrero y el impermeable. - Disculpa, disculpa, pero no tenÌa tiempo para venir. ¿EstÀ aquÌ? - EstÀ - replicÑ Guta -. EstÀ con alguien, pero supongo que se irÀ pronto, porque hace rato que vino. Vamos, pasa, Dick. èl dio varios pasos por el vestÌbulo y se detuvo en la puerta del living. Ante la mesa habla un hombre sentado. Un moldeado. InmÑvil, ligeramente inclinado. La luz rosada de la lÀmpara le caÌa sobre la cara ancha y oscura, iluminando la boca hundida y sin dientes, los ojos quietos, sin brillo. Noonan percibiÑ inmediatamente el olor. SabÌa que era sÑlo imaginaciÑn, que el olor duraba sÑlo unos pocos dÌas antes de desaparecer por completo, pero Richard Noonan lo percibiÑ con la memoria: el olor fÈtido y denso de la tierra removida. - Podemos ir a la cocina - se apresurÑ a decir Guta -. Estoy preparando la comida. AsÌ podremos charlar. - ¡Claro, por supuesto! - respondiÑ Èl, animadamente -. No has olvidado que me gusta tomar un trago antes, de cenar, ¿verdad? Pasaron a la cocina. Guta abriÑ la heladera mientras Noonan se sentaba a la mesa y miraba a su alrededor. Como de costumbre, todo estaba limpio y brillante; en las hornallas habÌa cacerolas humeantes. La cocina era nueva, semiautomÀtica; eso querÌa decir que en la casa habÌa dinero. - Bueno, dime cÑmo estÀ - preguntÑ. - Igual. PerdiÑ peso en la cÀrcel, pero ya lo estoy engordando. - ¿Sigue pelirrojo? - ¡Por supuesto! - ¿Y de pocas pulgas? - ¡QuÈ te parece! Lo serÀ hasta el dÌa de su muerte. - Guta le alcanzÑ un Bloody Mary. La capa transparente de vodka ruso parecÌa flotar en la capa de jugo de tomate. - ¿Demasiado? - No, estÀ justo. Noonan bajÑ el contenido del vaso. Era el primer trago fuerte que tomaba en todo el dÌa. - Ahora me siento mejor - dijo. - Y tÇ, ¿andas bien? - preguntÑ Guta -. ¿Por quÈ pasaste tanto tiempo sin venir? - Esos malditos negocios. Todas las semanas querÌa llegarme hasta aquÌ o por lo menos llamar por telÈfono, pero primero tuve que ir a RexÑpolis; despuÈs hubo mucho trabajo, y finalmente me dijeron que Redrick habÌa vuelto; pensÈ que serÌa mejor dejarlos solos por unos dÌas. Realmente, estoy enloquecido, Guta, A veces me pregunto para quÈ diablos corro tanto. Para hacer dinero, pero para quÈ quiero dinero si no hago mÀs que correr haciÈndolo. Guta tapÑ las ollas con gran estruendo, sacÑ un atado de cigarrillos del estante y se sentÑ a la mesa, frente a Noonan, con los ojos bajos. Noonan buscÑ su encendedor y le dio fuego. Y una vez mÀs, por segunda vez en su vida, vio que a Guta le temblaban las manos; como aquella vez, cuando acababan de sentenciar a Redrick y Noonan fue a llevarle algÇn dinero. Ella tuvo muchos problemas al principio; no disponÌa de un centavo, ni tenÌa en el vecindario quien le prestara. De pronto empezÑ a disponer de dinero, y en grandes sumas, a juzgar por las evidencias; Noonan tenÌa una idea bastante aproximada con respecto al origen, pero siguiÑ visitÀndola. Llevaba dulces y juguetes a Monita, pasaba tardes enteras tomando cafÈ con Guta, planeando una vida nueva y feliz para Redrick. DespuÈs de haberla escuchado iba a la casa de los vecinos y trataba de hacerlos entrar en razÑn; explicaba, sobornaba o, ya acabada su paciencia, irrumpÌa en amenazas: "Saben que Red va a volver y los va a hacer pedazos". Pero no servÌa de nada. - ¿CÑmo estÀ tu novia? - preguntÑ Guta. - ¿QuÈ novia? - La que vino contigo aquella vez, esa rubia. - ¡èsa no era mi novia! Era mi secretaria. Se casÑ y renunciÑ. - TendrÌas que casarte, Dick. ¿No quieres que te presente a alguna muchacha? Noonan iba a darle la respuesta de costumbre: "Bueno, estoy esperando a que Monita termine de crecer". Pero no pudo. No iba a salirle nunca mÀs. - Lo que necesito no es una esposa, sino una secretaria - protestÑ -. ¿Por quÈ no abandonas a ese infernal pelirrojo y vienes a hacerme de secretaria? Eras una maravilla. El viejo Harris todavÌa se acuerda de ti. - No lo dudo. Me quedaba la mano amoratada de tanto pegarle. - ¡No me digas! - exclamÑ Noonan, fingiendo sorpresa -. ¡Ese Harris! - ¡Dios! Nunca lo pude tragar. Mi Çnico problema era que Red se enterara. Monita entrÑ silenciosamente y se demorÑ junto a la puerta. MirÑ las cacerolas, mirÑ a Richard y finalmente se arrimÑ a su madre para recostarse contra ella, con la cara vuelta hacia otro lado. - ¿QuÈ tal, Monita? - dijo Richard, animoso -. ¿Quieres chocolate? SacÑ del bolsillo superior una barra de chocolate envuelta en plÀstico y la tendiÑ a la nißa. Ella no se moviÑ. Guta tomÑ la barra y la dejÑ sobre la mesa. TenÌa los labios pÀlidos. - Bueno, Guta, ¿sabe que he decidido mudarme? ProsiguiÑ Èl, siempre animoso -, Estoy cansado de vivir en hoteles; y tan lejos del Instituto. - Comprende cada vez menos - dijo Guta suavemente casi nada, ya. èl se interrumpiÑ, levantÑ el vaso con ambas manos y lo hizo girar distraÌdamente. - No has preguntado cÑmo nos va - continuÑ ella -. Y tienes razÑn. Pero eres un viejo amigo, Dick, y no tenemos secretos para ti. De cualquier modo no hay forma de guardar ese secreto. - ¿La han llevado a un mÈdico? - preguntÑ Èl, sin levantar la vista. - SÌ. No pueden hacer nada. Uno de ellos dijo... Guta se interrumpiÑ. TambiÈn Èl guardÑ silencio. No habÌa nada que decir y tampoco querÌa pensar en eso. De pronto se le ocurriÑ una idea horrible: era una invasiÑn. No se trataba de un picnic junto al camino ni de un preludio al Contacto, sino de una invasiÑn. Como no pueden cambiarnos a nosotros, pensÑ, se meten en el cuerpo de nuestros hijos y los transforman a su imagen y semejanza. SintiÑ un escalofrÌo, pero entonces recordÑ que habÌa leÌdo algo por el estilo en un libro barato de cubierta chillona, y se sintiÑ mejor. Uno es capaz de imaginar cualquier cosa. Y la vida real no es nunca como uno imagina. - Uno de ellos dijo que ya no es humana. - TonterÌas - replicÑ Noonan con voz hueca -. TendrÌan que ver a un buen especialista. ¿Por quÈ no van a ver a James Cutterfield? Si quieren yo puedo hablarle y combinar una cita. - ¿Te refieres al Matasanos? - PreguntÑ ella, riendo nerviosamente -. Gracias, no te molestes. èl fue quien dijo eso. Creo que es el destino. Cuando Noonan se atreviÑ a levantar la vista, Monita se habÌa ido y Guta permanecÌa inmÑvil, con la boca entreabierta y los ojos vacÌos; en la punta de su cigarrillo habla un largo cilindro de ceniza. èl empujÑ el vaso hacia ella. - PrepÀrame otro, por favor, y uno para ti, Bebamos un poco. CayÑ la ceniza. Guta buscÑ el cenicero para dejar la colilla; acabÑ por arrojarla en el tacho de la basura. - Por quÈ, eso es lo que no puedo entender, en la ciudad hay mucha gente mÀs mala que nosotros. Noonan creyÑ que estaba por llorar, pero no fue asÌ. Ella abriÑ la heladera, sacÑ el vodka y el jugo y tomÑ otro vaso del armario. - No pierdas la esperanza. Todo se arregla en esta vida. Y yo tengo conexiones muy importantes, Guta, crÈeme. HarÈ todo lo que pueda. Lo decÌa sinceramente; incluso estaba repasando mentalmente la lista de los conocidos que tenÌa en diversas ciudades; le parecÌa haber oÌdo hablar de casos similares que habÌan terminado bien. SÑlo hacÌa falta recordar dÑnde era y de quÈ mÈdico se trataba. Pero entonces recordÑ al seßor Lemehen, y recordÑ tambiÈn por quÈ se habÌa hecho amigo de Guta, y no quiso pensar mÀs en todo eso. BorrÑ todos sus pensamientos sobre conexiones, se acomodÈ en la silla y se relajÑ para esperar su copa. Hubo un ruido de pasos que se arrastraban y un golpe sordo en el vestÌbulo. DespuÈs, la voz mÀs que repulsiva de Cuervo Burbridge. - ¡Eh, Red! Parece que tu querida Guta tiene visitas. Veo un sombrero. Yo que tÇ no los dejarÌa solos. Y la voz de Red: - Ten cuidado con tu pierna ortopÈdica, Cuervo. Y cierra la boca. AllÌ tienes la puerta, no te olvides de irte. Tengo que cenar. - ¡Diablos, ni siquiera se puede hacer un chiste! - Ya hemos hecho todos los chistes del mundo. Basta. Ahora vete. ChasqueÑ la cerradura y las voces se oyeron mÀs apagadas. Al parecer habÌan salido al vestÌbulo. Burbridge dijo algo en voz baja y Redrick replicÑ: - ¡Bueno, basta, ya hemos hablado! MÀs grußidos de Burbridge y la Àspera respuesta de Red: - ¡Dije que basta! Un portazo y pasos en el vestÌbulo, rÀpidos y firmes. Redrick Schuhart apareciÑ en la puerta de la cocina. Noonan se levantÑ para saludarlo con un cÀlido apretÑn de manos. - Estaba seguro de que eras tÇ - dijo Redrick, mientras sus ojos verdosos inspeccionaban sin demora a Noonan -. ¡Aumentaste de peso, gordo! Sigues sin ocuparte de eso, ¿eh? Veo que te das la gran vida. Guta, vieja, prepara uno para mÌ tambiÈn. Tengo que alcanzarlos. - TodavÌa no hemos comenzado. ¿QuiÈn se te puede adelantar? Redrick riÑ Àsperamente y palmeÑ a su amigo en el hombro. - ¡Ahora veremos quiÈn alcanza a quiÈn! A ver, vamos, ¿quÈ estamos haciendo aquÌ, en la cocina? Guta, trae la cena. AbriÑ la heladera y volviÑ con una botella de etiqueta brillante. - ¡Nos daremos un festÌn! - anunciÑ -. Hay que tratar como a un rey a nuestro viejo amigo Richard Noonan, que no abandona a sus compaßeros cuando lo necesitan. Aunque nunca sirviÑ de nada. Es una lÀstima que Gutalin no estÈ aquÌ. - ¿Por quÈ no lo llamas? - sugiriÑ Noonan. Redrick meneÑ la roja cabeza. - Las lÌneas de telÈfono todavÌa no llegan adonde Èl estÀ esta noche. Vamos. Fue al living y plantÑ la botella sobre la mesa. - ¡Vamos a celebrar, papÀ! - dijo al anciano inmÑvil -. ¡AquÌ estÀ Richard Noonan, nuestro buen amigo! Dick, te presento a mi papÀ, Schuhart padre. Richard Noonan, con la mente reducida a una bola impenetrable, sonriÑ de oreja a oreja, agitÑ la mano y dijo, mirando al moldeado: - Encantado de conocerlo, seßor Schuhart. ¿CÑmo le va? En seguida se dirigiÑ a Schuhart hijo, que maniobraba por el bar, diciendo: - Sabes, creo que ya nos conocemos, Red. Nos vimos una vez, pero muy brevemente, claro. - SiÈntate - le dijo Redrick, seßalando la silla opuesta al viejo -. Si quieres hablarle, hazlo en voz alta. No oye nada. SacÑ vasos, abriÑ rÀpidamente la botella y se volviÑ hacia Noonan. - Sirve tÇ. Para papÀ un poquito apenas; cÇbrele el fondo. Noonan se tomÑ su tiempo para servir. El viejo seguÌa en la misma posiciÑn, mirando fijamente la pared. Tampoco reaccionÑ cuando Noonan le arrimÑ el vaso. èste ya se habla adaptado a la nueva situaciÑn. Era como un juego, terrible y patÈtico. Red era quien lo jugaba y Èl lo siguiÑ, como habÌa seguido el juego a tanta gente durante toda su vida; juegos terribles, patÈticos, vergonzosos y en algunos casos, mucho mÀs peligrosos que aquÈl. Redrick levantÑ el vaso y dijo: - Bueno, ¿empezamos? Noonan asintiÑ con total naturalidad. Ambos bebieron. El pelirrojo, con los ojos brillantes, siguiÑ hablando en aquel tono excitado y ligeramente artificioso. - ¡AsÌ es, hermano! La cÀrcel puede olvidarse de mi. ¡Si supieras quÈ bueno es estar otra vez en casa! Tengo plata y he elegido un pequeßo chalet para mÌ, nuevo, con jardÌn... Tan lindo como el de Cuervo. SabrÀs que querÌa emigrar; lo habÌa decidido cuando estaba en la cÀrcel. QuÈ estaba haciendo en este pueblucho de mala muerte, pensaba; que se venga abajo, por mÌ. Pero cuando volvÌ me esperaba una sorpresa: ¡HabÌan prohibido la emigraciÑn! ¿Es que en los Çltimos dos aßos nos ha atacado la peste? Hablaba y hablaba. Noonan se limitaba a asentir, sorbÌa su whisky e intercalaba alguna exclamaciÑn de simpatÌa o cualquier pregunta retÑrica. DespuÈs empezÑ a preguntarle sobre su chalet: de quÈ clase era, dÑnde estaba, cuÀnto costaba. Y discutieron. Noonan insistÌa en que era caro y en que no estaba bien ubicado. SacÑ la libreta de direcciones, la hojeÑ y le dio direcciones de chalets abandonados que se vendÌan por chauchas y palitos. Y las reparaciones le saldrÌan casi gratuitas, pues podÌa solicitar el permiso de emigraciÑn para que se lo negaran y le dieran la indemnizaciÑn. Con eso pagarÌa los arreglos. - Veo que tÇ tambiÈn estÀs en el asunto de la no emigraciÑn. - Estoy un poco en todo - replicÑ Noonan, guißado el ojo. - Lo sÈ, lo sÈ, nos hemos enterado de tus asuntos. El amigo dilatÑ los ojos en ademÀn de sorpresa y se llevÑ un dedo a los labios, seßalando hacia la cocina con la cabeza. - No te preocupes, todo el mundo lo sabe - dijo Redrick -. El dinero no tiene nombre, eso ya lo aprendÌ. ¡Pero poner a Mosul de gerente! ¡Casi me caigo de la risa cuando me enterÈ! Es como meter un elefante en un bazar. Es un caso perdido, ya lo sabes. Lo conocemos desde chicos. Se quedÑ callado, mirando al viejo. Un estremecimiento le cruzÑ la cara. Noonan notÑ, sorprendido, la expresiÑn de ternura, de autÈntico y sincero amor en aquella mÀscara encallecida. Mientras lo observaba recordÑ lo que habÌa pasado cuando los empleados del laboratorio Boyd fueron a la casa en busca del moldeado. Eran dos ayudantes de laboratorio, ambos jÑvenes, atlÈticos y todo, y un mÈdico del hospital municipal con dos enfermeros forzudos y corpulentos, de Èsos a quienes se encarga llevar las camillas pesadas y dominar a los pacientes histÈricos. Uno de los ayudantes dijo mÀs tarde que "ese pelirrojo", al principio, parecÌa no comprender de quÈ se trataba, ya que los dejÑ entrar al departamento para revisar al padre. Tal vez habrÌa permitido que se lo llevaran, porque al parecer Redrick creÌa que lo iban a hospitalizar en observaciÑn. Pero esos idiotas de los enfermeros (que hasta entonces no habÌan hecho sino mirar a Guta, quien lavaba las ventanas de la cocina) agarraron al viejo como si fuera un tronco y lo dejaron caer al suelo. Redrick enloqueciÑ. Entonces el bobo del mÈdico tuvo la mala idea de explicar de quÈ se trataba. Redrick lo escuchÑ por uno o dos minutos; sÇbitamente explotÑ sin previo aviso, corno una bomba de hidrÑgeno. El ayudante que contÑ el caso no recordaba cÑmo fue a parar a la calle. Aquel diablo rojo los bajÑ a los cinco por la escalera, sin que ninguno pusiera nada de su parte. Salieron del vestÌbulo como balas de caßÑn. Dos quedaron inconscientes en la calle, mientras Redrick perseguÌa a los otros tres a lo largo de cuatro cuadras. DespuÈs, al volver, rompiÑ todas las ventanillas del coche del Instituto; el conductor habÌa salido a la carrera al ver lo que estaba pasando. - AprendÌ a preparar un cÑctel nuevo - decÌa Redrick, mientras servÌa mÀs whisky -. Se llama "Jalea de Brujas". DespuÈs de comer te prepararÈ uno. No es algo que se pueda tomar con el estÑmago vacÌo, hermano; es peligroso para la salud. Basta un trago para que se te adormezcan las piernas y los brazos. Digas lo que digas, Dick, esta noche pienso tratarte como a un rey. Recordaremos los viejos tiempos, el Borscht. El viejo Ernie todavÌa estÀ a la sombra, ¿sabÌas? BebiÑ, se enjugÑ la boca con el dorso de la mano y preguntÑ en tono indiferente: - ¿QuÈ hay de nuevo en el Instituto? ¿TodavÌa no han dominado la jalea de brujas? Me he quedado un poco atrÀs con la ciencia. Noonan comprendiÑ por quÈ sacaba el tema y alzÑ las manos con desesperaciÑn. - ¿EstÀs bromeando? ¿Sabes lo que pasÑ con esa jalea? ¿No has oÌdo hablar de los Laboratorios Currigan? Hay cierto pequeßo proveedor particular... Y consiguieron un poco de jalea. Le hablÑ de la catÀstrofe. Le contÑ el misterioso hecho de que jamÀs hubieran podido atar cabos; no se sabÌa de dÑnde la habÌa conseguido el laboratorio. Redrick escuchaba con cara de distraÌdo, haciendo chasquear la lengua y meneando la cabeza. DespuÈs sacudiÑ decididamente la botella sobre los vasos. - Es lo que se merecen, esos chupasangres. OjalÀ se les atraganto. Bebieron. Redrick contemplÑ a su padre y la cara volviÑ a estremecÈrsele. - ¡Guta! - gritÑ -. ¿Quieres matarnos de hambre? Y agregÑ, dirigiÈndose a Noonan: - Se estÀ rompiendo toda para atenderte. Quiere preparar tu ensalada favorita, con langosta. HabÌa comprado un poco por las dudas vinieras. - Bueno. CÑmo andan las cosas Instituto, en general? ¿Descubrieron algo nuevo? Dicen que han puesto robots a trabajar con todo en la Zona, pero que no consiguen mucho con ellos. Noonan se dedicÑ al tema del Instituto; mientras hablaba apareciÑ Monita silenciosamente y se instalÑ ante la mesa, junto al anciano. AllÌ se quedÑ, con las zarpas peludas sobre la mesa. DespuÈs, como cualquier criatura, se recostÑ contra el moldeado y apoyÑ la cabeza sobre su hombro. Noonan siguiÑ charlando, pero pensaba, sin poder apartar la vista de aquellos dos espantos originados en la Zona: Dios mÌo, ¿quÈ mÀs? ¿QuÈ mÀs tienen que hacernos para que comprendamos? ¿No basta con esto?. Pero sabÌa que no bastaba. SabÌa que millones y millones de personas no sabÌan nada ni querÌan saberlo, y aunque lo descubrieran no harÌan mÀs que decir "¡Ooh!" y "¡Ahh!" durante cinco minutos; despuÈs volverÌa cada uno a su rutina. DecidiÑ bruscamente que era hora de marcharse. Al diablo con Burbridge, al diablo con Lemehen y al diablo con aquella maldita familia. - ¿Por quÈ los miras tanto? - preguntÑ Redrick suavemente -. No tengas miedo, Èl no le harÀ daßo. Dicen incluso que generan buena salud. - SÌ, lo sÈ - dijo Noonan. Y vaciÑ su copa. En ese momento entrÑ Guta, ordenÑ a Redrick que pusiera la mesa y dejÑ sobre ella una gran fuente de plata con la ensalada favorita de Noonan. - Bueno, amigos - anunciÑ Redrick -, ahora nos daremos un festÌn. 4. Redrick Schuhart, treinta y un aßos. El valle se habÌa refrescado durante la noche; al amanecer hacÌa frÌo. Caminaban a lo largo del terraplÈn, pisando los durmientes podridos entre las vÌas herrumbradas. Redrick contemplaba las gotas de niebla que, al condensarse, brillaban sobre la chaqueta de cuero de Arthur Burbridge. El muchacho caminaba Àgilmente, con alegrÌa, como si nada supiera de la noche agotadora, de la tensiÑn nerviosa que todavÌa le hacÌa doler las venas del cuerpo, ni de las dos horas terribles que habÌan pasado en la cima de la colina, apretados espalda contra espalda para darse calor, mientras esperaban, en torturante somnolencia, que pasara el flujo de materia verde y desapareciera en la garganta. La niebla se espesaba a ambos lados del terraplÈn. De vez en cuando trepaba hasta los rieles con pesados pies grises; en esos lugares habÌa que caminar hundidos hasta la rodilla entre vapores arremolinados. El aire olÌa a herrumbre; el basural, a la derecha del terraplÈn, a putrefacciÑn y moho. La neblina lo ocultaba todo, pero Redrick sabÌa que estaban en una planicie ondulada, con cÇmulos de desperdicios, y que habÌa montaßas ocultas en la penumbra, mÀs allÀ. TambiÈn sabÌa que al salir el sol, cuando la niebla se asentara en rocÌo, verÌa hacia la izquierda el helicÑptero caÌdo y hacia adelante, los vagones-plataformas para el transporte de metal en bruto. Entonces comenzarÌa el verdadero trabajo. Redrick deslizÑ una mano bajo la mochila y la levantÑ un poco, para que el borde del tanque de helio no se le clavara en la columna. "Es pesada, pensÑ; ¿cÑmo voy a arrastrarme con ella? Un kilÑmetro y medio en cuatro patas. Bueno, merodeador, a quÈ protestar ahora. Ya sabÌas en quÈ te estabas metiendo. Hay quinientos mil al final del camino. Vale la pena aguantar un esfuerzo. Quinientos mil, no estÀ nada mal. Que me maten si la doy por menos. O si le doy a Cuervo mÀs de treinta. ¿Y el novato? El novato no recibe nada. Si el viejo dijo por lo menos media verdad, el novato no recibe nada." VolviÑ a mirar la espalda de Arthur y vio, entrecerrando los ojos, que el muchacho franqueaba dos durmientes a cada paso; era de espaldas anchas y cadera angosta. El pelo renegrido, como el de la hermana, saltaba rÌtmicamente. "èl se lo buscÑ", pensÑ Redrick, ceßudo. èl mismo. ¿Por quÈ insistiÑ tanto en venir? ¿Con tanta desesperaciÑn? Temblaba, tenÌa los ojos llenos de lÀgrimas. "¡LlÈveme, seßor Schuhart! Muchos otros se ofrecieron a llevarme, pero ninguno sirve. Mi padre... ¡Pero Èl ya no puede llevarme!". Redrick se obligÑ a descartar ese recuerdo, que le repugnaba; tal vez por eso empezÑ a pensar en la hermana de Arthur. ParecÌa increÌble que esa mujer tan hermosa pudiera ser hechura plÀstica, un maniquÌ. Era como los botones que tenÌa su madre en la blusa, cuando era chico; ambarinos, semitransparentes y dorados; le daban ganas de metÈrselos en la boca para chuparlos, y en cada oportunidad sufrÌa una terrible desilusiÑn, pero siempre la olvidaba. No, no la olvidaba, sino que se negaba a aceptar lo que su memoria le decÌa. Volviendo a Arthur, pensÑ: Tal vez fue el padre el que me lo enviÑ; mira lo que lleva en el bolsillo trasero. No, no creo. Cuervo me conoce. Cuervo sabe que no bromeo y conoce mi manera de actuar dentro de la Zona. No, todo esto es una estupidez. èste no es el primero que me suplica lleno de lÀgrimas; otros han llegado a echarse de rodillas. En cuanto a ese artefacto, todos traen revÑlveres la primera vez que entran a la Zona. La primera y la Çltima. ¿SerÀ realmente la Çltima? Para ti, muchachito, lo es. AsÌ son las cosas, Cuervo: la Çltima para Èl. SÌ, si hubieras sabido lo que pensaba hacer tu muchachito lo hubieras hecho purÈ con las muletas. De pronto sintiÑ que habÌa algo hacia adelante; no muy lejos, a unos treinta o cuarenta metros. - Alto - dijo a Arthur. El muchacho, obediente, quedÑ hecho una estatua. TenÌa buenos reflejos; se habÌa detenido con un pie en el aire, y lo bajÑ lenta, cuidadosamente. Redrick se detuvo junto a Èl. AllÌ la huella descendÌa visiblemente y desaparecÌa por completo en la neblina. Y en la neblina habla algo. Algo grande e inmÑvil. Inocuo. Redrick olfateÑ el aire con cautela. SÌ, inocuo. - Adelante - dijo en voz baja. AguardÑ a que Arthur diera el primer paso y lo siguiÑ. Por el rabillo del ojo podÌa observar su cara: el perfil cincelado, la piel clara de la mejilla y la lÌnea decidida de los labios bajo el bigote fino. La niebla los cubrÌa hasta la cintura. Un momento despuÈs les llegÑ al cuello. A los pocos minutos pudieron ver el gran bulto de los vagones erguidos hacia adelante. - AllÌ estÀn - dijo Redrick, quitÀndose la mochila -. SiÈntate allÌ, donde estÀs. Pausa para un cigarrillo. Arthur le ayudÑ a bajar la mochila y se sentÑ junto a Èl, en los rieles herrumbrados. Redrick desabotonÑ uno de los bolsillos y sacÑ un paquete de sandwiches y un termo con cafÈ. Mientras el muchacho acomodaba los sandwiches sobre la mochila, Èl sacÑ su petaca, la abriÑ y tomÑ varios tragos lentos con los ojos cerrados. - ¿Quieres? - ofreciÑ, limpiando el cuello de la petaca -. Para darte coraje. Arthur, herido, sacudiÑ la cabeza. - Para darme coraje no necesito eso, seßor Schuhart. PreferirÌa cafÈ, sÌ puedo. AquÌ hay una humedad espantosa, ¿no es cierto? - Hay humedad. ApartÑ la petaca y escogiÑ un sandwich. - Cuando se levante la niebla - dijo, masticando - verÀs que estamos rodeados de pantanos. En los viejos tiempos los mosquitos eran terribles. CerrÑ el pico y se sirviÑ un poco de cafÈ. Estaba caliente, fuerte y dulce; era mejor que el alcohol. TenÌa olor a hogar. A Guta. Y no solamente a Guta, sino a Guta en salto de cama, reciÈn levantada, con las arrugas de la almohada todavÌa marcadas en la mejilla. ¿Por quÈ me meto en estas cosas?, pensÈ. Quinientos mil. ¿Para quÈ los necesito? ¿Para comprar un bar, o algo por el estilo? Uno necesita plata para no pensar en la plata, Èsa es la verdad. Dick tenÌa razÑn. Tengo casa, tengo terreno, en Harmont no me faltarÌa trabajo. Cuervo me atrapÑ, me sedujo como a un inocente. - Seßor Schuhart - dijo sÇbitamente Arthur, apartando la vista -, ¿usted cree que eso concede los deseos, de veras? - ¡TonterÌas! - murmurÑ Redrick, distraÌdo, mientras se quedaba inmÑvil con la taza cerca de la boca -. ¿CÑmo sabes quÈ es lo que vamos a buscar? Arthur sonriÑ, azorado; antes de responder se peinÑ con los dedos, tirÀndose del pelo. - ¡Bueno, lo adivinÈ! No recuerdo exactamente quÈ fue lo que me puso sobre la pista. Para empezar, papÀ se la pasaba hablando de la Bola Dorada, pero Çltimamente no la menciona. En cambio ha estado hablando de usted. Y conozco muy bien a papÀ como para creer que ustedes son amigos. AdemÀs, en los Çltimos tiempos ha estado muy extraßo. Arthur echÑ a reÌr y sacudiÑ la cabeza, como si recordara algo. - Y en tercer lugar - agregÑ -, lo adivinÈ cuando probÑ con usted aquel pequeßo dirigible, en el baldÌo. Dio una palmada sobre la mochila que contenÌa el globo, bien enrollado, y prosiguiÑ: - Los seguÌ. Cuando vi que levantaban aquella bolsa de piedras y la conducÌan por sobre el suelo me di cuenta de todo. Por lo que sÈ, la Bola dorada es el Çnico objeto pesado que queda en la Zona. MordiÑ el sandwich y concluyÑ soßador, con la boca llena: - Lo que no entiendo es cÑmo piensan engancharla; ha de ser bien lisa. Redrick lo observÑ por sobre el borde de su taza, pensando en lo poco que se parecÌan padre e hijo. No tenÌan nada, absolutamente nada en comÇn; ni la cara, ni la voz, ni el alma. La voz de Cuervo era Àspera, quejosa, furtiva; pero cuando hablaba de ese tema lo hacÌa con un entusiasmo tal que era imposible ignorarlo. - Red - le habÌa dicho entonces, inclinÀndose sobre la mesa -, sÑlo quedamos nosotros dos, y dos piernas para los dos, que son las tuyas. ¿QuiÈn otro puede ir? ¡Debe ser lo mÀs valioso de la Zona! ¿Y a quiÈn le corresponde? ¿Quieres que la encuentren esos tragalibros con sus maquinitas? ¿Eh? Yo la encontrÈ, ¡yo! ¿CuÀntos de los nuestros cayeron allÀ? ¡Pero yo la encontrÈ! QuerÌa guardarla para mÌ; no se la darÌa a nadie, pero ya ves que ahora no puedo... No queda nadie mÀs que tÇ. LlevÈ a montones de muchachitos allÀ, toda una escuela. Eso es lo que abrÌ: una escuela para enseßarles. Pero no pueden, ¿te das cuenta? No sÈ si les faltan agallas o quÈ. Bueno, si no me crees no me importa. Quieres la plata. La tendrÀs. Me darÀs lo que te parezca; sÈ que no me vas a trampear. Y tal vez consiga piernas nuevas. Las piernas, ¿entiendes? La Zona me las quitÑ; quizÀ me las devuelva. - ¿QuÈ? - preguntÑ Redrick, saliendo de su ensueßo. - Le preguntaba si le molesta que fume, seßor Schuhart. - No, por supuesto. Fuma. Yo tambiÈn voy a fumar uno. TragÑ de golpe el resto del cafÈ y sacÑ un cigarrillo. Mientras lo encendÌa contemplÑ la niebla, que se iba levantando. EstÀ chiflado, pensÑ. Le falta un tornillo. Quiere piernas nuevas, el hijo de puta. Pero toda aquella charla habÌa dejado un residuo, aunque no estaba seguro de que clase. Y no se evaporaba con el tiempo; por el contrario, se iba acumulando. Y si bien no comprendÌa de quÈ se trataba, aquello le estaba preocupando. Era como si Cuervo le hubiese contagiado algo no una enfermedad desagradable, sino, por el contrario... ¿Su fuerza, tal vez? No, no era fuerza. ¿QuÈ, entonces? Bueno, se dijo, mirÈmoslo desde este punto de vista; supongamos que yo no hubiera llegado hasta aquÌ. Estaba listo para Irme, hasta habÌa empacado, pero pasÑ algo; digamos que me arrestaron, ¿SerÌa malo eso? Por supuesto. ¿Por quÈ? ¿Por la pÈrdida de plata? No, no tiene nada que ver con la plata. ¿Porque ese tesoro caerÌa en las manos de Ronco y Huesos? Por allÌ estamos mÀs cerca. Eso me dolerÌa. Pero quÈ me importa, si al final son ellos los que se quedan con todo. - ¡Brrrr! - exclamÑ Arthur, estremeciÈndose -. El frÌo se mete hasta los huesos. Seßor Schuhart, ¿me darÌa un trago ahora? Redrick le alcanzÑ la petaca en silencio, mientras pensaba: No aceptÈ en seguida. Veinte veces le dije a Cuervo que se mandara mudar, pero a las veintiuna aceptÈ. No podÌa resistir mÀs. Nuestra Çltima conversaciÑn resultÑ breve y comercial. "Hola, Red. Traje el mapa. ¿No querrÌas echarle un vistazo, a pesar de todo?". Y lo mirÈ a los ojos, que eran como lastimaduras; amarillos, con motas negras; y le dije: "DÈjamelo". Listo. Recuerdo que en ese momento yo estaba borracho; llevaba una semana bebiendo; y me sentÌa